DIEZ

DIEZ

MIMAS

En Mimas había un lugar, justo en el exterior del gran cráter, donde la tierra estaba herida y mutilada. Los servidores la habían excavado y vuelto a cubrir miles de veces. Por todos lados los movimientos sísmicos habían provocado que los huesos, incluidas algunas calaveras con sus sonrisas socarronas, afloraran al exterior, solamente para ser enterrados de nuevo por los servidores de patrulla. Justo en el centro de aquella tierra herida se alzaba un único edificio de estilo gótico clásico. Toda su superficie estaba decorada con imágenes de castigos y expiaciones, pecadores ardiendo bajo el fuego impasible del culto imperial o cabezas de herejes aplastadas por terribles venganzas. Los ojos del Emperador vigilaban cada pecado y sus sirvientes ejecutaban la vendetta. Los hombres morían de infinidad de maneras distintas, desde la horca hasta el desmembramiento o la exposición a la atmósfera tóxica de Mimas. Éstas eran las imágenes que decoraban los pilares y los frisos del edificio.

Decenas de servidores armados vigilaban cada una de las puertas. Un destacamento de tropas del Ordo Malleus estaba destinado de manera permanente en el acuartelamiento que había bajo el edificio, listos para reaccionar ante cualquier amenaza. El propio edificio estaba dispuesto alrededor de una cámara central con innumerables galerías que partían de ella. Sobre éstas, mirando hacia la cámara principal, se alzaba una plataforma con asientos para dignatarios, técnicos y archiveros, como una mesa de disección situada en el centro de una aula de anatomía.

Gholic Ren-Sar Valinov fue trasladado hasta la cámara de ejecución de Mimas siete semanas después de derrumbarse ante el explicador Riggensen. Valinov no había vuelto a decir ni una sola palabra desde aquel día. De hecho, se había mostrado mucho más hosco y huraño que antes, como si se hubiera impuesto a sí mismo el silencio después de que el interrogatorio de Riggensen resquebrajara su máscara de infalibilidad. Esta actitud había llevado al personal de interrogatorios de Mimas a comunicar a los señores inquisidores del Ordo Malleus que Valinov ya no era de ningún valor para los servicios de inteligencia.

El cónclave de los señores inquisidores había aprobado por unanimidad la ejecución de Valinov. Se confirmó que Ligeia no había hecho más que tirarse un farol la primera vez que lo interrogó, esta vez no habría ninguna pseudomuerte psíquica, tan sólo una ejecución a la vieja usanza. Valinov había sido acusado de varios delitos capitales, pero fue llevado a la cámara de ejecución de Mimas como castigo por herejía mayor, y la ley imperial establecía que el castigo para la herejía mayor era la muerte por desmembramiento.

* * *

Era una ocasión solemne. No había nada de triste en el hecho que Valinov estuviera a punto de morir, pero sí que había un cierto lamento tapizado de vergüenza por el hecho de que un compañero inquisidor, antaño un hombre respetado y valorado, hubiera caído tan bajo. No era la primera vez que el Malleus perdía a uno de sus inquisidores ante el radicalismo, o ante ideas aún peores, pero siempre que ocurría, la herida se hacía más profunda. El Malleus estaba muy orgulloso de lo que hacía, y cada vez que un traidor surgía desde dentro era una afrenta a ese orgullo.

El explicador Riggensen estaba presente en caso de que Valinov decidiera hacer alguna confesión de última hora. Ya antes había presenciado muchas ejecuciones, pero el olor antiséptico de la cámara de ejecución y la silueta brillante y con forma de insecto del servidor-mutilador que pendía del techo lo hacían sentir muy incómodo, lo que teniendo en cuenta su oficio ya era bastante.

Una empleada oficial estaba sentada en un atril frente a Riggensen. Era una mujer pálida y extremadamente modificada que tomaba notas sobre la ejecución mediante las estructuras de metal que tenía en lugar de brazos. La cabeza de aquella mujer se levantó como un resorte cuando se percató de quién había entrado en aquella estancia circular y oscura. Varios empleados y archiveros encargados de diversos aspectos particulares de la ejecución entraron junto a él, caminando sigilosamente envueltos en sus largas vestimentas.

El inquisidor Nyxos fue el siguiente en entrar. Sobre su exoesqueleto vestía unos ropajes ceremoniales de color carmesí. Sus dos consejeros caminaban junto a él, el viejo astrópata y la joven oficial con su uniforme de la Marina desprovisto de cualquier ornamento.

Los técnicos sanitarios entraron después. El médico jefe sería el encargado de manejar los mandos del servidor-mutilador, mientras que el resto del equipo controlaría los signos vitales mediante los monitores que había junto a la mesa de ejecución. En el pasado hubo ocasiones en las que el criminal se resistía a morir a pesar de la naturaleza comprensiva del servidor-mutilador, de modo que el médico jefe debería confirmar cuándo los signos vitales habían cesado.

Para sorpresa de Riggensen, los siguientes en entrar fueron unos asesinos del Culto de la Muerte, cuatro figuras ágiles y atléticas que vestían trajes negros, ceñidos y armados con dagas y espadas. Riggensen pudo ver por encima del hombro de la empleada cómo escribía que aquellos cultistas acudían en representación de la inquisidora Ligeia. Le pareció más que comprensible que Ligeia quisiera que alguien en quien confiaba presenciara la muerte de Valinov con sus propios ojos; de lo contrario, puede que ella nunca llegara a creer que estaba verdaderamente muerto.

Los diversos dignatarios y adeptos ocuparon sus puestos alrededor del pedestal. Las luces se fueron volviendo más y más tenues hasta que sólo el centro de la estancia quedó iluminado, bañado en una luz pálida e implacable.

A pesar de estar desnudo de cintura para arriba y con las manos y pies encadenados, Valinov seguía siendo una figura imponente. Sus enormes y oscuros tatuajes le daban un aspecto salvaje, acentuado por su rostro inteligente y anguloso y por los músculos que lucía en sus brazos y torso. Mantenía la cabeza alta y no mostraba el menor signo de miedo, aunque los verdaderos herejes nunca lo hacían, o por lo menos no hasta que sus almas eran arrancadas de sus cuerpos y puestas frente a la mirada vengativa del Emperador.

Los testigos que habían acudido a presenciar la ejecución podían notar sólo con ver el rostro de Valinov que el ex inquisidor era un hombre extremadamente peligroso. Ni siquiera el meticuloso trabajo de los interrogadores y explicadores de Mimas había podido con él, con la única excepción del breve momento de triunfo de Riggensen. La muerte, como casi todos los presentes estarían de acuerdo, era algo demasiado bueno para Valinov, pero si alguien tan peligroso seguía con vida no habría manera de garantizar la seguridad.

Un viejo predicador estaba en pie en primera fila, sus ropajes escarlata parecían oscuros bajo la luz tenue. Estaba leyendo de un libro de oraciones desgastado encuadernado en cuero para aplicar a Valinov los Ritos de Condena, los que marcarían su alma como la de un enemigo del Emperador.

—«Aunque tu espíritu esté podrido y tus acciones sean abyectas, apelamos al Emperador para que considere tu alma con juicio justo y puro…»

La voz del predicador se sumergió en unas oraciones conocidas por todos los presentes. El médico jefe hizo las últimas comprobaciones en el aparato mutilador mientras sus ayudantes colocaban varios electrodos sobre la piel afeitada de Valinov. La empleada que había sentada delante de Riggensen escribía sin cesar, apuntando cada uno de los procedimientos conforme se iban completando. Los drenajes de sangre del suelo de la cámara se abrieron. Al propio Riggensen le entregaron una placa de datos y una pluma para que pudiera firmar como testigo de la muerte de Valinov. El servidor-mutilador extendió cada una de sus seis extremidades provistas de cuchillas para que fueran examinadas, mientras los ayudantes del predicador dibujaban el símbolo del águila sobre el pecho de Valinov.

Los ayudantes encargados de los recipientes para los órganos estaban preparados. Las diversas partes del cuerpo de Valinov, cabeza, torso, vísceras… serían enterradas por separado en la gran planicie de tumbas sin marcar que rodeaba al edificio de ejecuciones, con el fin de evitar que algún poder oscuro devolviera la vida a su cadáver. Ésa era una lección que se había aprendido por las malas.

Los asesinos del Culto de la Muerte observaban con atención, sus ojos se mantenían impávidos, sus cuerpos no se movían excepto por alguna contracción ocasional de alguno de sus poderosos músculos.

El predicador se acercaba al final. Los dos soldados del Malleus que flanqueaban a Valinov subieron al prisionero al pedestal, donde colocaron sus grilletes en los cerrojos que había en la base y en la parte superior.

El mutilador descendió, el médico jefe controlaba los mandos. La empleada escribía cada vez más rápido. Los que se encontraban sentados en las filas delanteras serían salpicados por la sangre del prisionero, pero tal indignidad merecía la pena con tal de ver morir a uno de los enemigos del Emperador.

—«… Y de este modo ponemos esta alma impía frente a ti y la arrancamos de su cuerpo, cuyas manos han cometido tales atrocidades. Que su alma encuentre la redención ante los ojos del Dios Emperador, y si tal redención nunca llega, que el odio del Dios Emperador la destruya para siempre».

Hubo una breve pausa antes de que el mutilador comenzara su trabajo. Era costumbre, al igual que casi todo en aquella ejecución, que si había posibilidad alguna de redención el prisionero implorara clemencia al Emperador. Nadie esperaba que Valinov fuera a hablar.

—Así que éste es el fin —dijo con una voz tenue y tranquila, como si hablara consigo mismo—. Los hilos se están tensando. Esta muerte será la muerte de mil galaxias. Podéis comenzar.

Como respuesta, la mano del médico jefe se posó sobre el mecanismo que pondría en marcha el desmembramiento. Aquella mano nunca había llegado tan lejos.

Se produjo un destello plateado, como un relámpago de plata que inundó la estancia y, de pronto, una hoja brillante y alargada atravesó el asiento del médico y su mano seccionada cayó al suelo, sangrando.

Riggensen pudo ver cómo el médico levantaba la vista para encontrarse una mirada penetrante e impasible que se ocultaba bajo la máscara de una asesina del Culto de la Muerte.

Los soldados que había junto al pedestal, aunque muy sorprendidos, fueron los primeros en reaccionar. Los disparos de sus rifles infernales comenzaron a volar por toda la estancia, pero la asesina había previsto sus movimientos y se retorció como un gimnasta para esquivar los disparos, que pasaron a pocos centímetros de su piel. Un segundo después los dos soldados estaban muertos, cortados en dos por las dagas curvadas del segundo asesino.

El inquisidor Nyxos dejó escapar un grito y sacó una pistola de plasma de debajo de sus ropajes, los servos de sus extremidades chirriaron al verse obligados a moverse a una velocidad sobrenatural. La joven oficial táctica que estaba a su lado se lanzó al suelo, dejando caer su gorra de la Marina.

Los otros dos asesinos saltaron de sus asientos, uno de ellos se dirigió hacia Nyxos y el otro hacia el pedestal donde se encontraba Valinov. El predicador interpuso su débil y anciano cuerpo entre el prisionero y el asesino, aunque eso ni siquiera ralentizó el avance y en seguida cayó bajo la espada de aquella silueta oscura.

Riggensen llevaba una pistola automática que extrajo de su uniforme de explicador mientras se ponía en pie. Disparó a la asesina que había seccionado la mano del médico, pero ésta se movió hacia un lado mucho más rápido que la propia bala.

El asesino que había en el pedestal dio dos estocadas y Valinov quedó libre al instante. Nyxos, que sabía que Valinov era la mayor amenaza que había en aquella estancia, disparó. Uno de los asesinos se interpuso entre Valinov y el disparo, que le destrozó el estómago.

Empezaron a efectuarse disparos desde todas partes, desde las armas de los adeptos, de Nyxos y de Riggensen. La asesina que Riggensen había estado a punto de matar saltó por encima del adepto que tenía delante, Riggensen estaba seguro de que el acero de su espada lo partiría en dos, pero en lugar de eso la asesina volvió a saltar por encima de los asistentes y empezó a correr de manera incomprensible a lo largo del muro, avanzando por la pared circular para después atravesar con su espada a los soldados del Malleus.

Riggensen volvió a disparar, pero al mismo tiempo que sentía el retroceso de su arma podía ver cómo la asesina esquivaba los disparos mientras se movía mucho más rápido de lo que cualquiera sería capaz de hacer.

Valinov se había refugiado tras el altar en el que debería haber sido asesinado. Estaba manchado con la sangre del asesino que acababa de morir por él. Sus ojos oscuros escudriñaban toda la estancia mientras evaluaban las muchas amenazas para su vida que se cernían sobre él. Nyxos y su pistola de plasma, que tendría que esperar unos cuantos segundos mientras su arma se recargaba; la ayudante de Nyxos, la oficial táctica, que seguramente también portaría una arma; los soldados adoctrinados, que le dispararían sin dudarlo si es que alguno sobrevivía el tiempo suficiente, y el servidor mutilador, que seguía moviendo sus cuchillas letales a menos de un metro de él.

Y Riggensen con su pistola automática, cuyos proyectiles parecían moverse más despacio que si los lanzara con sus propias manos.

El asesino que se dirigía hacia Nyxos saltó a través de la estancia y se abalanzó sobre él. Sus miembros mecanizados resonaron cuando su cuerpo cayó al suelo. Una hoja refulgió por un instante antes de seccionar el brazo que sostenía su arma. De pronto sonó el disparo de una segunda pistola de plasma, que arrancó de golpe la mitad de la máscara negra de la cara del asesino.

La oficial táctica se puso en pie y hundió su cuchillo de energía, el tipo de arma que le sería regalada a un cadete destacado dentro de las academias militares más exclusivas de todo el Imperio, en la pierna del asesino. Con un giro de muñeca éste la lanzó a través de la estancia hasta que chocó contra las primeras filas de asientos produciendo un sonido espeluznante.

El tercero de los asesinos que quedaban con vida, el que había acabado con los guardias que custodiaban a Valinov, acabó su trabajo lanzándole un cuchillo al jefe médico que le atravesó la garganta y lo dejó clavado a su asiento. Riggensen volvió a efectuar otros tres disparos, el asesino los esquivó y se dirigió hacia él. Riggensen era un hombre de constitución fuerte y joven en comparación con los adeptos y veteranos del Ordo Malleus. Era un objetivo primordial.

El asesino cruzó la estancia como una exhalación, pero tras un segundo destello se derrumbó; aún tenía el cuchillo de energía clavado en la pierna.

La figura negra fue a caer sobre la empleada que se había sentado delante de Riggensen, que accionó el selector de su pistola automática y disparó hasta vaciar el cargador sobre la espalda del asesino. Éste se revolvió como pudo, pero al no tener espacio para maniobrar, los proyectiles finalmente lo atravesaron.

Probablemente Riggensen también había matado a la empleada. Aquel hecho constituiría un recodo oscuro y sombrío en lo más profundo de su mente, pero no podía dejar que eso lo afectara o lo detuviera, ya se arrepentiría más tarde. En aquel momento lo más importante era sobrevivir.

Uno de los asesinos le había dado a Valinov un rifle infernal que había puesto en modo automático. Una ráfaga de destellos rojizos atravesó la estancia. En aquellos momentos todo el mundo ya se encontraba a cubierto o inmerso en el fuego cruzado, vociferando o gritando órdenes. Nyxos estaba luchando contra el asesino que se había abalanzado sobre él, las hojas de sus cuchillos caían una y otra vez y amenazaban con destruir sus múltiples sistemas augméticos.

Riggensen extrajo el cuchillo de energía de la pierna del asesino y comenzó a andar tambaleándose entre aquel bullicio, con los ojos fijos sobre Valinov. Riggensen era un sirviente del Emperador, no huiría, no se acobardaría. En la sala de interrogatorios ya había demostrado que no tenía ningún miedo al enfrentarse a Valinov sin saber del todo contra quién luchaba, y ahora no iba a mostrar el menor atisbo de pánico.

Valinov estaba disparando a las tropas que entraban por la puerta; los soldados devolvían el fuego y sus disparos se estrellaban en el pedestal. Valinov no había visto a Riggensen.

El tiempo transcurría al ritmo de los latidos entrecortados de su corazón. Riggensen no era un asesino nato como Valinov, pero era fuerte y muy capaz. Sólo necesitaba una estocada, su enemigo era fuerte y tenía varios implantes augméticos que lo ayudarían a resistir las heridas, pero no podría soportar la herida de un cuchillo de energía y al mismo tiempo seguir defendiéndose.

Valinov se dio la vuelta y rápidamente golpeó a Riggensen con la culata de su rifle en las costillas, el explicador cayó produciendo un sonido seco cuando su cabeza golpeó el metal del pedestal.

Valinov estaba de rodillas sobre Riggensen, que yacía en el suelo, pero el explicador no estaba muerto.

Aún le quedaba una arma, algo que nadie más tenía. La muerte del astrópata de Nyxos se lo había recordado. Riggensen podía sentir la energía psíquica de la muerte de aquel astrópata a medida que abandonaba la existencia, podía notar cómo su chispa psíquica se apagaba.

Ya había vencido a Valinov una vez y podría hacerlo de nuevo.

En medio de aquella bruma de sufrimiento y dolor, Riggensen buscó en lo más profundo de su mente el arma que le había permitido convertirse en explicador. El ojo que había en su interior se abrió y comenzó a escudriñar la mente de Valinov, buscando un hilo de percepción que le abriera el alma del ex inquisidor. Podría hacer que se derrumbara una vez más, podría abrir la mente de Valinov de par en par, dejarlo ciego y sordo, llenar su mente de ruido y locura.

Riggensen dejó que todo su poder le inundara la mente para romper el núcleo pétreo del corazón del alma de Valinov. Se sumergió en su infancia casi olvidada entre los bajos fondos de Hydraphur, en los oscuros meses de pruebas y condicionamiento a bordo de la Nave Negra por la que fue recogido, en el dolor, en la humillación, en el miedo ante el poder que crecía en su interior y que podía hacer que fuera ejecutado en cualquier momento.

Recordó todo aquello y lo comprimió en la punta de una lanza mental, dura como el diamante, que lanzó hacia Valinov con toda la fuerza que el Malleus le había otorgado.

Pero en realidad no había nada contra lo que lanzarla. No había nada ni nadie.

La mente de Riggensen había lanzado su ataque contra la nada, porque Gholic Ren-Sar Valinov no tenía alma.

Aquel abismo, donde debería estar el alma de Valinov, fue lo último que vio. En medio de aquel vacío ni siquiera pudo ver las cuchillas del servidor-mutilador cuando Valinov arrojó su cuerpo hacia el pedestal y aquella máquina comenzó a desmembrar al explicador Riggensen.

* * *

Cuando Ghargatuloth era joven, hablando en un modo relativo, pues un verdadero demonio no tenía ni nacimiento ni muerte, se dice que fue capaz de caminar como cualquier otro mortal, que consiguió salir de la disformidad cuando encontró una mente con el suficiente poder psíquico como para poseerla.

Hizo lo que muchos demonios hicieron antes que él. Disfrutó en la carne mortal que lo envolvía. Bailó con sus nuevos pies. Contó historias con su nueva lengua, historias que los seres humanos, con sus mentes estrechas, tacharon de locuras. Todo el mundo que conoció sabía que no era humano, daba igual con que cuerpo se vistiera, su poder brotaba como lágrimas de fuego azul a través de sus ojos y sus enigmas llevaban a los hombres a la locura. Pero Ghargatuloth fue muy afortunado, pues hizo sus primeras incursiones en el espacio real en tiempos de guerra y devastación. La llamaban la Era de los Conflictos, una de las contadas ocasiones de la historia de la humanidad en la que el nombre que sus contemporáneos le dieron a su era fue completamente acertado.

Vio cómo culturas enteras fueron aniquiladas hasta que no quedó nada de sus territorios más que planicies sembradas de huesos. Vio cómo los locos se convertían en reyes, en señores de la guerra que quemaban mundos enteros para usarlos como combustible para afianzar su poder personal. En aquella carnicería, la humanidad perdió los medios para viajar por las estrellas, y se tuvo que retirar a sus planetas como alimañas en sus madrigueras, para destruirse los unos a los otros en interminables guerras.

También vio cómo la humanidad redescubría los viajes espaciales y cómo se dividía en un millón de facciones manchadas de sangre y salidas de un mismo crisol. Ghargatuloth, en los cuerpos de varios hombres dementes, se convirtió en un héroe adorado por miles de millones de personas. Era el príncipe que vestía un disfraz de mil caras, cada una de ellas arrancada de un traidor. Él era la mujer que nadaba en un océano de sangre cada mañana para que el poder de sus enemigos circulara por sus entrañas. Él fue el rey pirata que unificó una decena de sistemas estelares con el único fin de enfrentarlos unos a otros para ver cuál de ellos sobrevivía.

La Era de los Conflictos duró más de lo que la propia historia de la humanidad podía dejar constancia. En aquellos días Ghargatuloth vivió muchas vidas de guerra, sufrimiento y caos. Luchó y triunfó, también fue derrotado y murió, y cada uno de aquellos momentos alimentó el ansia de conocimiento que domina a todo seguidor de Tzeentch.

Pero Ghargatuloth, poco a poco, llegó a comprender la verdad. Era como un niño y la Era de los Conflictos era el patio donde jugaba. Cuanto más conocía de la humanidad, más profundo era su conocimiento sobre los designios del Caos. Mientras se divertía jugando a la guerra, por cada una de las victorias que alcanzaba había una derrota. Por cada imperio que se alzaba, otro se hundía.

La humanidad era débil. Era incapaz de alcanzar una victoria absoluta, siempre fracasaba. Siempre. En la disformidad había dioses, seres que habían reunido tanto poder que serían dioses por toda la eternidad. Pero la humanidad nunca podría ser como ellos, y cuando Ghargatuloth se dio cuenta comenzó a odiar a las especies con las que había jugado durante tanto tiempo.

Se aburrió. A veces hacía incursiones en el espacio real para sembrar confusión, pero era algo vacío y sin sentido, allí no quedaba ningún conocimiento que adquirir. No quedaban secretos que aprender. La humanidad era un animal ordinario y vacío incapaz de alcanzar el poder completo y verdadero.

Hasta la cruzada.

Un hombre que se hacía llamar a sí mismo Emperador conquistó la cuna de la humanidad, su sagrada Tierra, su hogar. Lideró una cruzada por las estrellas conquistando un espacio que los hombres ya habían colonizado, y reunió a todas las especies bajo su Imperio. Cada ser humano de la galaxia fue declarado ciudadano del Imperio, tanto si quería como si no. Aquella cruzada nunca llegó a terminar completamente, pues el Imperio, a lo largo de su historia, nunca dejó de luchar para someter a todos los mundos humanos bajo su yugo opresivo.

Y de pronto la galaxia se volvió interesante una vez más. Por primera vez la humanidad se había asegurado un poder permanente, un dominio sobre toda la galaxia conocida que se extendería durante más de diez mil años. Incluso había conseguido sobrevivir a la muerte del propio Emperador a manos del señor de la guerra Horus, bendecido por el Caos. Había sobrevivido a invasiones y guerras civiles, sobrevivió a todo lo que el universo lanzó contra ella. El Imperio resistió a pesar de lo sombrío del intelecto de los humanos y de lo estrecho de sus mentes.

Y como Ghargatuloth había comprobado, toda victoria era seguida por una derrota. Todo Imperio que se alzaba debía caer.

La existencia de Ghargatuloth volvió a tener sentido. Algún día el Imperio caería. Y Ghargatuloth estaría allí cuando eso ocurriera…

* * *

Ligeia se apoyó contra la pared de su dormitorio, su ropa estaba manchada de sudor, tenía la boca seca, notaba su aliento caliente y sentía dolor con cada bocanada de aire. Su cuerpo se estremecía. Sobre la mesa de la habitación, aquel libro se sacudía la pátina del tiempo mediante el mal contenido en sus páginas. Era un volumen pequeño y bastante delgado, lo suficientemente pequeño como para ocultarlo en la palma de una mano, pero sus páginas contenían todas las revelaciones de Ghargatuloth, lisas y llanas, una interminable diatriba de locura. Ligeia tuvo que cerrar su mente para evitar que la inundaran.

Sus aposentos estaban hechos un desastre. Había ropa tirada por todos lados y restos de manjares a medio comer sobre bandejas de plata olvidadas en los rincones. La mente de Ligeia había estado muy ocupada como para preocuparse por mantener las apariencias propias de una mujer noble, todo aquello parecía haber dejado de importarle, sobre todo después de haber visto una parte del horror de las fuerzas que arañaban el tejido de la realidad.

Ghargatuloth le estaba hablando. Ghargatuloth no era sólo un cuerpo demoníaco, era conocimiento puro. Era todo el conocimiento que había conseguido reunir a lo largo de su interminable existencia. Ésa era la razón por la que era imposible matarlo, tan sólo podía ser desterrado, pues dejaría ese conocimiento enquistado en el corazón y en la mente de sus cultistas. De ese modo, incluso si se lo desterraba del espacio real, quedaría lo suficiente de él en los libros y en las mentes de los locos como para hacer que regresara.

Ligeia no podría vencer. No podía enfrentarse a algo como aquello. La comprensión más ínfima de Ghargatuloth era demasiado vasta y compleja como para contenerla en su mente.

Deseó poder tener a sus asesinos del Culto de la Muerte a su lado para poder explicarles cómo se sentía. Por supuesto, nunca habrían contestado, pero el mero hecho de hablar ya habría sido de ayuda. No podía hablar con los Caballeros Grises, ni siquiera con Alaric, sobre algo como aquello. El personal del Malleus que merodeaba por las entrañas del Rubicón no era una mejor opción, ni tampoco lo eran el inquisidor Klaes ni el resto de miembros de la Inquisición. Ligeia estaba completamente sola, no tenía a nadie excepto el recuerdo de Ghargatuloth en su cabeza.

Pero sus asesinos se habían ido y no iban a volver.

Se produjo un estruendo en algún lugar de sus aposentos, como una carga explosiva que hizo saltar la puerta en pedazos. Ligeia oyó una voz que gritaba una orden y oyó pasos metálicos que hacían crujir los muebles de madera de la habitación contigua.

Ligeia se irguió, aún tenía su arma digital camuflada en su dedo como si fuera un anillo, y en algún lugar de su equipaje había una pistola de agujas que podía usar con bastante precisión. Pero sabía que eso no le serviría de nada. Tzeentch iba a tragarse toda la galaxia, ¿de qué iba servirle una arma?

Alguien golpeó la puerta de su dormitorio y la madera astillada saltó por toda la estancia. Ligeia se alejó de la puerta y se estremeció sabiendo lo patética que era su figura en aquel momento, desaliñada, exhausta, enferma y evidenciando sus muchos años.

Entonces reconoció al juez Santoro, el más estricto de todos los Caballeros Grises, que se abría paso a través de la habitación. Él era la clase de persona que habrían enviado desde el Rubicón para plantarle cara, sin imaginación, sin posibilidad alguna de que escuchara sus súplicas.

Santoro apuntó su bólter directamente a la cabeza de Ligeia. Si se movía, si hablaba, la mataría.

De alguna manera siempre había sabido que eso ocurriría, antes incluso de que hubiera oído hablar de Ghargatuloth. Desde que era una joven investigadora del Ordo Hereticus, mucho antes de que el Malleus la descubriera, siempre supo que terminaría sus días frente a una pistola empuñada por alguien que se suponía que debía protegerla. Así era como funcionaba la Inquisición, como funcionaba todo el Imperio. La humanidad siempre buscaba su propio final.

Otros tres miembros de la escuadra de Santoro entraron en la habitación y apuntaron sus armas hacia Ligeia, las enormes armaduras que cubrían sus cuerpos ocupaban toda la habitación. Ligeia se estremeció en medio de un frío repentino.

—Libre —dijo Santoro.

El inquisidor Klaes siguió a los Caballeros Grises y entró en la habitación. Llevaba una placa de datos en una mano, la otra estaba apoyada sobre la empuñadura de su espada de energía.

—Inquisidora Bresis Ligeia —anunció Klaes pausadamente—. Hemos recibido una comunicación del cónclave del Ordo Malleus en Encaladus ordenando su arresto inmediato. Como la autoridad inquisitorial más importante de este sector se me ha pedido que haga cumplir dicha orden. Las normas de esta situación son muy sencillas: Ligeia, ríndase o el juez Santoro la matará.

Ligeia levantó sus manos temblorosas. Tras una señal de Santoro, un marine que Ligeia reconoció como el hermano Traevan dio un paso hacia adelante, agarró su mano y le extrajo el anillo del dedo, aplastando aquella valiosa tecnología en miniatura bajo su bota.

—¿Lleva usted más armas? —preguntó Santoro con seriedad. Ligeia dijo que no con la cabeza.

—Esposadla.

Traevan puso las manos de Ligeia detrás de su espalda y ella pudo sentir cómo las esposas se cerraban alrededor de sus muñecas. Sabía que Klaes no haría que la registraran y encadenaran por mera cortesía profesional.

—Inquisidora Ligeia —dijo Klaes, que ahora leía su placa de datos—. La Santa Inquisición del Emperador ordena que quede usted bajo arresto por los crímenes de herejía mayor, asociación con enemigos del Emperador, corrupción de los sirvientes del Emperador y otros cargos que le serán imputados previa audiencia judicial. Será usted trasladada a las instalaciones de Mimas donde confesará toda la verdad y su condena será determinada por el cónclave del Ordo Malleus. Será usted privada de cualquier libertad que le permita seguir llevando a cabo estos crímenes. Su autoridad como inquisidora queda revocada.

»Estos cargos están relacionados con la ayuda prestada a Gholic Ren-Sar Valinov, enemigo del Emperador y reo condenado a muerte, y con el asesinato de varios sirvientes imperiales encargados de la investigación de las herejías de dicho prisionero. Por decreto del Ordo Malleus no será declarada inocente de sus crímenes, tan sólo le serán imputados diversos grados de culpabilidad. Hasta entonces deja usted de ser considerada ciudadana del Imperio y pasa a ser una criatura bajo el control del Ordo Malleus. Que el Emperador sea misericordioso con usted, pues nosotros no lo seremos.

Klaes apagó la placa de datos. Ligeia podía percibir la tristeza en sus ojos. Ningún inquisidor disfrutaba arrestando a uno de sus camaradas, ya que eso les recordaba lo cerca que todos estaban de caer en el abismo.

—Explíqueme por qué, Ligeia, y me aseguraré de que sea tratada correctamente.

—¿Por qué? —Una lágrima cálida resbaló por el rostro de la inquisidora—. ¿Qué más da? La galaxia está condenada. La Transformación lo engullirá todo. No importa la fuerza con la que luchemos, todos estamos condenados. Lo he visto todo, vencer al destino es imposible, inquisidor, y la libertad de Valinov es parte de ese destino, igual que mi arresto, igual que el hecho de que todos ustedes morirán y que sus triunfos no serán más que polvo.

—Ya es suficiente —dijo Santoro, que dio un paso hacia adelante y propinó a Ligeia un golpe con el dorso de la mano que la tiró al suelo.

Mientras se hundía en el desfallecimiento, aún pudo ver a Ghargatuloth moldeando las estrellas y al Señor de la Transformación caminando detrás de él, mancillando cada hilo del universo con la indecencia del Caos.

* * *

Alaric había perdido a una compañera en quien confiaba. También había perdido a una amiga. Cuando Ligeia fue llevada hasta el Rubicón y encerrada en la bodega de prisioneros, protegida por innumerables protectores psíquicos, Alaric vio a una mujer derrotada, tan sólo una sombra de la dama intuitiva y sagaz en quien tanto había confiado.

Sólo con ver la expresión del inquisidor Klaes, Alaric supo que también sentía lo mismo. Pensar que Ghargatuloth había conseguido que una mujer así perdiera la razón sin que ni siquiera hubiera podido acercarse hasta él, era algo aterrador. Nadie estaba a salvo. Por primera vez Alaric se preguntó si Ghargatuloth podría hacer lo mismo con un Caballero Gris que se acercara demasiado a él. Ningún caballero gris había caído jamás en el Caos. ¿Sería Alaric, o algún hombre bajo su mando, el primero en hacerlo? El mero hecho de pensarlo le producía náuseas.

Ligeia no había enviado a sus asesinos a desenterrar la espada de Mandulis. Los había enviado a Mimas para que, actuando bajo sus órdenes, ayudaran a Valinov a escapar de su ejecución. Lo último que se supo de Valinov era que había escapado por los anillos de Saturno en una cañonera robada. Un grupo de naves del Ordo Malleus destinadas en Iapetus intentó seguirlo, pero le perdieron la pista en los anillos externos del gigante gaseoso.

Valinov ya estaba muy lejos del sistema solar cuando Ligeia fue arrestada. Existía la posibilidad de que alguno de los asesinos aún siguiera con vida y lo hubiera acompañado en su huida. Aquello era una traición a gran escala. Ligeia, que sabía más que la mayoría sobre las atrocidades que Valinov había cometido contra los ciudadanos imperiales, había conspirado con él para ayudarlo a escapar de su ejecución.

¿Cómo había conseguido Valinov llegar hasta ella? Alaric no estaba seguro. Pero sí estaba seguro de una cosa: Ghargatuloth lo había ayudado. Probablemente todo empezó con el Codicium Aeternum y con el primer interrogatorio de Valinov en Mimas. ¿También habría conseguido Ghargatuloth hacerse con el poder de la mente de Ligeia e infectarla con sus designios?

Ghargatuloth había actuado a través de la estatuilla de Victrix Sonora y de los textos encontrados en Sophano Secundus, incluso puede que también mediante los archivos de Trepytos en los que Ligeia se había sumergido tan afanosamente, insertando informaciones ocultas que habían devorado su cordura sin que ella se diera cuenta, hasta que fue demasiado tarde. Había sido utilizada. Y los Caballeros Grises también habían jugado su papel en el enmarañado plan que Ghargatuloth había estado tejiendo en la senda de San Evisser desde mucho antes de su destierro.

Y ahora, sin Ligeia, Alaric tendría que enfrentarse a él por sí solo.

Ghargatuloth no era sólo el monstruo con el que Mandulis había acabado. Era conocimiento enquistado en las mentes de sus seguidores, el mismo conocimiento con el que había infectado a sus peones para obligarlos a llevar a cabo todo tipo de actos de depravación. Alaric ya había luchado contra demonios y cultistas en innumerables ocasiones durante el camino que lo llevó a convertirse en juez, pero siempre se había tratado de enemigos tangibles a los que podía matar. Ghargatuloth, por otro lado, era un poder que no necesitaba luchar contra el Ordo Malleus para alzarse con la victoria.

* * *

Cuando el Rubicón salió de Trepytos en dirección a Mimas, Alaric comenzó la tarea de ordenar las piezas de la investigación de Ligeia. Hizo que todo lo que había en sus aposentos fuera quemado, pues no había modo de saber cuántas de sus notas estaban contaminadas. Aquélla era la única opción que le quedaba, y si había alguien en todo el Imperio capaz de continuar con las investigaciones de Ligeia sin caer bajo las garras de Ghargatuloth, ése tendría que ser un Caballero Gris.

El inquisidor Kleas había puesto a disposición de Alaric todos los recursos de la fortaleza de Trepytos. La mejor de las naves de Klaes, la que usaron los asesinos de Ligeia, aún se encontraba requisada en la fortaleza naval de Iapetus, pero Klaes consiguió aprovechar algunos favores que le debían y al cabo de un par de días Alaric contaba con dos naves mercantes bien armadas, las naves más rápidas de toda la senda, y con dos tripulaciones compuestas por veteranos de la Marina.

Había enviado a Genhain en el Rubicón para que escoltara a Ligeia hasta Mimas. Acto seguido se trasladaría hasta Titán para, bajo la autoridad de Alaric como hermano capitán y jefe de la fuerza de asalto, recuperar la espada de Mandulis. Si realmente se trataba del relámpago dorado del que Valinov había hablado, entonces podría ser la única oportunidad que tendrían los Caballeros Grises de alzarse con la victoria en su inminente enfrentamiento con Ghargatuloth.

Las escuadras de Santoro y de Tancred se encontraban ahora destinadas en la fortaleza, donde habían convertido el campo de instrucción en celdas improvisadas y donde empleaban el anfiteatro para llevar a cabo sus prácticas de combate. Hubo un tiempo en que aquella fortaleza se erguía imponente, pero Alaric, mientras se preparaba para continuar con la investigación que le había costado a Ligeia la cordura, sabía que los recursos de la senda de San Evisser eran extremadamente escasos en comparación con la red de cultos milenarios que Ghargatuloth había conseguido tejer. El incremento de la actividad de aquellos cultos había hecho que aumentara el número de naves de la Marina destinadas en la senda, pero aun así era una fuerza demasiado pequeña como para controlar todo el territorio.

Incluso si conseguían convencer a la Eclesiarquía para que pusiera a sus Hermanas de Batalla, tropas fuertes y motivadas que merecían el mayor de los respetos, a disposición de Alaric, las fuerzas disponibles no serían suficientes más que para asestar un único golpe.

La mayoría de los Caballeros Grises estaban en el Ojo del Terror, y los demás se encontraban demasiado dispersos intentando controlar los muchos focos demoníacos que había por todo el Imperio: el Torbellino, las Puertas de Varl, la nebulosa de Diocletia y una decena más de llagas diseminadas por todo el espacio. Titán no enviaría ningún refuerzo.

En ese momento Alaric se dio cuenta de por qué ser un líder requería tal cantidad de cualidades, cualidades que él no estaba seguro de poseer. Tenía que luchar, vencer, no dudar nunca de su fe en el Emperador y liderar a sus Caballeros Grises en la batalla. Pero mucho más que eso, tenía que hacerlo todo sabiendo que estaba completamente solo.