CATORCE

CATORCE

FARFALLEN

Farfallen era un mundo que agonizaba. Hubo un tiempo en el que fue un mundo jardín, un ejemplo más de esa clase de planetas que se mantenían prístinos para que sirvieran como zona de recreo a la nobleza del Imperio. La posibilidad de un retiro dorado en uno de esos mundos siempre había sido una tentación para los gobernadores más ambiciosos y para los comerciantes más voraces que se encontraban bajo la disciplina imperial. Durante la época dorada de la senda, cuando las peregrinaciones en masa permitieron la aparición de enormes fortunas amasadas gracias al dinero de los creyentes, Farfallen era una mezcla admirable de exuberantes bosques vírgenes y jardines minuciosamente cuidados. Las villas de mármol blanco anidaban entre la frondosidad de los bosques lluviosos. Castillos coronados por torres de coral se alzaban en medio de un interminable océano de un paradisíaco color azul. Los yates celestes navegaban entre las nubes mientras los vetustos aristócratas se divertían con el noble juego de la caza.

La Eclesiarquía, la gran responsable de la primacía religiosa de la senda, contaba con una extensa propiedad en Farfallen en la que daba cobijo a la Sala del Recuerdo, donde el legado religioso de la senda se mantenía intacto para la posteridad. El Administratum cobraba un diezmo a aquel mundo jardín para que sus cónsules mayores pudieran disfrutar de un retiro dorado.

Con unos ecosistemas muy estables, una ausencia casi total de depredadores, un clima y una temperatura fácilmente predecibles y con la protección del Adeptus Terra, Farfallen había sido un paraíso muy poco común perdido en la severidad del Imperio. Pero aquello fue hace mucho tiempo.

Ahora, gran parte de Farfallen estaba desatendida y se había vuelto salvaje. Los jardines que tanto se habían cuidado estaban asilvestrados, y las raíces de los árboles se habían abierto paso entre las baldosas de mármol de las villas. La desaparición de la prosperidad económica de la senda había hecho que sólo quedara allí un puñado de familias nobles, envejecidas y aisladas, que se habían retirado a sus mansiones mientras Farfallen se volvía cada vez más salvaje. Al dejar de cultivarse el arte de la caza, los depredadores que se habían importado a aquel planeta convirtieron los bosques en lugares inhóspitos y peligrosos. En algún momento indeterminado, unos visitantes inesperados habían llegado a Farfallen: los humanos asilvestrados habían conseguido infestar los bosques más profundos. Durante siglos nadie se había dado cuenta de su presencia y habían permanecido ocultos ante los ojos de la menguante población imperial de Farfallen.

* * *

Los Caballeros Grises habían perdido dos Thunderhawk en Sophano Secundus, de manera que Alaric sólo pudo llevar a los marines espaciales que cabían en la bodega de la tercera y única cañonera que quedaba. Decidió llevar a su propia unidad y a la escuadra de Genhain. Tenía la certeza de que se enfrentarían a algo difícil de digerir y confiaba en Genhain más que en ningún otro.

Alaric contempló la superficie de Farfallen mientras la Thunderhawk realizaba las maniobras de aproximación. Era la última hora de la tarde y los espesos bosques se veían como una alfombra de color verde oscuro, las ramas retorcidas de los árboles sobresalían como las crines de un animal. Viendo la espesura de aquellos bosques era fácil entender por qué las tribus salvajes se habían ocultado allí, alejadas de los ojos del Imperio, donde finalmente habían sido corrompidas.

El bosque se veía pasar a gran velocidad bajo la Thunderhawk y Alaric pudo ver en el horizonte la Sala del Recuerdo. Había sido construida en un acantilado que se alzaba sobre la cúpula del bosque, era una silueta cuadrada tallada en la pared rocosa. Unas enormes ventanas de arco miraban hacia el bosque como ojos sin vida, bajo un enorme frontón tallado que representaba a antiguos héroes de la Eclesiarquía aplastando a acólitos del Caos bajo sus pies.

Mientras la Thunderhawk realizaba las maniobras finales, Alaric pudo ver los primeros signos del Caos sobre Farfallen. Las luces de hogueras encendidas a nivel del suelo centelleaban sobre la roca. Los mástiles carbonizados marcaban los lugares donde una vez habían ondeado los estandartes. La parte superior de la Sala del Recuerdo estaba llena de impactos provocados por rocas y bolas de fuego lanzadas desde las catapultas de los salvajes. El bosque que cubría la parte superior del acantilado, justo sobre el techo de la Sala, estaba arruinado y pisoteado; los salvajes habían intentado descender por el acantilado sólo para ser blanco de los defensores y precipitarse sobre las rocas. Aún podían verse cuerpos destrozados y amoratados en los salientes del acantilado, testimonio de las primeras fases del ataque. La Sala del Recuerdo, el baluarte imperial más reconocible de todo Farfallen, estaba en estado de sitio.

—El control de la Sala ha respondido a nuestros mensajes —dijo el piloto del Malleus desde la cabina de la Thunderhawk. Si la tripulación del Malleus destinada en el Rubicón había lamentado la muerte de dos de sus pilotos en Sophano Secundus, desde luego no habían dado muestras de ello—. Tenemos permiso para aterrizar en la cubierta superior.

—Adelante —dijo Alaric.

Las tropas instruidas por el Malleus eran una raza peculiar. Todos habían sido adoctrinados en la represión emocional, y Alaric sabía que algunos incluso tenían implantados detonadores corticales preparados para activarse en situaciones críticas o de pánico, de modo que si alguna fuerza del Caos los corrompía serían destruidos antes de producir cualquier daño. Eran poco más que simples servidores, ni siquiera tenían la oportunidad de desarrollar una personalidad completamente humana. Alaric tenía la impresión de que la lucha contra el Caos requería el desperdicio de innumerables vidas, y eso en sí mismo era una victoria para el enemigo.

La Thunderhawk sobrevoló la cubierta y la parte superior del acantilado y efectuó un giro mientras desaceleraba. Alaric pudo ver las líneas de los salvajes que mantenían el sitio. Habían abierto trincheras en círculos concéntricos e innumerables montones de arena señalaban los lugares en los que habían cavado túneles para intentar encontrar un camino de acceso a través de los cimientos. Bajo la Sala del Recuerdo había suficientes pasadizos y cámaras subterráneas como para que esa idea no fuera tan descabellada. En la retaguardia de aquellas líneas habían encendido enormes hogueras alrededor de las cuales bailaban figuras con el pelo alborotado y el cuerpo pintado. Mientras la Thunderhawk descendía, Alaric pudo distinguir sus mutaciones iluminadas por los destellos de su hechicería.

Los salvajes no constituían ninguna amenaza para la cañonera. Sus armas de largo alcance se limitaban a arcos y catapultas. La Thunderhawk desplegó el tren de aterrizaje y se posó sobre el techo de la Sala del Recuerdo. Los escapes de sus motores dejaron unas enormes marcas negruzcas en la pared del acantilado.

La rampa de acceso descendió dejando entrar un olor a roca vieja y a bosque quemado. Las Escuadras de Alaric y de Tancred salieron de la cañonera y formaron sobre las baldosas de mármol veteado de la cubierta superior de la Sala.

Un diácono anciano, cubierto de cicatrices y de pecho amplio se acercó apresuradamente desde un puesto de observación situado en uno de los extremos de la cubierta. Llevaba un rifle automático muy rayado y abollado y vestía unos ropajes eclesiárquicos bastante deteriorados. Junto al muro había unos cuantos novicios y archiveros que miraban con ojos de asombro a los enormes guerreros que emergían de la Thunderhawk.

El diácono era el único que parecía poder dar la talla en combate. Los días de la Sala del Recuerdo estaban contados.

—¡Alabado sea el Trono! —gritó el diácono al tiempo que se aproximaba hacia los marines—. ¡Sólo el Emperador sabe cuánto hemos rezado pidiendo ser liberados! Estábamos empezando a pensar que nunca nos enviarían refuerzos. ¡Y nuestras súplicas han sido escuchadas nada menos que por los marines espaciales! ¡En verdad el Emperador ha escuchado nuestras plegarias!

—No somos refuerzos —dijo Alaric rotundamente—. ¿Es usted quien está al mando?

El diácono esbozó una mueca de decepción. Si aún albergaba alguna esperanza respecto a la salvación de la Sala del Recuerdo, ésta acababa de esfumarse en aquel mismo instante. Pero los sirvientes del Emperador jamás se lamentaban de su suerte e hizo todo lo que pudo para no mostrar su frustración.

—Yo estoy al mando de este nivel —dijo el diácono.

—¿Y abajo?

El diácono suspiró.

—No tenemos a nadie que dirija la defensa, no somos soldados. Yo lo fui una vez, pero no puedo liderar la defensa de un emplazamiento sitiado. Ahora que el confesor Arhelghast ha muerto, el archivero superior Serevic ha sido ascendido, pero no es más que un erudito.

—Bien. Necesito reunirme con él lo antes posible.

—Le indicaré a uno de los novicios que lo acompañe abajo. Pero… hermano… si sólo alguno de ustedes pudiera quedarse. Tan sólo uno. Piense en todo lo que está en juego aquí, piense en lo que el Enemigo podría hacernos. Un solo marine espacial puede luchar como cien hombres normales, todo el mundo lo sabe.

—Farfallen debe vencer o morir solo, diácono. Cuando llegue el momento de enfrentarnos al Enemigo necesitaré a todos mis hermanos de batalla. Hagan lo que puedan para sobrevivir, pero mis marines no van a quedarse aquí para morir por ustedes.

Por un instante pareció como si el diácono fuera a replicar a Alaric, pero decidió guardarse sus palabras. Él no había elegido ponerse al mando, pero era el único que podía hacerlo. Ahora que toda esperanza se había perdido, quizá podría mirar a la muerte a los ojos y darse cuenta de que la única batalla que debía ganar era la lucha contra el desánimo.

* * *

La Sala del Recuerdo estaba horadada en las profundidades de la roca, era como una madriguera repleta de corredores abovedados y altísimas capillas que parecían haber sido diseñados sin ninguna razón o propósito concreto. Pilas enormes de manuscritos y pergaminos poblaban todas y cada una de las habitaciones o cámaras, e incluso se extendían por algunos de los corredores. La sala principal, si es que había sido diseñada con alguna finalidad concreta, no había sido concebida como una biblioteca. Según caminaba, Alaric extrajo uno de los volúmenes, el título de la cubierta lo identificaba como una relación de diezmos pagados a una de las subcapillas de Volcanis Ultor. La última entrada estaba fechada hacía más de trescientos años.

Todo el lugar apestaba a papel podrido. El novicio que los guiaba a través de la Sala, un predicador alto, delgado y con los ojos hundidos, llevaba un antiguo rifle láser que evidentemente no sabía utilizar. Guiaba a los marines hasta la zona más baja, donde los gritos de los salvajes que había fuera atravesaban los muros. Aquel joven estaba aterrorizado por los Caballeros Grises; de hecho, muy pocos ciudadanos imperiales llegaban a ver a algún marine espacial, y mucho menos a estar tan cerca de ellos. Para él debía de ser como un sueño en medio de la pesadilla de aquel asedio.

—¿Cómo está organizado todo esto? —preguntó Genhain expresando la misma duda que invadía a Alaric.

—Lo cierto es que… no lo está, señor —contestó el novicio—. Los archiveros lo mantienen todo en orden, pero dentro de sus cabezas. Nunca dejan nada por escrito. La palabra del Emperador está en las mentes y en los corazones de sus súbditos, no escrita para que los herejes la tergiversen a su antojo.

Alaric suspiró en su interior. Al igual que ocurría con todas las organizaciones imperiales, el tamaño de la Eclesiarquía iba acorde con su variedad. Cada predicador o confesor hacía las cosas a su manera, y a pesar del afán conservador de los sínodos de la Tierra y de Ophelia VII, diversas cuestiones de dogma e interpretación podían hacer que una rama del culto imperial a veces pareciera una religión completamente diferente. Era evidente que las tradiciones según las que se trabajaba en la Sala del Recuerdo tenían más que ver con la importancia que una vez tuvo Farfallen que con la voluntad del Emperador. Los archiveros superiores habían decidido blindar su posición privilegiada asegurándose de que sólo ellos pudieran comprender los archivos.

Los niveles centrales contenían las oficinas de los archiveros. La mayor parte de ellas estaban vacías, pues por aquel entonces la Sala del Recuerdo había perdido a casi todo su personal. En el muro de uno de los laterales se podían ver las celdas de los novicios; un par de ellas daban cobijo a dos aprendices que se recuperaban en su interior. La cama de otra de las celdas contenía un cuerpo cubierto por las sábanas sobre cuyo pecho alguien había colocado un ejemplar muy usado del Hymnal Imperator como signo de respeto.

—Archivero superior Serevic —dijo el guía humildemente mientras se apartaba hacia un lado y señalaba una puerta de madera oscura. Alaric la abrió y una nube purpúrea de incienso se extendió por el corredor. El novicio tuvo que contener la tos mientras Alaric atravesaba el umbral.

Los implantes augméticos de Alaric permitían que ni el incienso ni la oscuridad lo afectaran, pero aun así la visión que contempló era bastante desalentadora.

Serevic, un erudito humilde de mediana edad, estaba inclinado sobre una lámpara mientras estudiaba concienzudamente un enorme tomo. Era evidente que hacía algún tiempo que aquel hombre había decidido encerrarse en su habitación.

En cuanto percibió la intrusión, Serevic miró a su alrededor dispuesto a reprender al novicio que había osado interrumpirlo. Cuando vio a Alaric, cuya enorme silueta apenas cabía por la puerta, sus ojos vidriosos se abrieron de par en par y estuvo a punto de caerse de la silla, tuvo que apoyarse en la pared que tenía a su espalda y del asombro casi derribó la pila de libros y manuscritos que tenía a su lado.

—¿Quién…? ¡Qué el Trono nos asista!

Alaric entró en la habitación. Vio que la cama estaba sin hacer y que había papeles tirados por todas partes y montones de libros apilados contra las paredes.

—¿Archivero Serevic?

—Superior… Archivero superior Machas Lavanian Serevic.

—Bien. Hermano capitán Alaric, de los Caballeros Grises al servicio de la Inquisición del Emperador.

—¿La Inquisición? Pero… aquí todos somos sirvientes temerosos del Emperador, no hay necesidad de…

Alaric levantó la mano.

—No hemos venido a juzgarlo. La oscuridad se está cerniendo sobre la senda y para poder enfrentarnos a ella necesitamos que nos proporcione cierta información.

Serevic intentó reponerse, pero aún le temblaba la voz.

—Incluso desde aquí se pueden oír sus cánticos en mitad de la noche. Dicen que su Príncipe ha regresado.

—Y no les falta razón. Va a reaparecer en algún lugar de la senda, pero podremos luchar contra él si conseguimos averiguar dónde. La misma escalada de violencia que se está produciendo aquí se ha extendido por todas partes, y no nos queda mucho tiempo.

—Todos los archiveros han muerto. Ya hemos sufrido demasiadas pérdidas.

—Pero no perderemos esto. El Príncipe de las Mil Caras se alzará sobre la tumba de san Evisser.

Hubo una larga pausa.

—No existe tal tumba.

Alaric se inclinó amenazante sobre Serevic.

—El Príncipe necesita el cuerpo de san Evisser para regresar, ésa es la única razón por la que está en la senda.

—Hermano capitán, no existe tal tumba, no hay ningún santo, y el hecho de que la senda esté a punto de desaparecer lo demuestra. Hace tiempo que fuimos abandonados.

Serevic se armó de valor. Aquél era un momento para el que había estado preparándose desde hacía tiempo, lo que significaba que era algo muy importante para él, pues era evidente que no estaba capacitado para liderar la defensa de la Sala.

—¿Qué es lo que ha pasado aquí? —preguntó Alaric.

—La Inquisición del Emperador no puede ayudarnos, hermano capitán. La Iglesia Imperial debe seguir su propio camino.

—Muy bien. —Alaric se volvió para dirigirse al juez Genhain, que aguardaba en la puerta—. Quemad todo esto.

Serevic ahogó un grito.

—¿Quemarlo? Pero… todo esto es sagrado, es nuestra…

—La Sala del Recuerdo no va a resistir y este conocimiento caerá en manos del Enemigo. Si no es beneficioso para el Emperador, entonces debe ser reducido a cenizas.

—¡No puede ser! ¡Es imposible! ¡Esto es un sacrilegio! ¡La palabra sagrada debe preservarse! ¡Quemar todo esto es una herejía!

—Lo primero que pensé —dijo Alaric con mucha cautela— fue que los archiveros simplemente querían asegurar sus posiciones privilegiadas. Pero ésa no es la razón por la que mantienen todo este conocimiento almacenado tan sólo en sus memorias. ¿No es cierto, Serevic?

El hermano Ondurin había activado su incinerador y una pequeña llama azulada ardía en la parte frontal.

—Usted está aquí para proteger todo este conocimiento, está aquí porque la Eclesiarquía sabe algo sobre la senda, y sobre san Evisser y Ghargatuloth, y quieren que se mantenga en secreto. Nos estamos ofreciendo para destruirlo todo, de este modo cuando los salvajes acaben con ustedes no quedará ningún secreto que buscar. ¿Por qué no íbamos a quemarlo? Les estaríamos prestando una valiosa ayuda. ¿Por qué le preocupa tanto salvar todo esto?

Serevic habló casi entre sollozos.

—Porque… porque aún no está completo.

Alaric alzó la mano de nuevo. Ondurin bajó el incinerador con el que se disponía a lanzar una llamarada a la pila de libros amontonados en la estantería más cercana.

—La Eclesiarquía debería haber elegido a alguien con más fuerza de voluntad para preservar sus secretos. Díganos lo que necesitamos saber o lo quemaremos todo delante de sus propios ojos.

Una lágrima se deslizó por el rostro de Serevic.

—No puedo decírselo. ¡Por el Trono de Terra! Me trajeron aquí cuando era niño, y aunque nunca he sabido nada, siempre me han dicho que hablar era un pecado mortal… —Serevic alzó la vista. Sus labios temblaban—. Pero… pero se lo puedo mostrar.

* * *

Kelkannis Evisser no era nadie. No era más que un adepto novicio al que enviaron a las humildes oficinas del Administratum en Solshen XIX cuando aún era un planeta recién colonizado destinado a convertirse en un mundo agrícola. No era más que otro nombre en una lista, igual que los de millones de hombres y mujeres que jamás conseguirían nada.

Estando ya muy avanzada la vida de Evisser, Solshen XIX se cruzó en el camino de los pielesverdes. Aquellos orkos pertenecían a una más de las miles de razas guerreras que merodeaban por las fronteras del Imperio, y las carnicerías que desataban periódicamente en los diversos asentamientos imperiales formaban parte de la vida de cualquier ciudadano, igual que rezar, trabajar u obedecer.

Cuando abandonaron Solshen XIX no quedaba nada, nada excepto ruinas humeantes.

Y Kelkannis Evisser.

No fue el único superviviente de la historia del Imperio. En torno a estos personajes se levantaban verdaderos mitos. Algunos decían que se trataba de infelices desafortunados, ya que habían agotado la suerte de todos los que estaba a su alrededor, otros decían que habían sido tocados por la fortuna, protegidos por la gracia del Emperador. Para el Administratum un superviviente no era más que un adepto a quien había que trasladar mientras se reconstruía el asentamiento de Solshen XIX.

Pero Kelkannis Evisser no volvería a formar parte de la compleja maquinaria del Administratum. Había contemplado la voluntad del Emperador mientras los pielesverdes masacraban a sus semejantes. Había podido ver que incluso los orkos, a su manera, también eran instrumentos en manos del Emperador. El Emperador los había enviado para mostrarle a Evisser lo infinito de su misericordia, el calor abrasador de su ira y su inquebrantable fe en una humanidad destinada gobernar las estrellas. Kelkannis había sido elegido para sobrevivir precisamente porque era un ciudadano anónimo, igual que los miles de millones que formaban el rebaño del Emperador, y su tarea era mostrarles a todos que el mensaje del Emperador estaba dirigido a humildes y ricos por igual.

Pensaron que estaba loco. Y él no quiso demostrar lo contrario. Aquellos a quienes enviaban para disuadirlo lo acababan escuchando, y pensando que lo que lo salvó de aquellos pielesverdes fue algo más que simple fortuna. El mero hecho de que el Administratum no consiguiera convertirlo en un engranaje más de su máquina hacía que fuera alguien especial. Ni siquiera la fría e implacable burocracia del Imperio consiguió subyugar su espíritu.

Era más que un simple hombre que difundía la palabra del Emperador inspirado por una gracia divina. Era la esperanza personificada, la esperanza de que los hombres y mujeres más humildes del Imperio jugaran un papel decisivo en los planes que el Emperador tenía para la humanidad, la esperanza de que una sola alma significara algo para el Imperio.

Si había algo que la gente del Imperio necesitaba era eso, la esperanza. Muchos mundos suplicaban a Evisser que los visitara, y cuando lo hacía los gobernadores y los Arbites se mostraban incapaces de controlar a las enormes masas que acudían a escuchar sus palabras. Muy pronto empezó a hablarse de su canonización.

Entonces llegaron los milagros. Una terrible plaga estaba hostigando una de las colmenas puerto de Trepytos. Evisser se adentró en el corazón de la zona bajo cuarentena y permaneció allí durante seis meses, aliviando el dolor de las últimas horas de miles de moribundos y consolando a millones de ciudadanos haciéndoles saber que morirían bajo la gracia del Emperador. Ese hecho en sí mismo ya constituía un milagro, pero a pesar de estar noches enteras en vigilia junto a las camas de los moribundos, Evisser no fue infectado por la plaga.

Una revuelta de esclavos mutantes de Magnos Omicron amenazaba con sumir aquel mundo forja en la anarquía. Milagrosamente, Evisser caminó entre el fuego cruzado para parlamentar con los líderes de la rebelión y, mediante las palabras del Emperador que emanaban de sus labios, consiguió que depusieran las armas y volvieran a inclinarse ante el yugo del Imperio.

En los vacíos que separaban los sistemas estelares, los navíos espaciales comenzaron a seguir a Evisser allí adonde fuera, pues por donde él pasaba la disformidad quedaba en calma. Ni uno solo de aquellos navíos sería azotado por la locura o por tormentas de disformidad siempre y cuando siguieran sus pasos. Y de ese modo se delimitaron las fronteras de la senda, sus diferentes sistemas quedaron unidos mediante los viajes de Evisser, que se movía por aquel territorio cuidando de los oprimidos y los desamparados.

Iluminó con la gracia del Emperador muertes que de otro modo habrían resultado en vano. Allí adonde iba dejaba una estela de diligencia y fe restaurada. Los ciudadanos de la senda sentían una profunda admiración hacia él y pronto empezaron a adorarlo fervientemente. Antes de que transcurriera un año desde su milagro en Trepytos ya había festividades y procesiones en su nombre. Al poco tiempo comenzaron a pasarse por alto las especulaciones sobre su canonización y la gente empezó a referirse a él como san Evisser, porque ¿qué otra cosa podía ser aparte de un santo? Era un individuo tocado por la milagrosa gracia de la voluntad del Emperador, la personificación de su control sobre los designios de la humanidad.

Y así se convirtió en un santo en vida. Kelkannis Evisser realizó milagros que llegaron a convertirse en sinónimos de su propio nombre. Pasó décadas viajando a prácticamente todos y cada uno de los sistemas de la senda, y pasara por donde pasara se erigían templos y capillas en su nombre. La mismísima Sala del Recuerdo se construyó en el lugar exacto en el que posó sus pies sobre Farfallen por primera vez. Se dice que cuando descendió por la rampa de su lanzadera todas las flores del planeta se abrieron llenas de alegría. Bendijo las oscuras torres de Volcanis Ultor y las forjas geotermales subterráneas de Magnos Omicron, los campos de Victrix Sonora y los fecundos océanos de Solshen XIX, su bendición llegó incluso hasta las mismísimas estrellas que brillaban sobre la senda.

Gracias a san Evisser un trecho de espacio fronterizo se convirtió en una amalgama de mundos prósperos y florecientes. Los peregrinos comenzaron a llegar en masa trayendo riquezas consigo, y en agradecimiento, los ricos y poderosos construían monumentos en honor a san Evisser. Pronto se olvidaron de los votos de humildad de la Eclesiarquía y empezaron a erigir catedrales con cúpulas de oro y estatuas recubiertas de diamantes, todo un despliegue de arte de un valor incalculable en nombre de Evisser.

La senda había visto nacer a un santo cuyo fin era demostrar que el Emperador velaba por el bienestar de toda la humanidad, de ricos y humildes, de poderosos y anónimos, de aquellos que llenaban las iglesias y de los que permanecían olvidados en colmenas y forjas.

Y mientras la senda perdurara, Evisser nunca moriría.

* * *

Alaric cerró el libro muy enfadado. Serevic lo había llevado hasta una estancia secreta oculta tras la pared en la que montones de libros y pergaminos estaban esparcidos por el suelo sin ningún orden aparente. Serevic conocía a la perfección el contenido de cada uno de ellos, por eso sólo le había entregado a Alaric los verdaderamente relevantes, los que contenían la verdadera historia de san Evisser.

Dejando de lado enaltecimientos y mitificaciones, lo que quedaba era una verdad muy débil. Todo lo que Alaric tenía era el esqueleto de la vida de un santo. No había detalles, no había ninguna descripción ni de la familia de Evisser ni de nadie de su círculo, ni siquiera se sabía qué aspecto tenía. Por supuesto, la historia del Imperio nunca se había escrito en su totalidad; hacer tal cosa resultaba imposible. Los acontecimientos del pasado más lejano, si es que conseguían sobrevivir el tiempo suficiente, quedaban envueltos en una nebulosa de interpretaciones diferentes y falta de veracidad. Pero esto era algo distinto. ¿Por qué razón habría instruido la Sala del Recuerdo a sus archiveros para que mantuvieran tanto secretismo en torno a la figura de san Evisser?

Alaric estaba prácticamente solo en la oscuridad de aquella cámara. Un novicio con aspecto de estar aterrorizado esperaba junto a la puerta, acompañaba a Alaric como muestra de que, a pesar de estar sitiada, la Sala mantenía el protocolo que todo sirviente imperial merecía. Genhain y el hermano Ondurin, con su incinerador aún a punto, estaban al otro lado de la puerta. Los marines espaciales de Genhain y Alaric habían desplegado un cinturón defensivo en torno a aquella cámara. No se trataba de ninguna demostración de fuerza: Alaric estaba seguro de que podía oír los golpes de los salvajes que estaban excavando túneles bajo la Sala. Era sólo cuestión de tiempo que consiguieran entrar.

—Juez Genhain —dijo Alaric. El marine se acercó hasta él dejando a Ondurin junto a la puerta—. ¿Qué opinas de todo esto?

Genhain caminó hasta la mesa en la que estaba sentado Alaric y comenzó a leer el volumen que tenía frente a él. Se trataba de una historia de la senda, una historia oficial pero muy imprecisa. Serevic le había asegurado a Alaric que la descripción de san Evisser que contenían aquellas páginas, junto con unos pocos documentos que confirmaban algunos de sus milagros, constituía todo el corpus de información que la Eclesiarquía quería proteger.

—No es que sea mucho —dijo Genhain mientras la examinaba.

—Pero es la verdad.

—Quizá sea ésa la clave.

Alaric pensó por unos instantes. ¿Qué hacer ahora? Hubo un hombre llamado Evisser que decía haber sido inspirado por el Emperador y que era considerado un santo. Eso era todo.

Y, por supuesto, ésa era la clave.

Alaric se levantó, cogió el libro y salió apresuradamente de la cámara. Tan sólo se detuvo para lanzarle una mirada al novicio, que permanecía asustado junto a la puerta.

—¿Dónde está Serevic?

El joven señaló con su brazo tembloroso. Alaric comenzó a caminar en la dirección que le había indicado, a través de una galería alargada y de techo bajo cuyas paredes estaban cubiertas de páginas arrancadas de libros prendidas en las vigas de madera o adheridas a la roca. Serevic estaba en el centro de la galería, buscando entre aquellas palabras como si quisiera encontrar una ventana que mirara hacia los exuberantes paisajes de Farfallen.

—Nunca hubo ningún san Evisser —dijo sin rodeos Alaric mientras arrojaba el libro a los pies de Serevic—. La Eclesiarquía nunca confirmó su canonización. Fue proclamado santo por el pueblo y a la Eclesiarquía no le quedó más remedio que aceptarlo, pero para ellos no era más que un ciudadano cualquiera.

Serevic pareció desinflarse, parecía incluso mucho más indefenso que antes. Negó con la cabeza con tristeza.

—Nunca pudimos aceptar que emanara tanta bondad de un solo hombre. La vergüenza es lo que nos ha hecho mantener el secreto. —Miró hacia Alaric y pareció que estaba a punto de echarse a llorar—. ¿Se imagina lo que habría ocurrido si los cardenales lo hubieran denunciado? Se habrían producido disturbios terribles. El odio no habría caído sobre los enemigos del Emperador, sino sobre los que le eran fieles.

—Pero Evisser hizo milagros —continuó Alaric—. Consiguió crear la senda en mitad de un tramo de espacio fronterizo. Debería haber sido un candidato para la canonización. ¿Qué es lo que encontraron?

—Cuando empezaron a investigar ya era demasiado tarde —continuó Serevic. Había ocultado aquella información durante tanto tiempo que ahora que había cometido el pecado de confesar tenía que revelarla en su totalidad—. Evisser se había convertido en un santo para el pueblo mucho antes de que se constituyera el tribunal de beatificación. Cuando llegó hasta el Santo Sínodo ya era demasiado tarde. Nuestros propios cardenales predicaban en catedrales construidas en su honor. Los fieles mencionaban su nombre en las plegarias. Es imposible erradicar una creencia como ésa, y menos cuando mantiene unido un lugar como la senda.

Entonces Alaric se dio cuenta de que Ghargatuloth no sólo había elegido la senda, sino que probablemente la había creado él mismo.

—De modo que los cardenales dejaron que su culto continuara hasta que la senda entrara en franca decadencia y san Evisser fuera olvidado. Pero ¿por qué nunca fue canonizado? ¿Qué es lo que descubrieron de él?

Serevic contuvo un sollozo. Al otro lado de los muros los cánticos de los salvajes se volvieron más fuertes: se estaban preparando para un nuevo ataque.

—Todo esto —dijo Serevic casi entre suspiros—, todo esto arderá.

Alaric cogió a Serevic por el cuello y lo aplastó contra la pared de la galería, su cabeza casi tocaba el techo. No le haría falta más que un simple movimiento para machacar al archivero.

Serevic buscó con la mirada los ojos de Alaric.

—Su… su mundo de origen estaba contaminado… Si los cardenales lo hubieran ignorado y después se hubiera descubierto los disturbios habrían sido mucho más graves… Evisser el traidor, otra guerra santa, una nueva Plaga del Descreimiento…

Alaric soltó a Serevic, que se hundió poco a poco en el suelo, privado ya de toda dignidad.

—Su mayor traición es lo que no ha sido escrito —dijo Alaric lanzando el libro hacia Serevic de una patada—. Nada de mundo de origen, nada de tumba ni de canonización, la Eclesiarquía sabía que Evisser podría estar contaminado y dominado por alguna fuerza oscura. Y tenían razón. Pero prefirieron dejar que enraizara entre los mundos del Imperio antes que admitir que no tenían control sobre el nuevo profeta. ¿Dónde nació? ¿Dónde fue enterrado?

Serevic comenzó a sollozar.

—¡Hable! O reduciremos todo esto a cenizas junto con su endeble cuerpo.

Serevic hundió la cabeza entre las manos. Estaba derrotado. Desde que era novicio, desde que era niño, había sido instruido para preservar el conocimiento sagrado de la senda en nombre del Emperador. Ya no le quedaba nada, y sabiendo que ocurriera lo que ocurriera todo aquel conocimiento acabaría ardiendo, finalmente se rindió.

—Nació en Sophano Secundus —dijo Serevic con voz temblorosa—. Pero lo enterramos en Volcanis Ultor.