Después de dos horas zambullido en toda clase de cábalas criptográficas, Jack llegó a la conclusión de que aquel enigma le superaba. Había probado un sinfín de combinaciones y alteraciones de letras sin llegar a ninguna conclusión.
Con la mente puesta en el folio, el dibujo y las incomprensibles palabras, se vio obligado a aceptar lo evidente: carecía de los conocimientos necesarios para descifrar aquellas palabras. Si es que estaba en lo cierto y se trataba de eso, de palabras que encerraban un significado oculto. Lo único que se le ocurrió fue ponerse en contacto con su amigo de la policía de la ciudad, el inspector Norman Martínez. Unos meses atrás le había mostrado un desafío que hizo público el FBI. A principios de los noventa, un asesino había matado a varias personas con idéntico modus operandi. Una de las víctimas, antes de morir, escribió una especie de mensaje con su sangre; algunas letras, aparentemente sin sentido, que podían contener una pista para descubrir al asesino. Tras muchos años de pruebas, el FBI no había logrado nada y optó por solicitar su ayuda a los ciudadanos.
El hecho era que la policía disponía de programas informáticos criptográficos capaces de «romper» la mayoría de las claves de cifrado. Y eso fue lo que impulsó a Jack a coger el teléfono y marcar el número de Norman. Se lo sabía de memoria porque le llamaba, al menos, una vez a la semana. Casi siempre por trabajo; quizá un par de veces al año sin otro motivo que tomarse una cerveza. Aunque a decir verdad solía ser Norman quien le llamaba a él en esas ocasiones, para celebrar la resolución de algún caso difícil o invitarle a las fiestas de la policía.
Jack contó mentalmente los tonos del teléfono. Estaba a punto de colgar cuando la voz de Norman sonó al otro lado de la línea.
—Martínez —dijo éste a modo de saludo; una costumbre que había adquirido en sus años como agente de la ley.
—Norman, soy Jack Winger. ¿Tienes un minuto?
El policía carraspeó. Su voz sonaba demasiado formal. Sin embargo, no debía de estar en ninguna reunión porque no se excusó.
—Sí, claro.
—Tengo que pedirte un favor.
Jack esperó para comprobar el efecto de sus palabras y si eran bien acogidas.
—Sí, por supuesto —dijo Norman cortésmente, pero con el mismo tono frío.
—Necesito analizar unas palabras en clave y me preguntaba si podrías introducirlas en la computadora de la comisaría.
Tras una breve aunque notoria pausa, Norman aceptó.
—No hay problema. ¿Quieres que nos veamos… mañana, por ejemplo? ¿O prefieres enviármelas por e-mai?
—Si no es una molestia adicional, preferiría enviártelas. —La frase de Jack parecía dar a entender que no le apetecía verse con su amigo. La rehizo al instante—: Te las envío por e-mail y mañana paso a verte, ¿de acuerdo?
—Perfecto. Estaré en la oficina desde primera hora.
—Muy bien, Norman. Y gracias por ayudarme.
Nada más colgar, Jack cayó en la cuenta de que el policía ni siquiera le había preguntado por el origen de las palabras en clave. Algo extraño en él, curioso por naturaleza y por deformación profesional. ¿Le habría llamado en mal momento? Tenía que ser eso, aunque no le había dicho nada…
Las dudas de Jack se disiparon en menos de dos minutos. Su teléfono sonó —sobresaltándole levemente—, con el número de Norman en la pantalla.
—¿Jack?
—Sí, Norman. Dime.
—Chico, perdona que antes estuviera tan seco.
—No es…
Sin dejarle hablar, el policía siguió explicándose.
—Estaba… ejem… con los pantalones bajados.
Jack esbozó una sonrisa que hubiera sido una gran carcajada en condiciones normales.
—Entiendo —dijo.
—Bueno. Envíame eso de lo que me has hablado y mañana te espero en comisaría. No llegues muy tarde por si tengo que salir. Tengo un interrogatorio pendiente, a una «gran dama», y no creo que el capitán consienta que sea ella quien mueva su culo podrido de dinero.
—De acuerdo, amigo.
—Hasta mañana entonces.
Durante la siguiente hora, Jack se centró en el dibujo del folio, tratando de hacer memoria. Las colinas formaban una especie de paisaje, pero eran tan simples que no le daban ninguna pista sobre qué lugar podían representar. Lo único cierto era que le recordaban al paisaje de Nuevo México y de los estados aledaños. Aunque eso no era mucho. Visualizó mentalmente los lugares que le eran más conocidos, como el pueblo indio al que solía llevar a Dennis, las afueras de Albuquerque, la zona en que vivía y su región circundante… Todo demasiado parecido o demasiado distinto, sin algo que determinara el lugar.
Salvo, claro estaba, las misteriosas palabras.
El zumbido del teléfono le hizo dar un leve respingo. El aparato no estaba en su base. Debía de haberlo dejado bajo los papeles que cubrían parcialmente la mesa. Los levantó hasta encontrarlo, tras varios tonos, y respondió sin fijarse en el número que llamaba.
—¿Jack? —dijo al otro lado de la línea Norman Martínez. Lo reconoció al instante.
—¿Has averiguado algo?
—Por eso te llamo. Las palabras que me enviaste… No se trata de ninguna cifra secreta ni nada de eso.
—¿Ah, no?
Jack estaba intrigado y desconcertado al mismo tiempo.
Y ávido de saber de qué se trataba entonces.
—Bueno, en cierto sentido sí. Es la transliteración de unas palabras antiguas en un idioma indio.
—¿La qué…?
—Una transliteración es una especie de traducción. Consiste en cambiar los sonidos originales por los correspondientes de nuestro alfabeto. Se hace con el ruso, el griego o el hebreo, por ejemplo. Yo tampoco lo sabía. Me lo acaba de explicar Joe O’Quinn, ¿lo conoces?, el experto de la comisaría en estos asuntos.
—Sí, sí. Lo recuerdo. Pero ¿y qué significan?
Átse Ats amp;apos;oosí es el nombre navajo de la constelación de Orión.
A pesar de su pequeña porción de sangre india, Jack sólo conocía algunos datos elementales de la historia de los legendarios navajos; unos indios indómitos que se enfrentaron con los españoles y que vivían en un territorio entre los estados de Utah, Colorado, Nuevo México y Arizona. Este área, llamada Cuatro Esquinas, estaba delimitada por sus cuatro montañas sagradas —al norte, sur, este y oeste—, y atravesada por dos ríos también sagrados. Lo más peculiar era su idioma, tan extraño y distinto al resto, que se empleó en la segunda guerra mundial como código secreto en las comunicaciones militares del Pacífico, de modo que los japoneses no pudieran descifrarlas. Cada intérprete navajo del código iba con un acompañante que no lo era, cuya función principal era evitar, por cualquier medio, que el «portador» de la clave cayera vivo en manos enemigas.
—¿Orión? —dijo Jack, casi dejando caer la pregunta de su boca. Lo que sabía de los navajos no reducía el impacto de la revelación de Martínez.
—En efecto: de la constelación de Orión.
—Pero… ¿Y eso qué significa?
—A mí no me preguntes. Tú sabrás lo que estás investigando y de dónde lo has sacado.
—Sí, bueno, es complicado de explicar…
—No tienes por qué contármelo. Salvo si se trata de algo relacionado con un delito. Pero eso tú ya los sabes, así que no hagas ninguna tontería.
—No, te lo prometo. Gracias por tu ayuda.
En realidad no había ningún motivo para que Jack no compartiera con Norman lo que estaba ocurriéndole. Sin embargo, prefería dejarlo al margen de sus problemas. Bastante tenía con soportar su trabajo como para preocuparse también por él. Ya se lo contaría cuando lo hubiera solucionado. Tomando una cerveza bien fría.
Ahora lo importante era centrarse en lo que Norman había averiguado con la computadora de la comisaría. El nombre de la constelación de Orión en idioma navajo, sobre las montañas del dibujo y el aspa remarcada. Y las líneas verticales…
De pronto, una idea surgió en la mente de Jack. Movió el ratón del ordenador para que volviera a activarse la pantalla y abrió una ventana del navegador de Internet. Buscó Orion entre las imágenes de Google. Enseguida aparecieron los resultados. Jack conocía la forma de la constelación, una de las que resultaba más fácil identificar en el cielo invernal del hemisferio Norte. Representaba a un cazador, a un gigante en la mitología griega; al dios Osiris para los antiguos egipcios.
Jack encendió la impresora para reproducir una de las imágenes esquemáticas que mostraban las principales estrellas de la constelación. Luego tomó la hoja entre sus manos y la fue girando sobre el dibujo. A pesar de la diferencia de tamaño, enseguida se dio cuenta de que estaba en lo cierto: las líneas verticales marcaban la posición de las cuatro estrellas de las esquinas y la central del llamado Cinturón de Orión: Rigel, Saiph, Betelgeuse, Bellatrix y Alnilam.
—¡Eso es! —exclamó, con los dientes y los puños apretados.
Aquel dibujo representaba un paisaje con Orión en el cielo nocturno, cuyas estrellas marcaban un punto concreto en relación con las elevaciones representadas. Pero eso requería saber de qué lugar se trataba para colocarse en la misma perspectiva y así poder localizar el punto marcado por el aspa. Y, por desgracia, eso seguía ignorándolo.
Jack levantó la vista un momento para pensar y justo entonces la fijó de nuevo en el interior del maletín, que aún se hallaba abierto sobre la mesa. Estaba completamente vacío, pero aun así, sintió el impulso de volver a inspeccionarlo. Se incorporó para poder alcanzarlo y lo atrajo hacia sí entre sus manos. Palpó el fondo, que se aplastó levemente. Parecía despegado de la base, como si tuviera un hueco o un espacio oculto. En una de las esquinas había un pequeño cabo de tela, casi escondido. Jack tiró de él y el fondo se levantó.
Debajo había algo más: una fotografía de pequeño formato. Jack la cogió y la examinó con cuidado. Era la imagen de un grabado en piedra. Un grabado sencillo, ideográfico, que le hizo sentir un repentino escalofrío que le recorrió la espalda, desde la base hasta la nuca. Aquel grabado mostraba a un ser con cuernos, en actitud estáticamente amenazadora, observando con un gesto vacuo y hostil, que cualquiera hubiera identificado con el demonio.
Y debajo, escrito a mano en el borde de la fotografía, el número 27.143.616.