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La carretera secundaria estaba trazada sobre un terreno yermo. Jack vivía a las afueras de Albuquerque. En verano, las puestas de sol sobre las lomas eran espléndidas. Pero a finales de otoño, como ahora, la noche resultaba desapacible y solitaria. Más aún: desolada.

Miró el indicador de combustible de su coche. Acababa de encenderse una luz naranja. A unos cinco kilómetros había una gasolinera. Jack condujo en silencio, sin radio ni música, con la mente puesta en los dos ancianos muertos y en el absurdo crimen. Avanzaba despacio. No le agradaba correr con el coche, y eso que de adolescente fue muy aficionado a las carreras de karts hasta que volcó con uno de ellos. Seguramente la vida lo había ido cambiando poco a poco. Sobre todo desde el nacimiento de Dennis, su hijo, que justo ese día cumplía cinco años.

El zumbador del manos libres precedió a una voz metálica que dijo: «Amy». Era su esposa.

—Hola, cariño —contestó Jack, tratando de que no se le notara el abatimiento—. ¿Qué tal ha ido la fiesta?

—Bastante bien —dijo ella comprensiva—. Dennis ha estado jugando toda la tarde con sus amiguitos. Muchos regalos, mucho ruido, mucho desorden…

—¿Y tú qué tal estás?

—Un poco cansada, la verdad. ¿Tardarás mucho en llegar?

—Ya estoy en la carretera. Tengo que parar un momento a echar gasolina y estoy ahí en diez minutos.

—¿Otro día malo, verdad?

A ella no podía engañarla. Se lo notaba en el tono de voz.

—Asesinato y suicidio. Dos ancianos.

—Lo he visto en las noticias. Un asunto muy triste.

—Sí, muy triste… —reconoció Jack con un suspiro.

—Bueno, cariño, te dejo. Dennis se ha quedado dormido en el sillón, esperándote. Voy a meterlo en la cama.

—Un beso.

—Otro para ti.

Amy colgó. Un poco más adelante se vislumbraba el resplandor de la estación de servicio. Jack puso el intermitente, aunque no tenía a nadie detrás, y se desvió hacia el camino lateral. Los baches eran pronunciados en el piso de grava. El coche se bamboleó como una bailarina hawaiana hasta alcanzar la zona de hormigón junto al surtidor. Jack apagó las luces y el motor antes de bajarse. No había rastro del dependiente. Debía de estar dentro, en la pequeña tienda. Jack hizo sonar el claxon un par de veces.

La brisa era gélida. Aquel año se estaba adelantando el invierno. El brillo de las lámparas de la tienda y la marquesina de los surtidores no permitía ver más que un reducido espacio en torno a la gasolinera. Más allá, era como si el mundo hubiera desaparecido, tragado por la negrura de un pozo sin fondo.

—¿Qué pasa, Teddy? —masculló Jack después de un rato—. ¿Es que estás cagando, o qué? —Y ya en voz alta—: ¡Teddy!

En ese momento, cuando iba a hacer sonar de nuevo la bocina, se dio cuenta de que había dejado la billetera en el asiento del acompañante. Se inclinó hacia el interior para cogerla. Tuvo que apoyar la rodilla en su asiento y agarrarse al volante. Al hacerlo, le pareció que todo se oscurecía de repente. Se echó hacia atrás, con la cabeza levantada, y no vio nada. Eso fue lo que le asustó: no ver nada, absolutamente nada. Sacó el cuerpo del coche y se alejó unos pasos. En el cielo lucían las frías estrellas. No había luna esa noche. En torno a él se extendían llanos y lomas. Terreno duro, desértico.

Y nada más. No había ni rastro de la estación de servicio.

—¡¿Pero qué…?!

Un escalofrío le recorrió desde la base de la columna hasta la nuca. Como cuando de niño veía a escondidas una película de miedo de las que sus padres no le dejaban ver. Igual de intenso. Igual de… absurdo.

—Es el estrés —dijo, y se lo repitió a sí mismo para convencerse—: Tiene que ser el estrés.

Aquello carecía de sentido. Volvió a montarse en el coche y salió a la carretera, tratando de no pensar más en ello. Un par de kilómetros después vio la luz de una estación de servicio. De la estación de servicio de Teddy Samuelson. Pero ¿cómo podía estar allí? Jack se desvió hacia ella, repitiendo lo que había hecho minutos antes, y detuvo el automóvil junto al surtidor. La gasolinera parecía igual de desolada que la vez anterior, cuando desapareció. Jack cerró un momento los ojos. Tomó una amplia bocanada de aire y lo exhaló lentamente, mientras sentía las palpitaciones de su corazón en las sienes y el cuello.

—¿Eres tú, Jack?

La repentina voz del dueño y su vigoroso manotazo en el techo del coche hicieron que Jack abriera los ojos y diera un bote en el asiento. La estación de servicio seguía allí.

—¡Joder, Teddy! Me has dado un buen susto —dijo Jack, sobresaltado y aliviado al mismo tiempo.

—Deberías tomarte un café bien cargado.

—No me estaba durmiendo. Sólo trataba de… relajarme.

—¿Relajarte? ¿Por qué motivo?

—Eh… Se me ha cruzado un perro en la carretera y casi me salgo.

La expresión de Teddy reflejó temor. En las últimas semanas se habían producido varios ataques de perros salvajes. La policía consiguió abatir a uno, un rottweiler famélico al que algún capullo había abandonado. Pero se sospechaba que había más. Los compraban cuando no eran más que unos cachorros y luego se convertían en una carga de la que era mejor deshacerse cuanto antes y discretamente.

—Iré a por mi escopeta —dijo Teddy, y volvió corriendo a la tienda.

Regresó al cabo de un instante, con una escopeta de caza entre sus manos. Su pantalón de peto y su gorra mugrienta acababan de darle el típico aspecto de asesino de película para adolescentes.

—Nunca se sabe. Hay que estar preparado —dijo, mientras apoyaba el arma en el lateral del surtidor—. A una prima mía le arrancó media cara un perro cuando era pequeña.

Teddy emitió una breve risilla que Jack no pudo ni quiso interpretar.

—Llénalo, por favor.

Jack abrió el depósito. Teddy introdujo la manguera y tiró de la palanca para que el surtidor se activara. Allí no había más que una clase de gasolina, de modo que no tuvo que preguntarle de cuál quería. Estuvo todo el tiempo mirando los dígitos, como un pájaro delante de un espejo, hasta que se detuvieron. Redondeó la cantidad y se volvió hacia Jack.

—Son treinta y tres dólares. Estaba seco, ¿eh?

Colgó la manguera y se limpió las manos con un trapo tan sucio como su gorra, que llevaba en un bolsillo trasero de los pantalones. Alargó el brazo con la palma extendida para recoger el dinero de Jack. Le dio treinta y cinco dólares.

—Quédate con el cambio.

—Y tú ten cuidado con esos perros. ¡Maldita sea!

Jack enroscó el tapón del depósito y regresó al interior del coche. Estuvo a punto de volver a cerrar los ojos, pero no lo hizo. Teddy seguía delante de él, como si esperara que lo hiciera, con cara de hurón. Arrancó el motor y encendió las luces, levantó una mano para despedirse y regresó a la carretera.

Lo que más deseaba era llegar a casa. Aquello que le había ocurrido podía significar algo que temía desde hacía más de un año: que lo que le hizo abandonar su trabajo como reportero de guerra volviera a repetirse.