DOCE

DOCE

LAS CATACUMBAS

Se decía que cuando uno llegaba a Titán se podía sentir el peso de los años, que los muchos siglos de historia del Imperio pesaban sobre los hombros. Lo cierto era que la gravedad de Titán era ligeramente más fuerte que la terrestre, ya que a aquella luna se le había inyectado un núcleo extremadamente denso durante la Edad Oscura de la Tecnología. Pero había algo de verdad en aquella creencia. La historia estaba literalmente tallada en las rocas de Titán, rostros de antiguos héroes, letanías que narraban hazañas ahora olvidadas, murales que representaban cruentas batallas contra las fuerzas del Caos. Parecía que toda la superficie de Titán había sido tallada por un enorme cincel, formando una red de almenas y ciudadelas esculpidas unas sobre otras desde antes del amanecer del Imperio. Aquel lugar contenía tanta historia que ni siquiera las librerías de la Inquisición podrían contenerla, eso en el caso de que fuera descifrada.

El juez Genhain se preguntaba cuánto podrían aprender los eruditos del Imperio si fueran capaces de interpretar todos los textos e imágenes que cubrían los muros de las catacumbas de Titán. Bajo los niveles superiores, donde los Caballeros Grises vivían y rezaban, estaban las catacumbas, donde enterraban a sus muertos. Allí abajo había túneles y pasadizos tallados por artesanos desde mucho antes de que se formase, de entre las cenizas de la Herejía de Horus, el Ordo Malleus. Mientras Genhain seguía al cortejo que lo guiaba a través las catacumbas, donde sus hermanos de batalla serían enterrados, se fijó en los rostros de los muchos Caballeros Grises que portaban arcaicas armaduras de exterminador y que se veían atrapados en batallas eternas contra repugnantes demonios de piedra. Había una columna que representaba a algún santo imperial de nombre desconocido. Los nombres de muchos hermanos de batalla estaban tallados en el techo abovedado, Caballeros Grises que habían muerto en combate pero cuyos cuerpos no habían podido ser recuperados para darles sepultura.

Genhain caminaba tras el capellán Durendin. Vestido con una armadura de exterminador completamente negra, y con el rostro cubierto por un casco que parecía una calavera de color bronce grisáceo, Durendin había recorrido aquellos pasadizos en innumerables ocasiones. Como capellán, él era el guardián de los muertos de igual manera que era el guardián de la salud espiritual de sus hermanos vivos.

Tras Genhain, los hermanos de batalla de su escuadra portaban el féretro que contenía el cuerpo del hermano Krae, el Caballero Gris de la escuadra de Tancred que Genhain había llevado de vuelta a Titán en el Rubicón. El hermano Caanos también había muerto en Sophano Secundus, pero su cuerpo tuvo que ser abandonado en aquel planeta. Genhain sabía que si de verdad los Caballeros Grises estaban tan cerca de encontrar a Ghargatuloth, muchos más hermanos tendrían que ser enterrados bajo Titán antes de que todo aquello acabara.

Krae estaba cubierto por un sudario blanco envuelto alrededor de su armadura de exterminador. La silueta de su alabarda némesis era claramente visible sobre su pecho; sus manos, cubiertas con los guanteletes de la armadura, habían sido colocadas sobre la empuñadura. Tras el féretro de Krae caminaban varios novicios. Se trataba de jóvenes aprendices que acababan de comenzar su transformación para convertirse en caballeros grises, ellos eran quienes portaban los incensarios que llenaban el aire cerrado de las catacumbas con el aroma oscuro y fuerte del incienso sagrado. Genhain recordó los días, casi perdidos en la niebla causada por el psicoadoctrinamiento y por las innumerables intervenciones médicas, en los que él también formó parte de un cortejo fúnebre que honraba a algún caballero gris, y se preguntó cuánto tiempo faltaría para que su cuerpo también estuviera metido en un féretro y envuelto en un sudario blanco.

El cortejo se movía en silencio a través de las catacumbas. Por todas partes, los muros habían sido horadados para contener los huesos de Caballeros Grises muertos hacía siglos. También había inscripciones talladas en el suelo, casi borradas por el paso de innumerables cortejos fúnebres, que detallaban los nombres e historias de los hermanos de batalla que yacían junto a ellas. Conforme caminaba, Genhain podía leer fragmentos de nombres. Algunos de los que estaban allí enterrados ni siquiera constarían en los archivos de los Caballeros Grises, pues habían luchado y caído en tiempos ignorados por las primeras crónicas.

Durendin llegó hasta la cámara en la que Krae sería depositado, llevando hasta ella a la escuadra de Genhain y al cortejo de novicios. Había muchos sarcófagos de piedra posados sobre pedestales, quizá cincuenta de ellos, dispuestos por toda la cámara. Sólo había tres pedestales sin sarcófago, y sería sobre uno de ellos donde se colocaría el cuerpo de Krae.

Krae permanecería allí hasta que la escuadra de Tancred regresara de la senda, cuando sus hermanos de batalla le quitarían la armadura y su arma némesis con el fin de llevar a cabo una limpieza ritual de su cuerpo y supervisar a los artesanos que construirían su ataúd.

En los primeros días, los grandes héroes de los Caballeros Grises eran enterrados junto con sus armas y su armadura. Pero las armaduras de exterminador eran unos artículos muy valiosos que no podían desperdiciarse, de modo que la armadura de Krae pronto le sería entregada a un nuevo marine espacial recién destinado a una de las escuadras de exterminadores del capítulo. La semilla genética de Krae, extraída tras su muerte por el propio Tancred, sería reimplantada en algún novicio y un nuevo Caballero Gris comenzaría a tomar forma. Su arma también le sería entregada a algún marine, que recibiría su primera hoja sagrada, y su munición bólter sería redistribuida entre los miembros del capítulo. En este sentido Krae seguiría luchando contra el Gran Enemigo y podría vengarse de las fuerzas oscuras que habían acabado con él.

—Ante la mirada del Emperador, y mirando a los ojos a su adversario, el hermano Krae cayó en combate contra las fuerzas de la corrupción.

La voz de Durendin era grave y severa y parecía llenar todas las catacumbas. El Liber Daemonicum contenía cientos de oraciones fúnebres, y Durendin había recitado cada una de ellas infinidad de veces. El hermano Krae había escogido una de las más simples para que fuera leída en su funeral. Genhain recordaba a Krae como un hombre humilde que seguía ciegamente las órdenes de Tancred, y que se veía a sí mismo como un mero instrumento de la voluntad del Emperador.

Genhain y sus marines espaciales inclinaron la cabeza mientras Durendin continuaba hablando. Tras ellos, los jóvenes novicios escuchaban con mucha atención cada una de las palabras del capellán, buscando enseñanzas que les fueran útiles dentro de aquel panegírico en honor al hermano Krae.

—El enemigo no encontró ni una sola grieta en su mente y no obtuvo misericordia de sus manos. Cayó del lado del Emperador y luchará junto a Él para destruir al Adversario en el fin de los días. En el nombre del Trono Dorado y del Señor de la Humanidad, que el hermano Krae viva a través de nuestra lucha.

Durendin terminó su oración y los jóvenes novicios salieron de la cámara en silencio. Ahora regresarían a sus celdas, donde meditarían sobre todos los hermanos de batalla que, al igual que Krae, habían caído, y cuyos órganos les serían implantados con el fin de controlar su transformación en Caballeros Grises.

Genhain se volvió hacia el hermano Ondurin, el marine que portaba el incinerador de la escuadra y que actuaba como segundo al mando.

—Ondurin, lleva a la escuadra de vuelta al Rubicón y que la tripulación se prepare para despegar. En seguida estaré con vosotros.

Ondurin asintió y, en silencio, guio a los marines espaciales de la escuadra de Genhain hacia el exterior de la cámara. Les llevaría dos horas llegar hasta la salida de las catacumbas.

El juez Genhain se quedó a solas con Durendin en la cámara.

—El hermano capitán Alaric ha honrado generosamente al hermano Krae al ordenar que su cuerpo sea traído hasta Titán —dijo Durendin—. Pero ésa no es la única razón por la que lo ha enviado a usted hasta aquí.

—Está usted en lo cierto, capellán. Me ha enviado para que haga una petición.

Durendin asintió.

—He recibido el mensaje de sus astrópatas. Se trata de una petición muy poco común. No tengo conocimiento de que se haya solicitado algo similar desde hace siglos, y es aún más extraño que estas solicitudes sean autorizadas. ¿Le explicó Alaric todo esto?

—Lo hizo, pero también me explicó que cuenta con autoridad como hermano capitán en activo, y que puede demostrar lo acuciante de la necesidad del artículo que he venido a recoger.

En algún punto bajo su cadavérico casco, Durendin esbozó una sonrisa.

—Por supuesto, juez. Pero comprenderá usted la importancia de lo que me está pidiendo. Como uno de los guardianes de nuestros muertos, debo considerar su solicitud con extrema cautela. Sígame, juez.

Durendin comenzó a caminar entre los pedestales.

Genhain miró hacia abajo y vio rostros de piedra que le devolvían la mirada. Eran caras graves y cubiertas de cicatrices. Genhain sabía que los espíritus de aquellos Caballeros Grises no descansaban en paz, todavía seguían luchando y combatiendo contra el Adversario igual que el Emperador desde su Trono Dorado, y que seguirían luchando hasta el fin de los tiempos.

Una puerta en forma de arco daba acceso al corredor. Durendin caminaba delante de Genhain, que lo seguía en medio de la penumbra. Allí abajo los espacios iluminados estaban muy separados unos de otros y muchas de las lámparas se habían apagado. Los nichos de los muros contenían cuerpos que llevaban allí siglos.

Aquel túnel giraba y se adentraba en las profundidades, como una espiral que, a modo de sacacorchos, se hundía en las entrañas de Titán. Los muros estaban decorados con esculturas tan antiguas que sus detalles se habían borrado. Los pasos metálicos de Durendin resonaban sobre el suelo de piedra pulida.

El aire se volvió más cálido. Genhain podía ver las miradas penetrantes de Caballeros Grises cuyas armaduras de exterminador hacía siglos que habían quedado obsoletas, y de las cuales sólo sobrevivían unas pocas muestras en alguna de las capillas del capítulo o en algún scriptorium. Los pocos esqueletos que había a la vista no eran más que puñados de polvo entre los que sobresalían unos dientes brillantes.

Un poco más abajo, el túnel se ensanchó hasta formar una enorme cámara subterránea. Era tan amplia que la pared más lejana se veía como el horizonte, y el techo como un cielo de piedra. Unas estructuras grandes y muy elaboradas llenaban aquella estancia, como los edificios de alguna ciudad sombría y próspera de mármol y granito.

—Nuestros muertos no siempre han sido enterrados unos junto a otros como hermanos —dijo Durendin, cuya tenue voz rompió el silencio—. Muy pocos se dan cuenta de ello, pero el capítulo cambia. Estos niveles son anteriores al tiempo en el que los Caballeros Grises comenzaron a ser enterrados como héroes en estas ciudades de muertos.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Genhain, a quien casi le daba miedo hablar. Como todo Caballero Gris, había contemplado visiones tan terribles que habrían hecho enloquecer a un hombre más débil, pero aun así se sentía sobrecogido en aquella necrópolis silenciosa y opresiva.

—La última vez fue hace novecientos años —contestó Durendin—. Sígame, juez.

Durendin caminaba bajo el cielo de piedra por una ancha avenida revestida de granito. Las tumbas asomaban a cada uno de los lados dispuestas en diferentes niveles; cada una de ellas era distinta. Algunas estaban decoradas con relieves que rememoraban batallas, otras con enormes símbolos tallados, como la «I» de la Inquisición junto al libro y la espada, emblema de los Caballeros Grises. Genhain pudo ver un mural, decolorado por el tiempo, que representaba a un Caballero Gris con su arcaica armadura de exterminador abalanzándose sobre una enorme horda de demonios pestilentes y con tentáculos. Otra de las tumbas estaba decorada con una enorme cañonera Thunderhawk tallada en mármol, dispuesta mirando hacia el cielo como si fuera a transportar el alma del difunto que yacía debajo.

Durendin giró una esquina y Genhain vio, al fondo de la avenida, un edificio que parecía un anfiteatro. A través de los arcos que atravesaban sus muros circulares se podían ver cientos de figuras de piedra, sentadas y en silencio, contemplando el enorme bloque de roca obsidiana que se alzaba en el centro.

Durendin entró en el anfiteatro. Era una construcción enorme, del tamaño de los anfiteatros para gladiadores que se podían encontrar en las ciudades colmena más bárbaras del Imperio. Las figuras estaban encapuchadas y vestían hábitos decorados con los símbolos de las diversas organizaciones imperiales, la Inquisición, el Adeptus Mechanicus, la Eclesiarquía, el Administratum e incluso el Adeptus Terra. Aquel simbolismo era tremendamente poderoso. Cada hombre y mujer del Imperio, tanto si eran conscientes de ello como si no, tenía una enorme deuda para con los Caballeros Grises.

—¿Comprende ahora por qué enterramos a nuestros muertos como hermanos y no como reyes? —dijo Durendin.

Genhain se quedó sin palabras por un momento. Ese tipo de comentario había hecho que más de un novicio fuera castigado por impiedad.

—Los Caballeros Grises también han cometido errores, juez —dijo Durendin—. Alaric ha confiado lo suficiente en usted como para enviarlo hasta aquí. Ya antes capítulos enteros de marines espaciales han caído por culpa del orgullo. Ningún Caballero Gris ha caído en desgracia, en parte porque los capellanes siempre han previsto pecados tales como el orgullo y han guiado a nuestros hermanos para alejarlos de ellos. Por eso ya no enterramos aquí a nuestros muertos.

Durendin seguía caminando por los escalones hacia la sombra de la tumba de obsidiana. Aquella roca de color negro lustroso estaba repleta de inscripciones en gótico clásico, nombres de mundos y cruzadas en las que había luchado el marine espacial que allí descansaba, alusiones a los enemigos demoníacos que había desterrado y honores que los señores inquisidores del Ordo Malleus le habían otorgado.

La última batalla de la lista era Khorion IX.

Durendin pronunció una oración entre susurros. Pasó la mano sobre un panel que había sobre el sarcófago y, poco a poco y con un sonido chirriante, la tapa de obsidiana negra comenzó a abrirse. La roca que rodeaba al sarcófago empezó a elevarse hasta formar una escalinata de mármol. Mientras los escalones se alzaban, Durendin comenzó a ascender por ellos hasta llegar a la parte frontal. Había un fuerte olor a especias y a productos químicos, resinas e incienso con los que los cuerpos de los Caballeros Grises de antaño se preparaban para sus funerales.

Genhain siguió a Durendin y ascendió por la escalinata. Cuando alcanzó una altura desde la que podía ver el interior del sarcófago, inclinó instintivamente la cabeza a modo de reverencia.

El gran maestre Mandulis había sido enterrado sin su armadura, pues murió en el tiempo en el que las valiosas armaduras de exterminador se cedían a los Caballeros Grises que habían sido premiados con honores de exterminador. Su sudario, viejo y amarillento, estaba adherido al esqueleto que cubría, de modo que los huesos y los rasgos del cráneo eran claramente visibles. Genhain pudo ver las cicatrices quirúrgicas alrededor de las cuencas de los ojos, y también el torso, con las costillas muy marcadas y los agujeros en los que una vez las sondas vitales y las neurofibras nerviosas estuvieron conectadas a su cuerpo. Los protectores de Mandulis, los diseños antidemoníacos tallados en su armadura, habían refulgido con tanta fuerza durante sus últimos momentos que habían dejado sus marcas, intrincadas figuras en forma de espiral, sobre los huesos del héroe.

Las esqueléticas manos de Mandulis estaban cruzadas sobre su pecho, y entre ellas aún sujetaba la empuñadura de su espada némesis. La incrustación con forma de relámpago dorado comenzaba justo en la guarnición y se extendía hasta la mitad de la hoja; sus engarces dorados y plateados aún refulgían. La hoja estaba tan pulida que reflejaba el cielo pétreo de la estancia de manera brillante y clara, como si fuera algo tan sagrado que incluso su reflejo era puro.

Cuanto más miraba Genhain hacia el cuerpo de aquel gran maestre más claramente percibía el terrible daño que se le había infligido. Algo corrosivo le había devorado el torso, anegando el hueso de la clavícula y dando lugar a cicatrices abiertas por todo el esqueleto. Los huesos de las extremidades presentaban pequeñas grietas en los puntos en los que se fracturaron y tuvieron que ser recompuestos por los apotecarios encargados de la restauración del cuerpo. La parte posterior del cráneo estaba repleta de fracturas. Mandulis había muerto después de agonizar en manos de Ghargatuloth, y la maldad del Príncipe Demonio había sido tal que se ensañó con el cuerpo del Caballero Gris como si fuera un desecho.

—Si se tratara de cualquier otro —dijo Durendin—, la solicitud de Alaric habría sido rechazada, con independencia de que se tratara o no de un hermano capitán. Pero Mandulis murió por desterrar a Ghargatuloth. Ninguno de nosotros podría impedir que volviera a sacrificarse para ayudarnos a desterrarlo un vez más.

Durendin retiró los dedos de Mandulis de alrededor de la empuñadura de su espada némesis, con mucho cuidado para no dañar los huesos centenarios. Extrajo el arma y se la dio a Genhain. La hoja seguía tan afilada como el día en que Mandulis dio su última estocada.

Genhain podía notar el peso del arma en sus propias manos. Había sido creada en una era en la que las armas némesis se utilizaban de manera diferente, la hoja era muy pesada con la finalidad de atravesar la armadura y seccionar el hueso del enemigo, mientras que las espadas némesis que empleaban los hermanos de batalla de Genhain eran mucho más ligeras y finas, pensadas para cortar y apuñalar.

—Han pasado cuatrocientos años desde que se abrió alguna de las tumbas de la ciudad de los muertos —dijo Durendin—. El capítulo alberga la esperanza de que le de a Alaric el apoyo que tanto necesita, ahora que ya no contamos con Ligeia. Pero Alaric sabe tan bien como cada uno de nosotros que el capítulo se encuentra en una de sus horas más oscuras, y que con el Ojo del Terror abriéndose no puede prescindir de un solo Caballero Gris. Ahora sabemos que Ghargatuloth constituye una amenaza real y esperamos que la espada de Mandulis le preste a Alaric la ayuda que sus hermanos en el Ojo del Terror no podrán ofrecerle. Ojalá pudiera decirle esto yo mismo, pero confío en que usted le transmitirá mis palabras.

Genhain sabía que Durendin podría haber hablado con Alaric mediante comunicaciones astropáticas, y que el mismo Durendin no le diría a Genhain que no estaría en Titán durante mucho más tiempo.

—El Emperador sea con usted en el Ojo, capellán —dijo Genhain.

—Que su luz lo guíe en la senda, juez —contestó Durendin.

Ambos se apartaron del sarcófago, que volvió a cerrarse sobre el cuerpo de Mandulis. En silencio, los dos Caballeros Grises comenzaron su largo camino de vuelta hacia la superficie de Titán.

* * *

Se había decidido no correr ningún riesgo con Ligeia.

Tan pronto como el Rubicón llegó a Iapetus, Ligeia fue sedada y mantenida en un estado de aletargamiento hasta que el mando encargado de los interrogatorios la encerró en la celda más segura que tenían. Reservada normalmente para los prisioneros en las fases más avanzadas de posesión demoníaca, la celda se encontraba en órbita sobre la cara oculta de Mimas, a cuya superficie estaba unida mediante un larguísimo cable metálico. El único modo de salir de aquel cubo gris era mediante un servidor de transporte que ascendía por el cable como un insecto parasitario hasta acoplarse a la parte inferior de la celda. Aquel poliedro metálico contenía una celda y una sala de observación, reservas de oxígeno y combustible suficientes para mantener vivo al prisionero (aunque ambas podían cerrarse en cualquier momento), y un equipo completo de interrogación que permitía llevar a cabo interrogatorios bajo altos niveles de presión, tanto física como psíquica, de hasta nueve grados de intensidad. Aquella celda nunca le fue asignada a Valinov, dado que nunca había mostrado habilidad psíquica alguna, pero teniendo en cuenta las circunstancias de su huida, el cónclave de Encaladus insistió en que Ligeia debía ser encerrada en el calabozo más seguro de Mimas.

El inquisidor Nyxos conocía muy bien a Ligeia. Para un hombre normal la perspectiva de interrogarla se presentaría como una dolorosa tarea. Un inquisidor, sin embargo, asumía que aquellos a quienes conocía mejor eran quienes corrían más peligro de caer en desgracia y convertirse en una amenaza para el Imperio. Nyxos ya había sido el encargado de interrogar a muchos de sus amigos. Aún quedaban muchos de sus colegas, incluso compañeros inquisidores, pudriéndose en las entrañas de Mimas. Sólo había una cosa peor que el hecho de que un sirviente imperial fuera contaminado por el Enemigo, y era que estando contaminado nunca fuera llevado ante la justicia. Nyxos era el mejor candidato para dirigir el interrogatorio de Ligeia.

El servidor de transporte sólo tenía capacidad para dos pasajeros. Nyxos podía sentir el miedo y la desesperación impregnados en aquella cápsula, pues habían sido muchos los inquisidores e interrogadores que habían hecho aquel viaje para enfrentarse a demonios encerrados en carne humana. A través de los ojos de buey se veía la superficie yerma de Mimas, y sobre ella, en el cielo negro, pendía la esfera multicolor de Saturno.

—El mando de Mimas nos ha dado vía libre, inquisidor —dijo Hawkespur, que estaba junto a Nyxos.

Hawkespur era una mujer joven y brillante que había sido reclutada por el personal de Nyxos mientras se encontraba en el Collegia Tactica en el Puerto de San Jowen. Caminaba apoyándose en un bastón y su rostro, normalmente inmaculado y juvenil, estaba oscurecido por numerosos moratones. Acababa de escapar de una muerte segura en la matanza acaecida durante la ejecución frustrada de Valinov. El proceso de recuperación acelerada, que corrió a cargo de Nyxos, haría que sus cicatrices desaparecieran, pero tras comprobar de primera mano la maldad del Enemigo, Hawkespur quedaría marcada de por vida.

Nyxos también estuvo muy cerca de la muerte. De no haber sido por la implantación de varios órganos internos, las heridas causadas por el cuchillo de aquel asesino del Culto de la Muerte habrían acabado con él. Nyxos había borrado ese pensamiento de su mente. Sentía que no había necesidad de darle vueltas a lo cerca que había estado de morir, de lo contrario viviría dominado por el miedo.

—Adelante —dijo Nyxos.

Hawkespur presionó el botón de control, y el transporte comenzó a moverse, balanceándose mientras ascendía por el cable. Los servos de Nyxos chirriaban mientras intentaban compensar las sacudidas del ascenso. Hacía más de treinta años que no se movía por sus propios medios, desde que fue desmembrado por unos cultistas que ofrecieron su cuerpo como sacrificio para sus dioses. Aquella experiencia le dejó el cuerpo mermado, pero su mente se volvió mucho más afilada. Fue capaz de ver lo que había en las mentes de aquellos hombres y mujeres. Pudo comprobar lo que las manchas del Caos podían hacerle a la mente humana y vislumbrar lo que aquellos cultistas percibían más allá del velo que los cegaba. Sólo un inquisidor podía tener el poder mental suficiente como para seguir con vida después de comprender aquellas atrocidades.

El transporte llegó hasta el extremo superior del cable y los chasquidos metálicos indicaron que se había acoplado a la celda.

—Hemos llegado —informó Hawkespur al mando de Mimas.

Hubo una pausa y acto seguido se abrió la compuerta del lado del pasajero.

Nada más cruzar la puerta se llegaba a una sala de monitorización repleta de cogitadores y lectores de signos vitales en la que había una ventana que daba directamente a la propia celda. El aire era frío y había sido reciclado hasta la saciedad, lo que le daba un gusto metálico que dificultaba la respiración. Había una única puerta que daba acceso a la celda para que el interrogador pudiera hablar con la prisionera cara a cara.

Y la prisionera era la Inquisidora Ligeia.

Ligeia estaba encogida en un rincón de aquella celda de baldosas blancas, y llevaba puesta la ropa color hueso que los interrogadores de Mimas asignaban a los prisioneros en régimen de aislamiento. Su pelo, que Nyxos siempre había recordado como muy cuidado y elegante, estaba desaliñado y tremendamente largo, y se cernía sobre su rostro en mechones grisáceos como colas de rata. Nyxos nunca había visto a Ligeia tan envejecida.

Estaba tiritando, en aquella celda hacía mucho frío y, a petición de Nyxos, hacía algún tiempo que no le daban ningún alimento. La mantenían sedada casi permanentemente, aunque estaba lo suficientemente despierta como para saber que su situación era muy desagradable.

Nyxos sentó su cuerpo servoaumentado en la silla de observación. Aún podía sentir las heridas que cicatrizaban en su interior, como cuchillos macilentos que seguían apuñalándolo.

Los signos vitales de Ligeia se mantenían estables. Su ritmo cardíaco se veía reflejado en el monitor de uno de los cogitadores. Otros monitores mostraban sus niveles de azúcar en sangre y la temperatura corporal. Ligeia estaba hambrienta, cansada y tenía frío.

«Bien», pensó Nyxos.

—Despiértala, Hawkespur —ordenó Nyxos con frialdad.

Hawkespur cogió una pistola estimulante de uno de los armarios, después introdujo un código en el teclado que había junto a la puerta y, acto seguido, accedió a la celda. Nyxos contempló a Hawkespur mientras su ayudante inyectaba una dosis de estimulantes en la garganta de Ligeia. La inquisidora sufrió unos espasmos, lanzó un grito ahogado y se dejó caer de espalda contra la pared. Tenía los ojos abiertos de par en par y respiraba con dificultad.

—Ponla en pie —dijo Nyxos a través del comunicador que tenía frente a él.

Hawkespur cogió a Ligeia por el pescuezo y la sentó en un extremo de la celda mientras empleaba su bastón para mantener el equilibrio. Ligeia sacudió la cabeza, después dejó de hacer aspavientos y miró a su alrededor. Estaba lúcida de nuevo.

Hawkespur regresó a la sala de monitorización cerrando la puerta tras de sí.

—Ligeia —empezó Nyxos con mucha prudencia—. ¿Sabe en qué lugar se encuentra?

Desde el interior de la celda la ventana de la sala de monitorización no era más que un espejo, de modo que Ligeia sólo podía ver su propio reflejo.

—No —respondió débilmente.

—Bien, lo único que necesita saber es que sufrirá mucho si no contesta a nuestras preguntas.

—Sufriré de todos modos…

—Una vez que nos haya dicho todo lo que necesitamos saber, todo esto habrá terminado. Hasta entonces nos pertenece y haremos con usted lo que creamos conveniente. En estos momentos usted no es más que un objeto. Todo esto será mucho más fácil si colabora con nosotros. Usted dejó de ser un ser humano en el momento en que traicionó a su Emperador y a toda su especie. El único final posible para todo esto es la muerte. Yo puedo hacer que esto acabe pronto, pero los que vengan detrás de mí no serán tan magnánimos.

Nyxos esperó unos instantes, quería que Ligeia fuera la próxima en hablar.

—Usted es Nyxos, ¿verdad? —dijo por fin—. Usted me conoce y han pensado que le resultará más fácil acabar conmigo.

Ligeia se mostraba muy perspicaz, como siempre había sido. Ésa era una de las razones por las que el Malleus la reclutó cuando estaba en el Ordo Hereticus.

—Exacto, y ambos sabemos que eso es un error. No puedo hacer con usted lo que ellos quieren que haga, Ligeia, no a una inquisidora. De modo que ésta es su única oportunidad.

Ligeia se cubrió el rostro con las manos y reflexionó. Se rio en silencio para sus adentros.

—No, no, Nyxos. Usted no es amigo mío, yo no tengo amigos.

—Sus asesinos eran sus amigos, murieron por usted.

—¿Sabe usted por qué me servían? ¡Deberían haberlos ejecutado! Se merecían arder en el infierno y ellos los sabían. Lo único que querían era matar, de modo que mataban por mí.

Nyxos hizo una pausa de nuevo. Existía la posibilidad de que ella intentara hacer con él lo mismo que Valinov hizo con ella. Si eso ocurría, Nyxos había ordenado a Hawkespur que lo matara al menor signo de que algo iba mal, y estaba seguro de que ella cumpliría esa orden a la perfección.

—¿Qué es lo que él le dijo que hiciera? —preguntó Nyxos yendo directamente al grano.

Ligeia negó con la cabeza con aflicción.

—Nadie me dijo que hiciera nada, Nyxos. ¿Es que aún no ha sido capaz ni siquiera de comprender eso? Yo pude ver lo que va a ocurrir. Vi lo que tenía que hacer. Nadie me controlaba, nadie me obligó a tomar ninguna decisión.

—¿Y qué es lo que vio?

—Vi que Valinov haría renacer a Ghargatuloth y que el Príncipe de las Mil Caras se alzaría. Vi que no se trata de algo bueno ni malo, simplemente es la realidad. En cuanto pude ver más allá del velo y me esforcé por comprender, todo se volvió claro. —De pronto Ligeia levantó la vista, sus ojos inyectados en sangre ardían furibundos, aunque sólo podía ver su propio reflejo en el espejo, su mirada atravesó el cristal y se incrustó directamente en el alma de Nyxos—. Inquisidor, ni usted ni nadie pueden hacer nada que los acerque más a aquello que desean. Ustedes no tienen control sobre nada, simplemente reaccionan ante los cambios que se producen a su alrededor. No son más que unas marionetas en manos del universo. Lo único que tiene algún poder sobre esta galaxia o sobre cualquier otra, lo único que merece la pena aceptar o idolatrar, o incluso dedicarle el más mínimo pensamiento, es el hecho de que la Transformación es lo único que nos controla.

—El Señor de la Transformación —dijo Nyxos—. Tzeentch.

Nyxos vio de soslayo como Hawkespur se estremecía al oír aquel nombre. Después de todo, la ayudante de Nyxos era de una moral tan estricta que los nombres prohibidos, puestos en boca de un sirviente imperial, la incomodaban sobremanera.

—La humanidad le ha puesto ese nombre —dijo Ligeia con una voz llena de tristeza—. Pero él no lo necesita. No podemos hacer nada para evitarlo. La Transformación ha decretado que Ghargatuloth se alzará y que Valinov será su mano derecha. Yo era la única que podía liberar a Valinov, de modo que eso fue lo que hice. El final de este acto estaba escrito desde mucho antes de que yo tomara parte en él.

Nyxos se recostó sobre el respaldo de la silla, siguiendo con atención los movimientos de Ligeia mientras ella se reclinaba sobre la pared y dirigía su mirada hacia el techo. Así era como había sido contaminada. Estaba convencida de que toda acción humana estaba determinada por el destino y no por el libre albedrío, y de que ninguna de las acciones que había tomado había sido por decisión propia. Había sido absuelta de toda responsabilidad y se había convertido en una marioneta en manos de aquello que la dominaba, fuera lo que fuera. Posiblemente habría sido el propio Ghargatuloth, o quizá Valinov mediante alguna argucia desconocida, o puede que incluso algún otro intermediario que nadie había detectado aún, pero lo cierto era que el colapso del espíritu de Ligeia se había consumado. Todo aquello Nyxos ya lo había visto antes, y sabía que penetrar en la mente de Ligeia sería una dura tarea.

—¿Dónde está Valinov, Ligeia? ¿Cuáles son sus planes? ¿Aún sigue en contacto con usted?

Ligeia no dijo nada.

—Nos lo dirá, Ligeia, y lo sabe. Usted sabe perfectamente que acabaremos penetrando en su mente y que dará respuesta a todas las preguntas que acabo de hacerle. Como usted diría, ya hemos roto su coraza mental. ¿No es así como funciona el universo, Ligeia?

—Su ritmo cardíaco está aumentando, señor —dijo Hawkespur.

El pánico siempre acompaña a la duda, y la duda era la mejor arma de cualquier inquisidor.

—Lo conseguiremos, Ligeia —continuó Nyxos—. Igual que lo conseguimos con Valinov. ¿Cree que podrá resistir donde él se derrumbó?

—Nosotros no tenemos elección —dijo Ligeia casi para sí misma—. No somos más que sirvientes.

—¿Dónde está Valinov? ¿Qué planea hacer? ¿Cómo podemos detenerlo? Debe decírnoslo, pero no tiene por qué sufrir. Usted puede verlo, ¿verdad? Sabe cómo acabará todo esto.

—No somos más que sirvientes —dijo Ligeia de nuevo, esta vez en un tono mucho más alto—. ¡Somos sirvientes de la Transformación y la Transformación es nuestro destino! ¡Escuche estas palabras! ¡Arrodíllese en medio de la oscuridad y obedezca a la luz!

—Su ritmo cardíaco sigue aumentando. Ondas cerebrales irregulares. —El rostro de Hawkespur estaba iluminado por la luz verdosa de los monitores—. Si sigue así tendremos que reanimarla.

—¡El destino ya ha acabado con usted, Ligeia! —gritó Nyxos mientras ella comenzaba a gimotear patéticamente—. El destino ha querido que la arrestemos y la traigamos hasta aquí. El destino quiere que usted sea juzgada y ejecutada y que nos diga todo lo que sepa. ¿Por qué otra razón estaría usted aquí? El destino la ha traído hasta esta celda para que tenga la oportunidad de hablar antes de ponerla en manos de los explicadores. ¿Qué otra cosa iba a querer el destino aparte de que usted hablara?

—La estamos perdiendo —dijo Hawkespur cuando el cogitador que mostraba los signos vitales de Ligeia comenzó a pitar—. Su corazón se ha parado.

Ligeia sufrió unos espasmos y acto seguido su cuerpo se tensó por completo.

Tras’kleydthallgryaa! —chilló con una voz atonal que pareció perforar los muros de la celda y clavarse directamente en la cabeza de Nyxos—. Iakthelandra’klaa…

Nyxos presionó con fuerza el control de cierre de emergencia y una cortina de acero se desplegó para cubrir la ventana de observación. También se cerró el micrófono de Ligeia. Nyxos había sentido algo monstruoso en aquellas palabras, algo ancestral y terrible. Ligeia estaba hablando en lenguas desconocidas y ése era uno de los peores signos posibles, su cabeza estaba tan llena de conocimiento prohibido que empezaba a desbordar su cuerpo. Sólo el Emperador sabía el daño que aquellas palabras podrían infligirle a una mente desprotegida.

—La hemos perdido —dijo Hawkespur.

Los signos vitales de Ligeia no eran más que líneas rectas de color verdoso en los monitores.

—Tráela de vuelta, tenemos que dejarles a los explicadores algo con lo que poder trabajar.

Hawkespur extrajo un botiquín médico de detrás de la puerta, tecleó el código y se apresuró hacia el interior de la celda, donde Ligeia yacía retorciéndose en el suelo.

Nyxos observó cómo Hawkespur cogía una unidad de narthecium y le inyectaba a Ligeia una dosis de productos químicos para restablecer su riego sanguíneo. Tanto Hawkespur como Nyxos tendrían que pasar por una limpieza mental para asegurarse de que no les quedara ningún resto de lo que Ligeia tenía en la cabeza, fuera lo que fuera. Ligeia sería puesta bajo una cuarentena mucho más estricta, por lo que el interrogatorio se finalizaría por control remoto y sólo se permitiría la presencia de servidores de castigo en la celda de la prisionera.

Ligeia tosió y comenzó a respirar con dificultad.

—Déjala, Hawkespur —dijo Nyxos mientras se levantaba de su silla—. Ya no se puede hacer nada por ella.

Ya no quedaba nada que hacer excepto cerrar la celda de Ligeia, llamar a un servidor médico para que la estabilizara y regresar a Encaladus. La mujer que Nyxos había conocido ya no existía, su personalidad había sido devorada por una mente repleta de blasfemias.

A Ligeia le esperaba mucho sufrimiento, pero ahora era problema de Mimas.

* * *

El Rubicón hizo el viaje de vuelta a Trepytos a una buena velocidad de crucero. En su interior viajaba la escuadra de Genhain con la espada de Mandulis. Atracó sobre la fortaleza de Trepytos justo cuando la exigua flota del inquisidor Klaes zarpaba para patrullar la senda. Klaes contaba con un puñado de interrogadores, compuesto casi en su totalidad por miembros procedentes del Arbites o reclutados de entre el personal más sobresaliente de la fortaleza, y en aquellos momentos todos se encontraban desbordados por la creciente demencia que se estaba extendiendo por la senda. Alaric le había transmitido a Klaes la importancia de poder contar con información de primera mano sobre las actividades de los cultos diseminados por toda la zona. El propio Klaes zarpó en la última nave para dirigirse a Magnos Omicron, donde la creciente intranquilidad de la población civil amenazaba con hacer caer las ciudades más importantes de aquel mundo forja. La prioridad de Klaes debía ser la población de la senda; por otro lado, los Caballeros Grises serían de poca ayuda en las zonas más conflictivas, puesto que su número era demasiado reducido. Alaric tendría que concentrarse en Ghargatuloth y confiar en que las autoridades de la senda de San Evisser consiguieran mantener el orden lo suficiente como para que los Caballeros Grises hicieran su trabajo.

Genhain encontró a Alaric en los archivos, rodeado de pilas de libros y documentos. Se había quitado la armadura y leía bajo la luz de una vela. La noche había caído sobre Trepytos y las lámparas que colgaban del altísimo techo no hacían más que teñir la oscuridad de un tenue color amarillo.

Alaric parecía absorto en su trabajo. Tenía varias placas de datos sobre la mesa a la que estaba sentado, entre montañas de libros y papeles sueltos. También había un montón de platos y vasos vacíos amontonados, ya que estaba tan ocupado que había solicitado al poco personal que quedaba en la fortaleza que le llevaran allí la comida. Tomaba notas con una autopluma y la luz de la vela centelleaba en sus ojos. Un marine espacial podía llegar a aguantar hasta cien horas sin dormir antes de que la falta de sueño tuviera efectos negativos sobre él, pero a pesar de eso parecía que Alaric llevaba bastante más tiempo sin descansar. El Rubicón había necesitado más de tres semanas para completar el viaje desde Saturno, y Genhain tenía la impresión de que Alaric había estado despierto a lo largo de todo ese período.

—Hermano capitán —dijo Genhain con mucha cautela.

Alaric se detuvo un momento y después levantó la vista.

—Juez, me alegro de verte.

Genhain alzó la espada de Mandulis. Parecía como si su hoja, tan pesada y afilada, tuviera vida. Aquella hoja tan brillante parecía iluminar la habitación reflejando y aumentando la tenue luz de la estancia.

—Durendin me dijo que Mandulis habría querido que tú la empuñaras.

—No voy a empuñarla, si puedo evitarlo. Tancred es mucho mejor con la espada que yo. —Alaric dejó la pluma y se reclinó sobre el respaldo de la silla—. Discúlpame, juez. Has hecho un buen trabajo, no había ninguna garantía de que el capítulo accediera a nuestra petición. Gracias.

Genhain se acercó hasta donde estaba Alaric y puso la espada sobre la mesa.

—El hermano Krae ya descansa en Titán.

—Bien, se lo diré a Tancred. Es una lástima que no pudiéramos traer al hermano Caanos con nosotros.

Los Caballeros Grises tuvieron que abandonar el cuerpo del hermano Caanos en Sophano Secundus, donde lo enterraron después de extraer su semilla genética.

Genhain miró las pilas de libros que rodeaban a Alaric.

—¿Estamos más cerca?

—Puede ser —dijo Alaric, visiblemente cansado—. Ghargatuloth usa a sus cultistas para esconder sus verdaderas intenciones. —Señaló hacia el montón de informes que tenía a su lado. Cada uno de ellos describía una nueva atrocidad. Unos atacantes sin identificar habían saboteado los disipadores geotermales de Magnos Omicron, destruyendo varios niveles de la colmena principal de aquel mundo forja. Un grupo que se hacía llamar Destino Incipiente había tomado el control de los transmisores de telecomunicaciones situados en una estación orbital y había copado las ondas de varios sistemas de transmisiones de forma ininterrumpida con sermones blasfemos—. Ghargatuloth se ha puesto en contacto con sus seguidores y ellos están haciendo todo lo que pueden para convertir la senda en un infierno y hacer que sus verdaderas intenciones pasen desapercibidas.

—¿Tenemos alguna certeza de qué está haciendo el Príncipe?

Alaric miró a Genhain.

—Ahora mismo Ghargatuloth es muy débil y tiene que luchar para sobrevivir. Al fin y al cabo todos luchamos del mismo modo, primero ocultas tus fuerzas, las colocas en una posición estratégica y después golpeas. Puede que Ghargatuloth represente al Señor de la Transformación, pero de momento intenta sobrevivir igual que todos nosotros.

Genhain ojeó un par de informes más. Se habían registrado varios nacimientos de mutantes en Volcanis Ultor, y muchos de los cargueros que cubrían rutas por toda la senda habían informado de tripulantes que de pronto perdían la razón sin motivo aparente.

—Aquí están ocurriendo muchos desastres. Ghargatuloth podría estar planeando cualquier cosa. Por esa razón decidió acabar con Ligeia, sabía que ella sería capaz de analizarlo todo y extraer lo que de verdad es importante.

Alaric suspiró. Por primera vez Genhain pudo ver que se veía abrumado ante una posible derrota.

—Mimas nos ha transmitido los informes de sus interrogatorios. Ligeia se ha vuelto completamente loca, habla en lenguas demoníacas. Klaes hace todo lo que puede para ayudar aquí, pero su personal resulta incapaz de extraer mucha más información. Yo tenía la intención de ir hasta Mimas en cuanto el Rubicón estuviera de vuelta, pero hasta que consigamos poner un poco de orden sobre todo esto no hay mucho más que hacer.

De pronto Alaric se puso de pie y cogió la espada de Mandulis. Como todo marine espacial, Alaric era un hombre enorme, pero a pesar de eso quedaba empequeñecido ante la descomunal y ancha hoja de aquella arma. Sólo el Emperador sabía qué aspecto habría tenido Mandulis cuando la empuñaba en combate. Alaric posó la hoja sobre su mano y miró fijamente la imagen de su rostro reflejada en el metal. Aquella espada reflejaba mucho más que la luz de la estancia, era tan pura que reflejaba la verdad. Después de llevar más de mil años enterrada en Titán seguía siendo tan sagrada como el día en que fue forjada.

—Klaes nos ha dado libertad para movernos por toda la fortaleza, todos los niveles entre el séptimo y duodécimo están en ruinas, Tancred los está usando junto con su escuadra para llevar a cabo simulacros de combate urbano. Haz que tus hombres se unan a ellos, los necesitamos preparados para el combate; los míos se os unirán en breve.

—De acuerdo, hermano capitán. ¿Qué piensas hacer ahora?

—Rezar —contestó Alaric—. Necesito reflexionar alejado de todo este… este ruido. —Señaló el montón de libros e informes que había a su alrededor—. Ghargatuloth no necesita atacarnos abiertamente para corromper nuestras mentes.

—Durendin me hizo algunas confesiones que creo que le hubiera gustado contarte personalmente —dijo Genhain—. Mi deber no es repetirlas, pero… hermano capitán, tengo la impresión de que Ligeia hizo muy bien al elegirte.

—Eso aún está por ver, juez. Y ahora ve a ocuparte de tus hombres, espero poder llamarlos a combate lo antes posible.

—Sí, hermano capitán. —Genhain se volvió y se dispuso a irse—. Que el Emperador te guíe.

—Espero que así sea, juez —contestó Alaric—. Sin él estaríamos perdidos.