Era casi mediodía cuando Jack entró en la tienda de artículos de piel de la calle Tercera, muy cerca del lujoso hotel Hyatt Regency de Albuquerque. Se trataba de un negocio rancio en el mejor sentido de la palabra, familiar, atendido por dos hombres —evidentemente padre e hijo—, que parecían el antes y el después de una misma persona. Ambos le sonrieron al verlo entrar, sobre sus cuellos de camisa impecablemente blancos y almidonados.
—Buenos días, señor. ¿En qué podemos servirle? —dijo el más joven, que era quien estaba más cerca de la puerta.
Jack se dio cuenta en ese preciso instante de que no sabía muy bien qué decir. Así que optó por algo que a veces ofende, pero siempre funciona: limitarse a decir la verdad.
—Buenos días —correspondió al saludo—. No sé si podrán ayudarme, pero he encontrado esta llave…
Mientras Jack la sacaba de un bolsillo de su cazadora, el hombre lo miró expectante.
—Aquí está. ¿Puede usted decirme si corresponde a alguna clase de maletín, o algo similar, como los que ustedes venden?
El hombre tomó la llave en su mano y la examinó cuidadosamente. A Jack le recordó a los relojeros suizos, sentados a sus altas mesas y con visores de aumento, escrutando el interior de las casi perfectas maquinarias.
—Sí —dijo al fin, después de un examen que pareció demasiado prolongado—. Si es tan amable de acompañarme…
Jack lo siguió hasta la zona de la tienda en la que se exhibían dos hileras de lustrosos maletines de piel, a un lado los marrones y beis y a otro los negros. El vendedor tomó uno por el asa, retractilada, y lo colocó encima de una pequeña mesa aneja. Era de color negro, con elementos ornamentales dorados. Puso el mismo cuidado y parsimonia de antes cuando retiró la pequeña cadena que aseguraba el juego de llaves al maletín y se las mostró a Jack junto con su propia llave.
—¡Son idénticas! —exclamó éste, como si se tratara de un gran descubrimiento.
—Así es —corroboró el hombre—. Si se fija usted bien, verá que la forma, el color, el tamaño y el número de dientes son los mismos. Este maletín no es uno de nuestros modelos más caros, que incorporan cerradura de seguridad o vienen reforzados con placas metálicas, pero se trata de una pieza bien construida y fiable, con piel de muy buena calidad.
En ese momento, el hombre mayor se aproximó a ellos con su mejor sonrisa. Era una franca sonrisa de vendedor orgulloso de su género. Ante la sorpresa de Jack, le tendió la diestra y, mientras le estrechaba la mano, dijo:
—Espero que no haya tenido ningún problema con su maletín.
Jack no entendió a qué se refería y trató de explicarle que sólo estaba buscando información sobre la llave.
—Bueno, si me hubiera preguntado a mí —añadió el hombre mayor, con la mano ahora en el hombro de su hijo—, le hubiera podido dar la información que quería al instante. Tengo memoria fotográfica para los clientes, lo que es muy útil para el propietario de un negocio como éste. A usted le recuerdo bien. Estuvo aquí las pasadas Navidades. Compró un bolso de mujer muy elegante y…
Jack sintió una conmoción interior cuando el dueño acabó la frase.
—… y un maletín exactamente igual que éste. Yo mismo se lo envolví para regalo.
Amy estaba en la cocina cuando Jack llegó a casa. No lo esperaba tan pronto y se sobresaltó al oír el ruido de la puerta. Era una mujer decidida y fuerte, pero solía asustarse con facilidad con lo imprevisto o con las películas de terror, que era incapaz de ver aunque le gustaran. Aún se sonrojaba al recordar cómo se había abrazado a Jack, rogándole que apagara el televisor, la noche en que vieron la versión extendida de El exorcista. Fue con una escena que no se contaba entre las peores, cuando la niña poseída, Regan, imitaba la voz de un supuesto condenado a los infiernos y decía: «Ayuda a este pobre monaguillo…» Sin embargo, Amy se pasó luego varios días recopilando información en Internet sobre el caso de Robert Mannheim, la persona real que inspiró la novela y la película.
—¡Qué susto me has dado! —reconoció antes de besar a Jack.
Él la estrechó entre sus brazos y sintió su cuerpo contra el suyo, aunque las manos de ella estaban en alto porque las tenía manchadas de pegajosa masa de bizcocho.
—¿Qué haces aquí? —le dijo a Jack al separarse.
—No me encontraba bien… Mi jefe me ha dado un par de días libres.
Ante la mirada dulce pero inquisitiva de Amy, él no tuvo otro remedio que contarle lo que le estaba ocurriendo. Al menos una parte.
—Estuve hablando con el doctor Jurgenson.
—Lo sé —dijo ella igual de franca, y ahora le acarició las mejillas, que dejó manchadas de un color blanquecino—. Juntos lo superaremos, cariño. Puedes confiar en mí. No me dejes de lado, como la otra vez…
Sus últimas palabras no fueron de reproche, sino de auténtico amor.
—Sí —dijo Jack, y la besó de nuevo. Después, con temor de que no lo recordara y eso hiciera aún más patente su desequilibrio, le preguntó—: Cariño, ¿sabes dónde está el maletín que compré en Navidad?
—¿Tu maletín? Claro. No sé por qué nunca lo usas. Igual que la chaqueta Harris Tweed que te regalé…
—Pero ¿dónde está? —la apremió Jack.
—En el armario del pasillo de arriba. En el último estante.
Jack sintió un torrente de emoción y cierta euforia. Amy recordaba el maletín y sabía dónde estaba. El maletín existía. Por un instante —sólo por un instante—, tuvo la sensación de que todo iba a arreglarse. Que con Amy a su lado, y la ayuda del doctor Jurgenson, todo se acabaría pronto y volvería a estar bien. Como antes de Níger.
Corrió escaleras arriba con el vigor de un niño. Abrió el armario y rebuscó en la balda superior. Había unas mantas, que retiró sin miramientos. Allí detrás estaba, en efecto, el maletín. Como le había dicho el dueño de la tienda del centro, era igual que el que le habían enseñado allí. Lo cogió con tanto ímpetu que se le cayó al suelo. Amy, que ya estaba arriba también, se apresuró a recogerlo. Pero Jack lo hizo antes. Ella lo miró con un gesto difícil de definir. Preocupada, aunque también comprensiva.
Él se incorporó con el maletín agarrado por el asa y apretó con la mano libre el brazo de su mujer. Fue un gesto que le transmitió confianza. Ella no quiso preguntarle por qué buscaba con tanto interés ese maletín que apenas había usado desde que lo compró. Prefería no presionar a Jack. La primera vez, cuando todo empezó, lo había hecho sin saber que eso era un error. De hecho, lo peor que podía hacer.
Jack se lanzó ahora escaleras abajo para ir a su despacho. Amy lo siguió, pero se quedó deliberadamente atrás y vio, al pie de la escalera, cómo entraba en el despacho. Caminó hacia la puerta y, desde el umbral, cruzó una mirada con él, que había colocado el maletín sobre el escritorio y tenía la llave dorada en la mano. En ese momento, Amy debía mostrarle su total confianza. Por más que quisiera compartir con su marido todo lo que le estaba ocurriendo, sabía que la mejor forma de ayudarle era dejarle resolver solo lo que sólo él podía resolver. Mantuvo sus ojos clavados en los suyos y luego cerró la puerta desde fuera.
Jack se dio cuenta de que su respiración se había acelerado, aunque recobró un poco la calma cuando Amy lo dejó. Era una mujer intuitiva, que abandonó su propia carrera como agente inmobiliario cuando él regresó enfermo de Níger, y a la que debía la vida. Sin ella, y sin Dennis, estaría completamente desolado. No tendría motivos para seguir adelante.
Apartó esos pensamientos mientras introducía la llave en la cerradura del maletín. Entró en ella con precisión. Luego la giró y los dorados topes metálicos laterales saltaron al unísono, con un ruido sordo. Durante unos segundos, Jack dudó. ¿Qué podía haber dentro? ¿Resolvería sus dudas? ¿Las acrecentaría? ¿O, sencillamente, no serviría de nada?
Esa última perspectiva le hizo sentir una especie de escalofrío. Fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, al menos esperaba descubrirlo. Si su mente había llegado al límite de la cordura, lo aceptaría como un hombre. Sólo lo sentiría por Amy y por Dennis. Pero lo peor era la incertidumbre. No saber si se estaba volviendo loco o si había algo real en todo aquello. Era consciente de que el cerebro humano es capaz de generar desde visiones místicas hasta alucinaciones completamente veraces; mundos de fantasía en los que uno puede caer y sumergirse sin ser capaz de distinguirlos de la auténtica realidad.
Levantó la tapa del maletín con los ojos cerrados. Los mantuvo así hasta que reunió el valor suficiente para abrirlos y mirar dentro. Cuando lo hizo, con las manos temblorosas apoyadas en los laterales del maletín, lo que vio le dejó helado: en su interior había únicamente una hoja de papel. Un simple folio en blanco, sin nada escrito en él. Tan vacío como estaba ahora su mente.
Tardó en decidirse a cogerlo. No sabría decir cuánto, inmerso en las tinieblas de la decepción. Cuando lo tomó en sus manos y lo examinó de cerca, se dio cuenta de que tenía unas leves marcas.
—¡Maldito estúpido! —se dijo a sí mismo entre dientes.
Agitado, con el corazón saltándole en el pecho, dio la vuelta al folio y vio al fin que su otra cara tenía escritas dos palabras que ocupaban la parte alta de un dibujo. Era una especie de mapa en tosca perspectiva, trazado a lápiz, que a primera vista no le dijo nada. Tampoco las palabras. Ni siquiera le resultó fácil leerlas. Estaban escritas con trazo tembloroso y parecían una combinación absurda de letras. A un lado, junto al borde de la hoja y uno de los extremos del dibujo, le pareció distinguir unos trazos rojizos, muy leves e irregulares.
El dibujo era simple, pero preciso y estaba bastante bien ejecutado. Parecía representar una serie de elevaciones recortadas sobre una llanura, semejantes a las llamadas «mesas» del Cañón del Colorado; y, casi en el centro, un aspa marcada con trazos dobles. Sobre las elevaciones, en el cielo, estaban escritas las palabras. De cada mesa partía una línea vertical que ascendía hacia lo alto, pero que no terminaba en el mismo lugar. Unas eran más cortas que otras. Jack hizo un esfuerzo para transcribir las palabras a una libreta : ÁTSEATS’OOSÍ. Debajo, escribió también las posibles variaciones de letras. Alguna O podría ser una U, quizá una S era en realidad una Z mal caligrafiada…
En cualquier caso, ninguno de aquellos grupos de letras significaba nada para él. Absolutamente nada. Nuevas preguntas inundaron su mente, y ninguna respuesta. ¿Qué diablos podían ser? ¿Estarían escritas en clave? Era muy probable. Pero ¿cuál?