QUINCE
VOLCANIS FAUSTUS
Tres días después de que Valinov escapara de su ejecución en Mimas, el cónclave de Encaladus envió un mensaje a la senda con su nave más rápida. La información que llevaba era demasiado importante como para transmitirla mediante un astrópata. Toda organización imperial de la senda era considerada sospechosa de encontrarse bajo la influencia de alguno de los muchos cultos que estaban surgiendo en todos sus sistemas, y no sería la primera vez que astrópatas corruptos filtraban información vital para la inteligencia inquisitorial. La única opción pasaba por enviar un mensajero.
El mensaje era muy simple. Casi con toda probabilidad Valinov se dirigía hacia la senda, y se trataba de un hombre tan peligroso que el mero hecho de hablar con él suponía un riesgo considerable de corrupción. La única orden era matarlo tan pronto como fuera detectado.
La tarea de entregar el mensaje le fue encomendada a la interrogadora DuGrae, una piloto experta y agente de confianza del señor inquisidor Coteaz. Además, le habían sido implantados diversos refuerzos corticales que le permitían llevar información importante sin correr el riesgo de que nadie accediera a ella mediante técnicas psíquicas. Durante sus años como piloto, DuGrae se dedicó a surcar los cielos de Armageddon con su caza Thunderbolt, combatiendo contra los ingenios voladores que usaban los orkos. La nave con la que ahora cruzaba el espacio era casi tan sensible como un caza. Era una flecha negra y brillante que penetraba en la disformidad como un cuchillo, el transporte más pequeño y veloz que el Ordo Malleus había podido encontrar en tan poco tiempo. Sus únicos tripulantes eran DuGrae y el navegante.
Durante los primeros días la nave se movió a buen ritmo entre el immaterium. Pero a los tres días las tormentas de disformidad comenzaron a desatarse sin previo aviso. Una llamarada negra de infamia se extendió en forma de media luna por todo el Segmentum Solar, desde Rhanna a V’Run. Un piloto menos experto habría quedado completamente aislado, pero DuGrae, volando a ciegas y guiada tan sólo por el navegante, consiguió abrirse paso entre las corrientes de odio y llevar la nave hasta la senda.
Pero eso le había llevado tiempo, demasiado tiempo. Si Valinov había conseguido sacarles la suficiente ventaja, jamás lo atraparían.
DuGrae, sin un astrópata a través del cual poder contactar con Encaladus, no disponía de ningún medio para enviar o recibir noticias de la senda. Sólo podía confiar en que el Emperador consiguiera desbaratar los planes del Enemigo durante unas pocas horas más yen que ella fuera capaz de volar lo suficientemente rápido.
Salieron de la disformidad justo en los límites del sistema Volcanis, la luz vívida y rojiza de su estrella inundó la cabina. Volcanis Ultor era el centro de autoridad más importante de la senda, y una vez que el gobernador y los cardenales fueran advertidos, la siguiente parada sería la fortaleza inquisitorial de Trepytos.
Desde el primer momento se hizo patente que la situación en la senda había empeorado, podían verse naves de la Marina Imperial por todo el sistema, sin duda enviadas allí para tratar de controlar la creciente ola de actividad del Caos. El Despiadado, un crucero de batalla clase Marte, reminiscencia de los días en los que los portacazas eran los navíos más utilizados, enviaba patrullas de cazabombarderos en busca de naves enemigas que merodearan por la zona. El crucero de clase Lunar Llama Divina, junto con los tres cruceros de escolta de la clase Espada del Escuadrón de Absolución, se mantenía orbitando en torno a Volcanis Ultor.
Al no contar con ningún astrópata, DuGrae no podría contactar con ellos hasta que no se aproximara más. Por esa razón estaba muy intranquila. ¿No habría naves del Caos rondando por aquel sistema que acabarían con ella sin ningún miramiento si es que la encontraban? Tomó la decisión de no acercarse a Volcanis Ultor hasta que consiguiera obtener más información mediante las comunicaciones de corto alcance de las naves pequeñas que circulaban entre los cruceros. Decidió dar una vuelta de reconocimiento en torno a Volcanis Faustus, un planeta rocoso, yermo y abrasador que se encontraba en la órbita más cercana a la estrella Volcanis. Todos los mensajes que pudo interceptar hablaban de capitanes muy nerviosos a la espera de un conflicto inevitable, como si las fuerzas del Caos que había en la senda se estuvieran agrupando para iniciar una guerra abierta. El personal de mantenimiento estaba realizando turnos dobles para preparar las naves más viejas para el combate. Las piezas de artillería escaseaban y el Departamento Munitorum era incapaz de suministrar combustible a todos los cazas.
De entre las sombras de Volcanis Faustus de pronto apareció la maltrecha y altiva silueta del Despiadado, el viejo caballo de batalla. Al detectar aquella nave recién salida de la disformidad, el Despiadado desplegó tres unidades de caza que se acercaron hasta ella. Cuando la tuvieron dentro de su radio de alcance, escanearon la nave de DuGrae y enviaron un mensaje muy simple: el sistema Volcanis no era seguro. Los cazas procedentes del Despiadado escoltarían a DuGrae hasta el puerto espacial de la colmena principal de Volcanis Ultor.
DuGrae le agradeció su ayuda al líder de la escuadra y apagó los motores mientras los cazas la rodeaban y adoptaban una formación de escolta.
Mientras orbitaba desprotegida, el capitán del Despiadado ordenó a sus cazas que abrieran fuego, convirtiendo la nave de DuGrae en una nube de plasma que se extendió por el espacio. Con ella también murió el mensaje que debía transmitir, el que decía que el hombre que se hacía llamar inquisidor Valinov era en realidad un sirviente del Caos.
* * *
Gholic Ren-Sar Valinov miró el triángulo que parpadeaba en la pantalla. Representaba a la nave que acababa de ser destruida. Los cuadrados azules representaban los cazas del Despiadado, que se mantuvieron merodeando por la zona durante un par de minutos mientras sobrevolaban los restos de la nave. La enorme pantalla de control orbital que Valinov había hecho instalar en sus aposentos mostraba el trecho de espacio que rodeaba a Volcanis Faustus. Mientras el inquisidor observaba fijamente, los cazas regresaban a la nave nodriza, situada en el otro extremo de aquel mundo baldío. Recoba había expulsado de allí a todos los nobles de Volcanis Ultor para que Valinov pudiera utilizar una planta completa. Una vez instalado en aquella estancia, el inquisidor se había rodeado de cogitadores, monitores, varias superficies holográficas y la pantalla de control orbital, todo ello con el fin de asegurarse de estar al día de todo lo que ocurría en aquel sistema.
—Impacto confirmado —comunicó la voz del líder del escuadrón en medio del sonido de la estática.
—Buena caza, Escuadrón Theta —contestó el capitán.
La enorme silueta azul del Despiadado comenzó a mover su gran masa para realizar el corto viaje de vuelta a la órbita de Volcanis Ultor. Los pequeños cazas también empezaron a moverse, como cachorros que siguen a su madre.
Se produjo un ruido al otro lado de la puerta y acto seguido entró el cardenal Recoba, envuelto en sus voluminosos ropajes oficiales y seguido por una bandada de clérigos menores.
—¡Inquisidor! —gritó Recoba—. Acabo de enterarme. ¿Era un intruso?
—Hemos tenido suerte de dar con ellos justo a tiempo —dijo Valinov—. Si no me hubieran informado podrían haberlos escoltado directamente hasta aquí. Los designios del Enemigo son muchos y muy oscuros, sólo el Emperador sabe lo que habrían hecho en caso de que hubieran conseguido llegar.
Recoba tragó saliva.
—¿Acaso se trataba de un agente de los Poderes Oscuros?
Valinov asintió.
—En cuanto los cazas del Despiadado escanearon la nave lo vi claro. Había un hechicero, de eso estoy seguro. Ha sido una suerte que los cazas la hayan destruido en seguida, de otro modo sus tripulantes habrían sido corrompidos.
Recoba negó con la cabeza.
—Entonces han estado muy cerca. ¡Gracias al Dios Viviente que los hemos detenido! En verdad el Trono nos protege.
—El Trono nos protege, su santidad —dijo Valinov con humildad.
Lo cierto era que habían estado muy cerca. Valinov se preguntaba quién los habría enviado, probablemente alguien importante. Puede que Nyxos hubiera sobrevivido a Mimas y ahora quisiera tomar parte activa en la caza. No, lo más probable era que uno de los señores inquisidores de Encaladus hubiera decidido tomarse la justicia por su mano para encubrir los errores que habían cometido, probablemente ese fanfarrón de Coteaz, quien hablando de baños de sangre y de destrucción habría enviado a una de sus mejores pilotos a una muerte segura. Valinov se permitió esbozar una leve sonrisa, los cruzados como Coteaz eran los más fáciles de manipular. Estaba seguro de que iban a enviar a algún mensajero, y por supuesto Valinov lo utilizaría para avivar los miedos de los defensores de la senda.
Era como si cada una de las partes de la galaxia conociera su papel en el gran baile del Caos y siguiera el compás de la melodía a la perfección. ¿Podría haber algo más placentero para el Señor de la Transformación que dejar que sus enemigos forjaran las cadenas de su propia esclavitud?
—¿Debería ordenar a nuestros capitanes que incrementen la frecuencia de las patrullas? —preguntó Recoba—. Habíamos prometido enviar una decena de cazas a Magnos Omicron, pero podríamos utilizarlos para patrullar los puestos de vigía de la órbita exterior.
Valinov levantó una mano.
—No. Que los capitanes se mantengan en la órbita más cercana, y también todos los cazas. El resto de la senda deberá librar su propia batalla, Volcanis Ultor es una piedra angular que debe ser protegida a cualquier precio. Blindaremos nuestro mundo con un muro de acero, cardenal. No pasará mucho tiempo antes de que sea la única defensa que nos quede.
—Por supuesto, inquisidor —asintió Recoba en un tono casi sumiso que agradó mucho a Valinov. Recoba se marchó al tiempo que impartía órdenes a sus subalternos.
Gholic Ren-Sar Valinov miró la pantalla de control orbital una última vez antes de apagarla, sabía que el espacio vacío dejado por aquella nave representaba la muerte de la última esperanza para la senda.
* * *
La canonesa Ludmilla, de la Orden de la Rosa Ensangrentada, escudriñaba a través de sus prismáticos el terreno sobre el que se libraría la batalla. Sus hermanas de batalla, soldados de la Eclesiarquía, defendían una plaza de búnkers y trincheras que protegía una planta de tratamientos químicos en las orillas del lago Rapax.
A su flanco izquierdo podía ver las trincheras de la infantería pesada de Balur, guardias imperiales perfectamente armados y equipados en quienes podía confiar para no dejar expuestas a sus hermanas. A su flanco derecho se extendía el lago Rapax, una masa de líquido tan contaminado que ni siquiera podía llamarse agua. Ludmilla comandaba el extremo oriental de la línea defensiva que se había desplegado en torno a la colmena principal, y contaba con cientos de hermanas de batalla para repeler el ataque. Con la excepción de los marines espaciales, muchos consideraban a las hermanas del Adepta Sororitas como las tropas más efectivas del Imperio. Perfectamente entrenadas y equipadas con sus armaduras de exterminador y con sus bólters, muy pocas fuerzas podrían lidiar con las hordas del Caos de manera más efectiva.
La llanura que se abría frente a la capital era un terreno baldío e irregular manchado por las heridas de siglos y siglos de contaminación. Había sido desecado y machacado hasta que lo único que quedó fue un desierto rocoso salpicado de dunas de ceniza. En la lejanía se alzaban unas colinas oscuras que daban cobijo a la pequeña colmena Verdanus. Pero tras Ludmilla se alzaba el verdadero premio de Volcanis Ultor, la colmena Superior, la sede del gobierno de aquel planeta, del sistema y de toda la senda.
La batalla podría terminar en cuestión de minutos si los Ordinatus dispuestos en las planicies que rodeaban la colmena pudieran dirigirse hacia las tropas enemigas en cuanto éstas aterrizaran, de ese modo podrían lanzar sobre ellos todas sus cabezas nucleares. Sin embargo Ludmilla sabía que eso no ocurriría. El ataque sería liderado por los marines del Caos, los herejes de las legiones traidoras, que recurrirían a la velocidad y a la fuerza de los marines espaciales para adentrarse en las líneas de defensa antes incluso de que muchos de los defensores supieran que habían aterrizado.
Esta batalla no se ganaría en la llanura sino a golpe de bayoneta: el ataque debería ser repelido entre las trincheras de los defensores.
Ludmilla miró hacia las líneas defensivas, que habían sido construidas en un tiempo récord por los equipos de trabajadores de la colmena. Estaban emplazadas en una planta de procesamiento de plasticemento que formaba un bastión que se extendía hasta la orilla del lago. Ludmilla había dispuesto varias escuadras de Hermanas Vengadoras en el tejado de la planta para que desplegaran fuego de cobertura con sus bólters pesados y sus cañones de fusión. Dos lanzamisiles Exorcista protegían la entrada de la planta, y varias escuadras de hermanas estaban parapetadas entre las defensas de rococemento. No podrían entrar en la planta debido a sus depósitos de productos químicos volátiles, pero nada conseguiría traspasar sus defensas.
Alrededor de la planta se extendían largas líneas de trincheras. Frente a ellas, incrustados en la planicie, había bloques de rococemento dispuestos para evitar un ataque con caballería acorazada. En algunos puntos, los bloques habían sido extraídos para canalizar dichos ataques, de ese modo las divisiones acorazadas quedarían atrapadas en medio de un fuego cruzado procedente de las escuadras de Hermanas Vengadoras y de la artillería antitanque operada por las tropas de Balur. En caso de necesidad, las hermanas que ocupaban las primeras líneas de trincheras podrían retirarse a los búnkers prefabricados que tenían detrás, dispuestos en los cráteres donde habían sido depositados desde la órbita cuando se prepararon las defensas.
Para poder romper las líneas, los atacantes tendrían que atravesar diversas trincheras y varias decenas de búnkers. Las tropas de Balur contaban con varios cuerpos de reserva que podrían reforzar las líneas más atrasadas en caso de que los atacantes consiguieran llegar tan lejos, de ese modo las hermanas ocultas en los búnkers podrían cargar por sorpresa contra la retaguardia de los atacantes.
Ése era el plan. Pero Ludmilla sabía tan bien como cualquiera que los planes sólo eran planes hasta que se efectuaba el primer disparo, pero se necesitaría un asalto colosal para poder penetrar la línea defensiva por ese punto, probablemente el tramo mejor defendido, donde las hermanas habían conseguido desplegar una barrera tan impracticable como las propias aguas del lago Rapax.
Ludmilla miró a las tropas de Balur mientras se preparaban para la inspección por parte de uno de los comisarios del regimiento, una figura vestida con un uniforme negro que tenía autoridad para ejecutar a cualquiera, ya fuera oficial o soldado raso, que fuera sospechoso de eludir su deber para con el Emperador. En la lejanía, Ludmilla podía oír su voz mientras pronunciaba diferentes discursos para cada uno de los batallones que inspeccionaba. El Enemigo se acercaba, decía. Intentaría apoderarse de sus mentes incluso aunque destrozara sus cuerpos. Cualquiera que no diera la talla cuando el Enemigo tratara de entrar en su mente tendría suerte de recibir un balazo en la cabeza por parte de sus propios compañeros. Ésta sería una batalla por las almas, no sólo un mero enfrentamiento físico.
Ludmilla dejó sus prismáticos y volvió a ascender por la escala que daba acceso al búnker principal. Dos de sus Celestiales, hermanas de élite que servían en su escuadra de mando, estaban en posición de firmes junto a la entrada mientras la hermana superior Lachryma esperaba para poder hablar con la canonesa.
—Canonesa —dijo entonces con una leve inclinación de cabeza—. Las Serafines están en sus puestos.
Lachryma lideraba las escuadras de hermanas Serafines, unidades expertas en el combate cuerpo a cuerpo y equipadas con retrorreactores para poder desplazarse a los puntos más conflictivos de la batalla. Ellas serían las encargadas de desplegar un contraataque contra cualquier unidad enemiga que atravesara las primeras líneas de trincheras.
—Quiero que se dé prioridad a los puntos de unión de las líneas. Las tropas de Balur son muy efectivas, pero el enemigo intentará aprovechar los puntos más débiles.
—Por supuesto. Las hermanas que están junto a las tropas de Balur afirman que la Guardia Imperial se está poniendo nerviosa.
—Y tiene razones para estarlo. Encárgate tú misma de liderar los himnos de batalla en ese sector. Las tropas de Balur deben escuchar nuestro ejemplo.
—Y… canonesa, ¿puedo hablar con franqueza?
—Adelante.
—El discurso del inquisidor Valinov ha despertado ciertas dudas entre la Guardia Imperial, y creo que también entre las hermanas. Muy pocas de nosotras nos hemos enfrentado en combate a las legiones traidoras. En la Schola Progenium nos enseñaron que no existían.
—Recemos para que algún día eso sea cierto. —Ludmilla se quedó pensativa durante un instante—. Si alguien de los de Balur lo solicita, permita que recen junto a ustedes. Si ellos fallan todo estará perdido.
—Entendido.
—Y, hermana…
—¿Sí, canonesa?
—Las legiones traidoras cayeron porque el Enemigo supo sacar provecho de sus pecados, de su orgullo y de su arrogancia. Ésos son pecados que nosotras no cometeremos. No dejemos que el Enemigo destruya nuestro espíritu antes de que comience la batalla.
Lachryma hizo el saludo reglamentario y salió del búnker para unirse a sus hermanas de batalla. Ludmilla la miró mientras se marchaba. Lachryma era una mujer alta y su presencia era aún más imponente debido a su armadura de exterminador y a los retrorreactores que llevaba a la espalda. Las mangas negras que cubrían los avambrazos de su armadura color rojo sangre estaban decoradas con la Rosa Ensangrentada, símbolo de la orden. En los tiempos anteriores a la Herejía de Horus, los marines espaciales pintaban marcas en sus armaduras para jactarse de sus victorias, pero las hermanas de batalla jamás hicieron algo tan vulgar.
Un miembro del personal de mando de Ludmilla, la hermana Dialogus, encargada de las comunicaciones, subió desde el nivel inferior del búnker.
—Canonesa, el personal del cardenal Recoba se ha puesto en contacto con nosotras. El inquisidor Valinov desea pasar revista personalmente a nuestras tropas.
—Dile que será todo un honor —dijo Ludmilla—. Y que esperamos que nuestras tropas estén a la altura de sus exigencias.
La hermana regresó al nivel inferior para transmitir el mensaje.
«Valinov es un líder nato», pensó Ludmilla. Parecía que había conseguido liderar la defensa sin proponérselo siquiera. La Guardia Imperial parecía acatar todas sus órdenes desde que dijo que las legiones traidoras existían realmente, y Ludmilla tenía la impresión de que algunas de sus hermanas pensaban lo mismo. Ludmilla era soldado, no político, pero aún así admiraba el modo en que Valinov había conseguido hacerse con el control de manera tan rápida, y más cuando había tanto en juego.
La presencia de Valinov significaba mucho más que un liderazgo competente. Las hermanas solían trabajar con el Ordo Hereticus más que con el Ordo Malleus, pero Ludmilla sabía que Valinov probablemente era miembro del Malleus, y que el hecho de que estuviera allí significaba que la amenaza que se cernía sobre Volcanis Ultor era de naturaleza demoníaca.
Marines traidores y demonios. Pocas fuerzas había tan poderosas bajo el mando del Enemigo, era comprensible que Valinov quisiera pasar revista a sus hermanas personalmente. No se trataba de un gesto político sino de una preocupación personal. Los demonios atacarían justo por el límite de las líneas defensivas, intentarían abrir una brecha que les permitiera destruir todas las defensas antes de dirigirse hacia la colmena. Las hermanas debían resistir.
Y resistirían.
* * *
El Rubicón dejó la Sala del Recuerdo antes de que fuera reducida a cenizas. En poco tiempo los salvajes conseguirían penetrar en los niveles inferiores, y cuando lo hicieran los defensores morirían junto con sus libros. Probablemente Serevic sería uno de los últimos en morir, abrasado junto a sus volúmenes humeantes. Alaric lo sabía, y aun así se marchó, no podía desperdiciar ni uno solo de sus Caballeros Grises para ayudar a los defensores en una batalla perdida. Él era un líder, y los líderes no podían desperdiciar las vidas de sus hombres para luchar en causas perdidas.
El puente del Rubicón estaba en silencio excepto por el zumbido lejano de los motores y por el sonido de los cogitadores. Las coordenadas habían sido trazadas y en breves instantes la nave comenzaría un breve salto a través de la disformidad. Sólo le llevaría unas pocas horas llegar hasta el sistema Volcanis, y el navegante del Malleus era lo suficientemente bueno como para llevar al Rubicón hasta los límites de aquel sistema.
Alaric observaba las preparaciones para el salto desde su puesto de mando. De pronto se abrieron las puertas y entró el juez Santoro.
—¿Hermano capitán? He hecho que la tripulación reúna toda la información de la que disponemos sobre Volcanis Ultor.
—¿Y bien?
—Nada que no supiéramos. Un mundo colmena controlado por la Eclesiarquía y con un gobierno meramente simbólico. Hemos echado un vistazo a la localización que nos dio Serevic. El lago Rapax está justo a las afueras de la colmena principal, pero no parece que allí haya gran cosa.
—Sin embargo, sabemos que eso no es del todo cierto. ¿Tenemos las coordenadas de aterrizaje?
—Ése es el problema, los astrópatas afirman que no han recibido ningún mensaje.
—¿Cuarentena?
—Probablemente. Volcanis Ultor está sufriendo una actividad cultista muy fuerte, una cuarentena psíquica sería un paso más que lógico.
—Pero no es lo que más nos conviene a nosotros. Tendremos que presentarnos allí de improviso. De todos modos, quiero que estemos preparados para entrar en combate. Si Volcanis Ultor ha sufrido la misma suerte que Farfallen, a buen seguro no tendremos una bienvenida amistosa.
—Entendido. Informaré a mis hombres.
Alaric descendió de su puesto de mando y se puso al mismo nivel que Santoro. Como siempre, poco podía extraerse de la expresión del juez.
—Juez, sé que te sientes frustrado al no poder combatir, pero Ghargatuloth pretende utilizar eso como arma.
—No estoy dispuesto a ser ninguna arma en manos del Enemigo.
—Lo sé, pero aun así lo intentará. Esta batalla no se luchará en nuestro terreno.
—Siempre ha sido así, tanto para Mandulis como para nosotros.
—Asegúrate de que tus hombres comprenden la situación.
Santoro saludó a Alaric y se marchó. Alaric sabía que Santoro aún no confiaba en él como líder. Sabía que los grandes maestres no lo habían elegido como hermano capitán por sus propios méritos, y que si no fuera porque Ligeia había perdido la cabeza ahora no estaría al mando. Ghargatuloth sería la prueba más dura posible para su capacidad de liderazgo, y con independencia del desenlace, Alaric podría averiguar si su núcleo de fe era lo suficientemente fuerte.
Pero por supuesto esta batalla no era por Alaric, era por los miles de millones de sirvientes imperiales que podrían morir, o algo mucho peor, si la estrella negra de Ghargatuloth conseguía volver a brillar.
—El navegante dice que estamos listos para el salto a la disformidad —dijo uno de los tripulantes desde la sala de control.
—Motores preparados —se oyó una voz a través del comunicador procedente de la popa del Rubicón.
Desde las diferentes cubiertas de la nave se confirmó que la tripulación estaba preparada. El Rubicón estaba listo.
—Adelante —ordenó Alaric, y el Rubicón se adentró de lleno en la disformidad.
* * *
Las defensas navales que protegían Volcanis Ultor eran las más fuertes que se habían visto en todo el sistema, o más bien en toda la senda, desde hacía siglos. El Despiadado era un crucero antiguo pero había demostrado su valía en innumerables ocasiones. Sus diferentes cubiertas daban cobijo a bombarderos Starhawk y a lanzatorpedos Avenger, todos ellos pilotados por hombres curtidos en mil batallas que hasta entonces habían estado convencidos de que su siguiente misión tendría lugar en el Ojo del Terror. El Llama Divina era mucho más moderno y estaba mejor armado, su artillería tenía capacidad para llenar de metralla enormes tramos de espacio y convertirlos en zonas mortíferas para cualquier nave. Los tres cruceros de escolta de la clase Espada del Escuadrón de Absolución eran prácticamente nuevos, su pintura aún refulgía tan brillante como el primer día que fueron botados en los muelles de Hydraphur.
Dispuestos alrededor de Volcanis Ultor, los dos navíos de combate y los tres cruceros de escolta podrían cubrir todo el planeta con facilidad. Había sensores de campo dispuestos sobre los núcleos de población y las estaciones de control orbital enviaban información de manera ininterrumpida. Se había cortado todo el tráfico comercial alrededor del sistema Volcanis, y cualquier nave que se moviera sería considerada como una amenaza.
Las órdenes del inquisidor Valinov habían sido claras. El Enemigo se acercaba y todo lo demás era secundario. Intentaría aterrizar en el planeta, pero el mejor modo de acabar con él sería destruir sus naves mientras estuvieran en órbita desembarcando a las tropas, ya que ése sería el único momento en el que serían vulnerables.
Al capitán Grakinko, del Despiadado, le gustaba hacer cuentas. Uno de los últimos supervivientes de las Purgas de Lastrati, Grakinko había visto decenas de enfrentamientos a través de los ojos analíticos de un oficial. Los estrategas de la nueva escuela aseguraban que los ataques masivos con cruceros de combate eran el arma definitiva, pero Grakinko sabía que una oleada tras otra de cazas y bombarderos podía conseguir lo que ningún crucero de combate era capaz de hacer, y que en una pelea de perros como la que estaba a punto de desencadenarse podrían ser tan rápidos y mortales como un enjambre de avispas.
Grakinko aguardaba en su puesto de capitán, en su trono dorado. El puente de mando de su nave estaba tan elegantemente amueblado que parecía más la sala de baile de un palacio que el corazón de una nave de combate. Esperaba con la tranquilidad de saber que Volcanis Ultor era en aquellos momentos el lugar más seguro de toda la senda.
El Llama Divina, por el contrario, estaba comandado por un grupo de oficiales muy bien entrenados, la mayoría de los cuales se habían graduado en la Academia Naval Imperial de Hydraphur, y todos ellos eran poco menos que fanáticos convencidos de que la artillería pesada y la disciplina podrían acabar con cualquier enemigo. Pryncos Gurveylan, quien obtuvo la calificación más alta de toda una década y pronunció el discurso de graduación de su promoción, era el capitán. Pero todo el cuerpo de oficiales del Llama Divina funcionaba como una única máquina de toma de decisiones, entrenada para analizar cualquier situación y aplicar sobre ella la doctrina de la Marina Imperial. Los cazas del Despiadado serían muy útiles como distracción, pero la artillería del Llama Divina sería la que decantaría la batalla a su favor.
El capitán del Llama Divina compartía un primo segundo con el vicealmirante encargado de la formación del Escuadrón de Absolución, y una comunicación privada con los capitanes de escuadrón había asegurado que ellos y el Llama Divina lucharían como una sola nave. Con los cañones del Llama abriendo fuego a máxima potencia y los escoltas del Escuadrón de Absolución para llevar al enemigo hasta su rango de alcance, nada podría acercarse a Volcanis Ultor sin tener que atravesar una espesa cortina de fuego.
Pryncos Gurveylan estaba seguro, y como capitán debía estarlo, de que todas y cada una de las eventualidades posibles se habían previsto. Todo el puente del Llama Divina estaba tapizado y decorado con madera, un homenaje a las viejas salas y aulas de la academia; de hecho, la propia nave era como una extensión de la academia, un navío que contenía toda la sabiduría de la Marina. Los oficiales trabajaban afanosamente, inclinados sobre enormes mapas que representaban todo el sistema, trazando rutas sobre ellos con compases y reglas, gritando órdenes a ingenieros y subalternos y hablando constantemente por los comunicadores.
Justo en ese momento llegó un mensaje urgente de una de las estaciones de control en los confines del sistema. Una nave acababa de llegar a Volcanis sin previo aviso, y aparentemente estaba preparada para entrar en combate. No cabía duda de que se trataba de un crucero de asalto de los marines espaciales, pero su velocidad y su diseño hacían imposible averiguar su origen.
El Despiadado y el Llama Divina recibieron el mensaje al mismo tiempo, y ambos capitanes sabían que sólo había una explicación posible: tal y como Valinov había dicho, las legiones traidoras habían llegado.