DIECISÉIS

DIECISÉIS

LLAMA DIVINA

—¡Se acerca algo! —gritó una voz desde el centro de control mientras en la pantalla aparecían unas marcas de color rojo que no cesaban de parpadear.

—¿De qué se trata? —preguntó Alaric.

El encargado de comunicaciones levantó la vista.

—Hemos enviado un mensaje de reconocimiento a Volcanis Ultor, pero no hemos tenido respuesta.

Alaric apretó con fuerza los reposabrazos de su asiento. Aquello no tenía sentido. Llevaban menos de una hora en el sistema Volcanis y sin previo aviso una nave de combate había salido a la caza del Rubicón, enviando escuadras enteras de cazabombarderos armados y en actitud beligerante.

—Archivum, necesito saber la clase y la designación de esa nave y de todas las demás que estén destinadas en este sistema. Alguien les ha dicho que veníamos y que no somos amigos.

Todos los jueces estaban a la escucha a través de sus comunicadores.

—¿Es posible que toda la flota haya caído en manos del Enemigo? —preguntó Tancred.

—No lo sé —respondió Alaric. Ésa sin duda era una posibilidad. Si Ghargatuloth había corrompido a los tripulantes de todas las naves de aquel sistema, eso explicaría su actitud hostil. Pero la última información de la que disponían era que Volcanis Ultor se mantenía relativamente libre y que sus defensores se estaban agrupando en torno a la figura del cardenal Recoba. Si todo el sistema había sido corrompido, desde luego había ocurrido a una velocidad alarmante—. Lo más probable es que se trate de desinformación. Si piensan que Ghargatuloth nos envía no hay nada que podamos hacer para convencerlos de lo contrario.

¿Cuántos ciudadanos imperiales habrían oído hablar de los Caballeros Grises? Muy pocos. Incluso si las tripulaciones de aquellas naves habían podido ver la silueta y los distintivos del Rubicón, ¿habrían sido capaces de identificarlo?

Alaric sabía que nada complacería más a Ghargatuloth que el hecho de que el secretismo de la Inquisición se volviera en su contra. Daba igual que las naves que se dirigían hacia el Rubicón estuvieran o no controladas por el Caos, los Caballeros Grises tendrían que luchar contra ellas de todas maneras.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Alaric. El ruido y el ajetreo del puente aumentaban gradualmente, cada vez más alarmas se disparaban y los oficiales de comunicaciones enviaban mensajes a las diferentes partes de la nave.

—Menos de veinte minutos —dijo el oficial de navegación—. Entonces entraremos en contacto con la primera oleada.

—Quiero que todas nuestras defensas estén activas, señuelos, artillería… todo. Tenemos que atravesar sus líneas y llegar a las capas altas de la atmósfera, no estamos aquí para luchar contra ellos sino para desplegar nuestras fuerzas en Volcanis Ultor.

El oficial de artillería comenzó a gritar órdenes mientras los miembros del Malleus comenzaron a salir apresuradamente del puente llevando mensajes hacia las cubiertas de artillería, donde los torpedos y los señuelos quedarían armados y listos para ser disparados. Los torpedos de corto alcance llenarían el espacio de metralla suficiente como para repeler las primeras oleadas de cazas, pero al Rubicón no le quedaría suficiente armamento para enfrentarse a otro crucero.

—Que todos los jueces se dirijan a las plataformas de lanzamiento. Yo iré en la Thunderhawk. Tancred, conmigo. Genhain, Santoro, tendréis que utilizar las cápsulas de desembarco. Os quiero preparados antes de que los cazas nos alcancen.

Los jueces se apresuraron a acatar las órdenes, todos ellos ya llevaban puestas sus armaduras de exterminador. Los Caballeros Grises sólo necesitarían unos pocos minutos para llegar hasta la cubierta de lanzamiento, y Alaric pronto estaría junto a ellos. Entonces habló a través del sistema de megafonía del puente para que toda la tripulación pudiera escuchar sus palabras.

—Personal del Rubicón, sus órdenes están muy claras. Su objetivo es alcanzar las capas superiores de la atmósfera de Volcanis Ultor para permitir el despliegue. Cualquier otro objetivo es secundario. Esto incluye la supervivencia de la nave y de ustedes mismos. Sacrifiquen el Rubicón si es necesario, y puede que también tengan que sacrificar sus propias vidas. Sé que el Ordo Malleus los ha preparado para esto, pero no podrán saber si están verdaderamente preparados para enfrentarse a la muerte hasta que la vean cara a cara. El Emperador confía en que ustedes cumplan su cometido, y yo también confío en ello. Oficiales de control, el puente queda a su disposición, hagan lo que sea necesario para acercarnos al planeta lo máximo posible. No hace falta que les diga lo que está en juego. El hecho de que tenga que pedirles esto lo demuestra. ¡Que el Emperador los acompañe!

Hubo un breve silencio, una reacción muy emotiva teniendo en cuenta la naturaleza psicoadoctrinada de la tripulación. Acto seguido el ajetreo volvió a apoderarse del puente mientras las marcas visibles en los monitores de observación estaban cada vez más cerca del Rubicón.

Alaric descendió de su puesto de mando. El oficial de navegación le hizo un saludo disimulado mientras ocupaba su puesto. Alaric pudo ver cómo un mensajero se dirigía a la sala de máquinas para asegurarse de que los motores estaban preparados para una acción evasiva. El oficial de artillería comenzó a recontar las cargas que se lanzarían cuando llegara la primera oleada del ataque. Los oficiales de navegación estaban marcando las posiciones del resto de naves del sistema. Tres cruceros de escolta y uno de asalto orbitaban en los alrededores de Volcanis Ultor, esperando abalanzarse sobre cualquier cosa que consiguiera eludir el ataque del transporte de cazas.

El encargado del archivo, junto con su pequeño equipo de eruditos rodeados de bancos de memoria, habían identificado el navío que se aproximaba como el Despiadado, un veterano de Puerto Maw durante la guerra Gótica. Se trataba de una buena noticia, ya que significaba que la nave estaba bastante anticuada, y las naves viejas solían ser muy lentas. El Rubicón podría dejarla atrás sin demasiados problemas. La verdadera batalla tendría lugar en la frontera entre la atmósfera de Volcanis Ultor y el espacio exterior.

En muy pocas ocasiones Alaric se había parado a pensar en la tripulación del Rubicón, compuesta por hombres y mujeres altamente eficientes pero casi invisibles. Algunos de ellos habían sido literalmente educados para pasar desapercibidos, resultado de programas de instrucción que generaban individuos altamente adoctrinados. Pero Alaric, en aquel momento, se sintió orgulloso de ellos. Eran eficientes e inquebrantables. Nunca podrían liderar una nave en combate, pero no lo necesitaban, sólo tenían que desempeñar su tarea mecánicamente, tarea que consistía en hacer avanzar al Rubicón lo suficiente como para que los Caballeros Grises pudieran alcanzar la superficie de Volcanis Ultor.

Ahora ya no necesitaban a Alaric, quien se apresuró a través del puente para unirse a sus hermanos de batalla y dejar al personal del Rubicón que hiciera su trabajo.

* * *

El capitán Grakinko miró la pantalla holográfica que había en el puente del Despiadado, en la que se podía ver como los cazas se acercaban hacia la nave del Caos. ¡Y pensar que el Enemigo había intentado hacerse pasar por súbditos imperiales y había solicitado permiso para aterrizar en Volcanis Ultor! El inquisidor Valinov había previsto todos y cada uno de sus movimientos. Y si pensaban que acabar con una vieja nave como el Despiadado sería tarea fácil, estaban muy equivocados.

—¡Jefe de escuadrón! Quiero a los lanzatorpedos en vanguardia, que los Starhawk y las naves de asalto se replieguen. Primero debilitaremos sus defensas.

—Recibido, capitán. —Fue la respuesta entusiasta del jefe de escuadrón.

El escuadrón de cazas del Despiadado estaba liderado por una docena de oficiales subalternos, la mayoría de los cuales habían sido destinados a la propia nave durante todo su extenso historial de servicio. La ferviente actividad en el puente alcanzó su punto álgido mientras el Despiadado entraba en situación de combate. El personal médico estaba instalando puestos de atención primaria en torno a la sala de máquinas y a las cubiertas de lanzamiento, donde las bajas siempre eran muy numerosas. Los responsables de las capillas también estaban diseminados por toda la nave entonando plegarias. Los equipos de mantenimiento aguardaban nerviosos en las cubiertas, listos para repostar y volver a cargar de bombas a los cazas en cuanto regresara la primera oleada.

—Hermoso, ¿verdad? —dijo Grakinko, orgulloso—. Verdaderamente hermoso.

Ubicó su enorme silueta en su asiento y abrió un panel que había en el reposabrazos, del que sacó una botella del mejor vino espumoso de Chiros. Extrajo el tapón con su rollizo dedo y levantó la botella a modo de brindis.

—¡Por la guerra! —gritó.

Varios miembros del personal del puente devolvieron el brindis efusivamente. Las comunicaciones de la escuadra de cazas aumentaron conforme realizaban la aproximación final.

En cuanto dio la orden de abrir fuego, el capitán Grakinko bebió un buen trago que señalaría el comienzo de la batalla.

«Un vino excelente», pensó.

* * *

La primera oleada de torpedos fue contrarrestada por una descarga lanzada desde el Rubicón. La artillería de corto alcance disparada desde el crucero de los marines espaciales explotó cubriendo el espacio de residuos y metralla. Pronto empezaron a verse las llamas provocadas por las implosiones producidas en el vacío espacial, como pequeñas tormentas de fragmentos metálicos que formaron una cortina brillante a modo de telón protector.

Las primeras líneas de cazas, probablemente unos treinta de ellos, lanzaron sus torpedos y realizaron una maniobra evasiva para evitar el fuego de supresión lanzado desde las torretas del Rubicón. La cortina de metralla hizo explotar la mayor parte de los torpedos. Los pequeños destellos causados por las explosiones de los proyectiles quedaban silenciados en medio del vacío espacial. Cada una de las explosiones formaba una serie de ondas concéntricas en la cortina, como piedras que se lanzan a un lago. Inevitablemente algunos torpedos consiguieron atravesar el telón defensivo, produciendo destellos oscuros al estrellarse contra el escudo protector que rodeaba el casco del crucero de asalto.

Pero el verdadero daño ya estaba hecho. Mientras los equipos de mantenimiento del Rubicón intentaban reactivar los escudos, se produjo la segunda oleada del ataque. Esta vez los cazabombarderos Starhawk atravesaron el telón defensivo. Algunos de ellos explotaron cuando los pequeños fragmentos de metralla obstruyeron sus motores, pero la mayoría consiguió seguir adelante. Los pilotos del Despiadado eran veteranos que habían realizado esa misma maniobra cientos de veces. De hecho, el propio telón los protegía del fuego de supresión lanzado desde el Rubicón, y consiguieron salir en formación y lo suficientemente cerca del crucero como para desplegar toda su fuerza de ataque.

Empezaron a realizar maniobras ofensivas empleando los turboláser que llevaban montados en el morro para intentar perforar el casco del Rubicón.

Sobre las cubiertas y pasillos del crucero de asalto, los hombres y mujeres de la tripulación del Rubicón comenzaron a sucumbir.

* * *

Alaric oyó cómo los disparos provenientes de los cazas alcanzaban su objetivo: una serie de explosiones que se extendían a lo largo del casco. Estaba en el interior de la única Thunderhawk que quedaba. Acababa de abrocharse los anclajes de su asiento gravitacional y estaba listo para el lanzamiento, junto con su escuadra y la escuadra de Tancred.

Con Krae descansando en paz en las catacumbas de Titán, la escuadra de Tancred estaba ahora compuesta por el propio Tancred y por los tres hermanos exterminadores que quedaban con vida. Tancred llevaba su espada némesis mientras que Locath y Golven portaban sus alabardas, Karlin era el encargado del incinerador de la escuadra. Todos los marines exterminadores eran muy parecidos a Tancred, tropas de asalto inquebrantables que vivían para hacer cumplir la voluntad del Emperador con la ayuda de sus enormes armaduras y de sus armas némesis.

Karlin había sido un estudiante corriente en el seminario de capellanes, donde aprendió a que el núcleo incandescente de su fe bendijera el fuego que haría caer sobre sus enemigos. Locath era casi tan fuerte como el propio Tancred, y su alabarda némesis era una poderosa reliquia que le regaló un hermano capitán a cuyas órdenes estuvo durante sus años de novicio. Golven era tremendamente hábil con la alabarda y había obtenido su Crux Terminatus a base de abordar naves infestadas y de luchar contra hordas de genestealers.

Alaric portaba bajo el brazo la espada némesis de Mandulis.

—Creo que esto es tuyo, juez —dijo mientras le entregaba el arma a Tancred.

Éste la cogió y miró a Alaric con sorpresa.

—Hermano capitán, no creo que yo merezca…

—Eres nuestro mejor soldado, Tancred —lo interrumpió Alaric—. Tan sólo el capitán Stern ha conseguido derrotarte. Necesitamos que seas tú quien porte el relámpago dorado. Eres el más capacitado de todos nosotros.

Tancred dejó a un lado su propia espada némesis y cogió la de Mandulis. Era una arma extremadamente grande, pero Tancred se sintió muy cómodo al empuñarla. Había sido forjada pensando en la fuerza en lugar de la astucia, pero en combate Tancred tenía ambas cualidades de sobra, y en sus manos esa espada tenía el mismo aspecto de firmeza y equilibrio que debía de haber tenido en manos de Mandulis. El interior de la Thunderhawk se iluminó con el brillo de su hoja. Reflejada sobre ella, la figura de Tancred parecía aún más grande, oscura y fuerte, un reflejo de su propio espíritu.

—La espada que desterró a Ghargatuloth —dijo Tancred—. No puedo creerlo.

Levantó la espada para buscar su centro de gravedad, examinó su filo y la impecable y pulcra superficie de la hoja. Parecía como una extensión de su cuerpo. Tancred había nacido para empuñar esa espada. Para Alaric era una reliquia sagrada, pero para Tancred era como si el mismísimo Emperador la empuñara a través de su mano.

Se produjo otra serie de explosiones cuyo eco alcanzó el interior de la Thunderhawk. Se oyeron tan cercanas que era probable que la última ráfaga de disparos hubiera hecho blanco junto a la cubierta de lanzamiento. Se oyeron más explosiones provenientes de alguna otra zona de la nave. Alaric pudo sentir las vibraciones sobre la cubierta cuando los motores de aproximación del Rubicón se pusieron en marcha.

—Roguemos al Emperador para que tengamos oportunidad de usarlas —dijo Alaric mientras por todo el casco resonaba el estallido de los escudos protectores al ser perforados.

* * *

Los motores del Rubicón comenzaron a trabajar a máxima potencia mientras una nueva ráfaga de disparos impactaba a lo largo de todo su casco. El crucero de asalto empezó a avanzar aprovechando su mayor movilidad, atravesando el telón de residuos y dirigiéndose directamente hacia los cazas que se aproximaban. Muchos de ellos tuvieron que variar su rumbo para evitar al enorme crucero que se abalanzaba sobre ellos, acto seguido siguieron disparando para que sus proyectiles impactaran sobre el grueso blindaje de proa del Rubicón. Los ataques contra los laterales del casco pudieron ser repelidos cuando la nave varió el rumbo, y las torretas, que ya no tenían delante el telón defensivo, pudieron disparar contra los cazas que decidieron realizar una segunda pasada. Más de setenta cazas fueron destruidos o quedaron inutilizados. La mayoría de sus pilotos murieron o quedaron a la deriva en el espacio, donde sus posibilidades de ser rescatados serían mínimas. Gran parte de la munición que llevaban a bordo explotó antes incluso de que pudiera ser disparada. Los atacantes comenzaron a dispersarse mientras la enorme proa plateada del Rubicón empezaba a abrirse paso a través del espacio.

Las piezas de artillería del crucero de asalto se habían quedado sin munición, y toda la nave sangraba fuego a través de las heridas abiertas en su casco. Los Avenger y los Starhawk habían cumplido su cometido, pero no consiguieron acabar con el Rubicón.

Dejando tras de sí innumerables cazas flotando a la deriva y con las escuadras de bombarderos y lanzatorpedos en plena retirada, el Rubicón comenzó a acercarse a toda velocidad hacia Volcanis Ultor.

* * *

Desde el puente del Despiadado, el capitán Grakinko podía oír cómo el crucero de los marines espaciales repelía el ataque de sus cazas. A través del comunicador se podían oír los alaridos que los pilotos lanzaban desde sus cabinas inundadas de llamas. Se oían las explosiones cuando la munición estallaba a causa del sobrecalentamiento, después todo quedaba en silencio cuando la fuente de energía de los cazas reventaba y cortaba las comunicaciones. El personal de control de cazas estaba acostumbrado a oír actuar a la muerte a distancia, el propio Grakinko había perdido a miles de hombres en infinidad de enfrentamientos navales, pero siempre era algo descorazonador.

—¡Control de navegación! —gritó Grakinko por encima del ajetreo que inundaba el puente de mando—. ¿Por qué no nos movemos? ¿Adónde se dirigen?

—Se dirigen hacia el planeta, señor —fue la respuesta proveniente del control de navegación, donde decenas de jóvenes oficiales intentaban arreglárselas con los mapas del sistema entre cogitadores que echaban humo al ser forzados a realizar cálculos tan complejos.

Grakinko soltó una risa grave y sardónica.

—Entonces nos colocaremos frente a ellos y lanzaremos otra andanada. ¡Veamos si esas alimañas son capaces de salir de ésta con vida! —Golpeó con fuerza el reposabrazos de su asiento—. Artillería, ¿de cuánta munición disponemos?

El oficial de artillería pertenecía a una familia que había dado siete generaciones de hombres a la Marina. Grakinko recordaba haber jugado al regicida, a tres tableros, con su padre.

—Los cañones están cargados y listos para abrir fuego, capitán. A la velocidad a la que se mueven podremos lanzar tres andanadas sobre su proa.

—¿Y si esperamos y atacamos desde popa?

El oficial se quedó pensativo unos instantes.

—Eso nos garantizaría dos andanadas y media sobre su popa.

—Tengo aquí una botella de amasec más vieja que yo mismo. Deme tres ráfagas y media contra su popa y será suya, ¿me ha entendido?

—Sí, capitán.

El Despiadado no era una verdadera cañonera, pero tras la guerra Gótica le habían sido instalados numerosos cañones (y Grakinko admitía que en contra de sus propios deseos), y por el Emperador que ahora era capaz de desplegar una potencia de fuego más que suficiente cuando era necesario. Tres andanadas completas en proa y tres y media en popa serían más que suficientes para inutilizar cualquier nave que se encontrara a corta distancia. Después no habría más que enviar a los cazas para que bombardearan a esos canallas y destruyeran su crucero de asalto por completo.

Grakinko pensó que debería dejar que los cruceros de escolta del Escuadrón de Absolución también tuvieran su minuto de gloria, era una costumbre y un gesto de cortesía con los demás capitanes.

Pero esos oportunistas del Llama Divina se iban a quedar con las ganas.

—¡Control de navegación. Pónganos a su misma altura! —ordenó Grakinko.

El capitán sintió cómo el Despiadado se tambaleaba mientras sus motores hacían girar su viejo casco para ponerlo en la trayectoria del crucero de asalto.

La pantalla holográfica de control táctico realizó un zoom, dejando al resto de navíos fuera del campo de visión y concentrándose en dos señales brillantes, el símbolo azul que representaba al Despiadado y el triángulo rojo que indicaba la posición del crucero de asalto del Caos, esparciendo desechos y combustible en llamas mientras se aproximaba a Volcanis Ultor.

* * *

Alaric estaba abrochándose los anclajes de su asiento gravitacional cuando oyó que las alarmas se disparaban por todo el Rubicón.

«Alerta de colisión», dijo para sus adentros. Los motores de la nave rugían cada vez más fuerte.

* * *

El Despiadado lanzó una ráfaga de localizadores telemétricos hacia la proa del Rubicón. El personal de artillería estableció que el objetivo estaba dentro del rango de alcance y aproximándose, acto seguido el oficial dio la confirmación. Tras la señal, todos los cañones de babor abrieron fuego.

Contra una nave con los escudos a pleno rendimiento y con capacidad para devolver el fuego, el daño no habría sido excesivo. Pero contra una nave con los escudos dañados y que no estaba en posición de contraatacar, los cañones del Despiadado podrían lanzar varias andanadas directamente hacia la proa del crucero de asalto. La enorme proa blindada del Rubicón, protegida por capas de adamantium y por innumerables letanías de protección por todo el casco, recibió primero una serie de impactos menores antes de ser perforada por los enormes cañones del Despiadado. Las placas de blindaje resultaron arrancadas y quedaron flotando en el espacio envueltas en llamas. Una serie de explosiones secundarias originaron un muro de fuego que se extendió entre las junturas de las placas del casco. Finalmente, una gran explosión hizo añicos la proa del Rubicón dejando salir una enorme lengua de fuego que se extendió por todo el casco de la nave. Pronto el vacío apagó las llamas y lo único que quedó de la proa fue un amasijo de metal ennegrecido.

La nave no disminuyó la velocidad, pero realizó un viraje brusco. Innumerables sistemas habían sido dañados y el fuego se extendía por los corredores y por las zonas de mantenimiento. Las mamparas y ventanas de observación comenzaron a reventar a causa de la presión del vacío. El puente de mando quedó maltrecho, y si hubiera estado dispuesto en una zona más adelantada dentro del casco habría quedado totalmente destruido. Miles de hombres y mujeres del Malleus perecieron, inmolados, abrasados o lanzados al vacío espacial. La proa destrozada del Rubicón dejaba tras de sí secciones enteras de blindaje protector, residuos e infinidad de cuerpos congelados.

* * *

La Thunderhawk fue arrojada hacia un lado, precipitándose contra los anclajes que la sujetaban mientras el Rubicón sufría una tremenda sacudida.

—Informe de heridos —pidió Alaric a través del comunicador.

—Ninguno —contestó Genhain, cuyos hombres estaban en las cápsulas de desembarco que había junto a la cañonera.

—Ninguno —repitió Santoro.

Alaric examinó a los marines espaciales que había en la Thunderhawk. Sus hombres estaban perfectamente; se necesitaría algo mucho más fuerte para herir a alguno de los exterminadores de Tancred.

Alaric se puso en contacto con el puente.

—¿Qué ha sido eso?

—La proa ha quedado destrozada —respondió alguien. Incluso los sistemas de comunicaciones habían quedado dañados—. Toda la parte frontal de la nave ha quedado inutilizada.

—¿Y el puente?

—Ha sufrido daños menores. El control de navegación está corrigiendo el curso. Llegaremos a la atmósfera en veintidós minutos.

Por el tono de voz y por el ruido de fondo que había en el puente, Alaric supo que él no era el único que pensaba que sería demasiado tiempo.

* * *

El Rubicón pasó justo por debajo del Despiadado, lo suficientemente cerca como para que los residuos y los restos de su proa impactaran como una lluvia de acero en la parte inferior del crucero que la había destrozado.

Las piezas de artillería que el Despiadado tenía dispuestas a estribor no contaban con tanta munición ni personal como las de la cubierta opuesta, sin embargo, también jugarían su papel en la batalla. En cuanto la popa del Rubicón estuvo a tiro, la nave efectuó un giro para poder tener un mejor ángulo de disparo, en ese momento la artillería desplegó toda su potencia de fuego sobre la sección de popa del crucero de asalto.

Los enormes escapes de los motores comenzaron a recibir impactos mientras unas grandes leguas de fuego caían sobre ellos como una lluvia abrasadora. Unos enormes chorros de gas sobrecalentado comenzaron a salir de los motores heridos. Uno de los reactores de plasma resultó perforado y todo el combustible que contenía comenzó a derramarse por el espacio formando jirones al entrar en contacto con el gélido vacío. El jefe de máquinas miró hacia arriba y pudo ver el enorme agujero que había donde antes había estado el puente de la sección de popa, el vacío le robó el aire de los pulmones y congeló su sangre. Lo último que pudo ver fue al Despiadado, moviéndose despacio y abriendo fuego sobre él.

El paso principal entre la sala de maquinas y el puente del Rubicón había desaparecido. La nave estaba volando a ciegas.

Los cañones de estribor del Despiadado se quedaron sin munición. El Rubicón pasó justo por debajo, con la proa hecha añicos y la popa seriamente dañada, liberando oxígeno y plasma y dejando tras de sí un reguero de fragmentos metálicos. Pero aún seguía con vida. Los archivos de Iapetus podían dar fe de que había sobrevivido a ataques mucho peores.

Los reactores de plasma se estremecían por el esfuerzo mientras el Rubicón se dirigía pesadamente hacia la silueta blancuzca de Volcanis Ultor.

* * *

El capitán Grakinko levantó la vista y vio a su oficial de artillería de pie frente a él, los botones de sus uniforme recién almidonado refulgían brillantes.

—Han sido cuatro andanadas disparadas desde los cañones de estribor —anunció el oficial.

«Maldito cerdo engreído», pensó Grakinko mientras sacaba la botella de amasec del compartimento que había en el reposabrazos de su asiento. Sin apartar la vista del oficial, golpeó el cuello de la botella contra el reposabrazos y comenzó a beber su contenido, que empezó a gotearle por la babilla y a manchar su uniforme. Una vez vacía, arrojó la botella al suelo del puente.

—Sean herejes o no, esas sabandijas saben construir una buena nave.

El capitán Pryncos Gurveylan, sentado detrás de uno de los muchos cogitadores que había en el puente del Llama Divina, observaba como lo poco que quedaba del Rubicón se abría paso a través de la cortina de fuego procedente de las baterías de estribor del Despiadado. No se trataba de un navío precisamente famoso por su artillería, pero había desplegado toda su potencia de fuego contra un oponente que se encontraba a muy poca distancia. El hecho de que el crucero de asalto enemigo siguiera adelante daba idea de su resistencia.

Gurveylan no era un capitán de la vieja escuela. Su palabra no era ley dentro de la nave, le había dejado ese privilegio al oficial de seguridad Lorn y al comisario naval Gravic. Él no era de los que gobernaban el puente con mano de hierro, ya que confiaba plenamente en que sus oficiales estaban capacitados de sobra para desempeñar sus tareas de manera eficiente. Él era más bien el brazo ejecutivo del cuerpo de oficiales del Llama Divina. Así era como se hacían las cosas en la academia, basándose en el trabajo en equipo, en la responsabilidad y en la obediencia.

La enorme unidad de proyección holográfica había inundado el puente con una imagen del crucero de asalto enemigo, con la proa destrozada y regueros de plasma congelado saliendo de sus reactores. La imagen del Despiadado estaba en la parte superior mientras el Rubicón seguía avanzando inexorablemente, marcado por los sistemas de seguimiento del Llama Divina. Se dirigía hacia Volcanis Ultor. No intentaba realizar ninguna maniobra evasiva, simplemente se dirigía hacia aquel planeta.

—Quiero un informe de daños sobre esa nave —dijo Gurveylan.

Uno de los muchos oficiales que había a bordo comenzó a hablar a través del comunicador.

—Se trata de un crucero de asalto de los marines espaciales, pero no tenemos ninguna otra especificación.

—Denme una valoración aproximada.

—Proa completamente inutilizada, sólo se mantienen los sistemas no primarios. Es probable que el puente de mando se conserve intacto. Importante fuga de plasma. Motores al setenta por ciento aproximadamente. Bajas en la tripulación entre treinta y cincuenta por ciento.

—¡Artillería! —gritó el capitán—. ¿Qué probabilidades hay de inutilizarlo si nos ponemos a su misma velocidad y disparamos varias andanadas de proyectiles pesados?

Se produjo una larga pausa mientras los oficiales de artillería y los lexicomecánicos realizaban los cálculos.

—Ochenta por ciento —fue la respuesta.

—Bien. Comunicaciones, pónganse en contacto con el Escuadrón de Absolución y díganles que se sitúen en órbita alta por si el enemigo consigue superarnos. Quiero estar junto a la nave enemiga y listos para abrir fuego en siete minutos. Creo que después de todo tendremos que agradecerle al capitán Grakinko que los haya dejado tocados. Todo el personal a sus puestos.

Todos los oficiales del Llama Divina se pusieron manos a la obra. La actividad en el puente de mando se volvió frenética. El control de navegación tendría que calcular vectores tremendamente complejos. El personal de artillería se desplazó hasta las cubiertas de disparo para preparar los enormes cañones. Los ingenieros tuvieron que colocar equipos de control de daños en puntos estratégicos a lo largo de toda la nave, pues aunque el crucero enemigo tuviera muy poca capacidad de fuego en aquel momento, aun así podría dañar alguno de los sistemas primarios del Llama Divina.

Una nave de combate era algo hermoso, todos y cada uno de sus componentes y tripulantes perseguían un mismo objetivo, estaban unidos por un mismo deber. Desde el personal de la sala de máquinas hasta los comandantes, o incluso el propio Gurveylan, todo el Llama Divina estaba unido para alcanzar un objetivo común.

Si todo el Imperio fuera como el Llama Divina, el Enemigo sería desterrado a la oscuridad para siempre. Pero por el momento a Gurveylan le bastaba con ver aquel crucero de asalto de los marines del Caos reducido a un amasijo de hierros humeantes.

* * *

Valinov vio a través de un claro que se abrió entre las nubes de contaminación los destellos blanquecinos del fuego con que el Llama Divina estaba hostigando al Rubicón. Conocía muy bien la potencia de fuego que el Llama Divina era capaz de desplegar. Si Valinov había movido las piezas correctas, si todos los engranajes funcionaban como debían, el final estaría muy cerca.

Valinov se movía en un vehículo terrestre a través de las ruinas y aldeas que delimitaban los límites orientales de la colmena Superior. Frente a él se abría una tierra baldía salpicada de alambre de espino y horadada por cientos de trincheras, entre las que se alzaban los búnkers de plasticemento. A pesar de encontrarse a una distancia considerable de las líneas de retaguardia, Valinov podía ver a los hombres que se apresuraban a ocupar sus posiciones y oír las alarmas que declaraban el estado de máxima alerta. Recoba había conseguido organizar una defensa bastante cohesionada. Entre los oficiales se había extendido rápidamente el rumor de que el Enemigo había llegado al sistema y que, tal y como Valinov había predicho, se dirigía hacia Volcanis Ultor y la colmena Superior.

El vehículo, conducido por un oficial de enlace de la infantería pesada de Balur, rodeaba un puesto de suministros en el que se habían almacenado baterías láser dispuestas para ser transportadas allí donde la batalla lo requiriera. Apostado en la parte trasera del transporte, Valinov pudo ver en el cielo un pequeño reflejo escarlata, indicio de que la batalla se estaba recrudeciendo. La última de las asesinas del Culto de la Muerte de Ligeia que quedaba con vida estaba sentada a su lado, sus músculos, siempre alerta, se contraían de vez en cuando. Valinov se había asegurado de que la asesina permaneciera oculta mientras él se ocupaba de sus asuntos en las oficinas de Recoba; tenía un aspecto demasiado siniestro y peligroso y podría haber comprometido sus intentos para ganarse la confianza del cardenal. Pero ahora que estaba fuera de la colmena ya no tendría que ocultarla más. Valinov debía transmitir la sensación de ser un guerrero, y su asesina lo ayudaba a aumentar la impresión de ser un combatiente mortífero.

El vehículo se dirigió hacia el norte y Valinov vio que se movían justo por detrás de las líneas de las tropas de Balur. La infantería pesada de Balur era famosa por su disciplina, lo cual sería tan útil para Valinov como los blindajes de medio caparazón de la Guardia Imperial o sus rifles láser, configurados para desplegar su máxima potencia de fuego a corto alcance. Los soldados de Balur harían cualquier cosa que Valinov les pidiera. Eso era todo lo que necesitaba de ellos.

Los oficiales no cesaban de gritar órdenes para colocar a sus unidades en posición. Los campos de tiro cubrían todo el territorio, las estrategias de contraataque estaban bien definidas y los puntos más débiles de las líneas defensivas habían sido reforzados con piezas de artillería adicionales. El comisario del regimiento inspeccionaba las tropas, bólter en mano, aunque Valinov sabía que no se vería obligado a usarlo contra sus disciplinados y fieles soldados.

Aunque quizá tendría que hacerlo cuando se acercara el final, pero entonces ya no importaría.

El vehículo se dirigía hacia el extremo norte de las líneas, a orillas del lago Rapax, donde se encontraba la planta de procesamiento. El color rojo brillante de las armaduras de las hermanas de batalla de la Orden de la Rosa Ensangrentada refulgía en medio de la grisácea luz matinal de Volcanis Ultor. Valinov vio que incluso había hermanas en el tejado de la planta, así como escuadras de Hermanas Vengadoras armadas con bólters pesados. Unidades enteras de Serafines, con sus característicos retrorreactores, rezaban arrodilladas mientras sus hermanas superioras las preparaban para lanzar un contraataque en cuanto el enemigo consiguiera romper las líneas. La canonesa Ludmilla había traído consigo una dotación completa de más de doscientas hermanas de batalla. Tropas que precisamente Valinov se dirigía a inspeccionar en aquel momento, así podría agradecerle personalmente a la canonesa que hubiera escuchado la llamada de Volcanis Ultor y prevenirla aún más sobre la naturaleza del Enemigo. Su líder, según pensaba decirle, portaba una arma demoníaca que la Inquisición debía requisar para poder destruirla. Y a buen seguro que ella lo creería, pues los destellos que se veían en la órbita alta demostraban que tenía razón.

Valinov ya había vencido. El mismísimo Señor de la Transformación le había prometido que lo único que debía hacer era dejar que los hilos del destino se manifestaran en torno a su persona. Incluso en aquel mismo instante podía sentirlo, sentía cómo el peso del destino se cernía sobre Volcanis Ultor aplastando su falsa libertad. Sólo el Caos era la auténtica libertad, la glorificación del verdadero potencial del alma, la realización de aquello en lo que la humanidad podría convertirse bajo los designios del Señor de la Transformación. Pero para que el Caos pudiera reinar, las mentes de los mortales deberían ser despertadas de su letargo para poder dar cobijo a la infinita sabiduría de Tzeentch. La humanidad debería ser esclavizada bajo la voluntad de Tzeentch, ésa era la única manera de liberarla. La gran masa de la humanidad jamás lo comprendería, de modo que se necesitaban hombres como Valinov para actuar como instrumentos del Caos que se cernía sobre ella.

En el cielo podía distinguirse la silueta del Rubicón, una figura plateada y retorcida que dejaba tras de sí una estela de plasma y fragmentos metálicos como si fuera un cometa.

El vehículo por fin alcanzó las líneas de las hermanas. El conductor descendió y abrió la puerta para que Valinov pudiera salir, seguido por su asesina del Culto de la Muerte.

Valinov puso los pies sobre el suelo reseco y polvoriento y se acomodó el abrigo sobre los hombros. Adoptó una pose firme y posó su mano sobre la empuñadura de su espada de energía, como un verdadero caballero. La asesina se mantenía justo detrás de él. Valinov se preguntaba si tendría la más mínima idea de en qué estaba metida. Jamás hablaba, y Valinov ni siquiera sabía su nombre, pero sabía que lo seguiría hasta la muerte al igual que había hecho con su anterior señora, Ligeia.

Lo cual estaba muy bien, porque fuera cual fuera el plan que Tzeentch tenía preparado para Volcanis Ultor, a buen seguro incluiría un buen número de muertes.

* * *

—¡Puente! —gritó Alaric a través del comunicador.

Le resultaba casi imposible oír su propia voz en medio del estruendo de una nave que se resquebrajaba bajo un tremendo castigo. Los proyectiles seguían impactando contra el casco, y con cada nueva detonación se desprendían placas enteras de blindaje, librando más y más compartimentos al vacío.

En medio de tanto estruendo era imposible comprender los mensajes.

—Informe de daños… treinta por ciento…

—¿Podemos descender hasta la órbita baja? —gritó Alaric.

—… sistemas no operativos, motores… al veinte por ciento…

Alaric era incapaz de saber qué miembro del personal del Malleus estaba hablando; parecía que el puente también había resultado gravemente dañado. ¿Cuántos miembros del personal de control habrían muerto? ¿Cuántos más perecerían antes de que el Rubicón fuera abandonado a su suerte y destruido?

La Thunderhawk se agitó violentamente sobre sus anclajes, como si estuviera atravesando una zona de turbulencias. Los Caballeros Grises se sujetaron con fuerza a los asientos gravitacionales mientras se seguían produciendo explosiones a lo largo de todo el casco.

De pronto desapareció el sonido de estática y una voz alta y clara se oyó a través del comunicador.

—Hermano capitán Alaric, hemos perdido el puente. Hemos colocado al Rubicón en rumbo de aproximación, pero los sistemas de control ya no están operativos, si los cálculos son incorrectos no se podrá corregir el rumbo. —Alaric reconoció la voz del oficial al mando de las comunicaciones cuyo nombre desconocía—. Llegaremos a la atmósfera en seis minutos si es que los motores resisten. En estos momentos nos estamos dirigiendo a la cubierta de lanzamiento para asegurarnos de que las puertas de los hangares se abren.

—Buen trabajo, oficial —dijo Alaric mientras el ruido de estática volvía a interferir en las comunicaciones—. ¿Cómo se llama?

—Ninguno de nosotros tiene nombre, señor —fue la escueta respuesta—. Despliegue en seis minutos, hermano capitán. Que el Emperador les proteja.

* * *

Los cruceros de asalto construidos para los capítulos del Adeptus Astartes no estaban diseñados para transportar artillería pesada. Habían sido diseñados pensando en la velocidad y en la resistencia, ya que su cometido era transportar marines espaciales de forma rápida y segura y tomar parte en operaciones de abordaje. Podían soportar una enorme cantidad de fuego enemigo, tanta como las naves de la Marina Imperial de clases mayores, de modo que los artilleros del Llama Divina habían calculado que necesitarían toda la potencia de fuego de las baterías de estribor para destruir el Rubicón.

Sin embargo, el Rubicón no era un simple crucero de asalto de los marines espaciales, por muy resistentes que éstos fueran. Había sido diseñado para el Ordo Malleus, cuyos recursos empequeñecían a los del Almirantazgo Naval. El Rubicón había sido construido con aleaciones y materiales tan avanzados que el Adeptus Mechanicus era incapaz de reproducir. El Ordo Malleus exigía lo mejor por parte de su cámara militante, los Caballeros Grises, y ellos también daban lo mejor de sí mismos. El Rubicón era uno de los cruceros más sólidos que habían surcado el espacio desde la Edad Oscura de la Tecnología.

El baile mortal entre el Llama Divina y el Rubicón llegó hasta las capas altas de la atmósfera de Volcanis Ultor. El aire de baja densidad que rodeaba ambas naves se incendiaba formando lenguas de fuego a causa de los proyectiles que se disparaban desde las baterías de estribor del Llama Divina. Las llamas que envolvían el Rubicón se avivaron cuando penetró en la atmósfera; el fuego comenzó a brotar como si se tratara de un líquido que emanaba de su maltrecha proa y a formar enormes columnas ardientes que salían de sus motores. Un segundo generador de plasma explotó, esparciendo su abrasador contenido por toda la sala de máquinas. Acto seguido se produjo un impacto tan fuerte que casi hizo que el casco del Rubicón se partiera en dos, esparciendo por el suelo infinidad de fragmentos metálicos y cuerpos sin vida. Cuando el fuego alcanzó el almacén de munición de la nave, la explosión que se produjo hizo que todas las anteriores quedaran empequeñecidas. El Rubicón comenzó a resquebrajarse.

El Llama Divina tuvo que alejarse; se vio obligado a dejar aquel baile mortífero para evitar que la atmósfera fundiera la parte inferior de su casco. Sin embargo, el casco del Rubicón era mucho más resistente y los motores que quedaban operativos siguieron empujándolo hasta penetrar lo suficiente en la atmósfera como para soltar su carga.

Para poder soltar una nueva andanada sobre el Rubicón, el Llama Divina tendría que realizar un viraje para corregir su ángulo de entrada en la atmósfera y poder ponerse a la misma altura que el crucero de asalto enemigo. Pero necesitaría más de veinte minutos para poder llevar a cabo semejante maniobra, y para entonces ya sería demasiado tarde. El capitán Gurveylan dio la orden de todas maneras.

Al final resultó ser el Escuadrón de Absolución, que esperaba bajo la cubierta atmosférica, quien finalmente acabó con el Rubicón. Los tres cruceros de escolta de la clase Espada tenían la suficiente potencia de fuego como para destruir la nave enemiga, incluso, y con un poco de suerte, uno solo de ellos habría sido capaz de realizar el trabajo. Pero no había tiempo. En cualquier momento el Rubicón podría lanzar sus cápsulas de desembarco y sus marines traidores alcanzarían la superficie del planeta, entonces daría igual lo que le ocurriera a la nave.

Para el capitán del Absolución Beta, el crucero que lideraba la formación, su cometido estaba muy claro. El capitán Masren Thal era un hombre piadoso que había empezado su carrera dentro de la propia Marina, y que se había ganado a pulso su puesto dentro del puente después de toda una vida de servicio. Thal sabía que probablemente la muerte le llegaría sirviendo al Emperador. Y había prometido ante el propio Emperador (aquel que siempre vigilaba y siempre escuchaba) que cuando ese momento llegara no se acobardaría.

Sabía que su tripulación y sus oficiales, en caso de que hubiera tenido tiempo para explicárselo, estarían de acuerdo. De modo que, sin dudarlo ni un instante, el capitán Thal ordenó que el Absolución Beta adoptara velocidad de abordaje.

La Thunderhawk puso en marcha sus motores. Su sonido era apenas perceptible en medio del estruendo producido por la parte inferior del casco del Rubicón al sobrecalentarse a causa del rozamiento con la atmósfera de Volcanis Ultor. Alaric podía haber dicho a sus hermanos de batalla que debían ser fuertes y mantener su fe intacta, pero sabía que probablemente no podrían oír nada. Lo mejor era dejar que rezaran sus propias plegarias.

* * *

La Thunderhawk comenzó a temblar cuando sus motores se pusieron a máxima potencia, listos para eyectar la nave fuera del Rubicón en cuanto sus anclajes se soltaran. El compartimento de pasajeros se inundó de una luz roja cuando las luces de alarma se encendieron. Alaric podía ver el rostro sombrío del juez Tancred mientras éste entonaba los ritos de aversión; tenía la mano sobre una copia del Liber Daemonicum que siempre llevaba en el compartimento pectoral de la armadura.

No había ninguna manera de contactar con Santoro ni con Genhain. A través del comunicador solamente se oían interferencias. Ni siquiera podía hacerle una señal al piloto de la Thunderhawk. Alaric se dio cuenta de que debía de ser uno de los pocos miembros de la tripulación del Rubicón que seguía con vida.

Se habían perdido ya muchas vidas para que el combate pudiera continuar, y muchos hombres y mujeres deberían seguir sufriendo para que los Caballeros Grises pudieran cumplir con su deber. Era como si el Caos ya hubiera vencido, aunque ése era el pensamiento que hacía que los hombres cayeran en brazos del Enemigo sin enfrentarse a él. Alaric comenzó a entonar una letanía de contrición.

De pronto se produjo un tremendo impacto que sacudió toda la nave en medio de un estruendo insoportable de metal retorciéndose. Algo había chocado contra el Rubicón, algo enorme. O quizá el casco de la nave finalmente se había partido en dos. La tensión de la reentrada en la atmósfera había sido demasiado para el maltrecho casco.

La Thunderhawk y las cápsulas de desembarco no lo conseguirían. La cañonera chocaría contra las puertas del hangar, pues no quedaba nadie con vida para poder abrirlas. Las cápsulas de desembarco quedarían atrapadas en los anclajes hasta que el Rubicón se estrellara contra la superficie de Volcanis Ultor. Los Caballeros Grises perecerían, y Ghargatuloth había sabido desde el principio que ése sería su final.

Alaric posó la mano sobre su propia copia del Liber Daemonicum y rezó para que alguien vengara su muerte.

De pronto, su cuerpo fue empujado contra el asiento gravitacional y la Thunderhawk salió disparada hacia adelante. La cubierta que protegía la ventana de observación que tenía a su lado se abrió y pudo ver la zona de lanzamiento que pasaba ante sus ojos a toda velocidad entre tanques de promethium ardiendo, cuerpos abrasados y desmembrados y orificios enormes y humeantes por toda la cubierta.

Acto seguido, los alaridos de la nave que agonizaba se apagaron y fueron sustituidos por el rugido de los motores de la Thunderhawk. Alaric estiró el cuello para poder ver cómo la silueta del Rubicón se encogía a medida que la cañonera se alejaba; una enorme columna de humo salía de la cubierta de lanzamiento en la que la Thunderhawk se encontraba tan sólo unos segundos antes. La proa de una segunda nave impactó de lleno en el maltrecho casco del Rubicón, perforando el crucero de asalto como si fuera un cuchillo, y comenzaron a producirse enormes explosiones cuando el casco de la segunda nave se partió en dos a causa del impacto.

Alaric no pudo ver cómo el Rubicón explotaba, pero sintió la onda expansiva que alcanzó a la cañonera en pleno descenso. Sabía que los reactores de plasma habían explotado y convertido ambas naves en una bola de fuego abrasador que iluminó el cielo de Volcanis Ultor como si fuera una nueva estrella en su firmamento.

—Cápsula en tierra —se oyó la voz entrecortada de Santoro o de Genhain.

Por lo menos uno de ellos había conseguido llegar, puede que los dos, si es que el poco personal del Malleus que quedaba con vida había sido lo suficientemente rápido. Aunque era evidente que ya nadie de la tripulación seguía vivo.

—¡Hermanos de batalla! —gritó Alaric por encima del estruendo de los motores. Todos los Caballeros Grises interrumpieron sus plegarias y levantaron la vista—. Probablemente Ghargatuloth piensa que estamos todos muertos. Tengo la firme determinación de demostrarle que se equivoca. Pero aunque todavía sigamos con vida, hay muy pocas probabilidades de que todos logremos sobrevivir. Rezad, pues, como si éstas fueran las últimas palabras que dirigís al Emperador.

Los Caballeros Grises inclinaron la cabeza.

—Yo soy el martillo —comenzó Alaric—. Soy la espada que empuña su mano…