NUEVE

NUEVE

THALASSOCRES

Dos mil años antes de que la plaza de Sophano Secundus se perdiera se firmó un pacto decisivo.

El Príncipe de las Mil Caras se retiró de su guarida de Khorion IX, en el espacio real, y se refugió en la disformidad, donde el mismísimo Señor de la Transformación había bramado. Fue un alarido cargado de conocimiento impío, el repicar de una gran campana en el corazón de la disformidad. El resto de poderes de lo disforme, a veces aliados pero normalmente réprobos, retrocedieron; se dijo que los mismos demonios se encogieron ante el poder incandescente de Tzeentch. El dios había lanzado su llamada a través de la disformidad, había convocado a sus sirvientes.

El Príncipe acudió a la llamada. El Príncipe pudo hacerlo porque era mucho, mucho más que su mero cuerpo demoníaco: era conocimiento, información pura, revelaciones oscuras ocultas en los corazones de millones de hombres. Podía estar en el espacio real y en la disformidad al mismo tiempo, moviendo los hilos del destino desde ambos universos, cumpliendo con los designios de la Transformación. El Príncipe de las Mil Caras era uno de los más poderosos de su clase.

El cónclave tuvo lugar en Thalassocres, un mundo olvidado que gemía atrapado en la disformidad como un demente encerrado en su celda. A cada hora sus continentes mutaban, hundiéndose en océanos de nitrógeno líquido y escupiendo enormes montañas hacia el cielo. Los fieles al Señor de la Transformación se reunieron, y de entre éstos, todos aquellos que se sintieron acobardados antes sus semejantes pronto huyeron despavoridos, quedando tan sólo los hijos más poderosos de Tzeentch.

Sus seguidores marcharon sobre las planicies de Thalassocres, saldando viejas cuentas y abriendo otras nuevas en anodinas batallas mientras sus señores reflexionaban. Los príncipes compitieron por revelar el poder de sus ejércitos y la magnificencia de sus demostraciones. Tzeentch ignoró a los mejores y premió a los peores con ofrendas que con el paso de los siglos pudrirían sus almas y provocarían su hundimiento, pues ésa sería la venganza del Señor de la Transformación.

Ghargatuloth se encontraba entre el grupo de los destacados, junto con Bokor el Salvaje, que convirtió a especies enteras a la causa de la Transformación, y Maléficos el de las Manos Ardientes, capaz de golpear como un relámpago y sumir en la guerra a sistemas estelares completos. También estaban el Maestro del Ojo Oscuro, que se escondía entre la humanidad para atormentarla desde dentro, y Themiscyron, el Dragón de las Estrellas. Todos ellos se reunieron en Thalassocres, que se mostraba magnificente y salvaje. Junto a ellos, un centenar de señores de la Transformación ocuparon su lugar sobre las planicies cambiantes de Thalassocres, cortes enteras de demonios los rodeaban, horribles y monstruosas. Todo el planeta se estremeció bajo los servidores de la Transformación.

Thalassocres era una gran almenara de culto, la piedra angular de la Transformación, y aquel cónclave causó gran confusión en las mentes pensantes de la humanidad. A pesar de que los sabios buscaron afanosamente las razones que se escondían tras las erupciones de locura que se producían por toda la galaxia, para ellos Thalassocres continuó siendo un misterio.

Cuando Tzeentch habló, el planeta entero se estremeció. La corteza y el manto de aquel mundo quedaron destrozados, y se dice que hoy Thalassocres no es un planeta sino un puñado de continentes flotando a la deriva alrededor de un núcleo. Aquellos que no eran lo suficientemente fuertes como para oír las palabras de Tzeentch fueron arrojados de vuelta a la disformidad, pero los más fuertes se quedaron y sus huestes se alzaron gloriosas sobre las plataformas flotantes de piedra fundida.

Tzeentch les habló de cosas imposibles, de los complejos hilos del destino que atraviesan el universo como las fibras de un tapiz, de los elementos cambiantes de la realidad, del tiempo, del espacio, de las mentes de la humanidad y de las decenas de especies alienígenas a las que aún les quedaba un papel importante que desempeñar, de las hordas salvajes de depredadores que poblaban la disformidad e incluso de los mismísimos poderes del Caos. Sólo los más poderosos seguidores de Tzeentch eran capaces de extraer el significado del torrente de conceptos que transmitía su voz. Algunos encontraron aquellos argumentos demasiado complejos como para que representaran la realidad. Otros vieron destellos de un futuro que podrían moldear o hacer realidad. Algunos sólo vieron odio y desolación, y se regodearon en ello por ser los más decididos servidores de la Transformación.

Otros más fueron destruidos al ser incapaces de asimilar la majestuosidad de las visiones del Dios de la Transformación.

Ghargatuloth no fue destruido. Ni tampoco se tomó a la ligera el mensaje de las palabras de Tzeentch. En lugar de eso el Príncipe de las Mil Caras se sumergió en el mensaje de su dios. El conocimiento fluyó a través de él hasta convertirse en un torrente que discurría como un río de fuego blanco que atravesaba el corazón deshecho de Thalassocres.

Durante días sin fin, medidos según la extraña cronología de la disformidad, Ghargatuloth recibió las revelaciones de Tzeentch. Los otros príncipes demoníacos miraban llenos de asombro, odio y rencor. Algunos estaban seguros de que Ghargatuloth sería destruido. Los demonios que tenía a sus pies fueron barridos por la ola de revelaciones, las entrañas de Thalassocres se estremecieron bajo el poder de Tzeentch. Una gran cicatriz quedó marcada en la disformidad, una sombra árida y oscura, pero Ghargatuloth resistió.

En el espacio real, el cuerpo demoníaco de Ghargatuloth se retorció por el esfuerzo de recibir tales revelaciones. Hay quien dice que eso es lo que hizo que los sabios de la humanidad descubrieran por primera vez que el Príncipe de las Mil Caras se encontraba entre ellos. Toda forma de vida de Khorion IX fue exterminada, y el espacio quedaría fracturado durante miles de años luz.

Entonces, por fin terminó. El río blanco de conocimiento cesó de fluir. Thalassocres se sumió en el silencio.

Y cuando Ghargatuloth se alzó de nuevo, un millar de nuevas caras miraron hacia la disformidad.

* * *

Ligeia apoyó la cabeza sobre el respaldo de su asiento, intentando expulsar las imágenes que la saturaban. Apartó las manos del libro que había sobre su escritorio, las palmas de sus manos y los dedos ardían con el conocimiento impío que llenaba aquellas páginas.

Abrió los ojos y volvió a ver la madera oscura y los muebles lustrosos de sus aposentos. Estaba de vuelta en Trepytos, en las dependencias que el personal del inquisidor Klaes había dispuesto para ella, pero aquellas imágenes aún se revolvían en su cabeza. Ghargatuloth, un monstruo caótico y deforme se sumergía en un río embravecido de conocimiento impío. Las palabras de Tzeentch, un dios de la Transformación, del engaño y de la hechicería, uno de los poderes más terribles del Caos, se entrelazaban en la disformidad hasta destruir un mundo entero.

Los contenidos de aquel libro eran aún más perniciosos que los breves destellos de blasfemia que emanaban de la estatuilla de madera. El pasaje que acababa de examinar, extraído directamente de las páginas por su poder psíquico, era sólo un pequeño fragmento de las revelaciones que el libro contenía. Su significado era tan claro y evidente que tan sólo el mismísimo Ghargatuloth podía haber sido quien se lo dictó al autor, y Ligeia estaba segura de que detrás de aquellas palabras percibía la vieja maldad humana de Crucien.

Había sido dictado por un Príncipe Demonio y escrito por un hechicero del Caos de más de mil años de edad. Ligeia estaba sobrecogida por tanta intensidad.

El libro que tenía frente a ella era sólo uno de los más de doce que sacó del templo del palacio del soberano. Además consiguió hacerse con más de treinta pergaminos, cada uno de ellos con una compleja oración o un hechizo, y con los estandartes que colgaban de las paredes. Muchos de ellos estaban escritos en la lengua de Secundus, que Ligeia había tenido que aprender rápidamente a partir de referencias confusas. La mayoría empleaban el término «Emperador» como eufemismo para referirse al Príncipe de las Mil Caras. Sin los poderes de Ligeia se necesitarían años para poder traducir todos aquellos textos. Aunque ella hubiera deseado disponer de todo ese tiempo en lugar de tener que concentrar todo su significado directamente en su mente.

Cerró el libro y lo dejó en el suelo de su dormitorio. A pesar de no llevar puesto nada más que su camisón, el esfuerzo había hecho que empezara a sudar y algunos mechones de su pelo colgaban sobre su cara, fría y húmeda.

Oyó unos pasos sobre la alfombra que había tras ella; sus asesinos del Culto de la Muerte eran lo suficientemente corteses como para hacer algún ruido para que ella supiera que estaban allí.

Ligeia se volvió y vio a Xiang, que estaba de pie detrás de ella. La mirada inquisitiva de la asesina le recordó a Ligeia que era ella misma quien la había llamado. Probablemente Xiang llevaba allí algún tiempo antes de hacerle saber a Ligeia que había llegado.

—Ah, Xiang… sí, por favor, discúlpame. —Ligeia improvisó una sonrisa entrecortada—. Tengo una tarea para ti, no es muy importante pero debo asegurarme de que se cumpla. Toma.

Ligeia le entregó un pliegue de papel que había sobre su escritorio, en él había escrito las órdenes con su elegante caligrafía. Xiang lo cogió y lo leyó.

—Lo sé —dijo Ligeia—. Probablemente alguno de los jueces sería más eficiente. Pero… tú eres mía, los cuatro lo sois. Ellos no me pertenecen igual que vosotros. He acordado con el inquisidor Klaes que prepare una nave, es pequeña y cuenta con armamento ligero, pero es muy rápida. Si salís ahora mismo deberíais llegar en un par de semanas.

Xiang inclinó la cabeza y, sin darse la vuelta, salió rápidamente de la habitación. Ligeia nunca había llegado a saber cómo los asesinos se comunicaban unos con otros, podía percibir el significado de sus conversaciones aunque jamás veía ningún movimiento ni oía ningún sonido. Sin embargo, en aquellos momentos Xiang estaría contando a sus compañeros lo que Ligeia quería de ellos.

Ahora sólo quedaban cuatro. Los asesinos del Culto de la Muerte, casi por definición, no sufrían. Veían la muerte como un final deseado, siempre y cuando les viniera de un modo en el que pudieran ofrecer sus vidas al Emperador en combate sagrado. Pero en Sophano Secundus habían perdido a dos de ellos, y Ligeia no pudo evitar sentirse afligida al ver cómo dos sirvientes tan bien entrenados y fieles al Emperador entregaban su vida. Ellos protegían a Ligeia, pero ella era su responsable. Ellos le pertenecían, pero ella era la razón de su existencia. Sus muertes eran ecos de su propio fin.

No hubo ningún rito funerario, simplemente habían dejado a Taici y a Gao en Sophano Secundus. Tan sólo sus muertes habían sido sagradas, lo que pasara con sus cuerpos era irrelevante. Ligeia encontraba su falta de pretensiones muy tranquilizadora, pero aun así ella nunca querría ser olvidada mientras su cuerpo se pudriera en el lugar de su muerte. Tenía la esperanza de que alguien se sintiera responsable de ella cuando le llegara la hora.

Ligeia se sirvió otro vaso de amasec, dejando que su olor afrutado enterrara las visiones de su cabeza antes de dar un trago para calmar sus manos nerviosas.

Después, cogió otro libro del suelo, lo puso en el escritorio y posó sus manos sobre la cubierta. Inspiró profundamente y volvió a sumergirse en las revelaciones sobre Ghargatuloth.

* * *

El juez Genhain apuntó con mucho cuidado y esperó un momento mientras las lentes de su ojo biónico enfocaban sobre el blanco. Acto seguido hizo un único disparo hacia la silueta humana, con una diana dibujada en el pecho, que había al fondo de la galería.

La galería de tiro del Rubicón era una cámara alargada, de techo bajo y sin ventanas, como si fuera una estancia subterránea. Sus muros estaban tallados con imágenes de batallas victoriosas, pensadas para hacer que la mente se concentrara en la diligencia y el entrenamiento. Las columnas que separaban los puestos de tiro tenían la forma de diversos santos imperiales, en aquel momento Genhain estaba flanqueado por san Praxides y por san Jasón de Huale, cada uno de ellos con sendos herejes aplastados bajo sus pies. Varios servidores vigilaban los puestos de tiro a la espera de que algún Caballero Gris solicitara más munición, mientras que la zona de fuego estaba completamente vacía excepto por los blancos que colgaban del techo.

—¿Todo en orden? —preguntó Alaric, que estaba justo detrás de Genhain.

—Algo no funciona bien —contestó Genhain mientras miraba con detenimiento el bólter de asalto de Alaric—. Déjamelo un par de horas y te lo devolveré como nuevo.

La habilidad con las armas de Genhain superaba a la de cualquier otro Caballero Gris del capítulo. Era uno de los mejores tiradores que tenían, y a pesar del cuidadoso mantenimiento al que se sometían las armas, muchos de los Caballeros Grises que lo conocían le pedían que revisara las suyas en busca de posibles defectos. Para la mayoría de los marines espaciales un bólter de asalto podía funcionar a la perfección, pero Genhain era capaz de saber si podía encasquillarse, si el sistema de disparo automático corría el riesgo de bloquearse o si sería poco preciso en determinadas condiciones.

—No me gustaría que descuidaras a tus hombres por mi culpa —dijo Alaric.

—Mi escuadra está perfectamente —contestó Genhain—. Mis hombres están dispuestos y con la moral alta. Es cierto que no me implico demasiado en sus oraciones, pero siempre es mejor que de esas cosas se ocupe uno mismo.

—¿Y de sus armas?

Genhain sonrió y volvió a apuntar hacia el mismo objetivo.

—Sus armas están en perfecto estado.

Efectuó otro disparo que hizo blanco justo encima del anterior.

—Han luchado muy bien en Sophano Secundus —dijo Alaric.

—Sí, y estoy muy orgulloso de ellos. —Hizo otro disparo, éste no dio en el blanco. Genhain farfulló una maldición y empezó a inspeccionar el sistema de disparo del bólter—. Estaba bastante preocupado por la inquisidora.

—¿Por Ligeia?

—No es una guerrera. Parecía demasiado nerviosa.

—Ligeia es una mujer muy fuerte, juez. Aunque tienes razón, debería dejarnos el combate a nosotros. —Alaric se quedó pensativo durante un segundo. Genhain lideraba a sus hombres de una manera muy distinta a la de Santoro o Tancred, pero Alaric sabía que su juicio debía ser tenido en cuenta—. ¿Qué piensas de ella?

Genhain levantó la vista del bólter de Alaric.

—¿Yo? Creo que es muy buena haciendo su trabajo, mejor que nosotros con el nuestro.

—Bueno, no creo que vaya a luchar durante un tiempo. Valinov se derrumbó en Mimas y dejó escapar que el único modo de acabar con Ghargatuloth es con el «relámpago dorado». La espada némesis con la que Mandulis acabó con él tenía esa forma, así que Ligeia ha enviado a sus asesinos para que la traigan de las catacumbas de Titán.

—Puede que tengan problemas —apuntó Genhain—. Entrar en Titán es difícil hasta para un inquisidor, y no digamos desenterrar a uno de los grandes maestres. —Ajustó el sistema de disparo y volvió a apuntar—. Pero al menos demuestra que Ligeia nos entiende.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo nos pide que luchemos, no espera nada más, podía haberte enviado a ti a Titán y habrías conseguido la espada de Mandulis con mucha más facilidad, pero no lo ha hecho. Ella nos respeta. En el Ordo Malleus hay quien piensa que los Caballeros Grises se crearon para estar a su servicio, pero somos un capítulo soberano e independiente, tanto como los Lobos Espaciales, los Ángeles Oscuros o cualquier otro.

Genhain acababa de nombrar deliberadamente a dos de los capítulos de los marines espaciales más imprevisibles.

—Muy pocos Caballeros Grises se atreverían a hablar así.

—Es la verdad. —Genhain volvió a disparar, esta vez en modo automático, y un montón de agujeros aparecieron justo en la cabeza del blanco—. Si los Caballeros Grises no piensan por sí solos serán unos soldados mucho más débiles. Ésa es la esencia de todo marine espacial. Trabajamos con el Ordo Malleus porque es la forma más efectiva de hacer lo que tenemos que hacer, pero no fuimos creados para su beneficio. Fuimos creados para hacer cumplir la voluntad del Emperador, al igual que la Inquisición. Y Ligeia lo sabe.

—Me alegra que confíes en mí lo suficiente como para confesarme esto —dijo Alaric.

Muchos de los Caballeros Grises más conservadores pensarían que Genhain se había acercado demasiado a la insubordinación. Alaric, por el contrario, se alegraba de que los marines espaciales que había escogido para acompañarlo en aquella misión fueran capaces de pensar por sí mismos. Si existía algún riesgo en el modo en que los marines espaciales eran entrenados y adoctrinados, ése era que sus espíritus quedaran aprisionados bajo el peso del dogma y del deber, y que fueran incapaces de tener un juicio propio.

—Si no puedo confiar en mi comandante —contestó Genhain mientras le devolvía a Alaric su bólter—, ¿en quién puedo confiar? Esta arma podría haber perdido precisión en un escenario de fuego prolongado, pero creo que he conseguido persuadir a su espíritu máquina para que coopere.

Alaric cogió el bólter y lo devolvió a su guantelete. Se notaba algo diferente, como si aquél fuera su lugar.

—Gracias, juez, siempre es bueno disparar con precisión.

—Uno tiene que confiar en sus armas —dijo Genhain con una sonrisa—. De lo contrario, ¿adónde habríamos ido a parar?

* * *

Cuando Sophano Secundus cayó, una llamada silenciosa se extendió por toda la senda.

En Volcanis Ultor, una secta escondida en la subcolmena de Tertius sobrecargó los disipadores de calor geotermal provocando que varios niveles de la colmena quedaran abrasados bajo el fuego nuclear.

Incluso cuando las naves enviadas por el inquisidor Klaes redujeron Hadjisheim a un montón de cenizas, se produjo un motín en parte de la flota que obligó a destruir tres cruceros.

En el mundo forja de Magnos Omicron apareció un profeta que decía divulgar la palabra del Dios Máquina, predicando la innovación y la creatividad por encima del culto al Omnissiah y de la interminable búsqueda de la perfección. Antes de ser localizado y exterminado consiguió unir a tres ciudades forja bajo su causa, y fue necesaria una pequeña guerra civil entre las diversas tecnoguardias para detener su cruzada.

El superintendente Marechal perdió a cientos de Arbites al verse obligado a enviarlos de mundo en mundo con el fin de apagar los focos en los que los herejes empezaban a cobrar fuerza. Desde una estación de mando orbital sobre Victrix Sonora, el Marechal coordinaba cientos de destacamentos que intentaban sofocar los disturbios y las rebeliones que se esparcían por toda la senda.

En el mundo jardín de Farfallen, que una vez fue zona de recreo para los ricos de la senda, una secta desconocida de humanos bárbaros salió de los espesos bosques para masacrar a las comunidades imperiales aisladas que quedaban en aquel planeta.

La villa del gobernador de Solshen XIX, un mundo agrícola cuyos océanos estaban repletos de peces con los que alimentar a todas las colmenas de la senda, se transformó de la noche a la mañana en un osario dominado por demonios. Un culto liderado por el propio hijo del gobernador convocó a todas aquellas criaturas de la disformidad como respuesta a las visiones del Príncipe de las Mil Caras. El gobernador fue ahorcado con una soga hecha con su propia piel en uno de los acantilados cercanos a su villa. Muchos de los mundos colmena de la senda morirían de hambre ahora que Solshen XIX se había sumido en el caos y la anarquía.

Muchos cultos salieron de sus escondites para propagar una destrucción sin sentido aparente. Cientos de lugares de culto fueron saqueados, muchos de ellos en la misma noche, como resultado de lo que parecía un ataque coordinado contra la Eclesiarquía y la Iglesia Imperial.

Aquello no podía durar mucho. Los cultos sólo podrían actuar hasta que los esfuerzos combinados del Arbites, la Marina Imperial y una población aterrorizada acabaran con ellos. De algún modo eso era lo peor de los levantamientos de la senda de San Evisser, tenían todos los indicios que hacían pensar en un final irremediable. Era la fase final de algo inmenso y terrible, en la que cultos escondidos durante siglos entregaban sus vidas para llevar a cabo los planes que les habían dictado oscuras voces dentro de sus cabezas.

La Eclesiarquía respondió con una rapidez poco común. La Orden de la Rosa Ensangrentada envió a Volcanis Ultor un preceptorio de Hermanas de Batalla para que fueran coordinadas por el cardenal Recoba, cuya solicitud de más tropas fue satisfecha por la Guardia Imperial mediante el XII.º Regimiento de Exploradores de Methalor y la infantería pesada de Balur. Incluso la Marina Espacial desvió a una parte de su flota de batalla que se encontraba cubriendo el largo viaje hasta Cadia. Alguien muy poderoso de la Eclesiarquía estaba muy preocupado por lo que estaba pasando en la senda. Pero aunque las Hermanas y la Guardia protegieran los lugares de culto, poco podían hacer para detener la escalada de herejía.

Ghargatuloth había hablado. Y para aquellos que sabían escuchar, sus palabras indicaron que la senda no tardaría mucho en verse sumida en el horror.