ONCE
PECUNIAM OMNIS
El Pecuniam Omnis transportaba penosamente su carga a lo largo del Segmentum Solar, sus motores llameaban miserablemente a través de los disipadores cubiertos de sedimentos, su cogitador de navegación no cesaba de desperdiciar combustible al tener que recalcular el rumbo constantemente. La ruta entre Jurn y Epsion Octarius era una travesía muy dura, demasiado exigente como para desperdiciar capital en mantener un carguero ruinoso cuyos exiguos beneficios impedían que pudiera ser sustituido.
El capitán Yambe sabía que probablemente moriría junto con el Pecuniam Omnis. Tenía cuarenta y siete años, una edad bastante avanzada para ser tripulante de un carguero, pues la mayoría de ellos morían mucho más jóvenes, en cualquier accidente o en una reyerta en algún puerto olvidado. Yambe había sobrevivido a dos naufragios y sólo el Emperador sabía a cuántas interminables noches en puerto, pero cuando consiguió convertirse en capitán de su propia nave supo que nunca podría evitarlo. Le debía demasiados favores a demasiada gente como para poder librarse, y jamás conseguiría reunir el suficiente dinero como para poder rehacer su oxidada nave.
Por lo menos la tripulación de Yambe sabía dónde se había metido, treinta hombres que ocupaban las pocas zonas habitables del abdomen redondeado de aquella nave. Las enormes bodegas de carga presurizadas contenían ingentes cantidades de materiales industriales procedentes de Jurn; desde enormes módulos de STC hasta cajas y cajas repletas de armas láser de producción masiva. Los miembros de la tripulación eran tipos duros y muy curtidos, probablemente la mayoría de ellos eran criminales que veían el Pecuniam Omnis como un buen lugar para esconderse. A Yambe aquello no le importaba siempre y cuando fueran capaces de ocuparse de la carga y supieran distinguir los dos extremos de una hiper-llave de tuercas.
El puente del Pecuniam era estrecho y sofocante, apestaba a sudor y a aceite de motor. El propio Yambe estaba engordando demasiado, casi no cabía en el puesto de mando y su sudor iba empapando poco a poco la ajada tapicería. Una botella medio vacía de doble destilado de Jurn, una bebida alcohólica abyecta pero muy efectiva sin la cual Yambe no podía dormir, se tambaleaba sobre el brazo del sillón. Frente a él se abría una esfera transparente de plastiacero, como el ojo bulboso de un insecto, situada en la proa del Pecuniam y que miraba hacia un espacio frío y horrendo en el que Yambe había pasado la mayor parte de su vida.
El Pecuniam había salido de la disformidad para que su navegante de segunda, un tipo delgado y nervioso procedente de una de las Casas Inferiores, meditara un par de días sobre la ruta a tomar durante el siguiente salto. Aquel navegante era un incompetente, pero los honorarios de su Casa no eran nada desdeñables. La astrópata Gell no salía mucho más barata, pero por lo menos sabía lo que hacía.
Yambe odiaba el espacio. Ésa era la razón por la que no podía dejar de mirarlo. Sabía que algún día se volvería en su contra y lo mataría, pero eso sólo ocurriría cuando bajara la guardia. Una vez estuvo a muy pocos centímetros del vacío absoluto, y había visto a amigos destrozados por culpa de una simple brecha en el casco, en los tiempos en los que aún tenía amigos. El espacio había matado a más hombres que cualquier mujer, y eso era decir mucho.
Detrás de Yambe, los tableros repletos de consolas y cogitadores no cesaban de zumbar, y en ocasiones dejaban salir hilos de humo por las rejillas de ventilación. Podía escuchar los gemidos de los motores que empujaban al Pecuniam a través de los diferentes campos de gravedad del cinturón de asteroides que se abría frente a la nave. Aquel navío no aguantaría mucho más.
Quizá cuando llegara a Epsion Octarius abandonaría aquella nave, dejaría que se pudriera mientras él se quedaba en aquel planeta intentando buscar otro modo de ganarse una vida que no merecía. Así podría olvidarse de las tasas de amarre y de los acreedores.
Pero sabía demasiado bien que lo único que haría sería llenar las bodegas de manjares y artículos de lujo de Epsion Octarius para llevarlos hasta Jurn.
—Jefe —se oyó a través del comunicador. Era una voz deforme y distorsionada proveniente de popa. Se trataba de Lestin, jefe de máquinas y el único hombre en quien Yambe confiaba para mantener al Pecuniam en movimiento—. Tenemos un problema.
—¿De qué tipo? —preguntó Yambe.
—Un impacto. Parece que algo se ha cargado la sección cuatro.
—¿«Cargado» en el sentido de que podéis arreglarla o «cargado» en sentido de decirle adiós?
—Kerrel ha ido a echar un vistazo y aún no ha regresado.
Yambe no podía perder a ningún hombre, los beneficios de aquella travesía serían demasiado escasos como para poder contratar a alguien nuevo.
—Voy para allá, que nadie muera hasta que yo llegue.
Yambe se levantó de su silla de capitán y dejó caer la botella de doble destilado sobre los cogitadores que había a su alrededor. El alcohol comenzó a burbujear cuando entró en contacto con la superficie caliente de las rejillas de ventilación. Empezó a maldecir mientras se levantaba de la silla y atravesaba la puerta dando tumbos. Podía sentir el penoso traqueteo de la nave bajo la mano con la que se apoyaba. Algún propietario anterior había tallado letanías mecánicas en las tuberías y en las cuadernas, súplicas escritas en gótico clásico dirigidas al Dios Máquina para que mantuviera la nave a salvo y en buen funcionamiento. Aunque según parecía no estaban siendo de mucha ayuda.
A través de los ojos de buey que había en el corredor, Yambe podía ver cómo las redes de carga se balanceaban junto con las enormes cantidades de material que contenían: materiales de construcción, herramientas y armamento, cosas que en Epsion Octarius no podían fabricar por sí solos. Yambe se apresuraba hacia la popa a través del largo y curvado pasaje dorsal de la nave, sintiendo el peso de sus años y también el de su cuerpo.
En una ocasión, mientras era tripulante de un carguero armado que se encontraba cerca de Balur, un reactor de plasma hizo saltar en pedazos tres de sus cubiertas, y pudo oír los gritos de los dos mil hombres que se abrasaron en fuego líquido. Como capitán, una vez perdió siete hombres por una fuga en una junta de vacío. Yambe pensaba que, con cada muerte que uno contempla, un pequeño rincón interior se vuelve oscuro y frío, y por esa razón los nacidos en el espacio eran unos canallas tan duros de corazón.
El corredor se estrechaba y se ensanchaba una y otra vez, formando un entramado que sostenía las figuras bulbosas de los reactores de plasma, los disipadores y los generadores de disformidad.
—¿Lestin? —Yambe habló con dificultad a través de comunicador.
—Lo hemos encontrado, jefe. —Se oyó la voz de Lestin como respuesta, pero su tono no pronosticaba nada bueno.
—¿Cómo está?
—En unos veinte trocitos distintos. Alguien lo ha encontrado en la esclusa de aire. Parece que estaba huyendo de algo.
—¿Algo como qué?
—No vamos a perder el tiempo intentando averiguarlo, vamos a sellar la sección cuatro.
Yambe llegó hasta el arsenal de la nave, un compartimento pequeño y oscuro donde la variopinta colección de armas de la tripulación estaba colgada en las paredes. Cogió una escopeta y rápidamente introdujo seis cartuchos en el cargador. La escopeta era el tipo de arma más utilizada en los transportes espaciales para sofocar cualquier trifulca que implicara un intercambio de disparos a corta distancia, ya que si se utilizaran armas con un mayor poder de penetración podrían perforar el casco o dañar algún sistema vital. Yambe hizo una pausa para sacar un peto de malla de un armario y echárselo sobre los hombros y acto seguido volvió a salir al corredor. El peto dejaba al descubierto gran parte de su incipiente estómago, pero era mejor que nada.
—Lestin, asegúrate de que los chicos se alejen del reactor —dijo Yambe—. Hay demasiado refrigerante saliendo de los disipadores.
No hubo respuesta.
—¿Lestin?
El comunicador no emitía más que ruido de estática. El sistema de comunicación interna del Pecuniam no estaba en su mejor momento y siempre fallaba cuando más falta hacía. Eso era lo que Yambe murmuraba para sus adentros mientras accionaba el mecanismo semiautomático de la escopeta.
Oyó unos pasos que se aproximaban débil y arrítmicamente. Vio moverse una sombra entre la tenue luz y Yambe casi le vuela la cabeza a la figura que se acercaba hacia él dando tumbos.
Era el navegante. Los navegantes eran como una raza aparte de los humanos; no era correcto decir que eran mutantes, aunque precisamente eso es lo que eran. Individuos capaces de ver el interior de la disformidad y de guiar una nave a través de ella, pero todos ellos eran irremediablemente flacos y débiles. El navegante del Pecuniam Omnis no era una excepción, pero en aquel momento no sólo se mostraba débil, también estaba herido. El uniforme azul oscuro de su Casa Inferior estaba ennegrecido por la sangre que salía de una herida que tenía en el pecho. La sangre también le brotaba por la boca y resbalaba por su rostro blanquecino.
El navegante, llamado Krevakalic, se desplomó en los brazos de Yambe y casi lo hizo caer al suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Yambe respirando con dificultad—. ¿De dónde sales?
Krevakalic se tumbó en el suelo y miró a Yambe desde debajo de la cinta que cubría el tercer ojo de su frente, el ojo de la disformidad.
—Ella… vino a por Gells y a por mí…
—¿Gells está muerta?
Krevakalic asintió. Eran muy malas noticias. Gells, como astrópata de la nave, era la única persona capaz de enviar una llamada telepática de socorro.
Krevakalic tosió y escupió unas gotas de sangre caliente sobre su capitán. Yambe tenía que irse. En unos pocos momentos aquel hombre estaría muerto, era algo que ya había visto antes. Tenía destrozados los pulmones y el intestino. Sería más cruel intentar salvarle la vida que dejar que muriera sin más.
Yambe, mientras tanto, tendría que seguir adelante, no sólo porque tenía que encontrar a Lestin y al resto de la tripulación, sino también porque la única cápsula de escape que quedaba operativa estaba en popa, y Yambe sabía que probablemente tendría que abandonar la nave a toda prisa.
Dejó al navegante moribundo tumbado en el suelo del corredor. Si Krevakalic intentó suplicarle a Yambe que se quedara, sus palabras se ahogaron entre los borbotones de sangre que salían de su boca.
Un poco más adelante el corredor se ensanchaba hasta formar una estancia circular que rodeaba uno de los reactores de plasma, una cámara cilíndrica de unos cinco pisos de altura en la que se generaba la energía de la nave. El núcleo de plasma rugía mientras dotaba de energía a todos los sistemas, y las nubes de vapor condensado producidas por los sistemas de refrigeración salían a chorros por las tuberías que discurrían por el suelo y por las paredes curvadas.
Había un cuerpo tirado sobre la consola de control que tenía más cerca. Se trataba de Ranl, un chico que habían recogido en el Pecuniam Omnis durante la última escala de mantenimiento. Ranl era joven y estúpido, probablemente un criminal que intentaba huir, pero hacía todo lo que se le ordenaba y nunca preguntaba. No merecía que le cortaran la cabeza ni que le abrieran el torso en canal, pero eso era lo que alguien le había hecho.
Yambe nunca había visto un cadáver así: había sido asesinado y diseccionado como si un experto carnicero se hubiera ensañado con él. Miró a su alrededor y vio que Ranl no era el único, había otro cuerpo tirado sobre los niveles más altos de las pasarelas que rodeaban el núcleo de plasma. Desde donde se encontraba, Yambe no podía saber de quién se trataba, pero vio que le habían cortado los brazos y que una mancha de sangre del color del óxido descendía por la pared más cercana.
Algo se movía cerca del techo, pero era demasiado rápido como para que Yambe pudiera saber qué era. Iba de un lado a otro como si de verdad estuviera corriendo por las paredes tubulares en lugar de moverse por las pasarelas. Yambe intentó apuntar con su escopeta, pero se desplazaba antes incluso de que pudiera levantar el cañón.
Sus hombres estaban muriendo. Algo había entrado en su nave con la intención de matar todo lo que encontrara. Primero había ido a por la astrópata y el navegante, lo que suponía que ya no habría señal de socorro y, por lo tanto, no había escapatoria.
¿Piratas? Yambe ya había tenido otros encontronazos con ellos. Quizá se tratara de xenos; todo marino espacial había oído demasiadas historias sobre alienígenas paganos que asaltaban los cargueros imperiales, desde los eldar, crueles y depravados, hasta los mortíferos pielesverdes.
Quizá se tratara de una forma de vida aún más primitiva. Se decía que las hordas tiránidas que habían conseguido infestar planetas enteros empleaban como avanzadillas a unas criaturas rápidas y mortales, capaces de hacerse con una nave en plena travesía y acabar con todo ser vivo que hubiera a bordo. Había ciertas cosas capaces de controlar a los miembros de una tripulación y criaturas que podían penetrar en cualquier casco, todas ellas descritas detalladamente en las historias que se contaban por las tabernas, burdeles y células de contención diseminadas a lo largo y ancho de todo el Imperio.
Comenzó a moverse de nuevo; esta vez estaba más cerca. Había descendido hasta los niveles inferiores pero seguía evitando la mirada de Yambe, que sabía que era imposible abatir con su arma a aquella criatura; tenía que tratarse de un alienígena, de algo mortífero. Pero él no acabaría igual que Ranl, la nave y su carga eran lo de menos, él no iba a morir allí.
Yambe abandonó corriendo el núcleo, agachando la cabeza para poder salir por la puerta que llevaba hasta la popa de la nave. Sabía que había una cápsula de escape operativa. Si nadie se había eyectado en ella y si otra nave pasaba lo suficientemente cerca como para recibir su señal de socorro, Yambe aún tenía posibilidades de sobrevivir.
Cuanto más se adentraba en la sala de máquinas, más estrecha y sucia se volvía la nave. El vapor de los sistemas de refrigeración se arremolinaba bajo sus pies. El aire viciado y maloliente le entró por la nariz e hizo que su cabeza empezara a dar vueltas, le costaba mucho respirar. Era demasiado viejo para aquello.
Se oyó una voz a través del comunicador. El ruido de estática dejó paso a una voz masculina, grave y fuerte, que hablaba con confianza.
—Capitán Yambe —dijo—. ¿Cuánto combustible queda en su nave?
Lambe se detuvo. Lestin tenía el comunicador, lo que significaba que el que hablaba tenía a Lestin, y Lestin estaba en popa. Fuera quien fuera el que había acabado con Lestin, ahora se interponía entre Yambe y la cápsula de escape.
Se dio la vuelta y empezó a retroceder en la dirección por la que había venido, colándose por un pasadizo lateral que apenas era lo suficientemente amplio como para correr por él. Necesitaba algún sitio donde esconderse. Sentía que la escopeta que llevaba en la mano era demasiado pesada e inútil. Tenía que haber algún sitio adonde ir. El Pecuniam Omnis era un carguero viejo y ruinoso cuyas zonas de almacenaje estaban repletas de espacios cavernosos en los que uno podría perderse. Una vez se coló un polizón que tuvo en jaque a la tripulación durante siete meses. Tenía que esconderse, tenía que sobrevivir.
Yambe consiguió llegar hasta el hangar. Se trataba de una cavidad grande y llana que se extendía entre dos de los reactores y que contenía una maltrecha lanzadera, la única en todo el Pecuniam, utilizada para moverse entre otros cargueros cuando la nave estaba en amarre orbital. Era un transporte pequeño, viejo y abollado, pero si, tal y como le habían ordenado, Ranl se había acordado de llenar sus depósitos de combustible, Yambe debería ser capaz de encender los motores y de abrir las compuertas a tiempo para poder despegar.
Se trataba de un medio de escape bastante precario. Sólo tenía aire para unas siete horas, no tenía comida ni agua, las células de energía no estaban operativas, de modo que tenía que quemar promethium incluso para calentar la cabina. Su sistema de comunicaciones tenía un alcance tan corto que no la encontrarían jamás.
Pero le daría a Yambe la oportunidad de elegir cómo quería morir. Podía esconderse en la nave e intentar engañar a los invasores o podía escapar en la lanzadera y elegir entre morir de frío, de asfixia o simplemente despresurizando la cabina.
Yambe estaba a punto de avanzar hacia la lanzadera cuando un hombre salió de la nada a su espalda. Intentó levantar la escopeta, pero un reflejo plateado le seccionó la mano, haciendo que cayera al suelo mientras aún agarraba el arma. El cañón de la escopeta quedó apuntando inútilmente hacia abajo. La conmoción se apoderó de Yambe, que acto seguido fue inundado por una marea roja de dolor. Se dejó caer de rodillas. La punta de la hoja había estado a punto de cortarle el hueso, pero no le había amputado la pierna.
El hombre que caminaba hacia él era alto y de complexión fuerte, llevaba un traje de vacío sucio y deteriorado, pero de algún modo no había perdido su aspecto noble. Sus facciones eran abruptas y angulosas, llevaba el pelo rapado y la piel de su cara y su cabeza estaba cubierta por unos tatuajes tupidos y oscuros. Sus ojos miraban fijamente a Yambe, su mirada era tan penetrante que por un momento el capitán se olvidó del dolor de su pierna y de su mano y de la sangre caliente que goteaba sobre el suelo.
—¿Cuánto? —repitió aquel hombre con la misma voz grave con la que había hablado a través del comunicador—. ¿Cuánto combustible queda en su nave?
—Vete al infierno, sabandija —le espetó Yambe.
La provocación era lo único que le permitía mantenerse consciente. Estaba decidido a no morir allí, no lo haría. Se suponía que iba a dejar su nave en Epsion Octarius para empezar una nueva vida lejos del espacio. No moriría allí.
Aquel hombre le lanzó algo a Yambe, algo caliente, húmedo y muy desagradable que lo golpeó en la cabeza e hizo que se precipitara sobre el repugnante suelo de metal. El dolor le atravesó el cuerpo, y cuando la neblina que cubría sus ojos se disipó pudo ver la cabeza cercenada de Lestin que yacía junto a él, tenía la mandíbula desencajada y los ojos aún abiertos.
—¿Cuánto combustible hay en esta nave? Sus hombres afirmaron que no lo sabían.
Yambe levantó la vista. Detrás de los ojos de aquel intruso no había absolutamente nada, era como mirar directamente hacia la disformidad, hacia el Caos infinito que hacía que los hombres perdieran la cordura.
—Suficiente… —farfulló Yambe—. Suficiente como para llegar a Epsion Octarius. Aunque se podrían forzar más los reactores.
—Bien —dijo el hombre, que acto seguido dirigió su mirada hacia un punto indefinido situado a la espalda de Yambe—. Mátalo.
Yambe miró a su alrededor. Había alguien de pie justo detrás de él, pero no había oído nada hasta aquel momento. Era una mujer que vestía un traje ceñido de color negro lustroso y llevaba el rostro cubierto con una máscara. Bajo su ropa sobresalían unos poderosos músculos que se enredaban alrededor de sus brazos como si fueran serpientes. Sus ojos, que tenían reflejos dorados, miraban fijamente a Yambe llenos de desprecio.
—No puedo morir aquí… —farfulló Yambe. Pero eso no evitó que la mujer desenvainara su espada estilizada y brillante y lo cortara en dos.
* * *
Alaric no podía percibir el estado de la senda como hacía Ligeia. Sin embargo, la situación estaba bastante clara gracias a los informes provenientes de la fortaleza de Trepytos. El mundo forja de Magnos Omicron estaba inmerso en una guerra civil en la que los regimientos de la tecnoguardia, fieles al Emperador, se enfrentaban a las legiones de titanes partidarias del profeta de aquel mundo. Volcanis Ultor se encontraba bajo una ley marcial gracias a la cual el cardenal Recoba empleaba a la infantería pesada de Balur para patrullar las calles y asegurarse de que las clases pudientes de los niveles superiores no entraran en contacto con las hordas de cultistas de la subcolmena.
La débil flota de combate de la senda empezó a hostigar a los transportes que circulaban por las rutas comerciales, destruyendo cualquier carguero que no diera una explicación satisfactoria sobre su carga y su tripulación.
Una inquietud apocalíptica se apoderó de muchísimos mundos. En cuanto los rumores se extendieron, los ciudadanos imperiales comenzaron a acudir en tropel a las catedrales. Los predicadores encabezaban plegarias masivas para absolver a todos los ciudadanos de los pecados cometidos contra el Emperador, y en algunos lugares habría sido imposible distinguir a los cultistas de Ghargatuloth de los adeptos imperiales.
Alaric empezaba a darse cuenta de lo poderoso que debía de ser Ghargatuloth, capaz de sembrar sufrimiento y dolor con la mera mención de su existencia.
* * *
Puede que toda la información que Alaric necesitaba estuviera en los archivos de Trepytos. Pero él no podría sumergirse en aquellas criptas inescrutables, repletas de volúmenes medio podridos, para encontrar lo que buscaba. El personal del inquisidor Klaes ya lo había intentado en muchas ocasiones, siempre con el mismo resultado. Todo el material del que Alaric disponía eran los informes provenientes de los diversos mundos de la senda y un puñado de trabajos medianamente bien catalogados sobre su historia.
La estancia principal de los archivos era enorme y fría, una luz débil penetraba en la oscuridad por las ventanas de arco que había en lo alto. Unos pocos miembros del personal de la fortaleza trabajaban en las estanterías que llenaban la estancia, ocupados en encontrar los volúmenes que Alaric había solicitado. Sabía que no encontraría nada que Ligeia no hubiera examinado y desechado antes que él, pero tenía que cubrir todas las posibilidades. Había demasiado en juego como para dar algo por sentado.
Cientos de informes se extendían ante él, cada uno de los cuales detallaba alguna de las muchas atrocidades cometidas por los cultos de Ghargatuloth, desde bombas, asesinatos y revueltas hasta crueldades mucho más siniestras, como emisiones heréticas entreveradas en las videorredes, asaltos a catedrales imperiales o raptos en masa.
La inquisidora Ligeia había ahondado directamente en el corazón de la oscuridad, en los convencimientos y las demencias que inundaban las mentes de los seguidores de Ghargatuloth. Pero Alaric nunca podría hacer lo mismo; comparada con la de Ligeia, la mente de Alaric era como un compartimento estanco.
—Hermano capitán —dijo una voz profunda y muy familiar.
Alaric levantó la vista de la pila de papeles que tenía delante y vio a Tancred, que se acercaba hacia él a través de la sala. Un par de miembros del personal de la fortaleza se volvieron sorprendidos al ver el tamaño del juez. Llevaba puesta su armadura de exterminador, y con ella llegaba a doblar en altura a muchos hombres normales.
—Los astrópatas de la fortaleza han recibido un mensaje diciendo que Genhain ha llegado a Titán —le informó Tancred.
—Bien. —Alaric aún no se había acostumbrado a que se refirieran a él como hermano capitán—. Quiero que estemos listos para salir tan pronto como regrese el Rubicón. No nos queda mucho tiempo, Ghargatuloth ya ha comenzado su advenimiento.
Tancred miró hacia la pila de informes.
—¿Cómo de malo es eso?
—Muy malo. No hay un solo mundo libre de corrupción. Incluso Magnos Omicron está sufriendo. Las Fuerzas de Defensa Planetaria no dan abasto, y lo mismo ocurre con las fuerzas del orden locales. El Arbites está haciendo todo lo que puede, pero hay demasiados cultos como para ocuparse de todos. —Alaric negó con la cabeza—. ¿Cuánto tiempo llevarán ahí? Lo de Sophano Secundus era diferente, es un mundo muy aislado y un solo individuo contaminado podría ocultarse allí durante siglos. Pero estamos hablando de millones de hombres y mujeres, de cientos de cultos diseminados por casi todos los mundos de la senda que hasta ahora habían permanecido latentes.
—La Marina podría aislar la zona, declarar una cruzada. —Tancred hablaba con un tono serio. Ya antes, sectores enteros del espacio habían sido purgados. Los Mundos de Sabbat, la brecha de Asclepia y otros muchos sectores fueron expurgados mediante grandes cruzadas emprendidas por los ejércitos imperiales y por sus flotas de combate.
—Si la senda se encontrara en una rebelión declarada —contestó Alaric—, y si el Ojo del Terror no tuviera ocupadas a la mitad de las fuerzas del Imperio, entonces el Malleus quizá pudiera hacerlo. Pero ése no es el caso, Ghargatuloth no jugará sus cartas tan descaradamente como para atraer a todo el Imperio sobre él. Sólo depende de nosotros.
—Tus palabras suenan a desesperación. —Había un cierto tono de reprobación en la voz de Tancred.
—No se trata de desesperación, juez —contestó Alaric—. No mientras quede alguno de nosotros con vida. Simplemente me he dado cuenta de lo inteligente que es nuestro enemigo. Ghargatuloth ha estado mucho tiempo planeando esto, probablemente desde antes de ser desterrado por Mandulis. Incluso puede que no sea un accidente el que intente volver justo cuando el Ojo del Terror se ha abierto. Pero tenemos una pequeña ventaja. —Alaric cogió un puñado de informes, algunos de los peores—. Está muy expuesto, todo esto es fruto de la distracción, Tancred. Está intentando mantenernos ocupados, y por lo que respecta al Arbites y a las Fuerzas de Defensa Planetaria está teniendo éxito. Pero nosotros somos diferentes, sabemos que hasta que sus cultistas consigan traerlo de vuelta al espacio real será vulnerable. Si consigue alzarse como hizo en Khorion IX se necesitará algo más que una cruzada, eso si conseguimos seguirle la pista, pero en estos momentos aún es vulnerable. Él sabe que estamos aquí, y nos tiene miedo.
—Pero ¿cómo vamos a encontrarlo, hermano capitán? No podemos luchar contra algo que no vemos.
Alaric abrió los brazos en círculo señalando todos los archivos que se encontraban en aquella estancia.
—Está aquí, en algún lugar. Los cultistas de Ghargatuloth deben hacer las preparaciones necesarias para los ritos que lo traerán de vuelta. Y casi todos los que se han sublevado en la senda no hacen más que intentar atraer la atención del Imperio mientras los que se mantienen ocultos llevan a cabo esas preparaciones. Puede que Ligeia hubiera sido capaz de identificar los cultos verdaderamente peligrosos de entre todas estas distracciones, pero ella no está aquí y debemos hacerlo nosotros en su lugar.
—Entonces te dejaré trabajar. Mis hombres deben estar preparados.
—Por supuesto. Que el Emperador te guíe, juez.
—Que el Emperador te guíe, hermano capitán.
Alaric miró cómo Tancred se marchaba. En lo que a Tancred respectaba, los Caballeros Grises deberían estar luchando contra las alimañas que habían infectado la senda, no escudriñando los archivos en busca de unas pistas que probablemente ni siquiera existieran. Tancred nunca expresaría esa opinión abiertamente, era consciente de que era un soldado y de que debía encajar en una cadena de mando que era vital. Pero no podía esconder sus preocupaciones a Alaric.
Alaric sabía que lo único que podía pedir a los Caballeros Grises era obediencia, no control sobre sus pensamientos. Pero esperaba poder mantener su confianza lo suficiente como para encontrar algo que los llevara hasta Ghargatuloth. Alaric sólo tenía fuerzas para luchar contra un único enemigo.