OCHO

OCHO

LA MISIÓN

Los Caballeros Grises atacaron justo antes del amanecer. La tormenta que rodeaba a la ciudad formaba una cúpula que se alzaba más allá de las murallas, era un escudo de relámpagos y nubes opacas que casi no dejaba pasar la luz del sol. La tormenta había cortado todas las comunicaciones, tanto electrónicas como psíquicas, pero había un hombre capaz de caminar a través de ella para llegar hasta el límite del bosque, junto al enorme recinto amurallado.

Los muros eran de madera con cimientos de piedra y torres de vigía. El soberano había puesto la ciudad en pie de guerra, su caballería personal estaba en el palacio buscando a Ligeia y a sus asesinos del Culto de la Muerte, pero el resto de las tropas disponibles en Hadjisheim estaba en las murallas.

Había miles de soldados patrullando desde las almenas y protegiendo las entradas que daban acceso a las explanadas interiores, que también estaban controladas por lanceros y arqueros. La parte baja de la ciudad de Hadjisheim era un laberinto de casas humildes y ruinosas donde un puñado de hombres podría resistir un sitio durante semanas. La parte alta de la ciudad, la zona que rodeaba el palacio del soberano y el impresionante templo de mármol negro de la misión, mostraba espacios abiertos y calles anchas en las que los atacantes podrían ser aniquilados por arqueros apostados en los tejados.

Sin embargo, el soberano tan sólo se había visto obligado a repeler ataques de nobles envidiosos o de bandidos de los bosques. Ni siquiera sabía que existieran hombres como los marines espaciales.

La escuadra de Genhain lideró el ataque, cargando contra las almenas de madera y contra los hombres que se protegían tras ellas antes de que los exterminadores de Tancred cargaran directamente contra los muros, destrozándolos y penetrando en el interior de la ciudad. Alaric y Santoro los siguieron a través de la brecha que habían abierto, disparando sus bólters de asalto hacia los hombres que intentaban detenerlos desde lo alto de los muros.

Tancred avanzaba. Los débiles muros de barro se derrumbaban bajo el poder de las botas de su armadura de exterminador. Los ciudadanos huían despavoridos mientras Tancred dirigía el asalto hacia el corazón de la ciudad. Justo detrás, Alaric y Santoro le proporcionaban cobertura. Los soldados del soberano no eran fanáticos como su guardia personal, y se vieron acorralados en las mismas calles en que se suponía deberían poner en jaque al enemigo. Cuando veían a aquellos monstruos de tres metros protegidos por sus imponentes armaduras, la mayoría de ellos huían despavoridos. Los pocos que se quedaban a luchar morían bajo las hojas de las armas némesis y el fuego de los bólters de Alaric y Santoro.

Los primeros arqueros en avistar la vanguardia del ataque se apostaron en los tejados de la zona alta de la ciudad mientras los consejeros del soberano se escondían en los sótanos. Las flechas no cesaban de caer sobre los atacantes, pero sus armaduras las repelían. En la zona vieja de la ciudad los defensores lanzaban ríos de aceite hirviendo, pero los Caballeros Grises seguían avanzando como si el dolor no existiera para ellos.

Las ráfagas de fuego bólter lanzaban a los arqueros por encima de los tejados. Cuando los Caballeros Grises llegaron a la avenida que daba acceso al palacio del soberano, nubes de flechas cayeron hacia ellos como una lluvia letal. Había una manada de tharrs encorralados en medio de la calle, y cuando fueron liberados cargaron contra los atacantes sólo para ser masacrados por las hojas de los Caballeros Grises. La escuadra de Tancred aplastó una a una todas las barricadas, erigidas a última hora, y cargó contra una partida de piqueros apostados en la avenida haciendo que retrocedieran. La escuadra de Genhain, que avanzaba en la retaguardia, no cesaba de disparar ráfagas hacia la infantería y hacia los lanceros que intentaban rodear a la vanguardia; esta situación se mantuvo hasta que sus armas se quedaron secas y tuvieron que pedir munición a Alaric y a Santoro.

Cada vez más y más hombres se veían envueltos en aquella matanza. Los nobles, ansiosos por ganarse el favor del soberano, amontonaron a todas sus tropas en la zona alta de la ciudad, formando una masa de hombres que se dirigía como una manada hacia la zona de alcance del fuego de Genhain. Decenas de ellos fueron masacrados mientras intentaban huir. Los arqueros debían agacharse para esquivar el fuego de los bólters y muchos de ellos salían corriendo al ver la matanza que los Caballeros Grises estaban llevando a cabo con sus camaradas.

El último centenar de hombres de la guardia personal del soberano estaba apostado en la entrada principal del palacio, listos para recibir con sus tenazas y sus tentáculos a los Caballeros Grises, el estandarte del Señor de la Transformación ondeaba sobre sus cabezas. El propio soberano estaba preparado para enfrentarse a los invasores, y sus criados habían recibido órdenes de derrumbar el techo del vestíbulo si los atacantes conseguían romper las líneas.

Pero los Caballeros Grises no atacaron el palacio. Tancred los guio a través de la villa de un noble que había justo al lado, rodeando las defensas del soberano. Alaric y Santoro consiguieron evitar una carga frenética por parte de los defensores mientras Tancred atravesaba un muro de piedra y empezaba a moverse entre los muebles de madera oscura.

Los Caballeros Grises atravesaron el muro trasero y su objetivo se hizo evidente. Alaric había ordenado a sus marines dirigirse hacia lo que probablemente era la fuente de oscuridad más importante de Sophano Secundus: el templo de la misión.

* * *

Tancred hizo pedazos las puertas de madera ennegrecida de la entrada. Sus manos, protegidas por los guanteletes de su armadura, redujeron la madera a astillas. Alaric estaba cubierto de polvo a causa de las paredes de ladrillo que había atravesado, y su armadura tenía abolladuras después de haber traspasado los muros de mármol, sin embargo no mostraba el menor signo de desfallecimiento. Sus exterminadores cargaron a través de la brecha junto a él mientras sus enormes moles hacían resquebrajarse los escalones de piedra que llevaban hasta la entrada.

—¡Genhain! ¡Cobertura! —ordenó Alaric—. ¡Santoro! ¡Conmigo!

Alaric guio a su escuadra y a la de Santoro mientras seguían la estela de los hombres de Tancred. Los soldados del soberano les disparaban flechas desde el palacio cercano y Alaric podía oír el estruendo de los bólters de asalto de la escuadra de Genhain, que había abierto fuego como respuesta. La tarea de Genhain sería mantener la batalla por Hadjisheim alejada de la misión, permitiendo que los demás Caballeros Grises se enfrentaran a cualquier cosa que hubiera allí dentro.

Un aire viciado y pesado llegó hasta Alaric mientras seguía a Tancred a través de la entrada. Apestaba a incienso y a carne quemada. Un lamento ronco y oscuro, como un huracán, salió desde el corazón del templo.

Los autosentidos de Alaric dilataron sus pupilas inmediatamente como respuesta a la oscuridad interior; aun así era como cargar en medio de una tormenta de arena. Una oscuridad sólida y pesada invadió a Alaric. Tan sólo podía distinguir las siluetas oscuras de los exterminadores que se movían frente a él y los destellos apagados de los disparos que dirigían hacia el interior del templo.

Alaric activó su comunicador.

—¡Santoro! ¡Apóyanos! —gritó Alaric por encima de aquel estruendo mientras se adentraba en la oscuridad siguiendo a Tancred.

Los chillidos de los demonios sonaban como campanas repicando, discordantes y terribles, que inundaban los sentidos de Alaric. Por un momento pensó que iba a perder el conocimiento, pero entonces vio las llamas rosadas y azules que se alzaban desde el suelo de mármol refulgiendo en la oscuridad y que rodeaban como tentáculos a la escuadra de Tancred.

De pronto, una enorme explosión de luz salió desde el suelo, iluminando el techo del templo. Alaric pudo ver que era tremendamente poderosa, las paredes de la misión se deformaron sin remisión: era demasiado grande como para que el edificio la contuviera. Aquel lugar estaba en la frontera del espacio real, había sido invadido por la disformidad y ahora se regía bajo las extrañas propiedades de la inmaterialidad. El techo era como un cielo desalmado que se alzaba muy por encima de sus cabezas, desde los muros distantes emergían siluetas bulbosas de piedra. Era como estar en las entrañas de una criatura titánica y pétrea. Toda la estructura se combaba y se hinchaba, como si esa criatura intentara respirar. Los relámpagos estallaban en lo alto. Los muros gemían.

Comenzaron a surgir demonios desde el suelo. Seres brillantes, con enormes extremidades y que escupían fuego. Alaric cargó con fuerza directamente sobre el círculo de demonios que rodeaba a Tancred.

Aquellos seres prorrumpían en tremendos alaridos cada vez que tocaban los protectores sagrados entrelazados en las armaduras de los Caballeros Grises. Tancred decapitó a uno de ellos, y los chorros de sangre se proyectaron hacia arriba. En medio de la oscuridad, iluminados por los rayos de luz provenientes de abajo, Alaric llegó a distinguir enfrentamientos surrealistas cuerpo a cuerpo. Vio al juez Tancred aplastando demonios, al hermano Locath cercenando miembros que se abalanzaban sobre él con manos llameantes, y al hermano Karlin disparando con su incinerador a los monstruos que emergían a su alrededor, lanzando llamaradas hacia el suelo hasta que pareció que estaba de pie sobre un volcán.

Alaric empuñó la alabarda y pudo sentir cómo la carne demoníaca se deshacía bajo su hoja. Sonó un terrible crujido cuando Dvorn, que se encontraba justo a su lado, hundió su martillo némesis en el cuerpo de un demonio, que soltó un terrible alarido. Acto seguido, Alaric se percató de que Tancred estaba rodeado. Los Caballeros Grises estaban entrenados y equipados para luchar contra lo demoníaco, pero aquellos seres no dejaban de surgir formando una oleada infinita, igual que en Victrix Sonora, igual que en Khorion IX mil años antes.

Un chillido estridente se alzó por encima del fragor del combate y unas temibles siluetas aparecieron en lo alto, criaturas volantes de alas tremendamente afiladas cayeron sobre la escuadra de Tancred. Alaric alzó su alabarda y seccionó el ala de una de ellas, lo que hizo que su cuerpo saliera girando sin rumbo fijo y esparciendo su repugnante sangre. Después pudo ver cómo el hermano Krae, uno de los hermanos de batalla de Tancred con más experiencia, era decapitado por una de esas criaturas, que comenzó a arder en cuanto tocó su armadura. El cuerpo de Krae, envuelto en su armadura de exterminador, cayó al suelo para ser engullido por la oscuridad que se cernía a su alrededor.

—¡Krae! —gritó Tancred mientras disparaba a uno de los demonios voladores con su bólter; acto seguido dio la vuelta y lo cortó en dos con su espada.

Había muchos de ellos, escuadrones enteros descendían en picado desde las alturas para soltar sus temibles alaridos en medio de las sombras. El hermano Vien, justo detrás de Alaric, alcanzó a uno con su bólter de asalto mientras Haulvan atravesaba a otro con la punta de su espada.

Pero la escuadra de Tancred se encontraba en el centro de la refriega. El propio Tancred casi perdió un brazo cuando uno de aquellos seres hundió sus alas en las hombreras de su armadura. En ese momento Alaric se zambulló de lleno en aquella masa de demonios, aplastando a muchos de ellos mientras sus protectores refulgían reflejados en la piel abrasada de aquellos seres. Sin embargo, eran demasiados.

De pronto comenzó a brillar una luz blanca mientras intentaban zafarse de todos los demonios que los rodeaban. Alaric vio cómo se alzaba una figura de entre la marea que rodeaba a la escuadra de Tancred, una figura que mandaba sobre aquellos seres, una figura retorcida y marchita vestida con un hábito blanco que parecía imitar la vestimenta de la Eclesiarquía. Cuando se quitó la capucha, Alaric pudo verle el rostro, delgado y anguloso como el de un cadáver, con unos enormes ojos sin pupilas de los que salían relámpagos de color púrpura.

Polonias, el misionero, pero Alaric sintió que aquella figura era tan vieja e irradiaba tanta maldad que tenía que tener muchos más años de los que se le suponían, incluso podría tratarse del primer misionero, Crucien. Si aquello era cierto, eso supondría que Ghargatuloth había puesto sus ojos sobre Sophano Secundus antes incluso de ser desterrado por Mandulis.

Tancred se dirigió hacia aquella figura que se elevaba, pero el misionero extrajo de la nada una vara de madera retorcida que detuvo la estocada de su espada némesis produciendo una explosión de chispas. El misionero devolvió el golpe con una velocidad inhumana y Tancred tuvo que retroceder para evitarlo.

Alaric intentó acercarse hasta donde estaban Tancred y el misionero, pero las garras que emergían del suelo le dificultaban tremendamente el avance. Por cada una ellas que él o alguien de su escuadra cercenaban, otras tres nuevas aparecían en su lugar. Tancred seguía luchando, pero sólo conseguía que cada una de las heridas que le infligía a aquel hombre sanara rápidamente con un destello de fuego púrpura.

Tancred estaba casi de rodillas mientras el misionero no cesaba de lanzar golpes con su vara. El fuego de los bólters de asalto de los exterminadores se estrellaba contra el escudo púrpura y negruzco con el que el misionero se había protegido. Tancred era uno de los hombres físicamente más fuertes con los que Alaric había luchado jamás, pero el misionero era un paladín del Caos que no cesaba de asestarle golpes.

De pronto se produjo un reflejo proveniente de una hoja némesis y la punta de una alabarda apareció en medio del pecho del misionero. Tras él, Alaric pudo ver al juez Santoro rodeado por su escuadra; la determinación brillaba tras los cristales de los visores de sus cascos. Santoro hizo girar la hoja de su alabarda y destrozó el torso del misionero, esparciendo por el suelo sus órganos humeantes. Tancred se puso en pie y le seccionó uno de los brazos. Acto seguido, mientras Santoro sostenía en el aire su cuerpo sin vida como si se tratara de un gusano ensartado en un anzuelo, Tancred le cortó en dos la cabeza.

Un fuego rosado emergió de su cráneo destrozado y de la enorme herida que le habían abierto en el pecho. Los alaridos de los demonios aumentaron y, en medio de un enorme estruendo, el cuerpo del misionero explotó lanzando al suelo a los exterminadores y a los Caballeros Grises que estaban alrededor. Los pedazos de carne abrasada se extendieron por todas partes.

La liberación de toda la energía acumulada por el hechicero se extendió por los muros y Alaric sintió cómo el suelo comenzaba a temblar bajo sus pies. Al no saber si su comunicador aún se encontraba operativo, decidió quitarse el casco y dar una bocanada de aquel aire abrasador saturado de incienso, sangre y productos químicos.

—¡Todo el mundo fuera! ¡Ahora! —gritó con todas sus fuerzas mientras el suelo comenzaba a hundirse bajo sus pies.

Uno de los pilares se derrumbó y cayó sobre el suelo como un árbol talado. Los fragmentos de mármol resquebrajado que llovían por todas partes dificultaban mucho la visibilidad, incluso con la ayuda de sus autosentidos Alaric tenía la impresión de que se movía a ciegas en medio de la oscuridad más absoluta.

Los casquillos que caían tras él provenían del fuego de cobertura de la escuadra de Genhain, de modo que Alaric supo que avanzaba en la dirección adecuada. Tropezó, pero el hermano Clostus lo agarró por la hombrera de su armadura y lo empujó hacia adelante; atravesaron la puerta y empezaron a percibir la relativa claridad del exterior.

Alaric vio que la escalinata que daba acceso al tempo de la misión estaba cubierta de cuerpos sin vida, muchos de ellos eran mutantes vestidos con los uniformes de la guardia personal del soberano. La escuadra de Genhain había llevado a cabo un bravo contraataque, y por las heridas de aquellos cuerpos, todo indicaba que cuando se quedaron sin munición tuvieron que recurrir al combate cuerpo a cuerpo.

—Buen trabajo, juez —dijo Alaric con el casco aún en la mano.

—¿Qué había allí dentro? —preguntó Genhain.

—El misionero. Hemos acabado con él, pero todo este lugar se está viniendo abajo. Será mejor que nos pongamos a cubierto.

Genhain asintió y señaló hacia una construcción de una sola planta, la villa de algún señor feudal, que se encontraba muy cerca del templo. Tharn y Horts, los dos marines con cañones psíquicos a las órdenes de Genhain, lideraban el grupo, buscando enemigos que abatir mientras se apresuraban hacia el edificio. Alaric ordenó a su escuadra que lo siguiera y se volvió para ver a Santoro, que estaba ayudando a salir a la escuadra de Tancred. Ambas escuadras estaban muy mermadas, sus armaduras mostraban multitud de arañazos causados por las garras de los demonios y las cubría la sangre aún caliente. El hedor era insoportable. El hermano Mykros y el hermano Marl, ambos de la escuadra de Santoro, llevaban a cuestas el enorme cuerpo del hermano Krae; el propio Tancred los seguía muy de cerca acompañado por sus exterminadores.

Alaric volvió a ponerse el casco justo a tiempo para escuchar por el comunicador el mensaje del hermano Tharn:

—Fuerzas hostiles en las puertas traseras del palacio —dijo.

—¿Se dirigen hacia aquí? —preguntó Alaric mientras miraba hacia el impresionante muro trasero del palacio, en el que un arco tallado daba paso a los jardines del soberano.

—No lo creo. Parece que están huyendo… Uno de ellos es enorme, podría tratarse de un mutante.

Alaric pudo ver al soberano Rashemha el Fuerte apresurarse a través del arco que daba acceso al palacio de piedra blanca rodeado por un grupo de criados y cortesanos. El soberano tenía una gran maza que agitaba en el aire indiscriminadamente, golpeando a sus propias tropas como si quisiera defenderse de un enemigo invisible. No cesaba de maldecir y de gritar órdenes, y tenía la cara manchada de sangre.

Alaric jamás había visto al soberano, pero por lo desmesurado de su circunferencia y por la autoridad que mostraba sobre aquellos infelices, no quedaba ninguna duda.

De pronto, unas figuras oscuras comenzaron a revolotear a su alrededor. Una de ellas se detuvo por un segundo antes de girar sobre sí misma en el aire, entonces Alaric vio que se trataba de uno de los asesinos de Ligeia. Dos espadas refulgieron un instante y acto seguido dos de los criados cayeron al suelo, muertos y casi decapitados. Otro asesino se apoyó en la superficie interior del arco y dio una voltereta antes de seccionar la mano con la que el soberano sostenía la maza. Ambas cayeron al suelo y Rashemha lanzó un grito mientras de su muñeca comenzaron a salir gusanos gruesos y repugnantes en lugar de sangre.

Los dos asesinos siguieron hiriendo con sus armas al soberano, infligiéndole numerosos cortes de los que brotaban verdaderos chorros de gusanos hediondos. Después de lanzar un último grito desafiante, el cuerpo del soberano se desintegró dejando en su lugar un montón de insectos repugnantes que se retorcían.

Los asesinos se posaron sobre el suelo y acto seguido volvieron a dar otro gran salto, acabando limpiamente con los pocos cortesanos que los rodeaban. Después, dos asesinos más salieron desde detrás del arco intentando evitar el combate, estos dos llevaban con ellos a la inquisidora Ligeia, que de alguna manera consiguió mantener su apariencia solemne y tranquila mientras la dejaban en el suelo.

Ligeia y sus dos protectores se apresuraron hasta Alaric mientras los asesinos intentaban protegerla de las flechas que aún les lanzaban desde los niveles superiores del palacio. La inquisidora tenía el rostro ennegrecido por el humo y manchado de sangre y su pelo estaba muy despeinado y chamuscado, pero no parecía estar herida. De hecho, ante los ojos de Alaric parecía más peligrosa en aquel momento de lo que lo había parecido jamás.

—Juez —lo saludó Ligeia mientras sus asesinos la escoltaban hasta la entrada de la mansión que Genhain había señalado antes—. Me alegro de que se una a nosotros. —Se dio la vuelta para mirar hacia la misión. El techo acababa de derrumbarse levantando una nube hedionda de polvo negro que salía a través de la entrada, que permanecía abierta—. Parece que hemos encontrado numerosas pruebas de la presencia de Ghargatuloth.

Alaric vio que tanto Ligeia como los asesinos que la escoltaban llevaban varios pergaminos, estandartes y libros encuadernados en cuero.

—El misionero está muerto —le comunicó Alaric—. Hemos perdido a dos hombres y tenemos varios heridos.

—Ese misionero era Crucien —contestó Ligeia—. Ghargatuloth tenía este planeta en su punto de mira antes incluso de que fuera descubierto por el Imperio.

—Debe de ser muy importante para él —dijo Alaric mientras acompañaba a Ligeia hacia el interior de la mansión. Aquella villa era de mármol blanco y de sus paredes colgaban tapices que habían conseguido sobrevivir a la lucha—. Crucien tenía bajo su mando demonios y hechiceros y casi consigue superarnos. Se necesita a un hombre muy poderoso para hacer eso, y Ghargatuloth debió de haber corrido un gran riesgo para darle tanto poder.

Ligeia señaló hacia los libros que llevaba consigo.

—Quizá aquí haya algo que nos lo explique. Tenemos que regresar al Rubicón.

—Hemos perdido las dos Thunderhawk —dijo Alaric—. Cuando salgamos de la ciudad podré contactar con ellos para que envíen un par de lanzaderas.

—Bien, en cuanto salgamos de aquí podríamos dejar caer un par de torpedos sobre este lugar. ¿Qué le parece?

—Será todo un placer —asintió Alaric.

Ligeia esbozó una sonrisa, lo que marcó un claro contraste con la sangre que le manchaba la cara.

—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.