DIECINUEVE
LA TUMBA DE SAN EVISSER
Las setenta y siete máscaras rugientes del Oculto nacieron en las profundidades de Volcanis Ultor seiscientos años antes del primer advenimiento de Ghargatuloth. Entre las bandas de la subcolmena, donde un hombre tenía suerte si conseguía sobrevivir hasta los veinte años y donde una arma era tan valiosa como los alimentos o el agua potable, se alzó un profeta que decía conocer cada uno de los setenta y siete rostros de la muerte, y que prometió a sus devotos seguidores que serían inmunes a cualquier desgracia que asolara la subcolmena. Uno de los rostros era el zumbido metálico de las balas, otro el aliento gélido de la puñalada de un cuchillo.
Con el peligro de la muerte siempre al acecho y la angustia acuciante del hambre, las setenta y siete máscaras eran las protectoras de la muerte, y sólo mediante su adoración y su conocimiento profundo se la podía engañar. El profeta (cuyo nombre cayó en el olvido pero cuyo rostro sería por siempre recordado) aseguró a sus devotos que la muerte era precisamente aquello que veneraban, que era el objeto de su estudio, su religión y su modo de vida.
Sus seguidores formaron la banda más extraordinaria de toda la sub-colmena, pues todos ellos eran inmunes a las muchas formas de la muerte. Hasta que finalmente se convirtieron en la única opción posible. El resto de bandas enterraron sus enemistades durante una larga noche en la que corrieron ríos de sangre, y todos los seguidores de aquel profeta fueron asesinados en los estrechos callejones que recorrían las entrañas de Volcanis Ultor. Se conservaron muy pocos relatos sobre aquella guerra de bandas, pues muy pocos de los que participaron en ella sobrevivieron para contarla.
Nadie supo qué fue de aquel profeta. El hecho de que consiguió sobrevivir queda fuera de toda duda, pues las setenta y siete máscaras reaparecieron, veneradas en secreto por aquellos que recordaban los relatos en los que se hablaba de unos hombres que conocían a la muerte tan bien que ésta jamás los alcanzaría. Poco a poco se fue revelando que todas las máscaras no eran más que diferentes aspectos de un único rostro, el rostro del Oculto, una fuerza tan poderosa que la muerte era simplemente una más de sus muchas facetas. Con el paso del tiempo el culto se fue extendiendo, aprovechándose de los resentidos y de los temerosos, de aquellos cuyas vidas estaban dominadas por el ansia de venganza o contaminadas por la locura. Todos eran bienvenidos, y de entre ellos los más devotos se convirtieron en sirvientes del mismísimo Oculto, cuya palabra les fue transmitida a través de un profeta que había vivido durante siglos.
Finalmente comprendieron.
La máscara final era la más compleja. Era destrucción en estado puro, la disolución del cuerpo, la extracción del alma, la superación de la muerte y el cese de la existencia misma. Una vez que la comprendía, el devoto se convertía en algo que estaba más allá de la muerte, pasaría a ser alguien para quien la vida o la muerte no eran más que sombras proyectadas por la verdadera luz de la existencia. La pureza, una gloria que iba más allá de lo que era tangible para los vivos y de lo que no era más que un sueño para los muertos. Ésa era la promesa del Oculto.
La máscara final sólo podía ser comprendida en el mismo lugar en el que las leyendas de la subcolmena situaban la destrucción y el caos, el lago Rapax, un pozo hediondo donde el pecado y la corrupción se habían acumulado a lo largo de cientos de años hasta enraizarse en lo más profundo de la tierra. Se decía que el lago tenía vida y que estaba hambriento. También se decía que en sus profundidades vagaban monstruos y que los fantasmas ascendían hasta su superficie aceitosa. Muchas cosas se decían en las entrañas de Volcanis Ultor, y los seguidores de las setenta y siete máscaras sabían que todas ellas eran ciertas.
En una noche aciaga y oscura, los seguidores abandonaron sus guaridas y se reunieron en las calles de la subcolmena. Habían oído la llamada de su profeta. Nadie intentó detenerlos. El miedo habitaba en los corazones de los ciudadanos, quienes no pudieron hacer más que contemplar horrorizados cómo los insensatos se hacían con el control de las calles.
Marcharon a través de las entrañas de la ciudad hasta llegar a orillas del lago Rapax, donde la figura esquelética de su profeta aguardaba cantando las alabanzas dementes del Oculto mientras recontaba las setenta y siete máscaras que habían cosechado tan suculento botín de entre las calles de la subcolmena. Sus seguidores se regocijaban al tiempo que avanzaban en procesión hacia el lago, cuyas corrosivas aguas les arrancarían la piel y las entrañas, succionarían el aliento de sus pulmones y devorarían sus mentes.
Las aguas del lago bullían a medida que los devotos se sumergían en ellas, y borboteaban centelleantes según cubrían las cabezas de los fieles. Las orillas se volvieron rojizas, teñidas de sangre. Finalmente, el mismísimo profeta caminó sobre la superficie de las aguas hasta llegar al centro del lago, donde, muy despacio y entonando las letanías de las máscaras, se sumergió también él en las profundidades.
Los habitantes de la subcolmena dieron las gracias porque los dementes y los malditos habían desaparecido. Si hubieran sabido la verdad, se habrían sumido en la desesperación.
Las setenta y siete máscaras rugientes no enviaron a sus seguidores a la muerte en vano. Aquellos cultistas se convirtieron en algo diferente bajo las aguas del lago Rapax. Con sus cuerpos corroídos por la contaminación y sus mentes moldeadas a imagen y semejanza de las máscaras, se convirtieron en seres tan puros que el Oculto podía hablar directamente con sus corazones desde más allá del velo de la disformidad.
Y mientras se regeneraban en el cieno tóxico del fondo del lago, su nueva identidad les fue revelada de manera clara. Se habían convertido en los hijos del Oculto, en seguidores tan fervientes que habían trascendido las fronteras entre la vida y la muerte. El Oculto les encomendó entonces la tarea más importante de todas. Deberían viajar hasta el lugar olvidado que había a orillas del lago, convertirlo en su hogar y mantenerse vigilantes hasta el día en el que el Oculto revelara las setenta y siete máscaras a la galaxia.
Les fue encomendada la tarea de salvaguardar la gran tumba olvidada. La tumba en cuyo interior yacían los huesos de san Evisser.
* * *
Alaric nunca había sentido una muralla de odio tan puro, sólido y terrible. Sentía como si estuviera cargando a cámara lenta, intentando sobreponerse al peso de la maldad que se cernía sobre él. Era precisamente por esa sensación por lo que sabía que estaba en presencia de Ghargatuloth. Una sensación tan pura sólo podía ser producto de la disformidad, sólo podía haber sido arrancada de las mentes de la humanidad y depositada en aquel lugar donde el océano de almas entraba en contacto con el espacio real. Podía sentir cómo golpeaba su mente, y sabía que su escudo psíquico quizá sería una muralla demasiado débil. Si su voluntad se resquebrajaba, ¿qué terrible fuerza se apoderaría de su mente? ¿No se volvería loco al ver la demencia que habitaba en la disformidad? ¿Podría el mismísimo Ghargatuloth clavar sus garras en lo más profundo de su alma y convertir a Alaric en un sirviente del Caos? Por primera vez, Alaric tuvo miedo de la derrota. Un Caballero Gris también podía convertirse en el Enemigo, y en ese caso, los Caballeros Grises nunca serían perdonados por su fracaso.
En aquel momento Alaric hizo desvanecerse toda duda. No se hundiría. El Emperador estaba con él. Se inclinó hacia adelante y se zambulló de lleno en la muralla de odio, sintiendo como aquel muro de aversión tiraba de él. De pronto las tinieblas se desvanecieron y pudo ver lo que había ocurrido en el lugar en el que descansaban los restos de san Evisser.
Al atravesar las columnas vio que el espacio que había entre la entrada y la tumba se deformaba terriblemente. Era un espacio cubierto por un cielo de mármol veteado e iluminado por un sol que colgaba de un incensario gigante que oscilaba en el aire lanzando sombras terribles por todo aquel espacio infernal. La tumba se encontraba a varios kilómetros de distancia, era algo imposible, como la superficie de un planeta que se combaba sarcásticamente, monstruoso y deforme.
Sólo podía tratarse del Caos en estado puro, el mismo Caos que había envuelto Khorion IX mil años antes. Todo el suelo era de roca resquebrajada, formado por enormes baldosas de mármol que se balanceaban entre abismos sin fondo. Como si se tratara de géiseres, unos chorros de agua negra salían a borbotones de entre las baldosas, y unas enormes criaturas oscuras sobrevolaban aquel paisaje como si se tratara de buitres. Alaric oyó los alaridos que llegaban hasta él desde todas partes. El aire apestaba infestado por mil hedores diferentes: sudor, sangre, sulfuro, carne quemada, decadencia, enfermedad, polución, incienso…
Unos muros ruinosos surgían de entre las piedras, unas murallas que aumentaban su grosor a medida que se acercaban al centro de la escena hasta formar lo que parecía ser una ciudad esquelética, aferrada a un promontorio como un parásito, como si algo enorme la estuviera empujando desde abajo. Había esqueletos de templos y basílicas que parecían pústulas sobre la piel de la montaña, sus muros formaban un laberinto inescrutable, ruinoso y oscuro, un lugar donde habitaba la muerte absoluta. La cima rocosa se alzaba sobre los edificios y formaba una llanura blanquecina que constituía la acrópolis de la ciudad. Ocupando un enorme espacio de aquella llanura se alzaba un gran bloque de mármol. La visión de aquella estructura bañada en un océano de luz dorada era una imagen incongruente. Aquel sarcófago se erigía como el eje que mantenía todo en su lugar, el corazón de la tumba, el punto desde el que partían todos los caminos.
Alaric tuvo que apartar la vista. Se volvió para mirar a sus hermanos de batalla, que habían conseguido seguir sus pasos y liberar sus mentes de aquel velo de odio puro. Lykkos portaba su cañón psíquico, seguido por Vien, Abarn y Clostus, y también por Dvorn, que empuñaba su martillo némesis. Tancred y sus marines, Locath, Karlin y Golven, los seguían justo detrás. Sus enormes siluetas quedaron empequeñecidas por la enormidad del mal que se abría ante ellos.
Tancred hizo el signo del águila. Allí dentro no era más que un gesto inútil, una gota de virtud en aquel océano de pecado.
—No creo que las hermanas lo consigan —dijo Alaric, cuya voz sonaba como un lamento. Sin embargo, todos sabían que sus palabras eran ciertas—. Ahora depende de nosotros. Santoro y Genhain nos seguirán, pero tenemos que continuar.
—¿Cuál es nuestro objetivo?
Tancred, al igual que Alaric, sabía que ya no podían retroceder. Ghargatuloth sabía que estaban allí. Aquello tenía que terminar.
Alaric señaló hacia el sarcófago, en lo más alto de la acrópolis que se alzaba sobre la ciudad.
—Que el Trono esté con nosotros, porque de lo contrario estaremos solos.
Las escuadras de Tancred y de Alaric comenzaron a avanzar, dejando las enormes columnas tras ellos y abriéndose paso entre el paisaje resquebrajado. Los abismos se abrían a su alrededor y el terreno se combaba formando ángulos imposibles y afiladas pendientes. Allí dentro cualquier lugar era perfecto para tender una emboscada, y había mil recovecos en los que perderse. De no ser por la atalaya que constituía el sarcófago, aquella masa de mármol cambiante sería un laberinto del que nadie conseguiría escapar. A medida que se adentraban, los alaridos se volvían más y más estridentes. Unos árboles esqueléticos se alzaban entre los picos de mármol, y de algún modo a Alaric no le sorprendió que aquellas figuras retorcidas una vez fueran seres humanos. Hombres retorcidos por la corrupción y deformados hasta que sus esqueletos se convirtieron en ramas y sus rostros aterrados quedaron tallados para siempre en sus troncos de piel y músculo, desde donde lanzarían sus alaridos durante el resto de la eternidad. Unas siniestras siluetas sobrevolaban sus cabezas. Alaric sintió que miles de ojos incrustados en sus cuencas podridas los vigilaban desde las rocas.
Se dio la vuelta para comprobar que Genhain los seguía, abriéndose paso a toda velocidad para no perder a su hermano capitán de vista. Aún no habían necesitado fuego de cobertura, pero sabían que muy pronto lo echarían de menos, y Alaric sólo podía confiar en Genhain para mantener a raya al enemigo mientras el resto de caballeros grises seguían adelante con el ataque.
En aquellos momentos se preguntaba si Santoro, que aún estaba al otro lado, lo conseguiría. Temía que las Serafines de Lachryma y las hermanas de Ludmilla no fueran capaces de seguirlos. ¿Conseguirían siquiera entrar en la tumba? ¿Serían corrompidas por la presencia de Ghargatuloth y convertidas en un enemigo más de los Caballeros Grises?
Pasaría lo que tuviera que pasar. Los Caballeros Grises habían sido entrenados para estar alerta ante cualquier argucia del Enemigo, y eso también incluía tener que luchar contra sus propios aliados.
A Alaric no le extrañó que el comunicador no funcionara dentro de la tumba.
—¿Veis algo? —preguntó a sus marines espaciales.
—Nos están vigilando —dijo Dvorn con voz sombría mientras sostenía el martillo némesis con las dos manos.
Lykkos escudriñaba el terreno en busca de objetivos, su cañón psíquico se movía apuntando hacia las tinieblas.
El suelo crujía bajo sus pies. Alaric bajó la vista y pudo ver que había huesos de dedos incrustados en las baldosas de mármol.
Los Caballeros Grises eran capaces de oler al Enemigo antes de divisarlo. Desprendía un hedor apestoso y frío, era como si la corrupción que había invadido toda la tumba se hubiera coagulado y solidificado hasta formar un muro de repugnancia que dificultaba el avance de los Caballeros Grises. Era el olor de la contaminación tóxica y de la descomposición, una fuerza que se cernía sobre ellos desde todas direcciones.
—¡Genhain! ¡Fuego de cobertura! ¡Ahora! —gritó Alaric.
De pronto las sombras habían cobrado vida, y los disparos del cañón psíquico y de los bólters comenzaron a caer sobre ellas. Los marines espaciales de Genhain y de Tancred dispararon sus armas a discreción, desatando una tormenta de fuego mientras aquellas terribles formas surgían de entre las tinieblas para lanzarse sobre ellos.
Alaric consiguió esquivar el primer golpe más por sus reflejos que por su decisión, tal y como Tancred le había enseñado en sus sesiones de prácticas. Aquel entrenamiento resultó ser muy fructífero, ya que si Alaric se hubiera detenido a mirar a su atacante se habría quedado helado, pues no era más que una forma vagamente humanoide. Su piel era grisácea y traslúcida, y a través de ella podían verse los órganos que se retorcían en el interior del torso, ascendiendo por su cuello y extendiéndose por sus brazos y piernas. Todo su cuerpo estaba cubierto por una sustancia viscosa y sus extremidades eran como tentáculos. Uno de ellos expulsó una sustancia corrosiva cuando Alaric lo seccionó con su alabarda. El rostro de aquel ser no era ni siquiera un rostro. Los ojos no eran más que unas manchas pálidas, y la repugnante boca se abría para dejar salir unos terribles alaridos.
Alaric abrió fuego lanzando una ráfaga de proyectiles bólter contra aquella criatura y contra otra que emergió justo detrás. Los atacantes se movían a una velocidad endiablada. Uno de ellos extendió los tentáculos para arrancar la alabarda de las manos de Alaric, levantándola en lo alto y dejándola caer sobre el hermano capitán.
En ese mismo instante, Alaric agarró a la criatura por la garganta y disparó una ráfaga entera de su bólter, haciendo reventar su cabeza en una explosión repugnante de sangre y material cerebral. Acto seguido, aquel ser se retorció y se enredó alrededor de su brazo intentando colarse en su armadura. Alaric sintió el olor a quemado y notó cómo la sustancia que emanaba de aquella criatura empezaba a corroer las placas de su armadura. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, consiguió levantar a aquel ser y lanzarlo contra los atacantes que se aproximaban desde atrás, mientras disparaba otra ráfaga con el bólter convirtiendo a su enemigo en un montón de órganos hediondos y ácidos.
Sus marines estaban justo detrás de él, formando un círculo cerrado mientras sus atacantes los hostigaban desde todas partes. Alaric vio que Closus atravesaba a uno de ellos con la alabarda para que uno de los marines de Genhain le volara la cabeza de un único y certero disparo. Dvorn golpeó con su martillo a la criatura que tenía más cerca, reduciéndola a una mancha viscosa esparcida sobre el suelo de mármol.
Alaric se volvió y vio a Tancred. Lo reconoció fácilmente, pues podía distinguir el brillo de la espada de Mandulis agitándose a un lado y a otro. Ríos enteros de aquella sustancia corrosiva fluían por el suelo, pero las criaturas se volvían a regenerar tan pronto como Tancred las seccionaba con su espada. Una de ellas se abalanzó sobre él intentando derribarlo, pero Tancred esquivó el golpe y la empujó contra el mármol con tal fuerza que se deshizo convirtiéndose en un montón de suciedad tóxica.
—¡Nuestras hojas no son suficientes! —gritó Alaric alzando su voz sobre el fragor del combate—. ¡Dvorn, acaba con ellos!
Inmediatamente la escuadra de Alaric se dispuso en formación de flecha con Dvorn en la punta para enfrentarse a una decena de enemigos que acababan de surgir de entre las tinieblas. Movía su martillo dibujando enormes arcos en el aire y aplastando a cualquier criatura que se acercara lo suficiente. Mientras, la escuadra de Alaric abría fuego con sus bólters para intentar frenar el avance de aquellos seres.
—¡Tanto en la guerra como en el abandono! —gritaba Tancred—. ¡Conviértete en mi escudo y mi corcel! ¡Yo haré cumplir tu castigo y seré tu mano que escudriña las tinieblas! ¡La luz en la oscuridad! ¡La muerte de los corruptos y la venganza de los perdidos!
Alaric sintió un zumbido en el interior de su mente mientras los marines de Tancred también intentaban encauzar su fuerza de voluntad.
Se avecinaba un holocausto, la expresión de la fe de los Caballeros Grises canalizada a través de la mente de Tancred y convertida en una de las armas más valiosas de Emperador. Alaric sabía que generar un holocausto ya era bastante complicado para una escuadra completa, de modo que si Tancred y sus tres hermanos de batalla querían producir uno, necesitarían toda la energía que les quedaba.
—¡La venganza de los perdidos! —repitió Alaric intentando darle a Tancred todo el apoyo que necesitaba—. ¡Solamente los puros se alzarán sobre las tinieblas!
Aquella acumulación de poder psíquico casi hizo que Alaric perdiera el equilibrio. De pronto, una llama blanquecina de fe pura surgió de la hoja de la espada de Mandulis y se extendió como una onda expansiva. Alaric vio cómo las criaturas que estaban más cerca quedaban reducidas a cenizas, dejando una silueta negra en medio de la luz antes de deshacerse completamente.
Los seres que había frente a Dvorn chillaron y se cubrieron los rostros como si intentaran detener la onda expansiva de luz. Los autosentidos de Alaric se habían sobrecargado y no podía ver nada, tan sólo una luz blanca que lo inundaba todo y la espada de Mandulis que se alzaba como un relámpago.
—¡Al suelo! —gritó una voz desde detrás de Alaric.
Instintivamente se dejó caer sobre el mármol y oyó cómo sus hombres hacían lo mismo. Un instante después comenzaron a oírse los disparos que silbaban sobre sus cabezas. Los dos cañones psíquicos de los marines de Genhain destrozaban la carne viscosa de aquellos seres. Las explosiones psíquicas reducirían a cenizas sus cuerpos corruptos.
De pronto Alaric recuperó la visión. Se encontraba tirado boca abajo, el suelo apestaba y estaba empapado de sangre. Rápidamente se puso en pie para comprobar hasta dónde se extendían los restos viscosos de aquellas criaturas, y vio que la escuadra de Genhain se aproximaba hacia él rematando a cualquier ser que se moviera. El hermano Ondurin lanzaba lenguas de promethium con su incinerador, dirigidas directamente hacia las tinieblas. Alaric oía los alaridos de las criaturas que acechaban detrás de aquel velo negro.
Los marines de Tancred estaban exhaustos. El propio Tancred estaba de rodillas y jadeando. La fuerza requerida para el holocausto los había debilitado terriblemente. Aun así, Alaric nunca habría imaginado que la fuerza del odio de aquellos marines fuera tan grande. La espada de Mandulis seguía brillando y su hoja echaba humo.
El hermano Golven, uno de los exterminadores de Tancred, estaba tendido boca abajo. El hermano Karlin se acercó hasta él y le dio la vuelta. Su armadura estaba corroída y dejaba a la vista sus órganos sangrantes. Era obvio que aquel Caballero Gris estaba muerto. Probablemente habría sido uno de los primeros en caer y sus atacantes habían devorado su armadura con su icor corrosivo. Ni siquiera las armaduras de exterminador que habían sido bendecidas ofrecían protección alguna contra los defensores de la tumba de san Evisser.
Tancred se dirigió hacia Karlin, que empuñaba el incinerador de la escuadra.
—Quema a nuestro hermano —dijo.
Karlin, muy diligentemente, lanzó una lengua de fuego sobre el cuerpo sin vida de Golven. El cuerpo de aquel Caballeros Gris tardó unos instantes en verse reducido a un montón de ceniza cubierto por los restos humeantes de su armadura.
Ni siquiera podrían extraer su semilla genética para devolverla al seno del capítulo. Pero Alaric, si es que conseguía sobrevivir, se aseguraría de que Golven fuera recordado como se merecía.
—Adelante —dijo Alaric—. Manteneos unidos, el Emperador está con nosotros.
Mientras los Caballeros Grises llegaban hasta las afueras de aquella ciudad esquelética, Alaric vio que cada vez más y más bestias carroñeras volaban sobre sus cabezas.
* * *
El comisario Thanatal casi perdió la cordura cuando vio lo que rodeaba la planta de procesamiento de las orillas del lago Rapax. Unas criaturas inmundas emergían del suelo con sus rostros repugnantes y sus miembros retorcidos, envueltas en el estruendo de mil bocas que gritaban. Había cientos y cientos de ellas, seres asquerosos con las bocas repletas de colmillos y los dedos afilados como cuchillas que emergían de la tierra para defender la planta.
En aquel momento Thanatal sintió que el deber de los servidores del Emperador no era la muerte. Ser destrozado por aquella horda embravecida era un precio demasiado alto. El pecado de la duda había aparecido en su interior, y sentía que su determinación había quedado muy debilitada por aquella horrible visión. Los hombres que había a su alrededor se detuvieron en cuanto las cenizas se abrieron ante ellos y los alaridos de aquellos demonios llegaron a sus oídos.
Sin embargo, el inquisidor Valinov no tenía miedo. Los temores de Thanatal se desvanecieron cuando vio sorprendido que Valinov se sumergía empuñando su espada en aquel océano demoníaco. Aquellos seres se detuvieron ante su presencia y huían aterrados a medida que se aproximaba hacia ellos.
Valinov pronunció unas palabras en algún idioma extraño y silbante. Thanatal supuso que se trataría de una oración, de algún antiguo rito dedicado al Emperador que hacía que los demonios huyeran por el mero acto de entonarlo.
Valinov caminó hasta el centro de la horda demoníaca sin dejar de pronunciar aquellas palabras mientras con su mano libre dibujaba en el aire signos arcanos que hacían que los demonios se adentraran de nuevo en las entrañas de la tierra.
—¡Inclinaos ante la obra de vuestro Maestro! —gritaba Valinov en gótico clásico—. ¡Temed todos su mano, pues arderéis con el sonido de su palabra! ¡Atrás! ¡Atrás, sirvientes de lo impuro! ¡Regresad a las entrañas de la tierra y desapareced de la vista de los piadosos!
Los demonios desaparecían bajo tierra al oír las palabras de Valinov. Su mera presencia impactó como si fuera un proyectil sobre aquel mar demoníaco. Aquellos seres se fueron replegando bajo tierra hasta dejar un paso libre entre las tropas de Balur y la entrada de la tumba.
—¿Lo veis? —gritó Thanatal—. ¿Veis cómo la palabra del Emperador infunde terror en el Enemigo? ¡Seguid adelante, servidores del Emperador! ¡La humanidad aún debe cumplir con su deber!
—El Enemigo se retira —dijo Valinov mientras lideraba a las tropas de Balur en su avance hacia la planta de procesamiento—. ¡Somos la punta de lanza de las tropas del Emperador! ¡Sentid cómo su espíritu os guía! ¡Regocijaos mientras atravesáis el corazón de la corrupción!
Sus rostros se iluminaron de asombro. Las tropas de Balur empezaron a avanzar a través de la horda de demonios que gemían derrotados, el color iridiscente de sus cuerpos se había vuelto grisáceo y mortecino.
Las nubes de ceniza se abrieron y comenzó a brillar la luz del sol, un sol que se alzaba deslumbrante sobre Volcanis Ultor como nunca lo había hecho desde hacía siglos. La luz iluminó la planta de procesamiento e hizo que sus muros grisáceos se volvieran dorados, bañándolos en un brillo blanquecino de pureza absoluta.
Los ojos del Emperador se habían posado sobre aquel lugar. Las puertas de la planta se abrieron de par en par como invitando a las tropas de Balur a adentrarse y enterrar la corrupción de su interior. Valinov avanzaba a la cabeza, y tras él cientos de soldados liderados por Thanatal.
Sin previo aviso, y como si estuvieran guiadas por una única voluntad, las tropas de Balur comenzaron a entonar canciones de instrucción que habían aprendido desde pequeños en los patios de armas de su planeta natal. Valinov ya no tenía necesidad de exhortar a los soldados, simplemente siguió corriendo hasta atravesar las puertas. Thanatal cruzó justo después, seguido por el resto de los soldados con sus rifles láser. Ni uno solo de ellos mostró el menor atisbo de duda al atravesar el umbral.
La luz entró con ellos iluminando aquellas rocas ancestrales. Las estatuas de los héroes imperiales parecían mirar con aprobación a aquellos servidores del Emperador. Al fondo podía distinguirse un templo, una atalaya que brillaba bañada en luz dorada. Aquél era el lugar que las tropas de Balur deberían liberar del yugo del Enemigo.
Allí, justo a las puertas del templo, estaban apostados los enemigos, cuya mera existencia estaba amenazada por la repentina aparición de los fieles soldados de Balur. Sus armaduras pintadas de rojo no les servirían de nada, como también serían inútiles las armas que tenían en sus manos. Los atacantes contaban con la ayuda del Emperador y con el liderazgo de su más fiel servidor, el inquisidor Valinov. Era imposible que fracasaran.
Thanatal ni siquiera se dio cuenta de que había empezado a cantar junto con el resto de las tropas, pero finalmente desenvainó su espada sierra y comenzó la carga rodeado de cientos de soldados de Balur.
* * *
La canonesa Ludmilla esperaba que el ataque se produjera desde el interior del templo. Las comunicaciones estaban cortadas, de modo que no había modo de saber qué era lo que estaba ocurriendo allí dentro. De lo que sí estaba segura era que tanto los Caballeros Grises como las Serafines de Lachryma se habían adentrado allí con la finalidad de hacerse con el control del templo lo antes posible, y que hasta el momento nadie había conseguido salir. Ludmilla estaba a punto de ordenar a sus hermanas que entraran en busca de los Caballeros Grises cuando Heloise, la hermana superiora de una de las escuadras de Hermanas Vengadoras que vigilaban la entrada de la planta, informó de que la hechicería había hecho acto de presencia. Los terrenos que había alrededor de la planta hervían de ira y unas criaturas repugnantes estaban intentando salir de las entrañas de la tierra.
Heloise avanzaba a través del cementerio de estatuas, y estaba justo a mitad de camino de la posición de Ludmilla cuando las fuerzas enemigas hicieron acto de presencia.
—¡Hermanas! ¡A la parte frontal del templo! ¡Heloise, a cubierto y fuego a discreción! El resto desplegad fuego de supresión y preparaos para entrar en combate.
—Parecen guardias imperiales, canonesa —dijo Heloise a través del comunicador saturado de estática—. Quizá debiéramos…
Miles de destellos comenzaron a surcar el aire procedentes de los cientos de rifles láser que abrían fuego en modo automático. Ludmilla miró horrorizada cómo el aire se llenaba de hilos rojizos que envolvían las estatuas hasta hacerlas caer, disparos que resquebrajaban las baldosas de mármol y hacían blanco sobre las armaduras de las hermanas. Los bólters pesados y los cañones de fusión de Heloise también abrieron fuego, pero el sonido de esas armas pronto fue absorbido por los disparos láser y por unos cánticos que cada vez se oían con mayor nitidez. Se trataba de unos cánticos de instrucción entonados por los cientos de guardias imperiales que se aproximaban.
Ludmilla tenía su pistola inferno en la mano, y al pie de las escaleras vio cómo las escuadras de hermanas de batalla se ponían a cubierto y formaban una línea defensiva. Cuando los guardias imperiales llegaron a su objetivo, sólo la mitad de ellas estaban en posición y listas para abrir fuego.
Las descargas de bólter comenzaron a hacer blanco en las armaduras de color azul marino, iluminando la sangre que derramaban los soldados de Balur. En seguida los atacantes respondieron disparando sus armas, y Ludmilla vio cómo algunas de sus hermanas se retorcían en el suelo cuando algún disparo impactaba en los puntos más débiles de sus armaduras. La propia Ludmilla recibió un impacto que casi la hace caer de bruces, acto seguido recibió otro en el pecho y sintió cómo el tejido que cubría los antebrazos de su armadura se agitaba atravesado por los disparos que llovían por todas partes.
Vio que los atacantes eran un grupo de hombres cuyos rostros ardían de ira. Estaban liderados por un comisario armado con una pistola bólter y con una espada sierra. La vanguardia de los guardias imperiales fue destrozada ante sus ojos por el fuego de las hermanas, pero detrás de la primera línea venían muchas más que cargaban furiosas pasando por encima de los heridos.
En aquel mismo instante distinguió al inquisidor Valinov, su rostro estaba iluminado por el brillo de su espada de energía y su silueta se erguía alta y temeraria al frente de aquella horda.
Los atacantes consiguieron llegar hasta la línea defensiva y de pronto el mundo de Ludmilla se convirtió en un angosto recodo repleto de cuerpos aplastados, bayonetas manchadas de sangre y disparos bólter. Ludmilla intentó mantenerse firme cuando los guardias imperiales se abalanzaron sobre ella. Abrió fuego a quemarropa a izquierda y derecha; estaba segura de que cada uno de sus disparos acababa con tres o cuatro de sus atacantes. Acto seguido notó que el peso que la oprimía había disminuido y comenzó a quitarse los cadáveres de encima.
Tal y como estaba la situación no podría liderar a sus tropas, como toda canonesa debía hacer. Cada una de las hermanas tendría que tomar sus propias decisiones.
—¡Por el Trono! —gritó alguien en medio del fragor de la batalla. Aquella voz también transportaba los gritos de ira y los aullidos de los heridos, y traía consigo los chirridos de las hojas al chocar contra las armaduras y los ecos de los bólters al hacer blanco contra sus placas—. ¡Por los santos! ¡Por la venganza!
Uno de los guardias imperiales se alzó sobre la multitud y se abalanzó sobre Ludmilla enarbolando la bayoneta. La canonesa disparó su bólter, pero el proyectil se perdió por encima de la cabeza de su atacante. Acto seguido lo agarró por el cuello y se lo retorció hasta rompérselo. Después le dio una patada y notó cómo sus huesos se quebraban bajo la fuerza de la ceramita de sus botas. Hizo un nuevo disparo que atravesó el pecho de otro soldado, y su cuerpo se desplomó en el agujero ardiente que acababa de abrirse bajo sus pies.
La sangre le corría por las mejillas y le apelmazaba los mechones de pelo que caían sobre su rostro. En medio de aquel estruendo comenzó a alzarse un ruido sordo, como si se tratara de un sueño. Los hombres y las hermanas estaban cayendo. En aquel mismo momento la hermana superiora Annalise seccionaba las piernas de un oficial con su espada sierra, dejando salir un río de sangre entre las placas rotas de su armadura. La hermana Gloriana se arrodilló cubriéndose la cara mientras la sangre le brotaba entre los dedos. Las escuadras de hermanas estaban retrocediendo y subiendo poco a poco los escalones del templo al tiempo que descargaban sus bólters contra la marea que se cernía sobre ellas. Las pocas hermanas que no pudieron retroceder ante aquella avalancha intentaban enfrentarse a los soldados de Balur con sus cuchillos y las culatas de sus armas.
Entonces se produjo un destello y Ludmilla vio que provenía de la espada de energía de Valinov. La cabeza cercenada de una hermana pasó volando por el aire, aún tenía los dientes apretados por la ira al ver la hoja del inquisidor abalanzarse sobre ella.
Valinov. Alaric le había dicho que el inquisidor las había traicionado y aquélla era la prueba. Fuera o no un inquisidor, estaba matando a sus hermanas, y por el nombre del Emperador que tendría que pagar por su crimen.
Ludmilla avanzaba entre la multitud abriéndose paso con su pistola inferno y echando a sus enemigos a un lado. En medio de aquella masa oscura de cuerpos rabiosos solamente podía distinguir una espada de energía que asestaba incansable una estocada tras otra. Su campo de energía perforaba las armaduras haciendo saltar chispas blanquecinas. El rostro de Valinov mostraba una expresión de desprecio mientras seguía matando. Ludmilla sintió que en su interior hervía la misma rabia que se apoderaba de ella cuando escuchaba de boca de los predicadores los relatos sobre los enemigos del Emperador. La misma rabia que iluminó sus pasos durante las primeras misiones como hermana de batalla y que finalmente acabó convirtiéndola en canonesa.
Él odio puro era lo único que la hacía seguir adelante, seguía tirando de ella incluso después de recibir un impacto en la cadera y de que alguien la golpeara en la frente con la culata de un bólter. Ludmilla siguió peleando con los ojos inyectados en sangre mientras los gritos de las hermanas se alzaban sobre la confusión del combate. Oyó cómo el comisario gritaba órdenes a sus hombres, y aquello no hizo más que alimentar su ira, pues sabía que los soldados de Balur también habían sido traicionados.
Ahora podía ver claramente a Valinov, que lanzaba estocadas a su alrededor y estaba forzando a toda un escuadra de hermanas de batalla a retroceder mientras los guardias imperiales morían a su alrededor. Ludmilla cargó una vez más y se sumergió de lleno entre la masa de soldados, dándose cuenta de que retrocedían antes de caer al suelo.
En aquel momento se sintió libre, y empuñando su pistola inferno se dirigió directamente hacia Valinov, que estaba frente a ella.
Ludmilla era una excelente tiradora. No fallaría, no en aquella ocasión. El Emperador guiaba su mano a través de su odio, sintió cómo su fuerza bullía dentro de ella y sabía que él había escuchado todas y cada una de las plegarias que había rezado a lo largo de su vida. Ahora el Emperador la recompensaba por su lealtad convirtiéndola en el instrumento de su venganza.
Las bobinas de fusión de su arma parecieron cobrar vida de pronto. El arma dejó salir un destello y un proyectil de energía pura surcó el aire, volando directamente hacia el pecho de Valinov.
Se produjo un destello de luz blanquecina y Ludmilla sintió que un tremendo calor se apoderaba de ella. La imagen de Valinov seguía ardiendo en sus retinas. Mientras, un campo de conversión se desplegó en torno al inquisidor y disipó la energía del disparo, rodeando a Valinov con una aura de fuego blanco.
Un campo de energía, algo extremadamente complejo, codiciado y muy poco común. Probablemente lo habría robado del arsenal del gobernador imperial de la colmena Superior, al igual que la espada de energía. Ludmilla debería haberlo previsto. La fría aceptación del fracaso fue como un puñetazo en el estómago.
Ludmilla avanzó decidida sobre las baldosas de mármol. Valinov dibujó un arco con su espada y seccionó el brazo de la canonesa a la altura del codo. Cuando cayó al suelo su mano aún agarraba la pistola.
Ludmilla intentó ponerse en pie, pero en aquel mismo instante el inquisidor le clavó la espada en las costillas. La canonesa sintió cómo la hoja le seccionaba la espina dorsal. Notó un dolor eléctrico que se llevó consigo el aire de sus pulmones, incluso se olvidó de su mano cercenada, pues un dolor gélido se apoderó de ella, un dolor tan frío como la hoja que le había atravesado las entrañas. Durante un interminable momento lo único en lo que pensó fue en el dolor. Los disparos sonaban en el aire, los gritos de dolor se alzaron formando una muralla de ruido. El Emperador, sus hermanas, la galaxia… Todo lo que había jurado proteger había desaparecido. Ahora sólo sentía dolor.
Cuando Valinov retorció la espada, Ludmilla sintió que una gran oscuridad se apoderaba de su mente mientras la vida se le escapaba. Valinov retiró la espada y centró su atención en las hermanas que estaban frente al templo.
Valinov ni siquiera se acercó para cerciorarse de que Ludmilla estuviera muerta. No lo necesitaba. Cuando la canonesa se precipitó por los escalones de mármol ella misma sabía que ya estaba muerta aunque sus sentidos aún no se hubieran dado cuenta. Vio las armaduras de los guardias imperiales que pasaban sobre ella al cargar, sintió cómo sus botas pisoteaban su cuerpo y cómo la sangre brotaba por sus heridas dejando tan sólo una oscuridad gélida que aumentaba por momentos.
La oscuridad aumentó hasta volverse tan intensa que absorbió por completo su cuerpo. La tumba de san Evisser quedó atrás. La canonesa había muerto.