DIECIOCHO

DIECIOCHO

EL JARDÍN DE LAS ESTATUAS

La infantería pesada de Balur había perdido a un tercio de sus hombres, que se habían desintegrado en una nube de polvo que flotaba entre la capa de ceniza. El coronel Gortz había muerto y las comunicaciones estaban cortadas, de modo que otro tercio de las tropas estaba aislado y desprotegido, intentando defender una posición contra un enemigo al que no podían ver.

El resto de las tropas de Balur, unos setecientos hombres, se reagruparon en torno al extremo norte de las líneas imperiales. Se trataba de unos soldados extremadamente disciplinados, pero con tantos oficiales muertos no había nadie para dirigirlos en combate contra un enemigo que a buen seguro atacaría aprovechando la confusión.

Sin embargo, la Guardia Imperial sí que podía luchar sin el liderazgo de sus oficiales, porque cuando los oficiales no podían liderar a sus tropas, ya fuera por incompetencia, corrupción o, como en el caso de Volcanis Ultor, porque casi todos habían muerto, la Guardia Imperial contaba con otra estructura de mando capaz de hacerse con el control de las tropas.

Un comisario no era un estratega. No podía organizar un asalto ni desplegar una defensa perfecta, pero cuando la Guardia Imperial necesitaba un líder eso era irrelevante. Los comisarios eran los únicos capaces de liderar a la Guardia Imperial cuando ésta necesitaba ser liderada, cuando debía enfrentarse a un peligro al cual un coronel y sus oficiales no podían plantar cara. Cuando ya no había tiempo para tácticas ni para estrategias y había que recurrir a la obstinación y al fanatismo, los comisarios se ponían a la cabeza.

El comisario Thanatal siempre había sabido que algún día tendría que liderar a las tropas de Balur en combate cuando no quedara nadie más para hacerlo. Eso era para lo que había sido entrenado desde el primer día que ingresó en la Schola Progenium, siendo Thanatal un huérfano más de una de las innumerables guerras del Imperio. En sus muchos años de cruel aprendizaje aprendió que el deber era una espada que podía acabar con uno mismo de igual modo que podía acabar con el enemigo, una espada que él estaba destinado a empuñar. A Thanatal no le importaban las vidas de sus hombres ni lo justo de la victoria, ni siquiera le preocupaba su propio bienestar. Lo único que le preocupaba era castigar a los enemigos del Emperador por el pecado de atreverse a existir bajo su mirada, y llevar las almas de sus soldados bajo el abrigo del Emperador mediante la luz divina de la guerra.

Creía firmemente en erradicar la cobardía de los espíritus débiles, de manera que cuando llegara la hora de dar la vida para mayor gloria del Emperador, sólo los espíritus más fuertes podrían estar entre las filas de las tropas de Balur.

La parte baja del abrigo de cuero de Thanatal se hundió en el barro de las trincheras mientras sentía el peso de su armadura. Intentaba dirigirse hacia el norte en medio de la oscuridad originada por las cenizas. Oía como los hombres gritaban los nombres de sus camaradas, escuchaba sus oraciones y sus gritos de dolor. Avanzaba penosamente tropezándose con innumerables cuerpos sin vida. El comisario se quitó la gorra y se puso la mascarilla, dejando que los filtros retuvieran las cenizas antes de entrar en sus pulmones.

Cuando las nubes se levantaron, la luz del ocaso iluminó débilmente el paisaje. Los hombres, siluetas alicaídas y oscuras, intentaban abrirse paso entre las maltrechas defensas.

Thanatal vio a un sargento al frente de un grupo de hombres.

—¡Sargento! —gritó—. ¿Hacia dónde se dirigen?

—Están atacando a través de las líneas de las hermanas. Vamos a reagruparnos en las trincheras de retaguardia y a levantar una nueva línea defensiva…

Thanatal desenfundó su pistola bólter y disparó al sargento a quemarropa. Los hombres que caminaban junto a él se detuvieron en seco, atónitos.

—¡Regimiento! —gritó Thanatal como si se estuviera dirigiendo a ellos en un patio de armas—. ¡Deben avanzar hacia el norte! El Enemigo ha intentado cortarnos el paso hacia su objetivo, pero ha fracasado. ¡Mientras las tropas de Balur sigan con vida, nuestro enemigo sufrirá el peor de los castigos!

En medio de la oscuridad varios de los hombres intentaron escapar. Sonaron otros dos disparos y acto seguido un miembro de la Guardia Imperial se desplomó sobre el alambre de espino. Nadie más se atrevió a moverse.

—¡El Enemigo está hacia el norte! ¡El regimiento debe avanzar!

Los hombres comenzaron a reagruparse en torno a él. Thanatal avanzaba como podía a través del barro y de los cuerpos sin vida. Ascendió hasta el borde de la trinchera para que todo el mundo pudiera verlo. Cogió una antorcha que sostenía uno de los hombres y la alzó en medio de la oscuridad, formando una bola de luz que apuntaba hacia el cielo ennegrecido por la ceniza.

—¡El Enemigo está intentando rodearnos y dejarnos aislados! ¡Ahora mismo está aniquilando a nuestros hermanos y planeando nuestra muerte! Incluso puede que piense que la victoria es suya, pero si lo que quiere es alzarse con la victoria, ¡por el Emperador que tendrá que matarnos a todos y cada uno de nosotros! ¡Mientras quede uno solo de nosotros con vida, el Emperador no será derrotado!

Thanatal disparó una vez más, esta vez hacia el cielo, y dirigió sus pasos hacia el norte a través del alambre de espino. Cada vez más y más hombres caminaban a su lado.

—¡Hacia el norte! —gritaban—. ¡Van a intentar atacarnos por la retaguardia! ¡Seguidnos!

Una multitud de hombres comenzó a surgir de entre la confusión que hacía un momento se había apoderado de las tropas, una multitud que se abría paso a través de las tinieblas. Thanatal no aminoraba su avance, pues se había erigido en líder del regimiento. A medida que avanzaba les hablaba a los hombres de la venganza que todos perseguían, mientras que disparaba a los que intentaban desertar cuando veían que se aproximaba a ellos. Se apoderó de la ira de las tropas de Balur y la convirtió en algo que ahogó sus miedos. Su corazón se llenaba de orgullo al comprobar la lealtad de todos aquellos hombres que habían decidido seguirlo en lugar de refugiarse en la desesperación.

Él era su única salvación. Era él quien caminaba por el sendero que les permitiría alejarse del pecado de la cobardía y quien los guiaría hacia la luz que emanaba de la gloria del Emperador.

El Enemigo estaría allí, tenía que estarlo. Aquel primer impacto no había sido más que la punta del iceberg de un ataque a gran escala, y Thanatal no perdería la oportunidad de guiar a las tropas de Balur hasta el epicentro del combate.

—¡Comisario! —gritó una voz.

Thanatal pudo distinguir la silueta de un vehículo blindado que se abría paso entre la oscuridad. De pronto, una figura salió del transporte y se dirigió hacia él. Era un hombre alto y delgado, con un enorme abrigo y una espada de energía. La hoja cobró vida y comenzó a emitir una luz pálida y azulada, entonces Thanatal pudo distinguir su rostro, noble y orgulloso, dominado por unos ojos en los que ardía la determinación.

—Comisario, alabado sea el Emperador. Pensábamos que habíamos perdido a las tropas de Balur.

—No mientras nos quede el más mínimo resquicio de vida —declaró Thanatal asegurándose de que sus hombres pudieran oír sus palabras—. Ni mientras seamos capaces de hostigar al Enemigo.

—Entonces convertiré a sus hombres en mi guardia de honor, comisario. El Enemigo ha llegado, y con él la maldad más cruenta que seamos capaces de imaginar, pero con su ayuda podremos hacer cumplir la voluntad del Emperador. —El hombre hizo un saludo con la hoja de su espada—. Inquisidor Gholic Ren-Sar Valinov. Comisario, es un placer servir junto a las tropas de Balur.

Thanatal estrechó la mano que Valinov le había tendido. Fue un apretón firme, propio de un líder.

—¿Qué es lo que quiere de nosotros, inquisidor?

—Su acero y su valor, comisario. Ése es el único modo. —Valinov alzó su espada para que todos los hombres pudieran verla. El arma se iluminó como una atalaya en medio de la oscuridad—. ¡Por el Trono y por nuestros hermanos muertos! ¡Venganza y justicia, hijos del Emperador! ¡Venganza!

—¡Venganza! —gritaron todos los hombres.

Pronto ese grito se convirtió en un canto de guerra liderado por el propio Thanatal.

—¡Venganza!

Venganza. Todos sabían que era lo único por lo que merecía la pena luchar. El comisario Thanatal supo entonces que había cumplido su cometido, pues les había dado a los hijos de Balur la oportunidad de luchar por ella.

* * *

La silueta de la planta de procesamiento se alzaba, achaparrada y sombría, en medio de la oscuridad. Sus muros de plasticemento se erigían mugrientos. Alaric apenas podía distinguir a las escuadras de Hermanas Vengadoras sobre el tejado, apuntando con sus bólters pesados hacia la llanura que se abría frente al edificio. Había enormes bloques antitanque de rococemento y numerosos búnkers diseminados por todo el terreno, ofreciendo muchos puntos de cobertura para los Caballeros Grises y para las hermanas, que empezaron a tomar posiciones frente al edificio.

La planta estaba situada justo a orillas del lago Rapax, cuyas aguas hediondas rompían sobre su muro trasero. Los bloques cuadrados con los que se habían construido los muros estaban cubiertos de productos químicos que se habían ido acumulando a lo largo de los años; toda la planta tenía un aspecto sucio y abandonado. Como si de una prisión se tratara, no tenía ventanas, tan sólo una única entrada oxidada daba acceso a todo el complejo.

El hedor del lago impregnaba todo el ambiente, en el que flotaba una pestilencia fuerte y metálica, un repugnante olor a productos químicos. La superficie aceitosa del lago aún estaba agitada por culpa del impacto. Una niebla grasienta se desprendía de sus aguas, mezclándose con las cenizas y dando lugar a una llovizna pringosa.

Alaric avanzaba rápidamente, a través de las defensas, en dirección a la planta. Su escuadra y los marines espaciales del juez Santoro iban a su alrededor. Ludmilla los seguía muy de cerca.

Ludmilla había traído consigo casi un centenar de hermanas de batalla. La canonesa había visto muchas de las atrocidades que se habían cometido a lo largo de toda la senda, y ahora que sabía que Ghargatuloth estaba detrás de ellas entendía por qué los Caballeros Grises estaban en Volcanis Ultor.

Ahora comprendía la red de mentiras y manipulaciones que habían convertido a sus hermanas en meros instrumentos en manos del Enemigo, y Alaric tenía la impresión de que debía sentirse tan sucia y engañada que sólo la más sangrienta de las venganzas podría limpiar su alma.

—Hermana Heloise —dijo Ludmilla. Tuvo que alzar la voz porque las interferencias estaban afectando a las comunicaciones—. Traiga sus cañones de fusión al nivel de suelo. ¡Ahora!

Aunque las hermanas hubieran conseguido abrir los cerrojos, habría sido imposible mover las puertas oxidadas de la planta. Los tanques Exorcista podrían haber disparado contra ellas, pero tanto los Caballeros Grises como las hermanas tendrían que haberse alejado mucho para no sufrir las consecuencias de la detonación. Utilizando los cañones de fusión podrían atravesarlas sin perder tanto tiempo.

Ghargatuloth debía de saber que se aproximaban. Encontraran lo que encontraran allí dentro, las hermanas y los Caballeros Grises tendrían que actuar antes de que tuviera tiempo para reaccionar.

La Serafín superiora, la hermana Lachryma, llevó a su unidad hasta la línea frontal. Dos de las escuadras de Serafines habían sufrido tantas bajas que ahora luchaban como una sola, eran siete hermanas que luchaban bajo las órdenes de Lachryma, cuya mandíbula estaba tremendamente amoratada.

Lachryma hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo mientras guiaba a sus hermanas hasta uno de los contrafuertes del muro para ponerse a cubierto. Tancred también avanzó hasta colocarse al otro lado de las puertas, esas dos serían las escuadras que, sin recibir ninguna orden previa, entrarían primero.

La escuadra de Hermanas Vengadoras de la hermana Heloise estaba justo a los pies del muro, preparando sus cañones de fusión y sus bólters pesados junto con toda su carga de munición explosiva. Alaric pudo ver que Heloise tenía un brazo biónico y que la mitad de su cabeza afeitada estaba marcada por una terrible quemadura.

—¿Algún movimiento en el interior? —preguntó Ludmilla.

—Nada —respondió Heloise.

—Abridlas —ordenó Ludmilla—. ¡Hermanas, preparadas! Lachryma y los Caballeros irán en vanguardia. Llenad vuestras almas de valor porque el Enemigo intentará apoderarse de ellas. —Ludmilla se volvió para dirigirse a Alaric—. Sé que nunca el alma de ningún Caballero Gris ha caído en manos del Caos, pero el Adepta Sonoritas ha perdido a muchas hermanas, no es algo muy normal y nadie lo admitirá jamás, pero…

—El hecho de que Ghargatuloth se haya aprovechado de su orden es una terrible ofensa —intervino Alaric—. No pienso abandonarlas después de que sus almas hayan sido mancilladas de semejante manera.

Ludmilla inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Acto seguido se dio la vuelta para dirigirse hacia Heloise.

—¡Fuego! —ordenó.

Los cañones de fusión comenzaron a perforar el acero, produciendo una enorme lluvia de chispas que brillaban siniestramente en medio de las cenizas. Finalmente, una sección completa de las puertas de entrada se desplomó. Ni siquiera el propio Alaric, con su visión amplificada, podía ver más que una impenetrable oscuridad.

Lachryma abandonó su parapeto y rápidamente comenzó la carga espada en mano, sus Serafines avanzaron tras ella junto con la escuadra de Tancred, cuyas armaduras de exterminador apenas cabían por el hueco abierto en la puerta.

—Vía libre —dijo Tancred a través del comunicador al cabo de unos segundos.

—¡Adelante! —gritó Alaric mientras se adentraba por el agujero enarbolando su alabarda némesis. Santoro y Genhain lo siguieron. Ludmilla fue la siguiente en entrar junto con varias escuadras de hermanas de batalla, dejando a Heloise en el exterior para desplegar fuego de cobertura.

Allí dentro no había más que una espesa oscuridad. No se trataba de una simple falta de luz, sino que había un velo de oscuridad absoluta. Alaric ni siquiera podía distinguir los muros o el techo. El suelo era de mármol, y antiguamente habría estado cubierto de delicados mosaicos, pero ahora toda la superficie estaba resquebrajada. Allí no había ningún depósito de productos químicos ni ninguna turbina de procesamiento; en el interior de aquella planta reinaba un silencio gélido y el aire olía a antigüedad. Aquel lugar había sido totalmente sellado para protegerlo de la corrosión procedente de las aguas del lago Rapaz.

Alaric avanzó con mucho cuidado, la débil luz que entraba a través de la puerta era su único punto de referencia. Justo delante pudo distinguir a las Serafines de Lachryma y a los exterminadores de Tancred. La espada de Mandulis refulgía en sus manos, sus destellos aún eran brillantes a pesar de estar cubierta de sangre y ceniza, y desprendían una tenue luz que iluminaba débilmente la figura del juez.

Alaric se aproximó a Tancred y entonces vio la razón por la que se habían detenido. En medio de la oscuridad y prolongándose hasta donde alcanzaba la vista, se alzaba un siniestro bosque de estatuas enormes. Parecían haber surgido como árboles sobre el suelo de mármol, todas ellas doblaban o triplicaban la altura de un hombre normal y tenían un aspecto ajado y antiguo. Muchas estaban inclinadas en ángulos imposibles. Representaban figuras que vestían ropajes de gala y sus túnicas pétreas parecían mecerse al viento, pero el tiempo y la oscuridad las había convertido en siluetas vagas e indiferentes. Alaric llegó hasta donde se encontraba Tancred y vio que el rostro de la estatua que tenía más cerca había sido desfigurado por la corrosión. Lo que antes fueron sus ojos ahora eran dos enormes huecos, y su boca había sido reducida al débil contorno de sus dientes. Aquella figura había representado a algún cardenal o diácono, y ahora se ladeaba precariamente, como si fuera a precipitarse contra cualquiera que se aproximara.

—Adelante —digo Alaric—. Separaos pero mantened contacto visual.

Alaric dejó a un lado la figura de aquel cardenal sin rostro y observó las decenas de estatuas que se alzaban detrás de ella, enormes monumentos que parecían llenar el cascarón vacío de la planta de procesamiento. Entre ellas podía distinguirse una elegante figura vestida con un uniforme de la Marina cuyo rostro también había quedado reducido a una masa de piedra deforme. También había un astrópata que, con el brazo extendido, parecía estar haciendo el signo del águila, pero su mano no era más que un montón de roca desmenuzada esparcida a los pies de la estatua.

Incluso había un marine espacial, una enorme figura pétrea que yacía en el suelo medio destruida. Las Serafines de Lachryma la rodearon aprovechando sus enormes brazos como parapeto y abriéndose paso entre lo poco que quedaba de su torso y de su generador dorsal.

Alaric se dio cuenta de que en el suelo había incrustaciones de oro que dibujaban complejas figuras, pero cuyo antiguo brillo había desaparecido dejando una superficie ennegrecida y decolorada por el paso del tiempo.

—Tengo algo —dijo Lachryma a través del comunicador. Su voz se oía temblorosa a causa del dolor de sus heridas. Tanto Alaric como Ludmilla habían ordenado a sus tropas que utilizaran el mismo canal—. Adelante.

—Tancred, echad un vistazo, estamos justo detrás de vosotros —dijo Alaric. Oyó a Ludmilla ordenando a sus hermanas de batalla que avanzaran por los flancos para rodear a cualquier posible enemigo.

Alaric siguió a Tancred, que acababa de pasar junto a la enorme estatua de una Hermana Hospitalaria que aún se mantenía intacta excepto por sus manos, que habían desaparecido. Un poco más adelante, el suelo de aquel bosque de estatuas se alzaba formando una pirámide escalonada en cuya cúspide se distinguía una especie de templo bañado en una luz tenue. Alaric escudriñó las sombras y pudo distinguir una serie de columnas que sostenían el frontispicio, cuyas esculturas habían sucumbido hacía ya mucho tiempo. También pudo ver un friso en el que aún se apreciaban unas letras talladas en gótico clásico y restos de estatuas más pequeñas. Figuras que estaban tan erosionadas que no eran más que simples siluetas humanoides.

Tallada en el friso se podía distinguir una única palabra:

EVISSER

—La tenemos. Es la tumba —dijo Alaric.

—Parece que somos los únicos que han entrado en este lugar en mucho tiempo.

—Valinov está en Volcanis Ultor y ésta tiene que ser la única razón de su presencia.

Alaric estaba completamente seguro de lo que acababa de decir. Ahora todo encajaba. La senda de San Evisser era un rompecabezas diseñado por Ghargatuloth y esa tumba era la pieza final.

—Podemos iniciar un asalto —dijo Lachryma, que esperaba junto con sus hermanas a los pies de la pirámide—. Nosotras nos ocuparemos de la retaguardia. Que los exterminadores vayan delante.

—Bien —asintió Alaric—. Santoro, con ella. Genhain, seguidnos y proporcionadnos fuego de cobertura si es necesario. Tenemos que averiguar qué hay ahí dentro. Yo entraré con Tancred. —Alaric se volvió para dirigirse a Ludmilla, que estaba ordenando a sus hermanas que rodearan el templo—. Ustedes cúbrannos también, éste es un asalto muy complejo sobre un emplazamiento que debemos suponer que está defendido, pero no hay manera de saber lo que nos encontraremos ahí dentro. Tendremos que pensar con rapidez.

—Eso es lo que mejor se nos da, hermano capitán. ¿No es lo que mejor hacemos tanto usted como yo? ¿Enfrentarnos a lo desconocido cuando nadie más es capaz de hacerlo? ¿Luchar cara a cara contra la oscuridad? Es para lo que nos han creado.

La canonesa tenía razón, las hermanas, al igual que los Caballeros Grises, eran creadas, entrenadas desde la infancia, sumergidas en la palabra de los clérigos imperiales del mismo modo que los Caballeros Grises eran adoctrinados. Quedaba muy poco de la mujer que cada una de aquellas hermanas podría haber sido. En cierto sentido ellas ya habían hecho el sacrificio definitivo, sus vidas ya no eran suyas, pues habían sido moldeadas para convertirse en soldados capaces de hacer cumplir la voluntad del Emperador. Los Caballeros Grises y las hermanas de batalla compartían mucho más que un simple enemigo en común.

—Por el Trono, hermana —dijo Alaric mientras se dirigía hacia los escalones donde aguardaba Tancred.

—Que el Emperador nos proteja, hermano —contestó Ludmilla.

Las escuadras de Alaric y de Tancred ascendieron por los escalones que llevaban hacia el templo, cuya silueta se alzaba amenazante. Cuando se acercaron, Alaric vio que las hebras negras de la corrupción se habían extendido por las columnas de la entrada, y que los escalones por los que ascendían estaban salpicados de vetas oscuras. Parecía que todo el edificio estaba infectado. Era una construcción enorme, sus dos flancos cubiertos de columnas se perdían en la oscuridad, donde Lachryma había tomado posiciones para cargar desde la parte trasera.

Tras la primera fila de columnas se extendían muchas otras, dispuestas de forma alternativa, de manera que era imposible ver lo que había tras ellas. En lo alto de aquella pirámide, el aire era húmedo y frío, como si algo le hubiera arrebatado la vida. Alaric notó cómo sus sentidos se ponían alerta y sus músculos se tensaban, activados por la maldad que flotaba en el ambiente. Su núcleo psíquico entró en estado de alerta máxima a medida que las fuerzas invisibles comenzaron a desplegarse a su alrededor.

De pronto se oyó un grito en el interior del templo. Eran los alaridos de los demonios.

—¡Adelante! —gritó Alaric. Así empezó la carga contra la tumba de san Evisser.

* * *

Cuando el comisario Thanatal vio los cuerpos sin vida de las hermanas en el fondo de la trinchera supo que tenía razón. El enemigo había atacado por el extremo de la línea defensiva, consiguiendo repeler el valeroso contraataque lanzado por las hermanas que ahora yacían en un enorme charco de sangre. Sus cuerpos, cubiertos por las servoarmaduras rojas de la Orden de la Rosa Ensangrentada, estaban retorcidos sobre el alambre de espino o tirados en medio del barro. Las heridas que presentaban eran de bólter y de armas de energía, lo que era un indicio de que se había producido un tremendo enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

Las tropas de Balur, con Thanatal y Valinov a la cabeza, se movían con rapidez a través de las trincheras que antes habían intentado defender las hermanas. Uno de los predicadores del regimiento, que había conseguido sobrevivir, estaba entonando el libro de himnos Odium Omnis, una letanía de odio compuesta en gótico clásico que todos los soldados de Balur aprendían en los templos de su planeta natal cuando eran niños.

—¡Tengo uno! —gritó un sargento mientras apuntaba con su rifle láser hacia el enorme cuerpo herido de un marine. Su armadura grisácea estaba manchada de sangre y tenía la pierna hecha añicos. Thanatal pudo distinguir las complejas figuras ornamentales de su armadura y vio la enorme alabarda con la que había luchado tirada en el suelo junto a él; la hoja estaba manchada con la sangre de las hermanas que había degollado.

—¡Atrás! —gritó Valinov—. ¡Sus cuerpos están corrompidos!

El sargento gritó una orden y sus hombres se alejaron y evitaron pasar junto al cuerpo. Los soldados de Balur también se apartaron.

«El Enemigo es capaz de asustar a los sirvientes imperiales incluso después de muerto», pensó Thanatal con amargura. La muerte era algo demasiado bueno para ellos, pero eso sería lo que recibirían.

—¿Señor? ¿Dónde están las hermanas? —preguntó un joven oficial que estaba justo detrás de Thanatal.

Valinov lo interrumpió.

—Las hermanas están perdidas —respondió llanamente.

—Recuerda, hijo de Balur —dijo Thanatal—. Venganza.

El oficial asintió apesadumbrado y se volvió para asegurarse de que sus hombres avanzaban tras él.

¿Perdidas? ¿Qué podría hacer desaparecer a tantas hermanas de batalla? Muchos de los soldados de Balur dispuestos al norte de la línea se habían unido a las hermanas en sus oraciones, y sabían perfectamente lo efectivas que podían llegar a ser en combate. ¿Qué podría haber acabado con ellas? ¿Dónde estaban sus cuerpos?

Ese tipo de preguntas podrían minar la moral de los hombres. Thanatal no podía permitir que se extendieran entre las tropas.

—¡El sacrificio de nuestras hermanas de batalla ha servido para debilitar a nuestro enemigo! —gritó Thanatal para que todos pudieran oír sus palabras. Sabía que el mensaje se extendería entre los nerviosos soldados con mayor rapidez que si lo hubiera dicho a través de su comunicador—. ¡Con su generosidad han abierto una brecha en su coraza, y nosotros seremos quienes le asestaremos el golpe definitivo!

—¡Ahí! —gritó Valinov desde la cabeza de la columna señalando con su espada de energía. Justo delante de ellos, a orillas del lago Rapax, se alzaba la silueta de la planta de procesamiento. Su monstruosa forma se elevaba sobre la nube de ceniza—. ¡Ahí es donde se esconden!

Thanatal respiró aliviado. Las tropas de Balur corrían el riesgo de preocuparse demasiado por la desaparición de las hermanas y perder la concentración. Ahora tenían algo con lo que mantenerse ocupados.

—¡Mirad, hijos de Balur! ¡Ahí es donde se oculta nuestro enemigo! ¡Ataquemos mientras aún está débil! ¡Venguemos la muerte de nuestros camaradas y de las hermanas! ¡A la carga!

—¡A la carga! —gritó también el viejo predicador, quien enarbolando su libro sagrado salió de la trinchera con tanta decisión que cualquier soldado que estuviera paralizado por el miedo se habría sentido avergonzado.

—¡Ya lo habéis oído! —gritó otro de los oficiales—. ¡A paso ligero y listos para abrir fuego!

De pronto pareció como si las tropas de Balur cobraran vida, una vida que ardía como una hoguera. Thanatal comenzó a correr. Ya no tenía que liderar a nadie, simplemente tenía que seguir el ejemplo del inquisidor Valinov, quien corría junto a él. El resto de los soldados avanzaban en tropel justo detrás de ellos, saltando sobre las trincheras y dejando sus huellas sobre el terreno lleno de sangre, en una carga frenética hacia la planta de procesamiento.

«Pase lo que pase —pensó Thanatal—, la victoria ya es nuestra. Cuando llegue el momento y las tropas de Balur ofrezcan sus vidas frente al altar de la guerra, me agradecerán que los haya guiado hasta la batalla final».

Un marine del Caos luchaba como diez de los más fieles guardias imperiales, y Thanatal lo sabía, pero con un espíritu valeroso y una alma libre de miedo las tropas de Balur podrían sobreponerse a la adversidad. Conseguirían ganar tiempo hasta que llegara el resto de los defensores, puede que incluso consiguieran acabar con el Enemigo en la misma orilla del lago Rapax. Fuera como fuere, la voluntad del Emperador se cumpliría.

Valinov avanzaba a toda velocidad espada en mano, y Thanatal corría junto a él. Las tropas de Balur entonaban gritos de guerra mientras la carga avanzaba, y cuando los primeros disparos de bólter pesado procedentes de los herejes hicieron blanco, ya no había nada que pudiera detenerlos.