DIECISIETE
LAGO RAPAX
La canonesa Ludmilla se apresuraba a través de una trinchera estrecha y serpenteante mientras pasaba entre las escuadras de hermanas de batalla para ofrecerles sus bendiciones. A lo largo de toda la línea defensiva se había asentado un silencio sepulcral, y Ludmilla había visto batallas suficientes como para asociar ese mutismo con la terrible explosión de violencia que siempre venía a continuación.
Giró una esquina y vio la trinchera frontal que se extendía frente a ella, protegida por alambre de espino. Ludmilla había dispuesto casi un centenar de hermanas en aquella trinchera. Ellas serían la roca contra la que rompería la primera oleada del ataque. Las hermanas constituían una tropa excelente para repeler cualquier ataque; sus servoarmaduras y sus bólters podían mantenerlas con vida el tiempo suficiente como para que las Serafines iniciaran su contraataque.
El murmullo de las oraciones que se recitaban entre susurros rompía el silencio como un débil ruido de fondo. Cada una de las hermanas había memorizado páginas y páginas de letanías, y muchas de ellas tenían esas mismas palabras sagradas bordadas en las mangas o en los tabardos que cubrían sus armaduras. Su fe era su escudo, su arma y su modo de vida.
Las hermanas se refugiaban tras el muro frontal de la trinchera. Los puntos en los que las diferentes trincheras se cruzaban estaban protegidos por hermanas equipadas con armamento pesado: bólters pesados o cañones de fusión que convertirían cualquier espacio por el que el enemigo penetrase en una carnicería. Había varios tanques listos para abrir fuego, y uno de los Exorcista había sido emplazado en un punto estratégico desde el que podría lanzar toda su carga de misiles hacia el interior de la trinchera en caso de que ésta cayera en manos del enemigo.
Las hermanas superioras, que guiaban las oraciones finales de sus unidades, saludaron con discreción a la canonesa mientras avanzaba por la trinchera para ocupar su puesto en primera línea. Ludmilla activó el comunicados y seleccionó un canal que le permitiría estar en contacto con la dotación de más de doscientas hermanas que estaban a punto de entrar en combate.
—El Emperador es nuestro padre y nuestro protector —comenzó Ludmilla citando los Fundamentos Eclesiásticos de santa Mina, bajo cuyos auspicios se había fundado la Orden de la Rosa Ensangrentada milenios atrás—. Pero nosotras también debemos proteger al Emperador, pues Él es la humanidad, y la humanidad no es otra cosa que su propia fe y diligencia en nombre del Emperador. Cualquier agravio contra esa fe es un agravio contra el propio Emperador y contra todos los ciudadanos del Imperio. Nuestro cometido reside en la afirmación de esa fe, pero en ocasiones la simple afirmación no es suficiente, y por ello debemos actuar contra todos aquellos que pretenden debilitar la fe de la humanidad a través de la herejía. Estamos sumidas en una guerra infinita por el alma del Imperio, y aunque parezca que esa guerra nunca vaya a llegar a su fin, la victoria está presente incluso en la derrota que siempre nos acecha. No hay mayor afirmación de la fe que entregar nuestras propias vidas para preservar el alma de la humanidad. Este sacrificio supone una victoria que supera cualquier daño que los herejes puedan infligir, lo que convierte cada batalla en un glorioso triunfo del que ni herejes ni apóstatas podrán privarnos jamás.
Ludmilla dejó que sus palabras flotaran en el aire, aquéllas habían sido las últimas palabras que santa Mina pronunció en su lecho de muerte. Todas y cada una de las hermanas ya las habían escuchado con anterioridad, pero ahora, en la calma que precedía a la tormenta, esas palabras cobraron un significado mucho más claro de lo que nunca antes habían transmitido.
Acto seguido, con un tono triste y apagado, Ludmilla comenzó a cantar.
—A spiritus dominatus, domine, libra nos…
Al reconocer la primera estrofa, entonada en gótico clásico, todas las hermanas superioras se unieron a la canonesa en el canto del Fede Imperialis.
—Líbranos, Emperador, del trueno y de la tormenta…
El Fede Imperialis encontró eco a lo largo de toda la línea defensiva, pues todas las hermanas de batalla se sumaron a los cánticos.
Las hermanas de las escuadras de Serafines que había tras la línea defensiva y las unidades de Hermanas Vengadoras situadas alrededor de la planta también comenzaron a cantar. Los tripulantes de los tanques y las Hermanas Hospitalarias, que habían desplegado puestos de atención primaria en la retaguardia, también se unieron. Sus voces se oían a través de los comunicadores. Incluso las Hermanas Famulatas, que estaban en las oficinas del cardenal Recoba, comenzaron a cantar, llenando su corazón de valor para que su fe estuviera a la altura de su cometido.
—Líbranos, Emperador, del azote del Kraken…
Incluso los guardias imperiales que conocían el Fede Imperialis, el cántico de guerra de la Eclesiarquía, alzaron sus voces. Los cánticos se extendieron por todo el flanco norte de la línea, miles de voces se unieron formando un coro que llenó aquel aire contaminado de fe y de esperanza.
Aún podían oírse los cánticos cuando los restos del Rubicón se estrellaron sobre las líneas de las tropas de Balur.
* * *
La Thunderhawk volaba a baja altura sobre las llanuras de Volcanis Ultor para no ser detectada por los sensores de la artillería antiaérea. Alaric podía ver las planicies que se abrían bajo un cielo opaco, la tierra era pálida y estaba desprovista de toda vida, mostraba un aspecto blanquecino por culpa de los agentes químicos. Estaba reseca y agrietada después de siglos de haber sido maltratada. Era una tierra baldía y yerma, un paisaje salpicado por dunas de ceniza y ríos de productos químicos en el que el hombre no sería capaz de sobrevivir durante mucho tiempo.
Alaric comprobó las runas que mostraba el lector de su antebrazo. Las que correspondían a las cápsulas de desembarco estaban activadas, tanto la de Santoro como la de Genhain habían conseguido tomar tierra. Habían aterrizado lo suficientemente cerca el uno del otro como para que el punto intermedio sirviera como zona de encuentro. La Thunderhawk no podía acercarse demasiado a las defensas y los Caballeros Grises no contaban con ningún vehículo blindado, tendrían que llegar al lago Rapax a pie. Por lo poco que Alaric había podido ver de las líneas defensivas desde el puente del Rubicón parecía que sus extremos estaban muy bien protegidos. No sería tarea fácil. Ghargatuloth lo había previsto todo.
Todo lo que Alaric sabía sobre el lugar en el que san Evisser estaba enterrado era que se encontraba a orillas del lago Rapax. Eso era todo lo que Serevic le había dicho. Todo lo demás tendría que averiguarlo por las malas.
—¿Cuánto falta? —preguntó Alaric alzando la voz por encima del ruido de los motores.
—Treinta segundos —gritó el piloto del Malleus como respuesta.
Alaric trató de imaginar lo que aquel hombre estaría pensando, sabiendo que todos sus compañeros acababan de morir en medio de una bola de fuego de la que la Thunderhawk había escapado por muy poco. ¿Quién sabría lo que aquel hombre estaba pensando? Ni siquiera tenía un nombre, había sido privado de todo lo que lo convertía en humano para poder servir mejor al Ordo Malleus.
La rampa de la Thunderhawk descendió y Alaric vio pasar el suelo a toda velocidad, los escapes de los motores de la cañonera levantaban enormes remolinos de ceniza. Tendrían que moverse muy rápido, habría suficiente artillería, puede que incluso Ordinatus, como para machacar a todos los Caballeros Grises antes de que pudieran reagruparse. Tendrían que actuar con mucha rapidez, pues cada segundo que estuvieran alejados del lago Rapax estarían tremendamente expuestos.
El Rubicón había intentado establecer contacto con Volcanis Ultor para informar de que los Caballeros Grises llegaban en misión imperial, pero todas las comunicaciones fueron cortadas inmediatamente. Los defensores estaban convencidos de que los Caballeros Grises eran la punta de lanza de un ataque del Caos, y habían sellado todas sus redes de comunicaciones en caso de que su enemigo imaginario intentara corromper sus mentes. El único modo de atravesar aquellas defensas sería luchando, y Alaric pronto comenzó a sentir que sus manos quedarían manchadas de sangre imperial.
—¡Estamos muy cerca. Preparados para el despliegue! —gritó Alaric.
El olor a productos químicos de Volcanis Ultor había inundado la Thunderhawk. La escuadra de Alaric y la escuadra de Tancred soltaron los anclajes de sus asientos gravitacionales. La cañonera realizó un giro y redujo la velocidad, los Caballeros Grises que llevaba en su interior se agarraron con fuerza mientras veían el suelo acercarse.
Alaric fue el primero en salir, seguido por su propia escuadra. La escuadra de Tancred salió inmediatamente después, las enormes armaduras que llevaban dejaron grandes marcas sobre el suelo polvoriento. El juez Tancred empuñaba la espada de Mandulis, su hoja pulida brillaba poderosamente en contraste con el polvo y con la luz sombría.
—¡Salga de aquí ahora mismo! —ordenó Alaric al piloto del Malleus, probablemente el único superviviente de la tripulación del Rubicón—. Diríjase hacia el oeste.
El piloto no respondió. La Thunderhawk hizo un giro y acto seguido sus motores se pusieron a máxima potencia. La cañonera se alejó a toda velocidad levantando a su paso unos enormes remolinos de ceniza.
Alaric volvió a mirar las runas de su lector; parpadeaban muy de prisa: las cápsulas de desembarco estaban muy cerca.
—Genhain, Santoro, estamos en tierra —dijo a través del comunicador.
—Genhain, en tierra —confirmó la voz de uno de los jueces—. Listos para avanzar.
—Santoro, en tierra —repitió el otro.
—Nos dirigimos hacia vuestro cuadrante, permaneced en posición defensiva y preparaos para…
Alaric dejó de hablar en cuanto vio una luz rojiza que de pronto apareció entre el polvo. Algo había atravesado las nubes plomizas de Volcanis Ultor y parecía descender increíblemente despacio. Su parte inferior estaba al rojo blanco y dejaba tras de sí unas enormes lenguas de fuego. Alaric pudo oír el rugido que producía al caer, un estruendo como el de un huracán, y de pronto supo de qué se trataba. Aquella silueta que descendía envuelta en llamas era uno de los motores del Rubicón.
—¡Todo el mundo a cubierto! —gritó a través del comunicador mientras él mismo se lanzaba al suelo agrietado.
Se produjo un destello blanquecino que se extendió como una ola, seguido de un enorme estruendo y de una onda expansiva que recorrió la tierra como si una enorme bomba hubiera sido detonada. El sonido fue aterrador, como un ejército de demonios aullando. De pronto, el fuego del cielo desapareció y una capa de ceniza y roca pulverizada se cernió sobre la llanura como un enorme manto negro, sumiendo a Volcanis Ultor en una oscuridad casi total. Aquella tormenta seca y abrasadora cayó sobre los Caballeros Grises de Alaric mientras intentaban ponerse a cubierto. Las comunicaciones resultaban imposibles debido a las interferencias, la débil luz del sol se apagó por completo y el suelo se cubrió de remolinos de ceniza y polvo.
Alaric gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Caballeros Grises, conmigo! ¡Seguid avanzando! ¡Manteneos unidos!
Los Caballeros Grises no podían quedarse allí, estaban demasiado desprotegidos. En el combate cuerpo a cuerpo eran los mejores de la galaxia, pero en campo abierto no eran más que un puñado de objetivos.
Tancred consiguió perforar la oscuridad. La espada de Mandulis brillaba con tal fuerza que parecía estar en llamas. Sus hermanos de batalla lo seguían.
—¡Estamos a tu lado, hermano capitán! —respondió con fuerza.
Alaric consiguió reunir a todos sus hombres y se adentró aún más en la oscuridad, dirigiéndose hacia las escuadras de Tancred y de Santoro, y también hacia el lago Rapax.
* * *
El impacto de un crucero de asalto intacto y moviéndose a máxima velocidad habría sido similar al producido por un meteorito al estrellarse contra la superficie de Volcanis Ultor. Habría aniquilado ecosistemas enteros y provocado un invierno que se habría prolongado durante décadas. El fragmento del Rubicón que se precipitó sobre la superficie tan sólo representaba un pequeño porcentaje de su peso total, y había disminuido considerablemente su velocidad para poder lanzar su carga, de modo que no llegó a destruir por completo la colmena Superior ni las planicies que la rodeaban.
Para los defensores de la ciudad, sin embargo, ése fue un pobre consuelo. El motor cayó directamente sobre el extremo sur de la línea defensiva, protegido por la infantería pesada de Balur. La fuerza del impacto fue similar a la de un proyectil disparado por una de las enormes piezas de artillería Ordinatus construidas por el Adeptus Mechanicus. Una andanada directa desde una nave de combate en posición orbital no habría causado muchos más daños.
El tremendo calor y la onda expansiva provocada por la colisión hizo desaparecer gran parte del regimiento de Balur. Cientos de hombres perecieron asfixiados en medio de la nube de polvo y ceniza que cubrió por completo las trincheras. Hasta tres kilómetros de éstas quedaron destruidos, desde la línea frontal hasta las zonas de retaguardia. El puesto de control quedó completamente destrozado, acabando con el coronel Gortz y con casi todos sus subalternos. Las Hermanas Hospitalarias perecieron en sus puestos de atención primaria. Muchos puestos de suministros también fueron destruidos, estallando en enormes bolas de fuego y metralla.
El Ordinatus dispuesto tras las tropas de Balur también fue inutilizado, su enorme cañón y sus sistemas de carga quedaron hechos añicos por los fragmentos desprendidos de la sección del motor cuando ésta explotó.
Los motores del Rubicón no llegaron a explotar, pues el plasma que contenían ya se había dispersado por todo el espacio cuando el Absolución Beta destruyó el crucero. En su lugar se extendió una espesa oscuridad provocada por el polvo y las cenizas, una nube oscura cuya altura casi superaba a la de las torres más altas de la colmena Superior y que se extendió a lo largo de toda la planicie. Cubrió por completo la extensa tierra de nadie que se abría ante las líneas frontales, hacia el sur, dejó en la penumbra más absoluta las secciones de las tropas de Balur, y por el norte extendió una oscuridad casi total hasta orillas del lago Rapax. También se cernió sobre las construcciones exteriores de la colmena Superior. Muchos de los defensores perecieron bajo el polvo, otros murieron asfixiados y otros más consiguieron salir de entre las cenizas para intentar reagruparse.
Todo el extremo norte de la línea defensiva quedó enterrado bajo una gruesa capa de una oscuridad impenetrable. Un poco más al sur la conmoción era indescriptible, las comunicaciones estaban cortadas, muchos búnkers se habían derrumbado a causa de la onda expansiva, que también destrozó los tímpanos de gran parte de los defensores. La confusión se apoderó de todo y sólo las tropas mejor equipadas y más disciplinadas mantuvieron la capacidad para enfrentarse al enemigo de manera efectiva.
Y esas tropas eran las hermanas de batalla del Adepta Sororitas.
* * *
Alaric pudo distinguir al juez Santoro en medio de la oscuridad, empuñando su bólter de asalto y listo para abrir fuego. Los otros cuatro marines espaciales de su escuadra habían formado en torno a la cápsula de desembarco y aguardaban agachados bajo los pétalos metálicos que formaban sus compuertas.
Alaric le dio una palmada en la espalda a Santoro.
—Me alegro de verte en tierra.
Santoro asintió apesadumbrado.
—La noche ha caído demasiado pronto, parece que estamos en el sitio correcto.
Genhain también apareció en medio de la oscuridad. Si no hubiera sido por sus órganos de visión mejorados, Alaric no habría sido capaz de distinguirlo.
—Lachis está herido —dijo.
Las comunicaciones seguían cortadas, de modo que sólo podían entenderse de viva voz.
—¿Es grave?
—Se ha destrozado la pierna durante el aterrizaje, es probable que la pierda.
Alaric vio que los hermanos Grenn y Ondurin ayudaban a Lachis. Tenía la parte inferior de la pierna completamente destrozada, el hueso le sobresalía entre las placas de la armadura. Cualquiera que no fuera un marine espacial habría perdido el conocimiento.
—Hermano, ¿puedes luchar? —preguntó Alaric.
—Eso siempre —contestó Lachis. Era un Caballero Gris relativamente joven, sólo hacía un par de años que había dejado de ser un novicio para pasar a integrar la escuadra de Genhain—. Pero no puedo correr.
—Tus hermanos te ayudarán hasta que alcancemos las líneas defensivas, a partir de allí tendrás que moverte por ti mismo. Necesitaremos tu fuego de cobertura.
—Entendido, hermano capitán.
—Después tendremos que dejarte atrás. No sobrevivirás.
—Entendido.
Alaric intentaba ver a través de la tormenta de polvo. No podía distinguir la planta de procesamiento que señalaba el final de la línea defensiva y la orilla del lago Rapax, pero sabía que estaba allí. Aquél era justo el centro de la telaraña tejida por Ghargatuloth, y el Príncipe de las Mil Caras los estaba llamando.
—Las comunicaciones han sido cortadas y no podremos recuperarlas, tendremos que mantenernos unidos para comunicarnos de manera natural. Estas defensas están protegidas por ciudadanos imperiales, pero mientras Ghargatuloth siga con vida, ellos son el enemigo. Cuando acabemos con el Príncipe de las Mil Caras nos cobraremos la venganza por sus muertes.
Dicho esto, Alaric se adentró en la oscuridad seguido por sus Caballeros Grises; todos ellos se preguntaban cuántos ciudadanos morirían antes de que el combate hubiera terminado, pero también estaban seguros de que todas aquellas muertes se volverían contra Ghargatuloth.
* * *
La canonesa Ludmilla se agachó en el interior de la primera trinchera y sintió cómo los filtros implantados en su garganta retenían el polvo y las cenizas que de otra manera le habrían colapsado los pulmones. Varias de sus hermanas se habían colocado los cascos con la efigie de santa Sabbat para proteger sus ojos de la tormenta. Ludmilla nunca solía utilizar el suyo, prefería ver al enemigo con sus propios ojos, por mucho odio que éste despertara en ella.
La hermana Lachryma, líder de las Serafines de Ludmilla, se apresuró hacia ella a través de la trinchera.
—Ha caído sobre las tropas de Balur —gritó Lachryma—. La confusión se ha apoderado de ellas, todo el personal de Gortz ha desaparecido, sólo quedamos nosotras.
—¿Has podido ver qué ha sido?
Lachryma había llegado donde estaba Ludmilla y ahora aguardaba de pie junto a ella. El veterano rostro de la Serafín estaba manchado de mugre, y el rojo bruñido de su armadura había perdido el lustre a causa del polvo.
—Algo ha caído del cielo. Algunas hermanas piensan que el Ordinatus nos ha traicionado. Parecía un meteorito o alguna arma brutal del Enemigo.
—Por la gracia del Emperador que el Enemigo también debe de haber perecido bajo semejante poder destructivo.
—Sus planes nunca suelen ser tan sencillos —replicó Lachryma, apesadumbrada.
—Pocas veces he oído una verdad tan certera —asintió Ludmilla al tiempo que desenfundaba su pistola inferno.
En algún punto de la trinchera se oyó un bólter que abría fuego. Pronto comenzaron a oírse disparos en medio de los tenues bramidos de la tormenta.
—¡Enemigo a la vista! —gritó una voz a lo lejos.
—¿A qué distancia? —preguntó Ludmilla a sus hermanas.
—¡Están muy cerca! ¡La visibilidad es casi nula, pero se trata de marines espaciales!
Marines del Caos, y teniendo en cuenta la baja visibilidad, las hermanas tendrían que luchar contra ellos cara a cara, pues no podían contar con la ayuda del fuego de cobertura de las escuadras de Hermanas Vengadoras apostadas en la planta.
—Lachryma, haz que tus hermanas se adelanten, no podemos retroceder ni un metro, el combate tendrá que librarse aquí mismo.
—Entendido, canonesa.
Las hermanas superioras estaban terminando sus ritos de batalla. Ludmilla podía sentir la tensión; no la percibía gracias a sus sentidos, sino a sus muchos años de experiencia en combate. Era la misma tensión que precedía a toda batalla, y ésa misma tensión ahora estaba a punto de estallar en un baño de sangre que se consumaría en medio de la oscuridad que se había cernido sobre Volcanis Ultor.
Los bólters de los marines espaciales comenzaron a abrir fuego, y los bólters pesados de las hermanas respondieron, apuntando hacia blancos casi imposibles de distinguir. Los marines espaciales contaban con auto-sentidos plenamente desarrollados que les daban una importante ventaja. Por el contrario, las hermanas no podían distinguir ningún blanco a larga distancia.
—¡Hermanas! —gritó Ludmilla—. ¡Por el Trono y por el fin de los tiempos! ¡Cargad!
* * *
Alaric vio a los primeros defensores que salían de sus trincheras justo enfrente de él, pasando por encima del alambre de espino mientras los destellos rojizos de las balas trazadoras silueteaban sus figuras. Distinguió las armaduras rojas con las mangas negras, y sobre ellos le pareció ver un estandarte con el símbolo de la Rosa Ensangrentada.
Hermanas. Ghargatuloth había conseguido que tuvieran que enfrentarse a las hermanas de batalla. La maldad intrínseca del plan del Príncipe Demonio era cada vez más profunda, las hermanas eran soldados de la Iglesia Imperial, combatientes decididas, fieles y nobles que habían luchado junto a la Inquisición en innumerables ocasiones.
No había espacio para la duda, no debían tener piedad. En aquel momento eran el enemigo.
En cuanto sintió los primeros impactos de bólter sobre su armadura, Alaric comenzó a correr cargando contra la línea frontal. Podía sentir cómo su armadura sufría terriblemente bajo el fuego que llovía desde todas partes. Alaric se adentró de lleno en la refriega empuñando su alabarda némesis, mientras aplastaba a una de las hermanas y cercenaba el brazo de otra. Vio ojos llenos de odio que lo miraban en la oscuridad, y oyó las letanías imperiales que se alzaban sobre el fragor del combate y sobre el ruido de los bólters al abrir fuego. Dvorn estaba junto a Alaric, quien de pronto vio un destello, un relámpago que brilló en la oscuridad, cuando el marine espacial clavó su martillo en el cuerpo de una hermana.
Tancred intentaba abrirse paso entre las hermanas que cargaban contra él, apartándolas a un lado y a otro. El incinerador del hermano Karlin lanzó una lengua de fuego para abrirse paso. Acto seguido, otro incinerador, el de una de las hermanas, respondió al ataque. El fuego que escupió iluminó a la escuadra de Tancred, que parecía que había entablado combate contra las hermanas en la mismísima superficie del infierno.
Los marines espaciales de Alaric cargaron junto a él. El hermano Clostus luchaba con su alabarda contra la espada de energía de una de las hermanas superioras, que entonaba los catecismos del Odio de los Justos al tiempo que combatía.
Finalmente, la hermana consiguió hundir su espada en el pecho de Clostus, empleando la mano que tenía libre para golpearle el rostro con fuerza y lanzando su cuerpo de espaldas al suelo entre un remolino de cenizas.
Alaric no podía detenerse. Tenía que seguir adelante.
Los disparos llovían desde todas partes. Las ráfagas disparadas por los cañones psíquicos pesados de la escuadra de Genhain, que avanzaba justo por detrás de Alaric, silbaban en el aire. En algún punto más atrás, aquella escuadra había dejado parapetado al hermano Lachis, quien, agachado sobre su pierna destrozada, intentaba desplegar fuego de cobertura con su bólter de asalto.
La escuadra de Santoro, que avanzaba delante de los hombres de Tancred, fue la primera en alcanzar las trincheras, y cargó directamente sobre la intersección de dos de ellas, un emplazamiento que habría sido cubierto por las armas pesadas de las hermanas si las artilleras hubieran visto venir a los Caballeros Grises. Alaric vio los destellos del fuego de bólter como petardos que estallaban en la oscuridad: se estaba produciendo un tiroteo a corta distancia. Él mismo, que aún estaba en campo abierto y completamente expuesto, intentaba seguir el camino literalmente iluminado por la escuadra de Tancred. Alaric comenzó a correr en dirección a los destellos y entonces vio al propio Tancred, zambulléndose de lleno en medio de un mar de promethium lanzado por los incineradores de varias hermanas desde el interior de la trinchera.
La runa de Clostus había desaparecido del visor retiniano de Alaric, lo que significaba que, o bien había muerto o estaba demasiado lejos y había demasiadas interferencias como para que la señal con sus signos vitales llegara hasta el lector del hermano capitán. Cualquiera de las dos opciones significaba que lo habían perdido.
Alaric distinguió a un miembro de la escuadra de Santoro, probablemente el hermano Jaeknos, arrodillado y con la armadura perforada por una decena de impactos de bólter. Él también seguía disparando el suyo, pero su alabarda némesis estaba caída en el suelo. Alaric se dio cuenta de que la mano que normalmente empleaba para empuñarla había quedado reducida a un montón humeante de sangre y carne. Acto seguido, las hermanas se abalanzaron sobre él disparando sus bólters y su cuerpo quedó tirado en el suelo, cubierto de cenizas.
—¡Adelante, Caballeros! —gritó Alaric—. ¡Adelante!
Un proyectil impactó de lleno en la hombrera de su armadura y el dolor comenzó a apoderarse de él. Tancred, cuya silueta podía distinguirse gracias al fuego de los bólters, se abrió paso entre el alambre de espino y se adentró en una de las trincheras al tiempo que entonaba oraciones de guerra. Alaric se olvidó del dolor y decidió seguir sus pasos. Una hermana cargó contra él desde el otro lado del alambre y esquivó su primer golpe, agarró una de las hombreras de su armadura y le golpeó el rostro con la culata de su bólter.
Alaric la levantó agarrándola por la gorguera de la servoarmadura y la dejó caer sobre el fuego que llameaba a sus pies. La hermana comenzó a arder y Alaric le cortó la cabeza con su alabarda mientras ella aún intentaba dispararle.
Un hombre más débil se habría hundido. Pero no un Caballero Gris. Porque si Alaric mostraba clemencia a la hora de matar hermanas de batalla, Ghargatuloth volvería a vencer.
Tras acabar con la hermana, Alaric atravesó el alambre de espino y se adentró en la trinchera. El suelo de ésta estaba repleto de cuerpos abrasados por los impactos de bólter o degollados por las armas némesis. Tancred seguía luchando allí abajo: la espada de Mandulis refulgía como un relámpago en medio del polvo. Las salpicaduras de sangre se veían volar iluminadas por los destellos de los disparos, en el mismo momento en que el hermano Locath hendía su alabarda en el pecho de una hermana superiora.
Tomar aquella trinchera era su única esperanza, pues les proporcionaría cobertura del fuego de las hermanas que disparaban desde las líneas traseras. De esa manera los Caballeros Grises podrían aprovechar la mayor resistencia de sus armaduras y su superioridad en el combate cuerpo a cuerpo.
—¡Hacia el norte! —gritó Alaric—. ¡Hacia el norte, ahora!
De pronto, una lluvia de fuego de bólter pesado comenzó a caer sobre ellos. Santoro ordenó a sus marines que se pusieran a cubierto entre las trincheras y las irregularidades del terreno, mientras Tancred avanzaba protegido por el blindaje de su armadura de exterminador. A pesar de sus sentidos mejorados, Alaric apenas podía ver lo que ocurría delante de él, pero su sentido auditivo era capaz de diferenciar los silbidos de los proyectiles de los bólters de asalto cuando cortaban el aire y el ruido sordo de los bólters pesados a ambos lados de la trinchera. Podía oír el ruido de las armaduras de ceramita al resquebrajarse y el silbido de la espada de Mandulis al cortar el aire; también podía distinguir el crepitar del promethium que ardía a lo lejos.
De pronto, un nuevo sonido se alzó sobre el tumulto de la batalla, el ruido de los motores dibujó un arco sobre sus cabezas y comenzó a descender sobre las escuadras de Alaric y de Genhain, en la zona que cerraba la vanguardia la ofensiva de los Caballeros Grises.
Alaric podía distinguir unos retrorreactores en cuanto los oía. Sabía que las Serafines tomarían tierra incluso antes de ver como sus siluetas atravesaban la bóveda de ceniza negra que había sobre sus cabezas. Pronto el fuego de sus bólters de doble cañón inundaría las angostas trincheras con un muro de metralla. Sabía que eran la élite de las hermanas y las tropas de choque más efectivas de la Eclesiarquía, y también sabía que los Caballeros Grises tendrían que matar a todas y cada una de aquellas valerosas y entusiastas protectoras del Emperador si querían sobrevivir.
La Serafín superiora se zambulló, espada de energía en mano, directamente en la oscuridad. Alaric trató de dar una estocada con su espada, pero la Serafín se abalanzó sobre él. En aquel momento sintió la cara muy cerca del rostro de su atacante y el aliento abrasador que salía entre sus dientes que chirriaban de pura ira. Alaric perdió el equilibrio y cayó de espaldas, hundiéndose en el barro a causa del empuje de los retrorreactores de la Serafín. Tuvo que utilizar la alabarda para detener la estocada de su espada de energía, pero casi al mismo tiempo la hermana inmovilizó con su rodilla el brazo al que Alaric tenía acoplado el bólter de asalto. Con el brazo que tenía libre, la Serafín golpeó a Alaric en la mandíbula; el golpe lo hizo tambalearse pero pudo aguantar mientras intentaba quitarse a la hermana de encima antes de que otra Serafín, que en aquel momento se abría paso a través de la escuadra de Genhain, pudiera llegar para ayudar a su oponente y acribillar a Alaric con su bólter.
—Líbranos, Emperador… —farfullaba la hermana mientras intentaba dar una estocada tras otra.
—… de la blasfemia de los caídos —concluyó Alaric.
Al oír que su enemigo conocía el Fede Imperialis, la Serafín se quedó paralizada durante una décima de segundo, momento que Alaric aprovechó para liberar su brazo y golpearla con tal fuerza que la lanzó contra una de las paredes de la trinchera. Sintió cómo el golpe le desencajaba la mandíbula, y probablemente el impacto contra el muro le habría partido el cuello.
Dvorn seccionó la mano de otra de las Serafines, pero el bólter que llevaba acoplado en su otro brazo disparó una ráfaga sobre la placa pectoral de su armadura, provocando una explosión de chispas que hizo que se tambaleara. El hermano Lykkos, que tenía una cierta desventaja en el cuerpo a cuerpo al tener que llevar su cañón psíquico, golpeó a una Serafín en las piernas, acto seguido ella se arrastró por el suelo para esquivar el disparo de su bólter, que dejó un cráter en el suelo de la trinchera. Las hermanas que estaban en el exterior sólo podían disparar a ciegas, y el fuego llovía desde todas partes. La escuadra de Genhain intentaba detener el avance de otra de las escuadras de serafines. Sonaban explosiones procedentes del norte mientras Tancred y Santoro se toparon de lleno con los tanques y las armas pesadas de las escuadras de Hermanas Vengadoras.
El aire apestaba a sangre, a sudor y al olor procedente del combustible de los retrorreactores. La ceniza cubría todo el campo de visión, la oscuridad era iluminada tan sólo por las llamas y los destellos de los disparos, que refulgían como relámpagos en medio de una tormenta.
La Serafín superiora estaba de rodillas y la sangre brotaba de su boca.
—¡Líbranos, Emperador! —gritó Alaric por encima del fragor del combate, apuntando directamente con su bólter hacia la hermana—. ¡De la plaga de los demonios!
De pronto se desató un alboroto detrás de Alaric, que se dio la vuelta y vio una figura que se alzaba sobre el alambre de espino y se abalanzaba sobre la formación de los Caballeros Grises. Vien intentó detenerla, pero la hermana paró con el antebrazo la estocada de su alabarda, empujándolo hacia un lado y dirigiéndose directamente hacia Alaric, quien intentó apuntar con su bólter, pero de pronto se encontró el cañón de una pistola inferno justo delante de los ojos.
—Líbranos, Emperador —dijo Alaric con tranquilidad.
En aquel momento se dio cuenta de que la armadura de aquella hermana estaba decorada con los símbolos dorados de la Eclesiarquía. El tejido que cubría las mangas estaba bordado con palabras en gótico clásico y en una de sus mejillas tenía tatuada la rosa ensangrentada, símbolo de su orden. Su cara estaba manchada y tenía varias cicatrices, vestigios de alguna reconstrucción médica.
—Caballero Gris —dijo la canonesa—. Enséñeme el libro.
Alaric bajó el bólter y abrió el pequeño compartimento de la placa pectoral de la armadura, del que extrajo una pequeña copia del Liber Daemonicum.
—Lea.
Alaric abrió el libro por una página muy usada.
—«La naturaleza de lo demoníaco es tan pérfida que puede que el hombre justo no la conozca, aun así debemos luchar… —Alaric leía apresuradamente, sintiendo la muerte que había a su alrededor, oyendo los disparos de bólter, el sonido de las hojas al chocar contra la ceramita y las explosiones a lo lejos—. Para que la maldad del Enemigo no pervierta su mente, no debe serle transmitida mediante un discurso directo sino mediante parábolas y alegorías…»
—¡Hermanas! —gritó la canonesa. Alaric supo que estaba hablando a través del comunicador. Las hermanas debían de tener un repetidor bastante potente tras las líneas defensivas, pues sus comunicaciones se mantenían intactas—. ¡Alto el fuego! ¡Ahora!
—¡Caballeros Grises, alto el fuego! —repitió Alaric.
Sonó una última explosión proveniente del interior de una de las trincheras, donde se encontraba Tancred.
—¡Tancred! ¡Alto el fuego! ¡Reagrupaos!
Alaric miró a su alrededor. Las Serafines estaban en posición de alerta y apuntando con sus bólters. Unas pocas hermanas salieron desde el interior de la trinchera apuntando a Alaric. Los Caballeros Grises se acercaban a su hermano capitán. Alaric pudo ver que Lykkos estaba sangrando a través de varios orificios abiertos en la armadura, y que la placa pectoral de Dvorn tenía varios agujeros humeantes. Parecía que a la escuadra de Genhain le había ido un poco mejor, pero todos los marines tenían un aspecto terrible, estaban completamente cubiertos de heridas y golpes. En el suelo, algunas de las hermanas yacían heridas o muertas, y el fondo de la trinchera estaba empapado de sangre.
Una de las hermanas ayudó a ponerse en pie a la Serafín superiora. Tenía el rostro pálido a causa de la conmoción pero en sus ojos aún brillaba el odio.
—¿Juez? —preguntó la canonesa.
—Hermano capitán —contestó Alaric.
—Me temo que esto ha sido un terrible error.
La canonesa bajó la vista para mirar los cuerpos de sus hermanas que yacían sin vida. Era perfectamente capaz de controlar sus emociones cuando había en juego algo tan importante, pero no era capaz de esconder su pesar.
—No ha sido ningún error —replicó Alaric—. La causa del sufrimiento de toda la senda está aquí, en Volcanis Ultor. El Enemigo ha empleado tropas imperiales para protegerse. Ese mismo Enemigo contaba con que ninguno de los defensores conociera a los Caballeros Grises, pero parece que estaba equivocado.
—Mi orden sirvió junto al inquisidor Karamazov en el río de Tiguria. Los Caballeros Grises también estaban allí, aunque no llegamos a luchar a su lado. Han tenido suerte de que los haya reconocido. —La canonesa bajó su pistola inferno—. Canonesa Ludmilla, Orden de la Rosa Ensangrentada.
—Hermano capitán Alaric. ¿Se encargan sus hermanas de la defensa del lago Rapax?
—Parece que hay poco que defender. Estamos en el extremo de la línea defensiva, lo único que hay aquí es una planta de procesamiento.
—¿Hay algo más en este lago?
—No, sólo la planta.
—¿Ha estado usted en su interior?
Ludmilla negó con la cabeza.
—Valinov nos advirtió que los productos químicos del interior eran extremadamente inflamables.
—¿El inquisidor Valinov? —Alaric la miró desconcertado.
—Sí, ¿es él quien los ha enviado?
Alaric hizo una pausa. ¿Por dónde empezar? Al ver que la fiel canonesa esperaba una respuesta, supo que su única opción era decirle la verdad.
—Valinov es el enemigo. Fue condenado a muerte por el Ordo Malleus pero consiguió escapar en el momento de su ejecución. La confusión es su mejor arma. Les ordenó a ustedes que defendieran la planta porque es el lugar exacto en el que su maestro se alzará de nuevo.
—Valinov es un inquisidor —replicó Ludmilla con dureza. Alaric pudo comprobar que aún no se había ganado su confianza—. Cuenta con la bendición del cardenal Recoba y con el apoyo de todo Volcanis Ultor. Usted, sin embargo, ha matado a muchas de mis hermanas y casi acaba también conmigo. Sea o no un Caballero Gris, me está pidiendo que crea demasiado en tan poco tiempo.
—Nosotros no fuimos los agresores —dijo Alaric—. Sus hermanas fueron las primeras en abrir fuego.
Ludmilla dirigió su vista hacia el sur, donde el infierno desatado por el impacto aún centelleaba entre la nube de polvo.
—No creo que la infantería pesada de Balur piense lo mismo, hermano capitán.
Tancred salió de la trinchera y se colocó junto a Alaric. Todo su cuerpo echaba humo, los servos de su armadura de exterminador habían trabajado al cien por cien y las placas de ceramita estaban ennegrecidas y apestaban a promethium.
—Canonesa —dijo—. Sus hermanas luchan con valor. Ojalá hubiera encontrado algún otro modo.
Ludmilla lo miró fijamente.
—¿Dónde está Valinov? —preguntó Alaric.
—Se ha instalado en las oficinas del cardenal Recoba —contestó Ludmilla—. Pero se disponía a inspeccionar nuestras tropas cuando tuvo lugar la explosión.
—Entonces está aquí. —Alaric miró a las hermanas muertas, valerosas guerreras y sirvientes del Imperio que jamás podrían ser reemplazadas. Las Hermanas Hospitalarias se aproximaban desde las líneas de retaguardia para atender a las heridas y ocuparse de los cadáveres—. Estoy cansado de llegar tarde, canonesa. La necesitaré a usted y a sus hermanas. Valinov está tramando algo terrible en el lago Rapax y ha provocado este enfrentamiento para encubrirlo. Supuso que lucharíamos unos contra otros hasta estancarnos en un punto muerto. Tengo la intención de demostrarle que se equivoca, tanto con su ayuda como sin ella, hermana, pero me temo que no podremos tener éxito si actuamos solos.
—No seremos de mucha ayuda si no sabemos contra qué estamos luchando, hermano capitán.
Alaric inspiró profundamente. ¿Cómo podría explicar todo aquello? Se trataba de un mal compuesto de conocimiento puro, un mal que usaba como armas la locura y la corrupción, un mal incomprensible contra el que no se podía luchar y que resultaba imposible de erradicar. Un mal que, una vez que se hubiera alzado, se enraizaría en el tejido que componía el Imperio, y se necesitarían otros mil años para poder erradicarlo de nuevo.
—Hermana —comenzó Alaric—. No tenemos tiempo, de modo que no espero que llegue a entenderlo en toda su magnitud, pero su nombre es Ghargatuloth…