VEINTE
ACRÓPOLIS
La ciudad estaba infestada de cultistas.
O por lo menos tiempo atrás habían sido cultistas, seguidores de Ghargatuloth en una de sus múltiples formas. Ahora estaban envilecidos y degradados por la inmundicia del lago Rapax, y el único hilo de vida que conservaban provenía de la voluntad del Príncipe de las Mil Caras. Toda aquella ciudad estaba al servicio del Príncipe. Sus murallas se contorsionaban deformándose en siluetas horrendas o rostros demoníacos, sus calles eran traicioneros callejones de mármol que cambiaban constantemente. La silueta de la ciudad se perfilaba sobre la luz que emanaba del sarcófago para hundirse después en la más profunda de las tinieblas.
Los tentáculos se retorcían entre los muros de mampostería. Los cultistas se abalanzaban desde las ventanas y los tejados, esparciendo un veneno corrosivo que caía sobre los Caballeros Grises.
Tancred avanzaba en cabeza, con cada estocada la espada de Mandulis cortaba a un nuevo cultista en dos. Las enormes siluetas de los exterminadores cargaban contra los muros ruinosos. Los marines espaciales de Alaric iban justo detrás, ocupándose de los cultistas que intentaban rodear ambas escuadras para cortar el contacto entre ellas y dejarlas aisladas. La alabarda de Alaric no cesaba de seccionar cabezas y de atravesar cuerpos deformes cubiertos por una sustancia viscosa. El martillo de Dvorn hacía tambalearse los muros mientras los cañones psíquicos de los marines de Genhain abrían fuego contra cualquier cultista que se acercara.
En algún momento del avance cayó el hermano Vien. Unos brazos repugnantes que emergieron del suelo arrastraron su cuerpo y comenzaron a disolver su armadura. Vien había formado parte de la escuadra de Alaric desde que éste obtuvo el rango de juez. Alaric veía en él a un Caballero Gris cuyas oraciones eran breves e incisivas, un soldado aplicado e inteligente que cuando no estaba entrenando en simulacros de combate se sumergía en el estudio de la historia imperial y la filosofía. Probablemente Vien habría llegado a convertirse en juez, pero ahora se había ido, dejando un destello sombrío y entonando una última y amarga oración.
Los Caballeros Grises intentaban ascender por la colina. La ciudad se había convertido en una madriguera de piedra en la que los cultistas acechaban tras cada esquina. De pronto los bloques que componían los muros comenzaron a deformarse dando lugar a rostros aterradores. El cielo marmóreo se combaba y ondulaba sobre sus cabezas como si toda la acrópolis se mantuviera colgando de la realidad gracias a un finísimo hilo. Las voces aumentaban en el fondo de la mente de Alaric, y su escudo psíquico intentó acallarlas hasta que se volvieron incomprensibles.
Los protectores tallados en su armadura estaban helados y podía sentir el frío sobre la piel; era su reacción contra la maldad que emanaba de aquella tumba. Su aliento también estaba gélido. A pesar de su metabolismo de Caballero Gris cada nueva bocanada de aire le producía un intenso dolor. Aquel lugar le estaba succionando la vida, estaba dominado por la muerte en su estado más puro.
La acrópolis se alzaba sobre los Caballeros Grises; tan sólo un pequeño tramo de edificios deformes los separaba de su objetivo. Los tejados de aquellos edificios estaban bañados en oro, pero aparte de eso los caballeros estaban sumidos en la más profunda de las tinieblas. No había ningún camino establecido que atravesara aquellos edificios amenazantes, los hombres de Alaric tendrían que abrirlo. Una única fila de construcciones los separaba de la tumba. Un último lugar donde buscar refugio.
Alaric lideraba el avance hacia la basílica ruinosa, un edificio maldito que surgía de la cima de la montaña. Los escalones que llevaban hasta la entrada temblaban bajo sus pies. Cuando accedió al interior las sombras se cernieron sobre él envolviéndolo en una oscuridad grisácea. En lo más alto había talladas unas figuras retorcidas y deformes que cubrían el techo, produciendo una sensación de movimiento. En el suelo y a lo largo de todos los muros había palabras talladas en un idioma que Alaric no podía comprender, palabras que se retorcían bajo la mirada del hermano capitán. Aquel lugar era como un cascarón, estaba desprovisto de toda vida. Alaric sentía que, a cada paso que daba, el suelo temblaba bajo sus pies. Sus protectores refulgían gélidos por todo su cuerpo. A medida que avanzaba, las figuras talladas en la roca se volvían para mirarlo con desprecio, horrorizadas por la piedad que emanaba de él.
Su escuadra lo siguió hasta el interior, Tancred también lo seguía muy de cerca. Alaric vio que su armadura estaba muy abollada y llena de arañazos, y que de debajo de una de sus hombreras brotaba sangre. El propio Tancred respiraba con dificultad, como un animal jadeante. Sus exterminadores habían llevado casi todo el peso de la carga, atravesando muros y aniquilando nidos infestados de cultistas. De todos ellos, tan sólo Tancred, Locath y Karlin, que seguía empuñando el incinerador de la escuadra, consiguieron sobrevivir. La invocación del holocausto los había dejado extenuados, y Alaric sabía que ya no podrían volver a generarlo.
—Estamos muy cerca —dijo Tancred—. Puedo sentirlo. La espada lo sabe.
Por muy difícil que fuera de creer, la espada de Mandulis seguía brillando reluciente después de haber sido enterrada miles de veces en los cuerpos viscosos de los defensores de la ciudad. Como si de un espejo se tratara, su hoja reflejaba la luz directamente sobre las tinieblas.
—Uno más —dijo Genhain. Sus marines espaciales ascendían por la escalinata hacia la basílica—. Sólo uno más.
En el interior de aquella basílica no había ningún lugar donde esconderse, y parecía que por el momento los cultistas se estaban reagrupando en alguna otra parte. Los Caballeros Grises tendrían unos segundos para hacer una pausa.
—Si fuera un verdadero capitán —dijo Alaric mientras intentaba recuperar el aliento—, sabría qué plegaria deberíamos entonar en este momento. Pero creo que todos sabéis lo que tenemos que hacer. No sabemos cuáles son nuestras probabilidades de salir con vida, de modo que lucharemos como si no tuviéramos ninguna. No sabemos a qué nos enfrentamos, así que lucharemos como si nos enfrentáramos a los mismísimos Dioses Oscuros. En los años venideros nadie nos recordará y jamás seremos enterrados en el suelo de Titán, así que erigiremos nuestro propio mausoleo aquí mismo. Puede que el capítulo nos olvide y que el Imperio nunca sepa que hemos existido, pero el Enemigo… el Enemigo lo sabrá. El Enemigo nos recordará. Abriremos una herida tan grande en lo más profundo de su ser que nos recordará hasta que las estrellas se apaguen y el Emperador lo aplaste al final de los tiempos. Cuando el Caos esté a punto de morir, su último pensamiento será para nosotros. Ése será nuestro mausoleo, un mausoleo tallado en el corazón del Caos. No podemos ser derrotados, Caballeros Grises. Ya hemos vencido.
El silencio reinó por unos momentos, un silencio roto únicamente por la respiración entrecortada de los Caballeros Grises y por el zumbido psíquico que emanaba de la tumba.
Dvorn levantó su martillo némesis y empezó a caminar por la basílica en dirección a su muro más lejano. Las figuras sin rostro que había talladas sobre la roca se retorcían en sus hornacinas cuando pasaba a su lado. Tancred avanzaba justo detrás junto con Locath y Karlin, preparados para la carga final. Dvorn murmuró una oración casi en silencio y asestó un golpe con su martillo.
El muro se resquebrajó por el impacto dejando entrar un chorro de luz. Las sombras de Dvorn y de la escuadra de Tancred se dibujaron sobre la claridad.
—¡Tú ya eres un líder, Alaric! —gritó Tancred mientras cargaba hacia la luz.
Alaric y Genhain lo siguieron. Sus autosentidos luchaban por seguir funcionando.
Alaric atravesó el muro y salió a la explanada de mármol que coronaba la acrópolis.
El zumbido psíquico fue sustituido por una nota única y estridente, como sí un enorme coro estuviera cantando. Alaric pudo distinguir unos querubines, similares a los que acompañaban a los santos imperiales, sobrevolando un enorme bloque de mármol que refulgía con tanto brillo que era como mirar directamente al sol.
Allí no había ni un solo cultista. La luz los habría abrasado.
Tancred caminaba sobre la roca pulida, Genhain y Alaric lo cubrían. El sarcófago era tan grande que hacía empequeñecer la silueta del caballero gris y la espada de Mandulis.
Tancred dirigió un gesto a Karlin y a Locath para indicar que se aproximaran. Los dos caballeros se apresuraron inmediatamente hacia el sarcófago. Cuando llegaron, levantaron los brazos para intentar introducir los dedos entre la pared de la tumba y la placa de mármol que la cubría.
Sus musculaturas hiperdesarrolladas y sus armaduras de exterminador servoasistidas los dotaban de una fuerza incluso superior a la de un Caballero Gris con su servoarmadura. Poco a poco empezaron a levantar la cubierta.
La escuadra de Tancred finalmente consiguió mover la placa de mármol y echarla a un lado hasta que se precipitó sobre el suelo de la acrópolis rompiéndose en mil pedazos.
En aquel mismo instante la luz desapareció y el coro de querubines se convirtió en un alarido.
Algo se agitaba en el interior del sarcófago. La escuadra de Tancred abrió fuego con sus bólters de asalto y Genhain hizo lo propio. Las explosiones de los disparos fueron ahogadas por el alarido que se alzó sobre sus cabezas. Alaric también levantó su arma para disparar, pero en lo más profundo de su ser sabía que los proyectiles bólter serían inútiles.
De pronto una mano esquelética y enorme emergió desde el interior del sarcófago, cada uno de sus dedos era tan grande como un Caballero Gris. Acto seguido se alzó una figura oscura y Alaric pudo ver la cabeza de san Evisser, enorme y corrompida. Su rostro era delgado y la piel reseca cubría sus huesos ennegrecidos. Los restos de su mortaja le colgaban del cuerpo formando jirones de colores desvaídos. Aquella enorme figura estaba ciega, sus ojos ardían incrustados en las cuencas oculares y una especie de sonrisa burlona dejaba ver sus dientes podridos. Finalmente la mano se apoyó en el suelo y san Evisser salió del sarcófago. Era un monstruo enorme y retorcido. Aquel cuerpo, que una vez fue humano, ahora estaba saturado de corrupción.
San Evisser abrió la boca y soltó un alarido cuyo estruendo hizo que se agrietara el mármol del sarcófago. Los disparos de bólter llovían sobre su rostro impactando sobre sus dientes y haciendo saltar fragmentos de huesos. El gigante agarró con su mano al hermano Locath, levantó al exterminador y lo lanzó contra el suelo de roca con tal fuerza que el impacto formó un cráter y destrozó su armadura. Acto seguido, san Evisser levantó lo poco que quedaba de él y volvió a estamparlo contra el suelo; esta vez su sangre se esparció sobre las baldosas de mármol.
Tancred cargó, tal y como Alaric sabía que haría. San Evisser le dio un manotazo y envió al juez volando por el aire. Alaric vio cómo chocaba directamente contra el muro de la basílica. Karlin lanzó una lengua de promethium sobre el cuerpo gigantesco del santo caído, pero las llamas no parecían tener ningún efecto sobre él.
San Evisser salió del sarcófago. Completamente erguido su altura superaba cuatro o cinco veces a la de un Caballero Gris. Cuando posó uno de sus pies sobre el mármol, enormes acantilados comenzaron a abrirse por toda la acrópolis, la roca se hundía ante su presencia. El santo cogió una pieza de mármol del tamaño de un hombre y la lanzó con una fuerza sobrehumana sobre la escuadra de Tancred. Alaric vio cómo el cuerpo del hermano Grenn se partía en dos y cómo el brazo cercenado del hermano Salkin salía volando por los aires.
Alaric no pudo oír sus gritos de desafío antes de morir. Tampoco oyó cómo Genhain gritaba a sus marines espaciales que abrieran fuego. Ni siquiera podía oír su propia voz clamando venganza e instando a su escuadra a que desatara su ira divina. Alaric recuperó el equilibrio y, con los sentidos casi completamente saturados, cargó directamente contra san Evisser. El santo lanzó un golpe con su enorme mano, pero Alaric consiguió esquivarlo, y se incorporó rápidamente para dar una estocada con su alabarda.
La hoja atravesó las costillas deformes del santo provocando una lluvia de fragmentos óseos y clavándose en sus órganos podridos y en sus tendones resecos. Alaric extrajo la hoja y dio una nueva estocada, que atravesó el cuerpo de san Evisser hasta clavarse en la columna vertebral.
Alaric giró la empuñadura y extrajo su arma de nuevo. De pronto, la enorme mano de san Evisser se le vino encima y lo levantó del suelo. Intentaba dar estocadas a ciegas con la esperanza de seccionar la mano del santo, pero lo único que veía entre aquellos enormes dedos eran sus ojos llameantes, pozos de maldad pura llenos de caos y demencia.
Sus protectores también se estaban sobrecargando, refulgían con un fuego helado en el interior de su armadura y sintió que se estaban quedando grabados sobre su piel. En aquellos momentos el dolor era lo único que le recordaba que aún seguía vivo. Apretó el mecanismo de disparo de su bólter sabiendo que no haría ningún efecto, pero determinado a luchar hasta la muerte.
De pronto se produjo un destello y Alaric vio cómo la cabeza de san Evisser se inclinaba hacia un lado con un chasquido al tiempo que una lluvia de fragmentos de hueso saltaba por los aires. Acto seguido, la enorme mano del santo liberó al hermano capitán, que se precipitó sobre el suelo para ver cómo san Evisser se quitaba de encima al juez Santoro, que había saltado sobre su espalda propinándole un terrible golpe con su maza némesis. La sección parietal del cráneo del santo había quedado completamente destrozada, y Alaric vio en su interior la masa viscosa y rojiza que tiempo atrás había sido el cerebro de un santo imperial.
Entonces los disparos comenzaron a perforar el pecho de san Evisser. La hermana Lachryma, con la cara sucia y ensangrentada y la mandíbula amoratada, había conseguido llegar hasta la planicie de la acrópolis junto con sus Serafines. Una de las hermanas comenzó a lanzar fuego con sus dos pistolas lanzallamas para distraer la atención del santo mientras los proyectiles de los bólters impactaban directamente sobre su cabeza.
Alaric se alejó de aquella figura monstruosa. El hermano Mykros, el marine encargado del incinerador de la escuadra de Santoro, se estrelló sobre la roca justo delante de él con tanta fuerza que el impacto le destrozó la armadura. Alaric se echó al suelo mientras Santoro también caía muy cerca de él. Estaba herido pero aún seguía con vida. Su maza parecía arder a causa de la carne impía que aún tenía pegada.
Alaric se arrastró hasta Santoro y se ayudaron el uno al otro a ponerse en pie. Los dos intentaron abrirse paso entre la planicie agrietada mientras san Evisser iba de un lado a otro tratando de acabar con los Caballeros Grises y con las hermanas que acababan de llegar para ayudarlos. La hermana Lachryma consiguió esquivar por muy poco un golpe que acabó aplastando el brazo de una de sus Serafines, mientras que el hermano Marl, que tenía la pierna destrozada, se arrastraba por el suelo.
De pronto, la enorme silueta del juez Tancred apareció justo en el límite del cráter que san Evisser había formado. Su armadura estaba muy dañada y las placas de ceramita desencajadas, los servos echaban chispas y la sangre del juez brotaba por las juntas. El blanco de sus ojos era como un destello de claridad perdido en un océano de sangre. El bólter que llevaba acoplado a la muñeca había quedado destrozado a causa del impacto contra los muros de la basílica, pero con su otra mano empuñaba la espada de Mandulis.
San Evisser dio otro golpe que lanzó a una de las Serafines volando por el aire. Justo al golpearse contra el suelo sus retrorreactores se incendiaron y envolvieron su cuerpo en llamas. Acto seguido, el santo caído se volvió hacia Alaric y Santoro, a cuya espalda la escuadra de Genhain seguía disparando sus bólters para mantener a san Evisser bajo una avalancha de fuego constante.
Alaric sabía lo que había que hacer, al igual que Santoro.
El hermano capitán se olvidó del dolor y de los gritos que inundaban su cabeza y comenzó una última carga. San Evisser consiguió detener la estocada de su alabarda con la mano y Alaric estuvo a punto de perder el equilibrio, pero Santoro, que avanzaba justo detrás, aplastó la mano del santo con un golpe de su maza. El hermano capitán se repuso y lanzó una nueva estocada que chocó contra las costillas de su enemigo, aunque aquel golpe no estaba destinado a acabar con él.
San Evisser intentó aplastar a Alaric pero éste lo evitó mediante un portentoso salto, haciendo que el puño del santo destrozara la roca con el golpe. A continuación oyó cómo la maza de Santoro golpeaba la caja torácica de su enemigo haciendo que se tambaleara. Alaric hendió entonces su alabarda en la pierna de san Evisser generando una lluvia de fragmentos de hueso.
—Yo soy el martillo… —empezó a entonar Tancred, su voz grave y profunda parecía alzarse sobre el fragor del combate—. Soy la espada que empuña su mano, soy la punta de su lanza…
Tancred intentaba aproximarse sigilosamente a san Evisser, seleccionando cuidadosamente cada uno de sus movimientos mientras Alaric y Santoro trataban de distraer su atención. Tendrían que intentar mantenerse con vida el mayor tiempo posible, pues san Evisser era el navío que traería de vuelta a Ghargatuloth y sólo Tancred podía destruirlo.
San Evisser arrancó una enorme astilla de mármol, afilada como una espada, y la empuñó con ambas manos. Alaric tuvo que hacerse a un lado para evitar la estocada mientras que Santoro la detuvo con un golpe de su maza némesis, convirtiendo aquella espada improvisada en una lluvia de astillas pétreas.
San Evisser intentó entonces agacharse para coger a Santoro y aplastar su cuerpo, pero Alaric fue mucho más rápido: se abalanzó sobre el santo caído empuñando su alabarda con ambas manos y hundió la punta directamente en uno de los ojos llameantes del gigante.
Evisser soltó un alarido tan horrible que Alaric temió que sus autosentidos no soportaran aquel muro de sonido. El santo agitó la cabeza y lanzó a Alaric contra el suelo. Parecía que el cielo de mármol empezaba a resquebrajarse sobre sus cabezas. Evisser lanzó otro golpe y Santoro salió volando por el aire para impactar directamente contra el borde del cráter; su cuerpo se perdió de vista al caer al interior.
—¡Soy el guante que protege su puño! ¡Soy el fin de su sufrimiento y soy el sufrimiento de los traidores! ¡Yo soy el final!
Tancred era el más hábil con la espada de todos los caballeros junto a los que Alaric había luchado, tan sólo Stern había conseguido vencerlo. La fuerza estaba enraizada en el cuerpo de san Evisser, pero Tancred era un guerrero astuto y despiadado. De pronto se produjo un destello proveniente de la espada de Mandulis y la mano de san Evisser cayó al suelo, separada del brazo esquelético que la sostenía y desatando una lluvia de esquirlas de huesos mientras un torrente de luz blanquecina salía de la herida. Tancred repitió la estocada y hundió una y otra vez la hoja centelleante de la espada de Mandulis directamente en el torso de Evisser. Fragmentos de vértebras y huesos comenzaron a surcar el aire como balas y a caer directamente sobre el juez.
San Evisser estaba de rodillas, el juez Tancred lo estaba debilitando con cada nueva estocada. El santo levantó la cabeza para dejar salir un alarido y en aquel mismo momento el brillo de la espada de Mandulis dibujó un semicírculo en el aire y cortó limpiamente el cuello del santo caído.
La cabeza de san Evisser, con la cara retorcida por el sufrimiento de su segunda muerte, cayó de lado al suelo. Un enorme torrente de luz comenzó a salir de su cuello cercenado, atravesando las tinieblas que envolvían el cielo.
El alarido del santo se convirtió en un agudo pitido que perforó directamente el alma de Alaric.
Produciendo un sonido casi demasiado agudo como para ser percibido por los oídos de los Caballeros Grises, la acrópolis entera explotó inundándolo todo de luz blanca.
* * *
Gholic Ren-Sar Valinov llegó al interior de la tumba justo a tiempo para presenciar el renacimiento de su maestro.
Justo detrás de él, las tropas de Balur se quedaron paralizadas por el horror de ver lo que el mundo corrupto del Caos había hecho con el cadáver de san Evisser, el esqueleto podrido de una ciudad entera corrompida por las setenta y siete máscaras. El cielo pétreo se tambaleaba bajo el peso del destino haciendo temblar las baldosas de mármol resquebrajado y los abismos impenetrables que se abrían entre ellas. Las criaturas demoníacas y carroñeras sobrevolaban la acrópolis.
Muchos de los soldados de Balur perdieron la cordura incluso antes de que la acrópolis explotara. Valinov había usado todas sus argucias para despertar su ira y dirigirlos directamente hasta la tumba, pero ahora que había conseguido lo que quería ya no los necesitaba, de modo que dejó que se hundieran en la demencia. Ghargatuloth había erigido alrededor de la tumba un escudo de emoción pura para evitar que cualquier incauto accediera a ella, protegiendo aquel lugar sagrado con una muralla de demencia. Casi todos los soldados de Balur sucumbieron, pero Valinov no era ni mucho menos tan débil.
Algunos de los soldados no veían más que luz y hermosura, pues sus mentes ya se habían desprendido de cualquier noción de moralidad. Sólo veían un mundo de gloria y esplendor que se abría ante ellos, y corrían hacia él con los brazos abiertos para caer directamente en la oscuridad de los abismos o para que los pocos cultistas que los Caballeros Grises habían dejado con vida los envolvieran en las tinieblas. Otros se derrumbaban ante tales visiones, su subconsciente prefería desconectarlos de sus sentidos antes que arriesgarse a que fueran aplastados por la demencia que se abría ante ellos. Algunos incluso se enfrentaron a sus propios hermanos, convencidos de que todos los que había a su alrededor habían sido corrompidos. Los disparos comenzaron a surcar el aire y las hojas de los cuchillos empezaron a desgarrar la carne.
El comisario trató de cumplir con su deber hasta el final, acusando de herejía a todos los que había a su alrededor en un intento de explicar el origen de tanta corrupción. Comenzó a disparar a ciegas sobre las tropas de Balur, y aquellos que aún eran dueños de sí mismos se abalanzaron sobre él haciendo que desapareciera bajo una montaña de guardias dementes. Al cabo de unos instantes los disparos de bólter comenzaron a atravesar aquella masa, pues el comisario no cesó en su empeño de impartir la justicia imperial hasta que fue aplastado y pisoteado contra el suelo de mármol.
Valinov permanecía indemne. El único resquicio de su mente que podría haber perdido la cordura había desaparecido hacía ya mucho tiempo, junto con la debilidad de su espíritu y el torrente de desesperación que se habría apoderado de la mente de cualquier hombre débil. Hubo un tiempo en que Valinov había suplicado a cualquiera que lo escuchara que hiciera desaparecer aquellas partes de su psique, pues le causaban un dolor infinito a la hora de desempeñar su violento y oscuro deber bajo las órdenes del inquisidor Barbillus. Ghargatuloth escuchó sus súplicas y acabó con su debilidad hasta dejarlo libre de toda duda y desprovisto de cualquier tipo de conciencia. Ése era el mayor don que un hombre podía recibir. Valinov debía recompensar al Príncipe de las Mil Caras convirtiéndose en su siervo, y ahora, por fin, iba a poder reunirse con su maestro.
La explosión que destruyó la acrópolis provocó una onda expansiva de luz blanquecina. El mal desatado por Ghargatuloth se extendió por el mármol como las ondas concéntricas de un guijarro al caer sobre un lago, resquebrajó la roca y destruyó aquella ciudad ruinosa haciendo desaparecer las setenta y siete máscaras en un instante. Toda la tumba pareció hincharse debido a la fuerza psíquica de la explosión, que alcanzó a los soldados de Balur lanzando a algunos de ellos contra las enormes columnas. Los pocos que no corrieron esa suerte huyeron despavoridos hacia el jardín de las estatuas. Valinov creyó haber visto la silueta de un Caballero Gris que surcaba el aire como un proyectil para impactar directamente contra el muro.
Valinov permanecía indemne. Ghargatuloth lo protegía.
Un enorme cráter, como las fauces de un terrible animal, fue todo lo que quedó de la ciudad.
Justo entonces, el Príncipe de las Mil Caras se sintió completo, y en medio de una erupción de gloria irrumpió de lleno en el espacio real.
* * *
La orilla del lago Rapax comenzó a temblar ligeramente. Aquélla fue la única advertencia que se produjo antes de que el tejado de la planta de procesamiento saltara en mil pedazos dejando salir una columna de carne iridiscente y centelleante, un torrente de casi un kilómetro de altura que iluminó como una erupción volcánica el cielo de Volcanis Ultor.
Las torres exteriores de la colmena Superior quedaron empequeñecidas ante la enormidad de la columna surgida de la tumba de san Evisser, una columna que lanzaba destellos de colores que sólo podían haber sido generados por la disformidad. La realidad se deformaba a su alrededor incapaz de contener aquel torrente en las dimensiones del espacio real. Muy pronto, unas nubes amenazantes de hechicería pura comenzaron a aparecer a su alrededor, unos nubarrones brillantes que generaban destellos de todos los colores. Acto seguido, unos enormes tentáculos surgieron de aquella masa iridiscente, moviéndose libremente y destruyendo la planta de procesamiento y todas las defensas que la rodeaban.
La tierra que había bajo las sombras de aquella enorme columna comenzó a hervir a medida que los demonios que servían a Ghargatuloth surgían desde la disformidad. Cientos de criaturas repugnantes comenzaron a arrastrarse por el suelo.
Un halo de hechicería se extendió sobre las planicies yermas de Volcanis Ultor, desde las profundidades de la subcolmena hasta las cimas de las torres de la colmena Superior. Muchos de sus habitantes cayeron en la demencia, otros se quedaron paralizados, con los corazones congelados por el terror. El pánico se apoderó de todos y cada uno de los habitantes de la colmena. El Príncipe de las Mil Caras había traído el terror consigo, un terror tan puro que aquellos que nunca habían visto el cielo de Volcanis Ultor se quedaron paralizados al ver al Príncipe Demonio manifestarse sobre la ciudad.
El odio se convirtió en una sustancia líquida que goteaba a través de los muros. El sufrimiento formó una niebla que se extendió sobre las planicies. El engaño llovía en torrentes negros de maldad que inundaban lo poco que quedaba de las trincheras. Infinidad de mentes se resquebrajaron a lo largo de toda la línea defensiva.
La enorme columna ondulaba y se retorcía. Cada uno de los enormes tentáculos que habían surgido de ella comenzaron a deformarse hasta que un millar de nuevos rostros miraron desafiantes hacia la superficie de Volcanis Ultor.
* * *
Cuando Alaric se estrelló contra el muro, el tiempo se detuvo.
Vio cómo Ghargatuloth surgía a través del suelo, alzándose terrible, como a cámara lenta. Los océanos de carne iridiscente acabaron formando una columna demoníaca que atravesó el cielo marmóreo de la tumba y se alzó hacia las alturas de la atmósfera de Volcanis Ultor. La tumba se derrumbaba. La ciudad esquelética y las columnas de mármol se convirtieron en polvo, destruidas por la carne demoníaca que surgía de sus entrañas.
Alaric se estaba derrumbando poco a poco. Los huesos rotos se retorcían en su interior. La tumba se estaba viniendo abajo poco a poco y la maldad indescriptible de Ghargatuloth se abría ante él en toda su magnitud, para que contemplara con sus propios ojos la demencia que emanaba de ella.
Alaric estaba sobrecogido ante tal inmensidad. Ya se había enfrentado a los demonios en infinidad de ocasiones, pero nunca había visto un poder de tal magnitud. Su mente estaba sumergida en el horror de Ghargatuloth, en la fuerza ciega de los tentáculos que surgían de aquella columna, en la enormidad de la irrupción en el espacio real del Príncipe de las Mil Caras.
—Tu mente es realmente débil —dijo una voz—. Pues se acobarda ante una ínfima demostración de todo mi poder.
Alaric intentó mirar a su alrededor, pero sus músculos, paralizados por un terror agonizante, no respondían. Aquella voz era tan familiar que surgió de lo más profundo de su mente y consiguió abrirse paso hasta su conciencia.
Una figura surgió en el aire justo delante de Alaric, como si un fragmento del conocimiento infinito de Ghargatuloth hubiera adoptado una forma física. El Príncipe de las Mil Caras se convirtió en un hombre alto, musculoso y con los rasgos muy marcados. Su psique comenzó a hablarle de vidas salvajes y demasiado cortas, de la guerra, de la supervivencia y de la caza. Su pelo largo y oscuro estaba recogido y adornado con huesos y plumas, y tenía una lanza con la punta de sílex.
Cada uno de los cultistas que adoraban a Ghargatuloth veía en él un rostro diferente, y aquél era el que veía Alaric. El Príncipe Demonio había extraído esa imagen de lo más profundo de la mente del Caballero Gris para decirle cómo iba a ser su muerte.
—¿Es así como te apareces ante mí? —dijo Alaric. Sus labios eran la única parte de su cuerpo que aún podía controlar—. ¿Es ésta una más de tus mil caras?
—Tengo muchas más de mil.
Alaric era incapaz de leer la expresión del rostro de aquel hombre, no dejaba de cambiar, como si el mero hecho de concentrarse en ella hiciera que mutara.
—En este mundo yo era la septuagésimo séptima máscara, la muerte más allá de la muerte. En Farfallen era el Dios de la Última Cacería. Para ti no soy más que el rostro que ves ahora mismo.
Tras el Príncipe, su cuerpo demoníaco seguía creciendo hasta que formó una columna que atravesó el techo. Los gruesos tentáculos que surgían de ella perforaron los muros de la tumba y se alzaron hacia el cielo de Volcanis Ultor.
El Príncipe se volvió para contemplar su grandiosidad. Parecía admirado o incluso nostálgico.
—El Señor de la Transformación me dio este cuerpo. El mismísimo Tzeentch. El creador de todo lo que soy, soy conocimiento puro, el arma más sagrada de la Transformación. Cada hombre que asesino, cada secreto que hago que mis seguidores desvelen, cada momento de sufrimiento que causo, me convierte en algo más sabio y más fuerte. En estos últimos meses mi conocimiento se ha incrementado sobremanera, y ahora soy mucho más de lo que nunca he sido. Cuando Mandulis me desterró, yo era como un niño, ahora mi comprensión es casi total. Las mentes de la humanidad son los barrotes que lo retienen todo. Si esos barrotes se rompen, la humanidad será libre, y la libertad es la esencia del Caos.
—Miénteme —dijo Alaric—. Adelante, miénteme, demuéstrame que estoy en lo cierto.
El Príncipe volvió a darse la vuelta hacia Alaric, su rostro aún mantenía la misma expresión cambiante.
—Me resultas muy interesante, Alaric. Tú representas aquello que comprendí de Mandulis cuando acabé con él. Huyes de todo lo que una vez te hizo hombre. Te has convertido en algo infrahumano, te has desprendido de todo aquello que podría haber sido iluminado por el Señor de la Transformación. Tú lo llamas fe, pero si comprendieras la verdadera naturaleza de lo que Tzeentch le ha prometido a toda la galaxia, te darías cuenta del grave crimen que has cometido al convertir tu mente en algo inerte.
—Ya pudimos contigo una vez, demonio, y lo volveremos a hacer.
—¿Y luego qué? —La voz de Ghargatuloth sonaba burlona—. ¿Dónde estaría ahora si Mandulis no me hubiera encontrado? Aquí, Caballero Gris, aquí y ahora, junto a mis seguidores, llevando a cabo la gran obra de nuestro Maestro. Mi destierro no cambió nada. ¿Por qué te niegas a comprender? El Caos no puede ser derrotado, deberías saberlo.
Las nubes comenzaron a cubrir el cielo a medida que el cuerpo de Ghargatuloth ascendía por la atmósfera de Volcanis Ultor, sus relámpagos azulados se reflejaban sobre la carne brillante e iridiscente. El rostro del Príncipe, que permanecía frente a Alaric, parecía ignorar la destrucción que se estaba desencadenando tras él. La tumba de san Evisser casi había desaparecido bajo aquella enorme columna de carne demoníaca.
—No tenías más que mirar a tu alrededor, Caballero Gris, y lo habrías visto todo. ¿Qué es el Caos? Tú dirías que es sufrimiento, opresión, engaño… Pero ¿no es eso lo mismo que podría decirse de tu Imperio? Vosotros os dedicáis a cazar a aquellos que tienen talento y fuerza de voluntad, o los sacrificáis o acabáis con ellos. Mentís a vuestros ciudadanos y desatáis a los perros de la guerra contra aquellos que se atreven a hablar. Los inquisidores, a quienes vosotros llamáis maestros, son quienes asumen la culpa y ejecutan a los disidentes a su antojo. ¿Y todo ello por qué? ¿Por qué lo hacéis? Porque sabéis que el Caos existe pero no sabéis cómo combatirlo, de modo que aplastáis a vuestros propios ciudadanos por miedo a que ellos puedan ayudar al Enemigo. El Imperio siempre sufrirá por culpa del Caos, no importa la determinación con la que luchéis, eso es algo que no cambiará jamás. El Caos se encuentra en un estado de victoria permanente sobre vosotros. Bailáis al son de nuestra música, mortales, os asesináis, masacráis y torturáis los unos a los otros porque los dioses de la disformidad así lo desean. El Imperio se ha fundado gracias al Caos. Mi señor Tzeentch ganó vuestra guerra hace ya mucho, mucho tiempo.
Alaric pudo sentir cómo aquellas herejías impactaban sobre su escudo de fe como si se tratara de proyectiles lanzados desde un crucero de asalto. Las palabras del Príncipe se clavaron en su alma con mucha más fuerza que cualquier hechizo que jamás hubiera presenciado, consiguieron abrirse paso a través de los muchos años de adoctrinamiento que protegían su fe. Alaric se sentía desnudo, nunca se había sentido tan vulnerable, ni siquiera cuando se había visto rodeado por el enemigo ni cuando Ligeia cayó y él quedó solo en su lucha contra Ghargatuloth. Dejó que su ira aumentara para intentar ahogar su miedo.
—¡Ya te matamos, demonio! —bramó Alaric lleno de furia—. ¡Te matamos con la espada de Mandulis! ¡Con el Relámpago Dorado!
—«Sólo el Relámpago Dorado podrá hacer que la presencia de Ghargatuloth se desvanezca de la realidad» —dijo el Príncipe—. Es eso lo que Valinov te dijo, ¿verdad? Es lo que confesó cuando se derrumbó en Mimas, ¿no es cierto? ¿Es que necesito explicarte por qué Valinov nunca podrá derrumbarse? Eliminé todas sus debilidades cuando me convertí en su señor. Engañar diciendo la verdad es algo tremendamente placentero, Caballero Gris. Es algo tan irónico que complace sobremanera al mismísimo Tzeentch… Como puedes comprobar, Valinov tenía razón. Yo no puedo morir, nadie puede detenerme, el único modo de que yo desaparezca de la galaxia es que complete la obra de Tzeentch y la galaxia se convierta en Caos puro. En ese momento mi señor y yo seremos uno y yo dejaré de existir. El arma que me desterró es la única que tenía el poder para traerme de vuelta y así poder completar la obra del Caos. Valinov os dijo la verdad, pero vosotros elegisteis escuchar una verdad diferente.
Por supuesto, era verdad. Todo demonio necesita que se cumpla una condición específica para poder regresar, una fecha, un lugar, un sacrificio, un hechizo… Pero para Ghargatuloth, que era un ser de poder absoluto, debían cumplirse varios requisitos: debía renacer a través de una reliquia imperial que hubiera sido corrompida, el cuerpo de san Evisser; debía ser en la senda y en aquel mismo momento; y el cuerpo que lo trajera de vuelta tendría que ser destruido por la misma arma que lo desterró por primera vez.
Ghargatuloth había conseguido crear todas aquellas condiciones, el santo, la senda y los cultistas que maquinaron para que todas las piezas estuvieran en su sitio. Sin embargo, Ghargatuloth no podía crear la espada de Mandulis. La espada tendría que llegar hasta él, y fueron precisamente los Caballeros Grises quienes se la llevaron.
La mente de Alaric ardía en conflicto. Los Caballeros Grises no habían sido utilizados. Habían luchado, habían matado y habían cumplido con su deber. No eran una pieza más de aquel plan, no eran ningún instrumento en manos del Enemigo…
—Era así como tenía que ser —dijo Alaric apretando los dientes lleno de ira—. Tú no nos has usado como usaste a Ligeia. Para hacer lo que hizo Mandulis teníamos que luchar contra ti cara a cara, y para poder luchar contra ti hemos tenido que liberarte…
—Desesperad, Caballeros Grises. Habéis estado conmigo desde el principio, sólo podíais haber sido vosotros. Os encuentro sumamente fascinantes con vuestras almas inquebrantables. Sois unas herramientas maravillosas, incorruptibles, una de las mejores armas que el Imperio ha conseguido crear, totalmente comprometidos con cualquier causa que se os ponga delante. Sólo tengo que encaminar vuestros pasos en la dirección adecuada y haréis cualquier cosa que desee. Vosotros habéis traído la espada de Mandulis hasta mí, vosotros alimentasteis la matanza que se extendió por la senda y vosotros convertisteis Volcanis Ultor en el campo de batalla que necesitaba para poder ocultar las preparaciones de mi advenimiento. Y después de todo eso, el desafío de acabar con vosotros se me antoja irresistible.
Alaric podía ver cómo los soldados de Balur morían irremediablemente, convertidos en figuras de color azul oscuro que se movían en la entrada de la tumba, retorciéndose mientras se mataban los unos a los otros deshumanizados por la demencia. También pudo ver a Valinov, con las manos levantadas alabando a su señor.
—Al igual que todos los humanos, vosotros también tenéis vuestras debilidades —continuó Ghargatuloth—. Pero sois tan orgullosos que no podéis verlas. Vuestra debilidad es el miedo, Alaric. Sabéis que los Caballeros Grises nunca han perdido a ninguno de sus soldados ante la corrupción del Enemigo, y en lo más profundo de vuestras almas todos tenéis miedo de ser el primero. Es ese miedo lo que hace que te sientas tan indefenso en estos momentos. Es la razón por la que jamás habrías podido convertirte en un verdadero líder. ¿Por qué crees que me ves con este rostro? —Ghargatuloth se refería a la forma que había adoptado, la forma de aquel hombre que parecía salido de alguna tribu—. Me aparezco ante ti como lo que podías haber sido, soy tu propio miedo. Me presento ante ti como aquello que serías si esta frágil realidad no te hubiera hecho caer en manos de los Caballeros Grises. En lo más profundo de tu subconsciente aún recuerdas tu antigua vida en aquel mundo salvaje, y eso te recuerda constantemente que podrías volver a cambiar, podrías cambiar y convertirte en alguien que me venera. Voy a asegurarme de que ese miedo se haga realidad, Alaric. Puede que me lleve mucho tiempo hacer que te derrumbes, pero cuando caigas te convertirás en uno de mis más preciados trofeos.
Alaric permanecía en silencio. Ya no le quedaba la menor voluntad de seguir con vida. Puede que sólo tuviera una única oportunidad, pero era más de lo que habría esperado tener. Tenía que aprovecharla, por sus hermanos caídos, por Ligeia y por Mandulis, quien entregó su vida hacía más de mil años.
No era Ghargatuloth quien lo había llevado hasta allí. Alaric había tomado sus propias decisiones. La espada de Mandulis, su enfrentamiento con las hermanas, el asalto sobre el lago Rapax en busca de Ghargatuloth… Y aún tenía una última oportunidad para demostrarlo.
Su escudo de fe se estaba resquebrajando, tenía que actuar rápido, tenía que hacer algo antes de que se desmoronara por completo y Ghargatuloth descubriera lo que ocultaba detrás.
—Entonces éste es realmente el final —dijo—. Pero una muerte luchando contra el Enemigo es en sí misma una victoria, una victoria que nunca podrás arrebatarme.
—Quizá no —contestó Ghargatuloth—. Pero después de tu muerte serás completamente mío, tendré toda la eternidad para conseguir que te derrumbes.
—Tendrás que usar toda la senda —continuó Alaric—. San Evisser, los cardenales, todos y cada uno de los ciudadanos… Tendrás que utilizarlos a todos para poder vencemos. Pusiste tu plan en movimiento mucho antes de que la senda existiera, porque sabías que la necesitarías. Fue por nuestra culpa por lo que tuviste que llevarlo a cabo. Nos tenías tanto miedo que tuviste que mover sistemas enteros para que bailáramos al son de tu música.
—Ten cuidado con tu orgullo, Alaric, te hace mucho más vulnerable.
—De acuerdo —asintió Alaric con resignación—. Entonces cumplamos con las formalidades. Un Caballero Gris debería pronunciar unas últimas palabras en tono heroico, así es como nos lo cuentan las historias. Una última negación del Enemigo.
—O algo que enfatice la futilidad de tu muerte.
—Bien. —Alaric intentó concentrarse en el rostro de aquel ser, logró concentrarse tan plenamente que los ojos de Ghargatuloth se hicieron presentes ante él. Eran unos ojos expresivos y llenos de determinación, como los suyos.
—Tras’kleya’thallgryaa…
Alaric comenzó a recitar esas palabras y de pronto el mundo comenzó a moverse a una velocidad endiablada mientras el rostro de Ghargatuloth se estremecía.
Un tentáculo de carne demoníaca surgió de la columna para pasar sobre los restos de la tumba y dirigirse directamente hacia Valinov, que estaba rodeado de soldados agonizantes. De pronto cientos de manos surgieron de su piel iridiscente y levantaron al inquisidor, otorgándole su recompensa por su devoción al Señor de la Transformación y a su heraldo.
Valinov pudo sentir cómo una enorme fuerza crecía a su alrededor, el poder del conocimiento puro. Se trataba de una percepción tan intensa que comenzó a filtrarse a través de su piel y a devorar sus entrañas, reduciendo a Valinov a la pura esencia del conocimiento del que se componía. Las ideas de su piel y de sus huesos quedaron liberadas de la prisión que las contenía. Los órganos de Valinov comenzaron a disolverse en medio de la masa líquida y brillante de Ghargatuloth. Unos rostros que sería imposible describir como humanos surgieron en la piel de aquel tentáculo para contemplar cómo el sirviente más fiel de su maestro se convertía en uno de ellos. Una nueva cara para el Príncipe, un nuevo ídolo ante el que miles de cultistas se inclinarían. Cuando Tzeentch absorbiera la galaxia y todo se convirtiera en Caos, Valinov sería un dios.
* * *
Las mil caras de Ghargatuloth desaparecieron de pronto, pareció como si se refugiaran en la enorme columna. Los tentáculos se retorcieron en torno a aquel pilar de carne demoníaca. Las nubes centelleaban dejando salir relámpagos furiosos, el dolor de lo demoníaco dibujó enormes líneas rojas sobre el suelo. La carne iridiscente se tensó mientras infinidad de manchas oscuras aparecieron en su interior, como heridas bajo la piel.
Los demonios se retorcieron y cayeron al suelo, su carne se volvió líquida y comenzaron a fundirse mientras su sangre se convertía en enormes ríos abrasadores que fluían sobre las llanuras baldías. El ruido era insoportable, como un millón de alaridos agonizantes.
Apoyado contra el muro resquebrajado de la tumba, rodeado de destrucción y con la figura de Ghargatuloth desplomada a su lado, podía distinguirse la silueta de Alaric, hermano capitán de los Caballeros Grises. Tenía el cuerpo repleto de heridas y su armadura estaba destrozada, pero aún seguía con vida y estaba consciente. Seguía gritando las mismas palabras que la inquisidora Ligeia pronunció una y otra vez momentos antes de su ejecución.
En su momento la Inquisición pensó que Ligeia hablaba en lenguas demoníacas y que su mente había sido corrompida por Ghargatuloth, pero Alaric sabía que su mente era demasiado fuerte y decidió confiar en ella una última vez. Había conseguido hacerse con las transcripciones de sus interrogatorios y memorizar la frase que repetía una y otra vez.
No se trataba de una simple sucesión de sílabas sin sentido. Era el último mensaje desesperado que Ligeia había enviado a sus captores, su último intento de vengarse del Príncipe de las Mil Caras.
—Iahthe’landra’klaa… —gritó Alaric una vez más.
El cuerpo de Ghargatuloth se convirtió en una masa plomiza de la que se desprendían pequeños fragmentos como si fueran nieve grisácea.
En el fondo, todo demonio era un sirviente. Todos debían responder ante un maestro, y el maestro de un demonio tan poderoso como Ghargatuloth no era otro que el mismísimo Tzeentch. Pero para que un demonio sirviera a su maestro ciegamente, el maestro tenía que obtener el control absoluto sobre su sirviente. Todo demonio también tenía un nombre, puede que los hombres lo llamaran de miles de maneras diferentes, pero sólo una era el nombre verdadero.
La inquisidora Ligeia sabía que su mente sería corrompida por Ghargatuloth. Sabía que su destrucción sería inevitable, de modo que abrió su mente tanto como pudo. Su enorme poder psíquico era capaz de extraer información de cualquier fuente, y Ghargatuloth no era otra cosa que información pura. Ella dejó que el Príncipe de las Mil Caras fluyera por su interior, entregó su cordura e incluso su vida para encontrar el conocimiento que necesitaba. Finalmente consiguió encontrarlo, y en sus momentos finales consiguió mantenerse lo suficientemente lúcida como para comunicárselo a sus captores.
Y de todos ellos, tan sólo Alaric confiaba en ella lo suficiente como para escucharla.
Sílaba tras sílaba, al igual que hizo Ligeia en sus últimos momentos y a pesar del inmenso dolor que le producía, Alaric repitió el nombre verdadero de Ghargatuloth.
* * *
Aquellas sílabas ardían en los labios de Alaric. De no haber sido por su núcleo inquebrantable de fe jamás habría sobrevivido a la pronunciación del nombre verdadero. Aquel nombre tenía cientos de sílabas, y si hubiera cometido el más mínimo error habría fracasado, de modo que tuvo que concentrarse plenamente para olvidarse del dolor que lo invadía y seguir adelante.
La inmensa figura de Ghargatuloth se había ennegrecido y estaba cubierta por unas manchas purpúreas de las que salían destellos de color verde enfermizo. Sus miles de rostros se retorcían bajo su piel mientras intentaban adentrarse en el núcleo del cuerpo de Ghargatuloth para protegerse de las palabras que estaban abrasando el cuerpo de su maestro. Los enormes tentáculos se secaron y se precipitaron como arcos grisáceos que se rompieron en mil pedazos al impactar contra el suelo.
Alaric pronunció la última sílaba con dificultad. Un sonido que nunca pensó que sería capaz de pronunciar se abrió paso a través de su garganta. Por un momento pensó que aquel tremendo esfuerzo acabaría con él. Finalmente se dejó caer hacia adelante hundiendo su rostro en el mármol resquebrajado que yacía a los pies del muro.
El desfallecimiento se apoderaba de él, una oscuridad que acechaba desde los límites de su visión. El alarido agonizante de Ghargatuloth se alzó por encima del dolor que lo envolvía. Era un aullido patético y lleno de ira. Era odio y dolor. Era la rabia que se revelaba contra la agonía de la muerte.
Alaric luchó para abrir los ojos. Una lluvia de carne demoníaca muerta se desprendía de la columna y caía directamente sobre los restos ruinosos de la tumba. De pronto unos bulbos carnosos aparecieron en la base y el cuerpo de Ghargatuloth se precipitó sobre las llanuras y las trincheras que habían defendido las hermanas de la Rosa Ensangrentada. Poco a poco el cuerpo de Ghargatuloth se derrumbó produciendo un terrible sonido cuando sus miles de tendones se fueron rompiendo uno a uno.
Con mucha dificultad, Alaric consiguió ponerse en pie. El aire estaba repleto de trozos de piel reseca que caían como si fueran nieve negra. Su alabarda némesis estaba en el suelo. Caminó hasta ella y la recogió justo en el mismo momento en el que el cuerpo de Ghargatuloth golpeaba el suelo de las llanuras.
Alaric trepó por las ruinas hasta que pudo ver el exterior de la tumba. Los analgésicos fluían por su torrente sanguíneo pero resultaban incapaces de aplacar el insufrible dolor que sentía. Ghargatuloth era un enorme montón de carne agonizante. Todos los demonios se estaban disolviendo y mezclándose con la tierra.
El juez Genhain ascendió por las ruinas hacia donde se encontraba Alaric. También podían distinguirse un par de Caballeros Grises; Alaric vio que uno de ellos era un exterminador, seguramente se trataría del hermano Karlin, pues Tancred debía de estar muerto.
Puede que en total no quedara más que una decena de Caballeros Grises. Karlin, un par de hombres de la escuadra de Genhain y dos o tres de la escuadra de Alaric. Alaric no conseguía distinguir a ninguno de los hombres de Santoro, y ni siquiera estaba seguro de cuántos habían conseguido llegar hasta la acrópolis. Lachryma y sus hermanas habían desaparecido.
Alaric se volvió para mirar a Ghargatuloth. El nombre verdadero lo había debilitado mucho, pues justo después de su advenimiento, el impacto de tener un nuevo maestro mortal había hecho que se estremeciera hasta lo más profundo de sus entrañas.
Alaric empezó a caminar hacia el cuerpo caído del Príncipe Demonio acompañado por lo que quedaba de sus tropas. Aún tenía trabajo que hacer.
* * *
Al final no fueron los Caballeros Grises quienes acabaron con Ghargatuloth. En realidad fue la infantería pesada de Balur que, marchando sobre las planicies y levantando enormes remolinos de ceniza con su artillería antitanque, terminaron el trabajo que los Caballeros Grises habían comenzado. Ninguno de ellos sabía qué había pasado ni quiénes eran los Caballeros Grises, todo lo que sabían era que una tremenda ola de destrucción había asolado Volcanis Ultor, que la mayor parte de sus camaradas habían muerto y que aquella enorme bestia era la responsable. Un par de tanques Leman Russ fueron puestos en posición y los pocos oficiales que quedaban con vida empezaron a abrir fuego sobre Ghargatuloth.
Los proyectiles de los tanques y de las armas pesadas perforaron el cuerpo del demonio. Su sangre multicolor empapó la tierra convirtiendo los alrededores de la planta de procesamiento, ennegrecidos a causa de la ceniza, en un repugnante terreno pantanoso que desembocaba directamente en el lago Rapax.
Las pocas hermanas de la Rosa Ensangrentada que habían conseguido sobrevivir también abrieron fuego, y el único tanque Exorcista que les quedaba lanzó una lluvia de misiles directamente sobre Ghargatuloth. El XII.º Regimiento de Exploradores de Methalor cubrió rápidamente la distancia que separaba sus posiciones, en el sur de la línea defensiva, de la llanura sobre la que yacía el Príncipe Demonio, para ayudar con la poca potencia de fuego que les quedaba. Finalmente, el cuerpo de Ghargatuloth quedó reducido a un enorme montón de carne humeante.
Las tropas de Balur avanzaron junto con el regimiento de Methalor, fuego de los rifles láser parecía haber desatado una tormenta escarlata, convirtiendo la sangre de Ghargatuloth en una enorme y hedionda nube. Ambos regimientos acoplaron sus bayonetas y, llenos del mismo odio que se apoderó de ellos la primera vez que Ghargatuloth emergió de las entrañas de Volcanis Ultor, comenzaron a descuartizar su cuerpo. Las hermanas se unieron a ellos al tiempo que entonaban letanías de furia y hostigaban el cuerpo sin vida del demonio con su fuego bólter. Las hermanas superioras le cortaron la piel con sus espadas sierra.
Muy pocos se dieron cuenta de la presencia de los Caballeros Grises. Quedaban muy pocos y todo estaba oscurecido por las nubes de humo. Alaric y Genhain, hombro con hombro, hundieron mecánicamente sus alabardas en el cuerpo de Ghargatuloth hasta que quedó reducido a un charco repugnante y viscoso de carne demoníaca.
* * *
El sol de Volcanis Ultor se estaba poniendo en algún lugar tras sus nubes eternas. Alaric sintió cómo la vida de Ghargatuloth se estaba apagando, y decidió quedarse a orillas del lago Rapax hasta que su núcleo psíquico confirmara que el Príncipe Demonio había muerto.
Sufría varias heridas de considerable gravedad. El brazo que sostenía su bólter de asalto estaba roto, tenía varias costillas fracturadas y fragmentos de hueso dispersos por toda la caja torácica. Su tercer pulmón era lo único que le permitía seguir respirando. Cualquier hombre más débil ya estaría muerto. Pero la visita a las instalaciones médicas de la colmena Superior tendría que esperar. Alaric no se movería de allí hasta estar seguro de que Ghargatuloth había muerto. Los últimos latidos de la voluntad del demonio se estaban apagando. Apoyado sobre su alabarda y sintiendo como el frío de la noche caía sobre la llanura, Alaric no tendría que esperar mucho.
El juez Genhain estaba intentando reagrupar a cuantos Caballeros Grises hubieran sobrevivido al tiempo que buscaba los cuerpos de sus hermanos muertos. Había conseguido dar con el cadáver de Santoro, desfigurado hasta quedar casi irreconocible por la explosión de la acrópolis. Había caído a muy pocos metros de Alaric, y fácilmente podría haber sido el hermano capitán el que hubiera muerto. Algunos de los marines espaciales de Santoro cayeron sin que el propio Alaric se percatara de ello, asesinados por los cultistas de Ghargatuloth mientras intentaban llegar hasta la acrópolis junto a varias de las Serafines de Lachryma. El cuerpo de Tancred había desaparecido, y Alaric sabía que nunca lo encontrarían.
La espada de Mandulis había conseguido sobrevivir intacta, y brillaba orgullosa en el fondo del cráter donde antes había estado la planta de procesamiento. Genhain la había recogido y guardado en su funda para que la hoja no reflejara la tremenda destrucción que la rodeaba. Sería el mismo Genhain quien, acompañado por Durendin, regresaría a la tumba de Mandulis para devolverla a las entrañas de Titán. Hasta entonces la espada se mantendría en su funda, pues su trabajo había terminado.
Las hermanas de la Rosa Ensangrentada también estaban recogiendo a sus camaradas muertas, y Alaric vio cómo recogían el cuerpo de la canonesa de entre lo poco que quedaba de la escalinata de la tumba. Toda la planta de procesamiento había quedado reducida a un enorme cráter lleno de escombros, y era imposible distinguir la frontera entre lo que fueron las dimensiones normales de la planta y las deformaciones caóticas de la tumba. Los cadáveres de las tropas de Balur estaban esparcidos por todas partes, y un transporte de tropas Chimera atravesaba la llanura cargado de cuerpos que llevaba hacia la retaguardia.
Muchos habían muerto en Volcanis Ultor, y todos ellos eran irreemplazables.
Algo comenzó a moverse entre la masa negruzca en la que se había convertido el cuerpo de Ghargatuloth. Alaric se acercó caminando con dificultad y distinguió una figura humana que se retorcía entre la inmundicia.
Su piel había desaparecido por completo, como corroída por algún ácido. Estaba completamente cubierta por una sustancia viscosa y sus ojos sin párpados se movían descontroladamente. Intentaba sostener sus entrañas con las manos para evitar que se desparramaran por el suelo.
En un principio Alaric pensó que se trataba de un soldado de Balur, pero entonces se percató de que su espada de energía aún colgaba del cinturón que tenía alrededor de la cintura. Era la misma espada que Alaric había visto empuñar a Valinov cuando éste dio la bienvenida a Ghargatuloth al espacio real.
Alaric casi deseó que Valinov aún pudiera hablar, pues así podría escuchar sus súplicas. Aunque lo cierto era que ya no importaba. Cuando Alaric pronunció el nombre verdadero, Ghargatuloth renegó de su sirviente. Valinov había dedicado su vida, mucho más que su vida, su alma y su existencia misma, al Príncipe Demonio, y justo en el último segundo había sido arrancado de su lado. El sufrimiento de la agonía no significaría nada para Valinov, pero la agonía del fracaso después de haber estado tan cerca sería una tortura que haría sentirse orgulloso al mismísimo Ghargatuloth.
Quizá lo más adecuado hubiera sido dejar que Valinov siguiera agonizando, pero el Ordo Hereticus ya lo había ejecutado una vez y Alaric sabía que esperaban que terminara el trabajo.
—Por la autoridad que me ha sido otorgada por las Santas Órdenes de la Inquisición del Emperador —declaró Alaric—. Y como hermano capitán de los Caballeros Grises, la cámara militante del Ordo Malleus, haré cumplir lo que ha sido decretado por el cónclave de Encaladus y pondré tu alma frente al Emperador para que sea él quien la juzgue.
Alaric se agachó y levantó a Valinov agarrándolo por la garganta. Valinov lo miraba tembloroso con los ojos llenos de rabia; una sustancia viscosa y repugnante rezumaba por su cuerpo rojizo y húmedo.
—Pero resulta —continuó Alaric—. Que tú no tienes alma, de modo que éste es el fin. Gholic Ren-Sar Valinov, esto es el olvido.
Alaric se alejó caminando despacio del cadáver medio disuelto de Ghargatuloth hasta llegar a la orilla del lago Rapax, cuya superficie refulgía enfermiza bajo la débil luz de la luna que se colaba entre las nubes. Cuando alcanzó la orilla se arrodilló y sumergió a Valinov en las aguas contaminadas.
Valinov se retorció débilmente hasta que poco a poco dejó de moverse. Alaric esperó lo suficiente como para asegurarse de que estaba muerto, y entonces esperó un poco más, solo y en silencio, junto a la orilla del lago.
* * *
El día empezaba a despuntar cuando el juez Genhain llegó para recogerlo. Había cogido uno de los Chimera del regimiento de Methalor para poder llevar a los Caballeros Grises hasta la colmena Superior, donde, al igual que las hermanas, podrían recuperarse de sus heridas a la espera de que llegaran los medios para trasladarlos a unas instalaciones médicas más apropiadas.
Karlin había sobrevivido, y aún sostenía su incinerador a pesar de las numerosas heridas de metralla que tenía por todo el cuerpo. Lo acompañaban el juez Genhain, con Farn, Ondurin y Salkin (que había perdido un brazo), así como los marines Haulvarn, Dvorn y Lykkos, junto con el propio Alaric. No había nadie de la escuadra de Santoro.
A medida que el Chimera atravesaba el campo de batalla en dirección a la colmena Superior, Alaric se dio la vuelta para ver por última vez la enorme mancha oscura en que se había convertido Ghargatuloth.
Por supuesto, aquello no había terminado, pues nadie podía matar a Ghargatuloth definitivamente. Pero los Caballeros Grises, Mandulis, e incluso la propia Ligeia, habían demostrado que podían vencerlo. Y sería el deber de Ordo Malleus asegurarse de que permaneciera derrotado.
El sol se abrió paso entre las nubes, pero lo único sobre lo que sus rayos brillaron fue sobre la muerte y la polución, sobre los montones de escombros y sobre los cadáveres de los soldados. Poco a poco, muy despacio, se puso en marcha la larga y fatigosa tarea de borrar la influencia de Ghargatuloth de la senda de San Evisser.
* * *
Desde una montaña que se alzaba sobre la llanura, Xian, la asesina del Culto de la Muerte, contemplaba cómo el cuerpo de Ghargatuloth se disolvía. Xian finalmente había conseguido cumplir las órdenes de su maestra, la inquisidora Ligeia. Se había asegurado de que el Príncipe Demonio regresara al espacio real para que los Caballeros Grises tuvieran una única oportunidad para acabar con él.
Xian se encontraba en una situación en la que nunca antes se había visto. No tenía maestra. Una vez sirvió a las órdenes de la Iglesia Imperial, para la cual debía realizar sacrificios de sangre en nombre del Emperador, y después había pasado a servir a Ligeia. Xian nunca había sido libre y ésa era una sensación muy extraña para ella. Sus pensamientos, sus movimientos, sus decisiones… ahora sólo dependían de ella. Ahora sería ella la única a quien obedecería.
Puede que algún día encontrara a un nuevo maestro a cuyas órdenes se sometería. Aunque quizá decidiera explorar ese nuevo sentimiento un poco más en profundidad, y Volcanis Ultor era un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar a hacerlo. Todo un territorio salvaje e inhóspito por explorar, infinidad de niveles de una subcolmena en la que probar y perfeccionar sus habilidades y todo tipo de ciudadanos imperiales de los que aprender, a quienes observar y quizá, también, a los que obedecer.
Xian se volvió para apartarse del Príncipe demoníaco y alzó la vista para mirar sobre la llanura hacia la colmena Verdanus, cuya silueta se perfilaba a lo lejos en dirección este. Xian se preguntó si algún día volvería a encontrar un maestro como Ligeia, pero también se preguntó si realmente quería hacerlo.
Con sus poderosos músculos apenas sin notar el esfuerzo, Xian comenzó la larga caminata.
* * *
El aire era frío en las entrañas de Titán. La cámara, que estaba custodiada por protectores psíquicos, era pequeña y lúgubre, iluminada únicamente por la luz trémula de una vela. Aquella cámara había sido excavada hacía tan sólo unos días con el único fin de preservar un secreto, una información que debía guardarse de una manera segura y, lo más importante de todo, que jamás debía ser olvidada. Estaba escondida en las entrañas de Titán y protegida por legiones enteras de marines muertos, y únicamente los capellanes de los Caballeros Grises sabrían encontrarla.
Un único escritorio ocupaba la estancia, y un servidor escriba permanecía inclinado sobre un libro. Se trataba de un libro nuevo, recién encuadernado y con todas las páginas en blanco. El brazo-pluma del servidor se deslizaba sobre la primera de ellas.
El capellán Durendin y el inquisidor Nyxos permanecían junto a uno de los muros de la cámara. Durendin había llevado a Nyxos hasta aquella cámara porque había sido construida precisamente gracias a la insistencia del inquisidor. Nyxos se había recuperado casi por completo de las heridas que recibió durante la ejecución de Valinov, aunque aún tenía un aspecto débil y macilento; parecía mucho mayor de lo que era en realidad, y todos sus movimientos eran asistidos por los servos de su exoesqueleto.
—Puede comenzar —dijo Nyxos, y el servidor escriba empezó a caligrafiar el título sobre la página.
Segundo Libro del Codicium Aeternum —escribió con una letra elegante y fluida—. Siendo una relación de Nombres de Demonios y sus descripciones, Fechas y Duración de sus Destierros y Detalles del Enemigo que deben ser conocidos antes de que se cumplan sus Maquinaciones…
El inquisidor Nyxos comenzó a dictar los detalles del informe que Alaric le había entregado en el apotecarion, en el que describía el elaborado plan urdido por Ghargatuloth para crear un santo que fuera la piedra angular de los ritos que debían traerlo de vuelta, para hacer que los Caballeros Grises le llevaran el arma con la que fue desterrado por primera vez y para someter a infinidad de cubistas y demagogos con el fin de que ocultaran los indicios sobre su advenimiento. Aquellos mismos cultistas estaban siendo eliminados de la senda de San Evisser mediante una operación comandada por el inquisidor Klaes y por el superintendente Marechal, y que tardaría años en ser completada, si es que alguna vez lo era.
—Préstese especial atención a esto —dictaba el inquisidor Nyxos—. Pues cada una de las sílabas debe ser pronunciada correctamente para que el destierro se produzca. El nombre verdadero del demonio Ghargatuloth es Tras’kleya’thallgryaa…
Durante varios minutos el inquisidor Nyxos extrajo con dificultad todas y cada una de las sílabas de su garganta. Cuando hubo terminado, el servidor escriba fue destruido para asegurarse de que el nombre verdadero no corrompiera su cerebro biológico.
Acto seguido, el inquisidor dejó Titán en dirección a Iapetus, con el fin de encaminarse hacia el Ojo del Terror para continuar con la lucha en nombre del Emperador. Un capítulo más de la historia de Ghargatuloth se había cerrado, y cuando el siguiente comenzara, Nyxos y todos los que habían luchado contra el Príncipe llevarían mucho tiempo extinguidos.
* * *
Cuando todo hubo terminado, cuando los cuerpos de los Caballeros Grises caídos fueron enterrados en Titán, cuando los informes fueron entregados al Ordo Malleus y los supervivientes hubieron sido purificados, Alaric pudo disponer de unos días para recuperarse mientras se decidía si debía o no mantener su rango de hermano capitán.
Recibió permiso para realizar un breve viaje a Mimas, donde el personal encargado de los interrogatorios lo guio hasta el lugar en el que Ligeia había muerto.
Allí no quedaba nada. La celda había sido desmantelada y lo único que se había mantenido era el anclaje que sirvió para sujetar el cable de la celda incrustado en la roca.
El cuerpo de Ligeia había sido incinerado y sus cenizas arrojadas al espacio para asegurarse de que no quedara absolutamente nada de ella. Todo lo que Alaric pudo hacer fue pronunciar una oración en su honor, y aun así fue mucho más de lo que nadie había hecho nunca. Ligeia murió como una traidora, así que nadie se preocupó de encomendar su alma a la protección del Emperador. No fue mucho, tan sólo unas breves palabras sagradas pronunciadas contra el horror de la herejía. Pero fue más que suficiente.
Mientras miraba la superficie baldía de Mimas, Alaric pensó que muchos más tendrían que morir. El enorme disco de Saturno brillaba sobre su cabeza. Muchos más tendrían que sufrir.
Aunque en ocasiones la lucha merecía la pena. Ésa era la razón por la que existían los Caballeros Grises. La guerra nunca terminaría, pero en ocasiones podría ganarse una batalla.