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Durante la mañana en Laguna Pueblo, con su hijo Dennis enfrascado en manejar su coche teledirigido, Jack estuvo todo el tiempo dándole vueltas a las enigmáticas palabras del indio Pedroche. Aquello empezaba a ser demasiado extraño. ¿Una alucinación? Creía que todo eso había quedado atrás. Olvidado y enterrado. Pero, al parecer, no era así.

Cuando él y su hijo volvieron a la zona de los puestos de recuerdos, Pedroche ya no estaba allí. Jack prefirió no tratar de localizarle. Había otra cosa más acuciante, que haría en cuanto llegaran a casa. De camino, por la carretera, el niño se dio cuenta de que a su padre le ocurría algo. Jack se obligó a contarle un par de chistes infantiles poniendo su mejor sonrisa. Estaba haciéndole una carantoña a Dennis, con una mano separada del volante, cuando éste dio un grito de terror. Jack dirigió instintivamente su vista a la carretera y pisó a fondo el pedal del freno. Justo delante, en medio de la vía, estaba quieto un perro grande y negro, mirándoles como si quisiera desafiar a la bestia de metal que se abalanzaba sobre él.

El coche se detuvo a escasos centímetros del animal. Dennis aún gritaba, a punto de llorar por el susto y el frenazo. A su lado, Jack le calmó con una caricia.

—¿Estás bien, hijo? —le preguntó. Y dirigió, otra vez, la mirada a la carretera.

El perro seguía allí, impasible. Jack oprimió el claxon con furia. Aunque tratara de mostrarse tranquilo, él también sentía el corazón desbocado en su pecho.

—¡Vamos, apártate! ¡Fuera de ahí! —gritó al perro.

Por un instante, el animal pareció mirarle directamente a los ojos. Gruñó y mostró su dentadura antes de salir corriendo hacia el arcén. Fue algo repentino. No tardó más que unos segundos en desaparecer tras una loma. El sol no calentaba demasiado, pero a esa hora el aire reverberaba por la diferencia térmica entre sus capas. A lo lejos podía verse un plano espejismo acuoso.

—¿Qué le pasa a ese perrito, papá? —dijo Dennis.

Jack se giró hacia él y volvió a comprobar que estaba bien.

—Nada, hijo, la gente los abandona y merodean por ahí. Gente mala, que no quiere a los animales. Pero tú no debes tener miedo.

El que tenía miedo era él. En los ojos del perro había notado algo… indefinible. Inteligencia. Sí, una indefinible inteligencia.

Al llegar a casa, Dennis salió corriendo del coche para contarle a su madre lo que había pasado, mientras Jack recogía el bolso que había comprado para ella. Amy salió al porche, asustada y con el niño en brazos.

—No ha sido nada. Sólo un perro abandonado que estaba cruzando la carretera.

—Esos perros… Algún día van a dar un disgusto a alguien.

—No te preocupes, cariño. No pasa nada. Sólo tienen hambre y van en busca de algo que comer.

—De todos modos deberías llamar a la policía, o avisar a la perrera.

Jack sonrió sin demasiada convicción.

—Ni siquiera sé si existe una perrera por aquí.

Ella le devolvió la mirada muy seria. No le gustaba que bromeara cuando se sentía asustada.

—Está bien, llamaré a la policía después de comer. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Dennis se pasó la comida hablando de su coche teledirigido y de sus hazañas en Laguna Pueblo. A Amy le encantaron sus regalos, la caja, el collar y el bolso. Al parecer, la india que le vendió este último a Jack había acertado con sus monsergas sobre el zodíaco. Todo parecía normal, pero no lo era. Jack sabía que algo estaba sucediendo —a punto de suceder—, y que únicamente podía ir a más. Después de tomarse un café expreso bien cargado, se encerró en su despacho con la excusa de terminar su artículo. Amy y Dennis se acostaron un rato.

Sobre la mesa de Jack estaba el papel amarillo con el número que había encontrado en la redacción del periódico el día anterior. Dejó encima de él la llave dorada que encontró en el cajón, y que apareció cuando estuvo buscando su pipa y su tabaco.

Dios, mi pipa…

Jack encendió el ordenador. Abrió una ventana del navegador, en la que tenía por defecto la página de Google. Tecleó el número 27.143.616 y oprimió el botón de búsqueda. Casi al instante aparecieron los resultados: sólo cuatro. Los dos primeros correspondían a páginas en alemán, en las que Jack no entendió ni una palabra. El tercero era de una página en portugués con una lista de pagos. Y el último enlazaba con una enorme lista de números, sin ninguna identificación, a los que Jack no encontró el menor significado.

Probó de nuevo quitando los puntos para separar las cifras. Ahora los resultados fueron muchos más, casi mil. Jack revisó los primeros, desalentado por no hallarles tampoco ningún sentido.

—¿Qué diablos…? —dijo en voz alta sin terminar la frase.

Entonces cogió la llave. No tenía grabado ningún signo, ni siquiera el del fabricante. Sencillamente era dorada y pequeña, con dientes en uno de sus lados y la clásica punta en forma de flecha. Una llave normal y corriente. Aun así, Jack escribió en Google «llave dorada pequeña». Los resultados fueron más de cien mil, incluyendo un libro que se titulaba así. Por curiosidad, entró en la página de Amazon para saber más, pero se trataba de una búsqueda aproximada. No había ningún libro con ese nombre exacto. El primer resultado de la lista de libros era Alicia en el país de la maravillas, de Lewis Carroll. Una historia que le hizo pensar en sí mismo, atrapado en un mundo que parecía extraño y ajeno a él.

También pinchó en el enlace de una vieja película rusa de Alexander Ptushko, en el de una página web de caramelos también rusos y el de otra de venta online de llaves antiguas. Ninguna se parecía a la suya. Todas eran muy barrocas, labradas, con tirabuzones y formas caprichosas.

Jack no sabía muy bien qué buscar y estaba seguro de que aquello era una pérdida de tiempo. Pero quería retrasar algo que, antes o después, tendría que hacer. Sólo había una persona a la que recurrir en su actual estado. Ojalá lo tranquilizara antes de alarmar a Amy. Su confianza en ella era total. No era ése el motivo por el que le ocultaba lo que le estaba pasando. Lo hacía para protegerla. Recordaba con claridad la expresión de su rostro cuando, esa mañana, le preguntó por su pipa. Ya lo había pasado bastante mal antes. No quería, bajo ninguna circunstancia, preocuparla sin motivo. Y ojalá no lo hubiera.

En un cajón del escritorio estaba su agenda de teléfonos. Jack prefería no llevar aquel número en la memoria de su móvil. Para disipar viejos fantasmas, quizá. Abrió la libreta, buscó el nombre de Fred Jurgenson y marcó el número en el teléfono. Tras un par de tonos, una hermosa y modulada voz de mujer contestó.

—Consulta del doctor Jurgenson, ¿en qué puedo ayudarle?

Jack respondió en voz baja, aunque no era probable que Amy pudiera oírle desde fuera del despacho.

—Soy Jack Winger. Por favor, quería hablar con el doctor.

—Espere un momento. Veré si puede atenderle.

Una dulzona e insulsa música sustituyó a la voz acompasada de la telefonista. Unos segundos más tarde, volvió al aparato.

—Señor Winger, el doctor hablará con usted ahora. Le paso.

A Jack no le dio tiempo a darle las gracias. Se escuchó un leve clic y, enseguida, el fuerte vozarrón del médico sonó en el auricular.

—Jack, ¿eres tú? —dijo en tono animoso.

—Sí, Fred. Soy yo. Tengo que… hablar contigo.

—Bueno, pues soy todo tuyo durante cinco minutos. Luego tengo consulta. Tú dirás.

—Las cosas no van del todo bien.

La respuesta del médico, tras un par de segundos de silencio, sonó en un tono muy diferente. Ahora era grave.

—Entiendo. ¿Otro episodio?

—No… No lo sé. Ayer me paré en la gasolinera. Parecía real. Pero dejé de mirar un momento y desapareció. Esta mañana quise fumarme una pipa, la busqué, pero no estaba donde siempre —dijo Jack atropelladamente, angustiado.

—¿Se lo has dicho a Amy?

—No. Pero sí le pregunté por la pipa. Creí que ella podía haberla cambiado de sitio. Me dijo que yo nunca he tenido una pipa, Fred. ¿Te das cuenta? Yo nunca he tenido una pipa…

—No te alteres. No creo que sea grave. Seguro que se debe a un exceso de trabajo. ¿Cuándo puedes venir a verme? ¿Hoy mismo?

La pregunta no parecía precisamente tranquilizadora. Tanta prisa por verle denotaba preocupación por parte del médico.

—Prefiero dejarlo para la próxima semana.

—Puedes venir mañana. Ya sabes que no me importa trabajar en domingo si un paciente y amigo me necesita.

—No, de verdad, Fred. Seguro que tienes razón y no será nada. Trataré de descansar el resto del fin de semana. El lunes te llamo sin falta. De verdad.

—No dejes de hacerlo. Aunque no sea nada, es mejor tomar precauciones, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Lo prometo. El lunes volveré a llamarte. Espero que para decirte que todo esto no ha sido más que una falsa alarma.

—Bien, Jack. Tómatelo con calma y descansa un poco.

—Gracias, Fred.

Jack colgó y se quedó un rato con ambas manos cruzadas sobre el auricular del teléfono. Estaba tan ensimismado que se sobresaltó al oír un golpe en la puerta. Era Amy. ¿Le habría oído hablar con su psiquiatra después de más de un año sin hacerlo?

—¿Puedo pasar, cariño? —dijo ella.

—Sí, claro.

Amy abrió la puerta con una bandeja en la mano. Estaba llena de galletas de ron con pasas.

—Para el futuro premio Pulitzer.

—Mis favoritas —dijo Jack. Y luego, con voz afectada, añadió—: Gracias, amada mía.

Ella le dedicó una de sus miradas de soslayo acompañada de una media sonrisa, que tan atractivas le parecían a Jack.

—¿Quieres un café? ¿Sigues ocupado?

—No, ya he terminado —mintió él, al tiempo que cerraba la ventana del navegador.

Entonces fue cuando Amy vio la llave dorada sobre el pedazo de post-it y la alfombrilla del ratón.

—¿Qué es esto? ¿Tiene que ver con tu artículo? ¿Es de alguna investigación secreta? —dijo con desenfado y una cálida sonrisa.

—En realidad, no. La encontré en… la explanada de Laguna Pueblo. Esta mañana.

—¿Y de qué es?

—No tengo la menor idea.

Amy volvió a sonreír.

—Quizá abra el cofre de un tesoro.

Él se limitó a devolverle la sonrisa, coger una galleta de la bandeja y decir:

—Quizá.