TRECE
COLMENA SUPERIOR
Las oficinas del cardenal Recoba bullían de actividad. El oficial de enlace del Adeptus Arbites se había instalado en una de las capillas anexas y no cesaba de gritar órdenes a través de su comunicador. Intentaba coordinar las unidades del Arbites con las fuerzas de orden público diseminadas por todo Volcanis Ultor. Los tres adeptos que componían la unidad principal del Departamento Munitorum estaban rodeados de informes y formularios, decenas de adeptos menores iban de un lado a otro llevando mensajes para organizar las líneas de abastecimiento de las tropas que estaban desembarcando en aquel mundo colmena. Representantes de varias casas nobles, incluida la del gobernador imperial de Volcanis Ultor, merodeaban por las antesalas y por los corredores inferiores intentando hacer que alguien los escuchara.
El cardenal Francendo Recoba había visto gestarse la crisis y se había asegurado de ser él quien estuviera al mando. El gobernador Livrianis se encontraba bajo arresto domiciliario para prevenir un posible riesgo de corrupción. Se trataba de un hombre mezquino y débil de corazón, por lo que se necesitaba a alguien como Recoba para afrontar una crisis como aquélla. Volcanis Ultor era el principal mundo colmena de la senda y su población constituía un porcentaje bastante alto del total de los ciudadanos imperiales de aquella zona, por esa razón tenía que ser aislada de la creciente ola herética a cualquier precio. Recoba era el único hombre que gozaba del respeto y la autoridad natural suficientes como para custodiar el planeta, y el único capaz de organizar una fuerza militar defensiva que estuviera preparada cuando la crisis estallara y las legiones del Enemigo hicieran acto de presencia.
Hacía años que Recoba predicaba entre sus semejantes la idea de que la Eclesiarquía sólo podía hacer cumplir el verdadero culto imperial si contaba con la suficiente autoridad, tanto temporal como espiritual. El hecho de haber sido elegido para liderar la defensa del principal mundo colmena de la senda, en un momento en el que ésta necesitaba reforzar su fe más que cualquier otra cosa, era una prueba irrefutable.
Las oficinas de Recoba ocupaban varios niveles de la colmena Superior, la colmena principal de Volcanis Ultor. Estaban localizadas en la espiral secundaria. La principal, en la que habitaban las familias nobles, incluida la del gobernador, estaba fuertemente protegida por las Tropas Municipales del Orden, apostadas en todas y cada una de las entradas. Las cámaras privadas de Recoba ocupaban tres de esos niveles; era una zona que él consideraba su reducto personal a la que sólo tenían acceso sus consejeros de confianza y los representantes invitados. El resto de las oficinas estaba dividido en enormes salas de recepción y en capillas que Recoba empleaba para satisfacer las necesidades espirituales de la élite de Volcanis Ultor. Era precisamente en estos niveles donde las autoridades envueltas en la defensa del planeta habían establecido sus bases. Recoba acababa de recibir a la canonesa de la Orden de la Rosa Ensangrentada, cuyas Hermanas de Batalla habían desembarcado para reforzar las líneas defensivas en torno al lago Rapax, en los alrededores de la colmena Superior. Unos cuantos oficiales de la Guardia Imperial estaban intentando tener acceso a la zona privada de Recoba con el fin de coordinar a los regimientos que en aquellos momentos patrullaban las zonas de riesgo y formaban posiciones defensivas.
En aquel momento la crisis parecía estar a mucha distancia. Recoba estaba sentado en su cámara revisando algunos informes que acababa de recibir. Aquella estancia estaba decorada como un dormitorio de lujo, a pesar del hecho de que Recoba nunca dormía allí y sólo la utilizaba para recibir a sus consejeros de confianza. Sabía que le sentaba bien retirarse a sus cámaras privadas cuando todo lo que había a su alrededor estaba en plena confusión. Debía mantener la cabeza fría por encima de todo. Sería mucho más fácil centrarse en los detalles, cien víctimas por un lado, cien supervivientes por otro… Recoba dio un trago de vino importado de Dravia, de una buena cosecha, que había reservado para una crisis, y volvió a concentrarse en revisar el estado general de Volcanis Ultor.
Recoba comprobó que se había perdido el contacto con casi la mitad de los niveles de la colmena Tertius, ya que habían sido invadidos por una masa de trabajadores bajo la influencia de algún movimiento mesiánico popular. El cardenal movió la cabeza e hizo un gesto de desaprobación. Tenía la esperanza de que el cierre de todas las rutas de acceso supondría el final de los problemas para aquella colmena, pero ahora parecía que los supervivientes corrían el riesgo de perder la cabeza a causa de aquella oleada de herejía. Tendría que enviar a la sección de exploradores del XII.º Regimiento de Methalor para evitar que la locura se extendiera.
El siguiente informe que recogió de su escritorio era un comunicado del coronel al mando del VII.º Regimiento de Infantería de Salthen, en el que pedía disculpas por no poder destinar a sus tropas a la defensa de Volcanis Ultor, pues debía implicarse activamente en las defensas de Salthen. Recoba lanzó un suspiro. Ahora tendría que pedir un par de favores a varios miembros del clero de Salthen, de ese modo le demostraría al coronel que unas pocas palabras por parte de los predicadores del regimiento podían hacer que su posición se tambaleara.
Alguien llamó a la puerta de madera de la cámara y Recoba levantó la vista muy molesto.
—Adelante —dijo bruscamente.
Un servidor doméstico abrió la puerta con una mano de cromo pulido. Acto seguido, el diácono Oionias entró en la estancia; era un hombre joven pero ambicioso, en quien Recoba confiaba como mensajero y como asesor.
—Su santidad —dijo Oionias—. Hay alguien que necesita hablar con usted urgentemente.
—Recuérdale a ese alguien que aquí seguimos ciertos protocolos. Mi tiempo es muy valioso. Si es tan importante dile que hable con el abad Thorello.
—Ése es el problema, su santidad —repuso Oionias, su rostro redondo estaba visiblemente enrojecido—. Dice que tiene la suficiente autoridad como para dirigirse a usted directamente.
—Yo no tengo tiempo para…
—Para mí sí tiene tiempo, cardenal.
Aquella voz resonó desde detrás de Oionias y acto seguido un hombre entró en la habitación pasando junto al joven diácono. Era alto y de constitución fuerte, de rostro afilado, rasgos nobles y ojos inteligentes. Vestía un abrigo reversible decorado con bordados de armiño y un uniforme de oficial de color verde con varios cuchillos enfundados en el pecho. Sus botas de cuero sintético brillaban como el cristal.
—Disculpe mi intromisión, su santidad —dijo gentilmente e inclinando la cabeza—. Pero será más fácil conseguir lo que buscamos si tratamos personalmente el uno con el otro. Traigo noticias cruciales para la defensa de Volcanis Ultor, así como para la supervivencia de toda la senda.
Al oír estas palabras Recoba se sintió algo menos ofendido.
—¿A qué autoridad representa?
—Tengo el honor de traerle noticias de la Santa Orden de la Inquisición del Emperador —afirmó el visitante al tiempo que extraía de su abrigo una pequeña escarapela de la Inquisición—. Soy el inquisidor Gholic Ren-Sar Valinov, y me temo que nuestro enemigo puede ser mucho más peligroso de lo que ustedes suponen.
* * *
Las almenas de la fortaleza de Trepytos se veían lóbregas y frías. Aquellos bloques de granito oscuro eran como dientes mellados incrustados en los límites de la fortaleza, alrededor de la cual se extendía una ciudad decrépita y taciturna que se perdía en la planicie yerma de color marrón grisáceo. Hubo un tiempo en el que Trepytos era hermosa, pero ahora se mostraba caduca y moribunda. La fortaleza aún se erguía imponente con sus infranqueables muros y sus enormes puertas protegidas por barbacanas y emplazamientos para cañones, pero ahora incluso las piezas de artillería se habían oxidado y el destacamento que se encargaba de ellas había desaparecido hacía ya mucho tiempo. La fortaleza había estado allí desde antes de que el Ordo Hereticus la eligiera como cuartel general de la Inquisición en la senda, pero ahora era difícil imaginarla rodeada de algo que no fuera una lenta y lúgubre decadencia.
Alaric se encontraba en lo alto del almenaje, su sentido de la vista potenciado escudriñaba la luz trémula sobre el límite del horizonte del océano que se extendía a una cierta distancia. El Rubicón brillaba como una moneda de plata en el cielo, directamente sobre su cabeza, y había luces que brillaban a lo largo de las zonas habitadas de la ciudad. El viento se colaba entre las almenas y seguramente la mayoría de los hombres estarían helados hasta los huesos, pero Alaric apenas lo notaba.
Estaba muy cerca. Él lo sabía. Contaba con una ventaja que Ghargatuloth nunca había esperado que los Caballeros Grises pudieran aprovechar. Alaric se había enfrentado a uno de los elegidos de Ghargatuloth en Sophano Secundus, lo que significaba que el lugar que había llevado a los Caballeros Grises hasta el punto en el que se encontraban, el edificio del Administratum en el que se ocultaban los cultistas de Victrix Sonora, era un emplazamiento muy importante.
—¡Hermano capitán! —gritó el juez Tancred. Su voz resonó por encima del rugido del viento. Tancred, que se dirigía hacia Alaric portando su armadura completa, era incluso más alto que aquellas megalíticas almenas—. El personal de la fortaleza ha encontrado lo que necesitabas. —Llevaba una placa de datos en la mano.
—Bien —asintió Alaric mientras la cogía—. Puede que tengamos que partir muy pronto. ¿Preparado?
—Como siempre, hermano capitán.
Alaric vio que Tancred estaba sudando y que su armadura había perdido el brillo; acababa de finalizar los ritos de entrenamiento con su escuadra. Tancred había aumentado progresivamente la intensidad de sus prácticas, convirtiendo los niveles abandonados de la fortaleza en madrigueras llenas de trampas para los simulacros de combate de los Caballeros Grises. El juez Santoro también había hecho que sus hombres entrenaran duro, realizando incursiones a través de los muros y de los niveles superiores de la fortaleza. Los Caballeros Grises necesitaban combatir. La senda estaba perdiendo la cordura delante de sus propios ojos, y para ellos, el mero hecho de sentarse a mirar cómo eso ocurría ya era una blasfemia.
—¿Sabes dónde buscar? —preguntó Tancred.
—Sé por dónde empezar —contestó Alaric—. Sé por qué Ghargatuloth hizo que Ligeia perdiera la cabeza. La información es su debilidad. Si conseguimos suficiente información podremos usarla en su contra. Piensa en ello, en Soprano Secundus conseguimos darle un duro golpe porque destapamos una parte del plan que había urdido desde antes de ser desterrado. Y ahí es donde está el nexo.
—¿El nexo?
Alaric comenzó a revisar los archivos de la pizarra de datos.
—Sabemos que el culto de Victrix Sonora asaltaba edificios de la Eclesiarquía y robaba reliquias. Han estado haciéndolo durante mucho tiempo, desde mucho antes de ser descubiertos. El Arbites pensaba que simplemente se trataba de contrabando, y nadie le dio importancia al resto de las actividades del culto. —Alaric hizo una pausa—. Y… y el misionero Crucien decidió basar su culto de Sophano Secundus en la misión imperial. Podía haberlo escondido en los bosques o en las montañas, tenía un planeta entero donde elegir, pero decidió quedarse en el lugar más obvio, en un lugar santificado por la Iglesia Imperial. ¿Por qué?
—Porque el Enemigo es perverso —respondió Tancred con franqueza—. No se guía por la lógica.
—No sólo me refiero a Sophano Secundus. ¿Por qué aquí? —Alaric extendió los brazos señalando a su alrededor—. La última vez que Ghargatuloth pudo reinar se escondió en Khorion IX. Aquello estaba en el extremo más aislado del Segmentum Pacificus, nos llevó más de cien años dar con él. Pero ¿por qué la senda? Hay lugares mucho más aislados, hay sectores del espacio completamente vacíos en los que podía haberse escondido. ¿Qué hace que la senda de San Evisser sea tan especial?
—¿San Evisser? —preguntó Tancred.
—San Evisser. Ghargatuloth tenía a sus cultistas acumulando reliquias, pero necesita la reliquia más importante de todas para poder volver. —Alaric le enseñó a Tancred la placa de datos en la que se podía ver una serie de coordenadas planetarias—. La Sala del Recuerdo de Farfallen era el archivo de la Eclesiarquía más importante de la senda. Por lo que sabemos, aún existe. Tenemos que descubrir dónde está enterrado san Evisser, porque ahí es donde Ghargatuloth regresará.
* * *
Las defensas principales de Volcanis Ultor dibujaban un semicírculo rodeando la base de la colmena Superior. Se trataba de varios cientos de kilómetros de trincheras excavadas a toda prisa, búnkers y puestos de mando prefabricados, extensiones interminables de alambre de espino, emplazamientos para los cañones autopropulsados Basilisk e incluso una enorme pieza de artillería Ordinatus operada por una unidad de tecnosacerdotes de Volcanis Ultor. Se habían horadado cientos de trincheras de abastecimiento que zigzagueaban por las planicies contaminadas de las afueras de la colmena. Por ellas se arrastraban miles de hombres de la infantería pesada de Balur, del XII Regimiento de Exploradores de Methalor, del 197.º Regimiento de Asalto de Jhanna y de las propias Fuerzas de Defensa Planetaria de Volcanis Ultor. Las posiciones de retaguardia estaban protegidas por hombres y mujeres reclutados de entre las bandas criminales de la subcolmena de la colmena Superior, que habían respondido a la llamada del Departamento Munitorum y se habían unido a las fuerzas de defensa a cambio de poder quedarse con las armas que les habían entregado. El puesto fortificado del extremo norte de la línea defensiva, el punto en el que la llanura se encontraba con las orillas del lago Rapax, estaba protegido por las Hermanas de la Orden de la Rosa Ensangrentada, y el cardenal Recoba se había encargado personalmente de enviar a cientos de predicadores y confesores al frente, de modo que las tropas siempre estuvieran cerca de la autoridad espiritual.
El ataque, que a buen seguro se produciría, se efectuaría desde las llanuras que se abrían frente a las líneas defensivas. Lo abrupto de las montañas que rodeaban el otro extremo de la colmena Superior convertía a las planicies en el único lugar desde el que podía organizarse una ofensiva, y las defensas estaban preparadas. Recoba sabía que, si la colmena Superior era invadida, todo Volcanis Ultor caería, y con él la piedra angular que mantenía la senda unida. Se había visto obligado a recurrir a tropas y a recursos de todo el planeta, incluso de mundos externos, y había sacrificado colmenas menores y otros asentamientos para asegurarse de que la colmena Superior pudiera sobrevivir.
La parte norte de la línea defensiva se coordinaba desde un centro de mando en la retaguardia, una enorme concentración de búnkers de plasticemento y plazas de armas situadas entre las trincheras. Todo ello había sido desembarcado de un transporte del Mechanicus hacía tan sólo unos pocos días. El complejo estaba rodeado de nidos de artillería, y en la plaza de armas central se habían instalado varios cañones automáticos antiaéreos Hydra. Lanzaderas de transporte de tropas y personal llenaban el cielo, patrullado por tres escuadrones de cazas Thunderbolt que habían sido enviados hasta la superficie. En el centro de la plaza de armas se había levantado un púlpito y un atril, ambos conectados a la red de comunicaciones que se extendía por todo el recinto de la colmena Superior.
Cuando las primeras luces de la mañana comenzaban a filtrarse entre las nubes de polución, las tropas se concentraron en la plaza de armas. Primero aparecieron varias secciones de la infantería pesada de Balur, perfectamente pertrechadas e instruidas. Los Exploradores de Methalor no tenían unas habilidades de instrucción tan depuradas y su aspecto era mucho menos pulcro, debido a que cada combatiente empleaba su propio equipo no reglamentario, desde capas de camuflaje hasta cuchillos de combate capturados a los orkos. A las unidades de la Guardia Imperial no se les había asignado ninguna sección de la línea defensiva; todas ellas serían enviadas al frente en cuestión de horas. También había reclutas procedentes de las bandas de criminales de la subcolmena merodeando por los alrededores de la plaza de armas, figuras casi asilvestradas cuyos atuendos desentonaban terriblemente y que llevaban trofeos obtenidos en las profundidades de la colmena Superior en trifulcas con otras bandas rivales.
Los oficiales no cesaban de gritar órdenes a sus hombres para que formaran y se mantuvieran alerta. Un par de comisarios merodeaban por allí, y miraran adonde miraran sólo veían guardias imperiales expectantes y alerta. Todos ellos eran conscientes de que muy pronto estarían en medio del fragor de una batalla contra sólo el Emperador sabía qué clase de enemigo. Incluso los reclutas procedentes de las bandas criminales permanecían en silencio.
Finalmente, los miembros del personal del cardenal Recoba llegaron para ocupar sus puestos junto al púlpito. El propio Recoba iba con ellos. Llevaba puesto su hábito de cardenal, los reflejos blanco y escarlata resaltaban entre los uniformes monótonos de sus soldados, y el color dorado refulgía bajo la luz oscura del sol que empezaba a ocupar su lugar en el horizonte. Junto a él había varios diáconos y predicadores, diseminados entre los lexicomecánicos y agentes de protocolo que siempre acompañaban a los oficiales de mayor graduación allí adonde fueran.
Finalmente, y caminando solo, el inquisidor Valinov llegó a la plaza de armas y subió al púlpito. Los comunicadores amplificarían su voz para que pudiera ser escuchada en toda la explanada, y a través de las líneas de comunicaciones miles de soldados podrían oír todas y cada una de las palabras que se disponía a pronunciar. El cardenal Recoba había ordenado a todos los oficiales que se aseguraran de que sus hombres escuchaban el discurso. Todos los medios de la colmena Superior también estaban retransmitiendo aquel momento. Recoba sabía lo importantes que serían las palabras de Valinov.
Éste alzó la vista sobre los miles de hombres que se habían reunido en aquella plaza de armas. Nadie de los que en aquel momento lo estaban mirando sabía quién era. Eso significaba que podría ser quien quisiera. Era algo que había aprendido hacía ya mucho tiempo, cuando aún era un interrogador al servicio del inquisidor Barbillus. Vestía una brillante armadura y una antigua espada de energía sacada del arsenal personal del gobernador. Hoy, Gholic Ren-Sar Valinov era un héroe.
—Hombres y mujeres de Volcanis Ultor —comenzó—. Soldados, hermanas y ciudadanos. Todos vosotros sabéis que la senda de San Evisser atraviesa uno de sus momentos más difíciles, y que su hora más oscura aún está por llegar. El Enemigo, de quien ahora debemos hablar abiertamente, ha posado sus ojos sobre la senda. Yo he visto a ese enemigo y he luchado contra él, y creedme cuando os digo que se le puede vencer. Todos estáis a punto de ver cosas que os harán caer en el desánimo, cosas que no podréis entender, pero debéis luchar. El Enemigo lucha mediante la mentira y usará la confusión y la discordia para minar vuestra determinación. No importan las argucias que emplee, debéis luchar y seguir luchando hasta que la senda sea libre. Por la autoridad de las Santas Órdenes de la Inquisición del Emperador, ésta es mi orden y debe anteponerse a todas las demás.
Valinov hizo una pausa. La existencia de la Inquisición debía ocultarse de manera oficial, pero los rumores estaban a la orden del día en todo el Imperio. Los guardias imperiales, en sus interminables noches acompañadas de botellas de licor, hablaban de personajes capaces de destruir planetas enteros con sólo pronunciar una palabra, capaces de aniquilar a toda la población de un mundo con tal de eliminar el mínimo indicio de corrupción. Valinov debía de ser uno de esos personajes, una leyenda viva, una historia presente en el mundo real. Los soldados se estremecieron al ver que un inquisidor estaba al mando de la operación. ¡Un auténtico inquisidor! Incluso el lexicomecánico que estaba tomando nota de las palabras de Valinov tuvo que detenerse durante un momento.
—Pero hay una verdad mucho más oscura que debo confesaros. Todos habéis oído hablar de los Adeptus Astartes, héroes de Imperio, defensores de la humanidad. —Valinov sabía muy bien que aquella gente había oído hablar de ellos, pues las tropas de Balur habían luchado junto a los Cónsules Blancos durante la Crisis de Rhanna, y las capillas de la colmena Superior tenían vidrieras en las que se podía ver a los Ultramarines que, siglos antes, habían aniquilado a todos los rebeldes de la Colmena Oceanis. Si los inquisidores eran los protagonistas de las historias oscuras que se contaban en las noches regadas con alcohol, los marines espaciales eran los protagonistas de las historias que los niños escuchaban con los ojos abiertos como platos—. Todos vosotros conocéis la historia de la Herejía de Horus, cuando el Enemigo robó las mentes de miles de millones de personas y se enfrentó en una guerra civil a los súbditos temerosos del Emperador. Es mi deber confesaros que los marines espaciales fueron en gran medida los culpables de ese conflicto. La mitad de sus tropas sucumbieron ante el Enemigo y marcharon junto a Horus.
Valinov dejó que esas palabras calaran en las mentes de los que lo escuchaban. La historia imperial, tal y como se le transmitía a los ciudadanos comunes que no necesitaban saber gran cosa, pasaba por alto los detalles sobre la Herejía de Horus y sobre las legiones traidoras de marines espaciales que sucumbieron ante el Caos.
Valinov alzó de nuevo la voz, podía ver cómo los ojos de los soldados lo miraban sorprendidos. Para todos ellos decir aquellas cosas resultaría una herejía, pero para un inquisidor eran revelaciones.
—Durante diez mil años, esos marines traidores han estado alimentando su rencor. Ahora están regresando, el Ojo del Terror se ha abierto y los ojos del Enemigo han vuelto a posarse sobre nuestra galaxia. Los marines traidores piensan que la senda es el talón de Aquiles del Imperio. Piensan que con la mitad de nuestras tropas destinadas en el Ojo pueden hacer lo que les plazca con nuestros mundos y nuestros hogares. Si podemos detenerlos aquí conseguiremos enviarlos de vuelta a la oscuridad, y la mano del Enemigo, que es la mayor amenaza para la senda, desaparecerá con ellos. Debo confesaros esto porque los marines traidores se dirigen hacia aquí, hacia Volcanis Ultor. He sido enviado por los cazadores de demonios de la Inquisición para asegurarme de que comprendáis al enemigo contra el que os disponéis a enfrentaros. Estarán aquí dentro de muy poco. Hubo un tiempo en el que fueron los mejores soldados del Imperio, pero ahora han sido corrompidos sin remedio y no esperan encontrar resistencia alguna. Contamos con la ventaja del factor sorpresa. Ésa es la razón por la que nos disponemos a luchar esta batalla y por la que debemos ganarla. Se están repartiendo documentos informativos a todos los oficiales. ¡Debemos conocer el aspecto y los distintivos de nuestro enemigo! Movidos por su arrogancia muestran orgullosos los símbolos de su herejía. Su distintivo es la espada y el libro, como si fuera una parodia de la élite que fueron antaño, y se hacen llamar a sí mismos Caballeros Grises. Traerán consigo demonios y hechicería oscura, pero nosotros contamos con los corazones de los ciudadanos imperiales y con la voluntad de acero del Emperador.
Valinov podía percibir la creciente mezcla de emociones. Miedo, ya que todo guardia imperial había oído hablar de los marines espaciales pero nunca habría esperado ver alguno en persona, y mucho menos tener que enfrentarse en combate a su legendaria fuerza. Orgullo, porque ellos eran los únicos en quienes el Imperio confiaba para detener a los traidores. Turbación, ya que de pronto la defensa de una ciudad colmena se había convertido en una cruzada contra las fuerzas de la oscuridad liderada por un héroe del Imperio.
—¡Tomad vuestras posiciones, obedeced las órdenes, mantened la fe en el Trono de Terra y no tengáis piedad con el enemigo, pues es aquí donde aplastaremos su voluntad y donde empezaremos a forjar nuestro nuevo futuro!
Todo el mundo allí presente había oído hablar de los marines espaciales, unos pocos habían oído hablar de la Inquisición, pero nadie había oído hablar de los Caballeros Grises. El secretismo obsesivo de la Inquisición se había convertido en su mayor defecto, una ironía en la que Valinov se regocijaba mientras descendía del púlpito y comenzaba a pensar en la batalla que se avecinaba.
* * *
Ligeia había solicitado que la ejecución de Valinov fuera pública, pero nadie había solicitado ver la suya.
Ligeia seguía en su celda de Mimas, anclada a la superficie de aquella luna y flotando sobre su atmósfera exterior. Lo único que los interrogatorios pudieron extraerle fueron las mismas sílabas incomprensibles que pronunció cuando Nyxos consiguió penetrar en su mente. Como fuente de información resultaba algo inútil, y la ayuda que le prestó a Valinov en su huida la convirtió en enemiga de Imperio y en una amenaza moral directa.
Los señores inquisidores llegaron a la única conclusión a la que podían llegar: Ligeia debía morir.
El inquisidor Nyxos se encontraba en la sala de mando principal, en el corazón de las instalaciones de Mimas, esperando pacientemente a que los interrogadores, explicadores y personal médico terminaran las últimas comprobaciones sobre Ligeia. Se habían dado casos en los que prisioneros particularmente corruptos habían esperado hasta segundos antes de su ejecución para mostrar habilidades de hechicería herética que habían conseguido ocultar hasta entonces. Pero Ligeia no había mostrado el menor indicio de cambio, continuaba en un estado permanente de shock psíquico, su ritmo cardíaco era muy irregular y sus ondas cerebrales se mostraban entrecortadas y fluctuaban caprichosamente. Varias cámaras la enfocaban desde diversos ángulos, pero todo lo que hacía era temblar y mantenerse encogida en un rincón de su celda. Cuando Nyxos la interrogó estuvo a punto de morir, y desde entonces se había mantenido a muy pocos pasos de la muerte.
—Sus signos vitales siguen igual —dijo un miembro del personal médico mientras hacía las comprobaciones finales.
—Ningún cambio en sus ondas cerebrales —afirmó otro.
El médico jefe, un hombre corpulento y de avanzada edad que había accedido al puesto después de que su predecesor muriera durante la ejecución fallida de Valinov, se dirigió hacia Nyxos.
—Los médicos pueden salir.
—Bien —contestó Nyxos—. ¿Explicador?
La voz del explicador jefe llegó hasta Nyxos desde algún otro lugar de la fortaleza.
—Actividad psíquica residual sin cambios.
Nyxos se inclinó sobre el micrófono del comunicador, que estaba directamente conectado con la celda de Ligeia y protegido por varios filtros que minimizarían el riesgo de que las palabras de la inquisidora corrompieran a quien las escuchara.
Nyxos abrió el canal y su voz llegó directamente hasta la celda.
—Ligeia —comenzó—. Éste es el fin. Le prometí que esto acabaría pronto y así será. Aún le queda una última oportunidad antes de morir. Díganos dónde está Valinov, díganos qué está haciendo. Confiese y puede que el Emperador muestre la compasión de la que los hombres carecemos.
Ligeia se estremeció ligeramente. Levantó la cabeza y miró directamente hacia una de las cámaras que la grababa; en su monitor Nyxos pudo ver su extrema palidez, su piel casi translúcida, los ojos inyectados en sangre y el rostro cubierto por mechones de pelo gris. Se estremeció y pareció como si se estuviera atragantando con algo, sus dedos se retorcían como si fueran garras y de pronto empezó a abrir y cerrar la mandíbula.
—Tras’kleya’thallgryaa! —comenzó a gritar vomitando aquellas palabras desde lo más profundo de sus entrañas—. Iakthe’landra’klaa! Saphedrekall’kry’aa!
Nyxos cerró el canal del comunicador, dejando en el monitor la imagen de Ligeia gritando en silencio.
—Está perdida. Que el Emperador contemple su excomunión de la raza humana y la extinción de su corrupción.
Nyxos cerró el puño y apretó con fuerza el botón que había en la consola que tenía delante. A través del monitor pudo ver cómo se abría la pared posterior de la celda, la imagen se agitaba mientras el vacío exterior succionaba el aire. Ligeia intentó agarrarse instintivamente, tratando de meter sus delgados dedos entre las baldosas de la celda. Intentó asirse con todas sus fuerzas hasta que de pronto la oscuridad del espacio exterior estuvo aterradoramente cerca.
La celda se había abierto, la roca gélida y yerma de Mimas se extendía debajo, la esfera rayada y brillante de Saturno la miraba desde arriba entre la oscuridad salpicada de estrellas y el polvo estelar que formaba sus anillos.
Ligeia miró con espanto al vacío que se abría frente a ella. Durante unos breves instantes intentó arrastrarse hasta la parte frontal de la celda. Sus ojos miraban fijamente hacia la oscuridad infinita. Entonces, algo en su interior se dio cuenta de que realmente aquél era el fin. Se quedó tumbada de espaldas, indefensa, mientras el frío gélido se apoderaba de sus miembros y el vacío le paralizaba los pulmones. Sus ojos se volvieron rojos cuando los vasos sanguíneos comenzaron a explotar. En silencio, intentó dar una bocanada de un aire que no había. Poco después dejó de moverse, sus ojos inyectados en sangre tenían la mirada perdida, su boca congelada estaba abierta.
Nyxos continuó mirándola durante unos minutos, intentando detectar el más mínimo movimiento, pero no había nada.
—Contrólenla durante tres días —le dijo por fin al jefe del personal de interrogatorios—. Después destruyan el cuerpo.
Todo inquisidor tenía derecho a ser enterrado bajo la fortaleza de Encaladus, en el caso de que fuera posible. Pero Ligeia ya no era una inquisidora. Aparte de recordarla como una nota de advertencia, lo mejor sería olvidarla completamente.