El doctor Engels se había ausentado de su despacho. Jack no conseguía encontrarle y nadie entre el personal de la clínica era capaz de decirle dónde estaba. Era la segunda vez que recorría el edificio principal en su busca y empezaba a desesperarse. Necesitaba hablar con él cuanto antes sobre lo que había visto —creído ver, se corrigió a sí mismo— surcando el interior de aquel tornado negro. Apenas había dado tiempo a Julia para que le agradeciera su intento de salvarla, aunque lo cierto era que se habían salvado porque el tornado remitió. Quizá ninguno de los dos estaría vivo ahora de no haber sido así.
Pero nada de eso le importaba a Jack en aquel momento. Sólo hablar con el doctor Engels. Ni siquiera conseguía pensar en el hombre que posiblemente había muerto. Por lo que él sabía, aún no habían localizado el cadáver del infeliz a quien engulló el tornado. Sin duda, no debía de quedar gran cosa de él, si es que se llegaban a encontrar sus restos.
Esas reflexiones hicieron a la embotada mente de Jack darse cuenta de algo obvio: era lógico que, dadas las circunstancias, el doctor no se encontrara en su despacho, sentado tranquilamente, sino que estuviera en el jardín o en algún otro lugar del exterior. Quizá con el enfermero Kerber, que le acompañaba a todos lados como un perro guardián. Alguien debía de haber avisado a la policía. Eso también era evidente. Y si los detectives habían llegado ya, lo más probable era que Engels estuviera mostrándoles el escenario del suceso.
Mientras le daba vueltas a la cabeza, Jack se había parado en mitad de un corredor desierto. Cualquiera que lo viera allí, solo y con la mirada de un hombre hechizado, pensaría que se trataba de un loco. Él mismo volvía a dudar de su salud mental. Y esta vez no lograba ahuyentar esa idea, como había hecho con tanta facilidad unas horas antes, en el comedor, al ver por primera vez las nubes negras y preguntarle a aquella mujer si ella también podía verlas.
Jack se lamió los labios resecos, distraído. Le vino a la boca el sabor salado y áspero del sudor. Tenía la camisa empapada de nuevo. Del frío que había sentido bajo el viento gélido del tornado, ya no quedaba ni rastro. El maldito aire acondicionado seguía averiado, por supuesto. Al salir de la clínica apenas notó diferencia entre la temperatura del interior y la del porche, hasta dejar la zona en sombra y sumergirse bajo el sol ardiente. Entrecerró los ojos para protegerse de la luz cegadora y a punto estuvo de perder el equilibrio. Se sentía mareado, quizá por no haber comido nada desde el desayuno.
Fue a agarrarse a la barandilla de hierro forjado, pero se apercibió a tiempo de que el metal debía abrasar. Dio un traspié por el movimiento en falso y casi se golpeó en el rostro contra el remate que la adornaba. Expuestas al sol implacable, le parecieron más tétricas que nunca aquellas tres cabezas de animales: de un león, un lobo y una pantera.
La hierba del jardín, que el día anterior estaba fresca y mullida, hoy crujía y se quebraba bajo sus pies conforme avanzaba hacia la fuente. El hombre que se llevó el tornado había desaparecido en un punto intermedio entre aquella zona y el edificio de la clínica. Jack escudriñó a su alrededor en busca de alguna figura humana que pudiera corresponder al doctor Engels. Por ahora sólo veía a lo lejos un banco de piedra vuelto del revés y hojas y ramas arrancadas. Nada demasiado dramático. Era difícil que quien no hubiera presenciado el tornado pudiera imaginarse, a partir de aquellos restos, lo terrorífico que había sido.
Llegó hasta la fuente sin haberse encontrado a nadie. Se sentía otra vez mareado y débil. Notaba una vibración en los oídos, una especie de chirriar en el aire recalentado. Ignoraba si lo producía alguna clase de insecto que hubiera en los árboles cercanos o si era un aviso previo de que iba a caerse redondo en el suelo. No sabía cuáles eran los síntomas que precedían a un desmayo, porque nunca había sufrido uno. Al menos que él recordara —qué irónico sonaba eso, dada su amnesia—. Pero, incluso en su agitación, le parecía ridículo que un hombre hecho y derecho como él terminara perdiendo la conciencia, así que decidió sentarse un momento en el suelo, al pie de la fuente.
Era una estructura grande. De unos cinco metros de diámetro por uno y medio de alto. Proyectaba una sombra frágil, bajo la que, no obstante, se estaba más fresco de lo que Jack había esperado. Se acomodó un poco mejor y cerró los ojos al arrullo del agua que emergía de sus caños. Estaba tan cansado… No te duermas, se dijo a sí mismo. Pero quizá hubiera acabado dejándose vencer por el sopor de no ser por unas voces que se acercaban. Una de ellas era, inequívocamente, la del doctor Engels.
Jack imaginó que las otras pertenecerían a los agentes enviados por la policía. Iba a incorporarse para unirse a ellos, pero entonces oyó que Engels decía:
—No puede volver a ocurrir. Decidle de mi parte que, si permite escapar a otro, habrá consecuencias.
Por lo general, la voz del doctor era autoritaria. Amable, pero autoritaria. Pero la que Jack estaba escuchando ahora no se limitaba a ser autoritaria. Era intimidatoria. Más aún: amenazadora y… terrorífica fue la palabra que le vino a la cabeza, aunque la desechó.
¿Qué era lo que no podía volver a ocurrir? ¿Quién se había escapado y de dónde? ¿Y a quién debían darle el hosco recado de Engels aquellos policías? Si es que lo eran. Aunque ¿qué podían ser si no? Jack se apretó todavía más contra la fuente y siguió escuchando.
Una voz masculina, varonil, contestó al doctor. Jack se dio cuenta de que había temor en ella, por más que su dueño tratara de ocultarlo. Quizá eso fuera otra capacidad recuperada de su experiencia como periodista, igual que el interés por contrastar las revelaciones de Maxwell. Suponía que habría entrevistado a muchas personas a lo largo de su carrera, antes del accidente, y que eso le permitía notar cuándo alguien intentaba esconder su miedo… o mentir. En aquel hombre desconocido, Jack percibió ambas cosas.
—Alguien cometió un error. Y está pagando por ello. Ha sido sólo un accidente. Pero no le consiento que me hable en ese tono. Ni él tampoco lo consentirá.
Jack notó un revuelo y creyó oír un gruñido. No uno normal, como el que podría emitir una persona, sino un sonido animalesco.
—¡Quieto, Kerber! —ordenó el doctor Engels.
Mientras hablaban, el grupo de hombres había seguido acercándose a la fuente. En ese momento estaban parados a pocos metros de Jack. Aunque tan enfrascados en su discusión que nadie reparó en él. Pero Jack sí distinguía la pierna izquierda de Engels. Lo reconoció por su inseparable bastón, que llevaba a todas partes aunque no lo necesitara. Lo tenía agarrado al revés, con la empuñadura metálica hacia abajo, como si tuviera intenciones de golpear a alguien con ella. Jack pudo verla bien por primera vez. Le costó un poco reconocer qué representaba. Al hacerlo, le invadió un extraño desasosiego para el que no se le ocurría una explicación razonable. La empuñadura era una miniatura de tres cabezas de animal; justo las mismas que remataban la barandilla de la entrada de la clínica: un león, una pantera y un lobo.
—¡Estáis advertidos!
Fue Kerber quien habló esta vez. Comparado con el doctor, parecía un bravucón buscando pelea en un garito de mala muerte. Algo similar debió de pensar el otro hombre, que no demostró ni miedo ni respeto al responder:
—Ve a lamerte tus patas por ahí. ¿No es eso lo que hacen los perros?
Fueran quienes fuesen esos individuos, Jack tenía ya claro que no se trataba de policías. Aun así, resultaba absurdo permanecer escondido. Eso era lo que le decía su razón, pero su instinto insistía en que siguiera allí agachado. No su instinto de periodista, en este caso, sino uno mucho más primitivo y ancestral.
Empezó a arrastrarse lentamente por el suelo, sin hacer ruido. Calculó que Engels y los otros hombres tendrían ángulo para verle si seguían avanzando hacia la clínica y él se mantenía donde estaba. Salió de la zona de sombra y quedó otra vez expuesto al sol inmisericorde. Le quemaba la espalda a la altura de los riñones, al descubierto de su camisa sucia y calada por el sudor.
Los hombres reanudaron su camino sin que nadie volviera a intervenir. Por lo visto, ya estaba todo dicho. Jack deseó haber podido enterarse del principio de la conversación. De lo poco que había oído de ella, sólo le surgían preguntas. Ninguna respuesta.
Poco a poco había llegado arrastrándose al lado opuesto de la fuente. Jadeaba como si hubiera recorrido kilómetros. Era el maldito calor. Y también la tensión… Habrá consecuencias, oyó resonar dentro de su cabeza las palabras de Engels con su temible voz. Le caían chorros de sudor por el cuello y la cara, que se precipitaban sobre el suelo de grava y se evaporaban al instante. Parecía un muñeco de cera derritiéndose. Tenía el rostro tan pegado a la fuente que se le metió por la nariz polvillo de la piedra de la que estaba hecha. Supo lo que iba ocurrir y trató de evitarlo. Pero no lo logró.
Estornudó sonoramente. Se asomó corriendo al borde de la fuente para asegurarse de que no se había descubierto. Por suerte, el grupo de Engels estaba ya lejos. Las ropas blancas del doctor y de Kerber contrastaban con las negras que cubrían casi por completo el cuerpo de los cuatro hombres que los seguían, un poco más atrás.
Su estornudo había agitado el polvillo y revelado en parte lo que parecían unas letras grabadas en la piedra. Retiró con la mano el resto del polvo a su alrededor, dejando al descubierto nuevas letras, que componían dos frases. Jack las leyó una vez.
Y luego volvió a leerlas, más despacio.
DEBES DEJAR AQUÍ TODO RECELO
DEBES DAR MUERTE AQUÍ A TU COBARDÍA
Entonces le asaltó la visión que creyó haber tenido de las fauces del tornado: rostros; miles de rostros y cuerpos humanos. Eso era lo que había creído ver surcando las corrientes oscuras del tornado. Rostros y cuerpos humanos que se retorcían en agonía.