SIETE

SIETE

SOPHANO SECUNDUS

—Nada —dijo el operador de comunicaciones—. Lo hemos perdido todo, signos vitales, localizador de la lanzadera… todo.

Alaric se levantó de un salto de su puesto de mando.

—¿Cómo?

—No tengo ni…

—¡La pantalla!

La imagen de Sophano Secundus que había en la pantalla desapareció para dejar paso a una visión estática y gris. Rodeado de monitores y de cogitadores que no paraban de zumbar, el personal encargado del control de sensores que había en el puente intentaba descifrar alguna señal de la superficie. Hubo un rápido destello mientras de los aparatos saltaban chispas como si hubieran sufrido un cortocircuito.

—Tancred, Genhain, meted a vuestras escuadras en la Thunderhawk y preparaos para salir, esperad coordenadas de aterrizaje. Santoro, vosotros esperadme, estaré allí en cuanto tenga algo más de información.

—¿Problemas, juez? —Se oyó la voz áspera de Santoro.

—Nada, pero… —Mientras Alaric hablaba, algo apareció en la pantalla.

Se podían ver los alrededores de Hadjisheim, que estaba en un profundo valle y rodeada de espesos bosques, pero donde debería estar la ciudad tan sólo se veía un punto negro de interferencias.

—¿Están interfiriendo en nuestras comunicaciones?

—Si es así, es algo que ya nos ha pasado antes —contestó alguien desde el control de sensores.

Alaric hizo una pausa y se quedó mirando al terrible borrón oscuro que había sobre la superficie de Sophano Secundus.

—Creo que ya hemos visto suficiente —decidió—. Se trata de brujería. Podía sentirla incluso desde la órbita.

Sentía cómo la magia envolvía con sus dedos su alma acorazada.

No había tiempo para los ritos de batalla ni para la purificación ritual del alma que los Caballeros Grises debían llevar a cabo antes de cada batalla. Ligeia estaba allí abajo, y si aún no estaba muerta, muy pronto lo estaría. Los Caballeros Grises eran su única esperanza.

—¡Navegante, encárguese de los controles! —gritó Alaric mientras corría hacia las puertas del puente—. Pónganos en posición de lanzamiento. Control de vuelo, quiero una ruta de aterrizaje antes de que llegue a la cubierta de lanzamiento.

Alaric murmuraba entrecortadamente las Siete Oraciones de Aversión mientras se apresuraba por las diferentes cubiertas hacia la zona de lanzamiento del Rubicón. En algún punto bajo sus pies resonaban los motores de la nave. Había personal del Ordo Malleus y servidores moviéndose apresuradamente por todos los corredores que atravesaba. De pronto, la nave dio un bandazo para situar las compuertas de lanzamiento frente a la superficie del planeta.

—… y que mi alma se mantenga henchida de justo odio para que empuñe mi arma con determinación…

—Los astrópatas informan de que hay algo en la disformidad. —Una voz proveniente del puente destacó entre los gritos y órdenes que salían del comunicador—. Dicen que está gritando.

Alaric abrió la compuerta que llevaba hasta la cubierta de lanzamiento. Dos de las tres Thunderhawk que transportaba el Rubicón habían repostado y estaban listas para partir. En aquel momento los servidores estaban soltando los anclajes de promethium de sus cascos. La cañonera de Tancred y de Genhain ya estaba lista para despegar, mientras que la que transportaría a Alaric y a Santoro aún tenía las compuertas abiertas. El resto de la escuadra de Alaric los estaba esperando.

—… y que mantenga firme mi pulso y bendiga mi arma, y que mi odio se convierta en su odio para que éste abrase la carne del Gran Enemigo…

—¡Tenemos una señal! —gritó una voz desde el centro de comunicaciones.

—¿Ligeia?

—Taici.

—De acuerdo. ¿Qué dice?

—No son más que coordenadas, pero está claro que se trata de él.

—¿Dónde está?

—En el valle que rodea la ciudad, justo en la frontera de la zona de interferencias.

—Entonces ése será nuestro punto de aterrizaje. —Alaric subió a toda velocidad por la rampa que daba acceso a la bodega de transporte de la Thunderhawk. Vio los rostros de los miembros de su escuadra. Todos ellos le eran muy familiares y todos ellos inclinaron la cabeza a modo de saludo silencioso antes de ponerse los cascos y abrocharse sus anclajes gravíticos—. ¿Navegante?

—Coordenadas de aterrizaje recibidas.

La rampa se cerró justo detrás de Alaric.

—Abran las compuertas y efectúen el lanzamiento.

Todos los sistemas de la cañonera comenzaron a activarse mientras el ruido de los motores aumentaba progresivamente conforme avanzaba la cuenta atrás. Las compuertas se abrieron y el hangar se despresurizó; se produjo una terrible sacudida cuando los motores de propulsión primaria hicieron salir disparada la cañonera y todos los ocupantes sintieron cómo sus cuerpos se pegaban a sus asientos gravíticos. Alaric miró por la ventanilla mientras la cañonera rugía al salir del Rubicón. El casco del crucero de asalto desapareció rápidamente y dejó paso a la visión creciente de Sophano Secundus, lúgubre y yermo, cuya única brizna de tierra fértil se estaba volviendo púrpura en aquel mismo instante.

* * *

Los espesos bosques se veían pasar bajo un cielo oscurecido por los relámpagos púrpura, los valles se hundían en las sombras como ríos de tinta. En la lejanía, las áridas montañas se veían como dientes rotos sobre el horizonte. Los motores de la Thunderhawk hicieron un tremendo esfuerzo cuando los retrocohetes se activaron para contrarrestar el empuje de la gravedad.

El valle se abría oscuro bajo la Thunderhawk, que descendía entrando en fase de aproximación. Los sensores de la cañonera apenas funcionaban debido a las interferencias provenientes de Hadjisheim, de modo que, en la cabina, los pilotos del Malleus tenían que volar prácticamente a ciegas. Por la ventanilla aparecieron las colinas verdes del valle y la Thunderhawk dibujó un semicírculo mientras desplegaba el tren de aterrizaje. Con un golpe seco, los deslizadores se posaron en el suelo y los motores principales se apagaron.

Aquel valle era muy profundo y sombrío. El bosque que se extendía hasta las crestas más altas también se mostraba espeso y oscuro, y su tupida vegetación era como una masa compacta. Todo el valle estaba cubierto de hierba silvestre y arbustos. A una cierta distancia podía distinguirse en la lejanía la nube de hechicería, como una enorme cúpula negra. El cielo que había sobre ella era casi del mismo color, ennegrecido y con vetas púrpura, y las estrellas brillaban como polvo plateado. Cuando por fin se detuvieron, los deslizadores de las Thunderhawk dejaron unos profundos surcos en la tierra.

—¡Despliegue! —gritó Alaric mientras la rampa descendía. La escuadra de Alaric y la escuadra de Santoro salieron de la cañonera en cuestión de segundos, con los bólters de asalto listos para abrir fuego.

En cuanto puso los pies en el suelo, Alaric pudo sentir los ecos de lo que los astrópatas habían informado. Algo bullía en la disformidad, una agitación al otro lado de la frontera de la realidad.

Sus autosentidos escudriñaron las sombras. La vegetación de Sophano Secundus era espantosa y oscura, trepaba por las lomas del valle hasta convertirse en una espesa maraña de árboles en lo alto de las crestas.

—Tancred —dijo Alaric a través del comunicador, que estaba sintonizado en un canal abierto.

—Estamos bajando. ¿Lo habéis encontrado?

—Negativo, seguimos buscando.

La cañonera de Tancred dibujó un arco en el cielo, sus retrocohetes dejaron una estela azul en el aire y la Thunderhawk se posó justo detrás de la de Alaric. La rampa se bajó y la escuadra de Tancred ya estaba fuera antes de que los motores se apagaran, cuerpos enormes protegidos por armaduras de exterminador salieron de la aeronave para formar sobre la hierba húmeda.

—Tenemos algo —dijo de pronto la voz del hermano Marl, uno de los marines de Santoro, a través del comunicador—. Creo que es él.

Santoro hizo un gesto a su escuadra para que se moviera en la dirección hacia la que Marl apuntaba.

—Escuadra, ¡cubridlos! —ordenó Alaric mientras sus marines se volvían para controlar el perímetro.

—Confirmado —dijo Santoro—. Es uno de ellos.

—¿Taici?

—Es difícil de decir.

—Escuadra, ¡atentos! —dijo Alaric mientras se apresuraba en dirección a Santoro, que miraba a una silueta negra tumbada en el suelo.

Se trataba de uno de los asesinos de Ligeia, eso estaba claro. Vestía un traje muy ceñido de color negro brillante, pero estaba hecho jirones. Le habían arrancado la capucha y Alaric se dio cuenta de que aquélla era la primera vez que podía verle la cara a uno de los asesinos de Ligeia.

Reconoció la espada que aquel hombre sostenía en la mano como la de Taici. Si los asesinos tenían otro líder aparte de Ligeia, ése era Taici. Y si había alguien en quien Ligeia confiaba para marcar a los Caballeros Grises un punto de aterrizaje, ése era él.

Alaric se arrodilló junto a Taici. Aún respiraba pero había recibido muchos golpes. Su piel estaba arañada y llena de heridas. Era evidente que tenía una pierna rota y su pecho había recibido tantos golpes que Alaric se sorprendió de que aún pudiera seguir respirando. Su cara, brillante y hermosa, estaba ahora cubierta de sangre y de golpes. Tenía el pelo negro, y su piel dorada estaba manchada de sangre. La mandíbula estaba rota; trozos de dientes se mezclaban con la sangre que le brotaba a borbotones y le corría por la barbilla.

—Aún está vivo —dijo Alaric—. ¿Puedes hablar?

Taici abrió los ojos, pero ya no eran ojos.

Dos gusanos de color rosado salieron de las cuencas vacías retorciéndose de una manera repugnante, como dedos acusadores, cada uno de ellos tenía una boca pequeña y muy voraz. El rostro de Taici se desintegró cuando toda una colonia de gusanos apareció royendo sus huesos, devorando la cabeza del asesino hasta convertirla en una mezcla repugnante de sangre burbujeante.

—¡Mykros! —gritó Santoro, y el encargado del lanzallamas de su escuadra dio un paso adelante.

Alaric se echó hacia atrás y Mykros incineró aquella monstruosidad con una llamarada de fuego sagrado. Se desató un fuerte aroma especiado mezclado con el olor a carne quemada; pronto el cuerpo había desaparecido.

—Era… —comenzó Santoro.

—Tancred, Genhain —lo interrumpió Alaric a través del comunicador mientras observaba a ambas escuadras en tierra—. Taici estaba siendo controlado. Ella debe de estar en su poder. Dadme una…

Tancred fue el primero en verlos, y Alaric supo que algo iba mal en cuanto se dio cuenta de que las miradas de toda su escuadra se dirigían hacia arriba, hacia una de las crestas que había en lo alto del valle. Alaric dirigió su vista hacia donde miraba su escuadra y vio que el bosque se había erizado, como si estuviera marchando hacia ellos. De pronto empezó a distinguir estandartes y puntas de lanzas, así como los colores brillantes de los soldados del soberano, cada vez menos nítidos debido a la creciente oscuridad. El ruido del viento al mover las ramas de los árboles dejó paso al sonido metálico de sus armaduras y a los gruñidos de sus tharrs.

Alaric miró a su alrededor. Había hombres a ambos lados del valle, probablemente un millar de ellos, esperando a los Caballeros Grises. La criatura que habían introducido en la cabeza de Taici lo había manipulado para que atrajera a los Caballeros Grises hasta una trampa.

—¡Soldados del cielo! —gritó el mensajero de los hombres del soberano—. Nuestro Emperador aborrece a los herejes que hostigan a su gente. Los espíritus de los reyes de antaño escupirán sobre los invasores infieles que ensucien las tierras del soberano. El Emperador, el Señor de la Transformación y el Príncipe de las Mil Caras pudrirán vuestros corazones. Vuestra muerte será nuestra vida.

—¡Replegaos! —ordenó Alaric por el comunicador.

Y los Caballeros Grises formaron un círculo entre las dos Thunderhawk. Después, Alaric se dirigió únicamente a su escuadra.

—Se preparan para cargar. Vien, Clostus, delante, conmigo. Lykkos, en el centro, junto a la escuadra de Glavian. Dejad que se aproximen. Limpiemos nuestras almas y tengamos fe.

Se oyó el bramido de un cuerno de caza y los líderes de aquel ejército dieron la última orden en el lenguaje de sus reyes de antaño. La caballería de tharrs avanzó como un solo animal, una masa negra compacta y espinosa, y el valle comenzó a estremecerse. Alaric vio cómo las poderosas piernas de los tharrs los acercaban hacia ellos. Sobre aquella masa brillaban las armaduras de sus jinetes y los pendones de una decena de nobles feudales ondeaban al viento.

El juez Genhain, en el centro de la formación de los Caballeros Grises, gritó una orden y los bólters de asalto empezaron a abrir fuego. Las armas de todos y cada uno de aquellos Caballeros Grises escupieron un relámpago blanquecino hacia la masa de soldados que se aproximaba, desencadenando incontables explosiones de sangre. Los cuerpos rodaban cuando los tharrs caían y arrojaban a sus jinetes al suelo. Cuando eran alcanzados, algunos hombres salían proyectados brutalmente hacia atrás en medio de un estallido sangriento. Pero constantemente llegaban más, pasando por encima de los cuerpos de sus caídos. El perímetro dentro del alcance de las armas de los Caballeros Grises pronto se llenó de muertos; las filas traseras tenían que galopar sobre pilas de cadáveres antes de echarse encima de ellos. El hedor de la muerte, tan familiar para aquellos guerreros, comenzó a emanar conforme la carga alcanzaba su objetivo.

El primero de ellos hizo contacto. Alaric pudo ver cómo rechinaba los dientes bajo la celada de su casco mientras bajo la armadura los colores brillantes de su uniforme se agitaban al viento; tenía la piel oscura y el pelo blanco. Alaric desvió la punta de la lanza de su atacante con su arma némesis mientras al mismo tiempo hundía su otra mano en la repugnante masa corporal del tharr sobre el que cabalgaba aquel jinete. Su puño le atravesó varias hileras de dientes al tiempo que apretaba el disparador del bólter que llevaba acoplado a la muñeca, dejando salir una ráfaga que acabó con aquella bestia.

Acto seguido, Alaric atravesó al jinete con su alabarda y, aún sin extraer la hoja de su cuerpo muerto, se la clavó al jinete que venía detrás de él. Justo al lado de Alaric, el hermano Vien acababa de cortarle la cabeza a un tharr, y subido sobre su cuerpo sin vida agitaba su alabarda como si fuera una maza, aplastando a todo aquel que se le acercaba. Haulvarn se colocó hombro con hombro junto a Alaric al tiempo que atravesaba a otro de los jinetes con su espada. Dvorn también se acercó, agitando su martillo desde uno de los flancos de la escuadra y dejando a su alrededor un gran semicírculo de cuerpos sin vida.

Alaric pudo sentir, más que oír, que la carga también entraba en contacto con la escuadra de Tancred, y vio cómo uno de los tharrs salía volando por los aires, sin duda lanzado por uno de los exterminadores. También oyó la voz de Santoro, que entonaba una oración de perseverancia mientras el sonido del acero indicaba que sus marines ya estaban luchando contra la infantería de a pie.

Bajo el poder de las armas y de las hojas de los Caballeros Grises, aquella carga había sido reducida a una masa sangrienta, pero el grueso del ejército del soberano era la infantería. Lanceros y soldados armados con espadas se acercaban en tropel. Aquélla era la única manera de poner en jaque a los Caballeros Grises, encerrarlos y asfixiarlos entre una masa de hombres donde, antes o después, sus armaduras de exterminador no serían suficiente, sus bólters se quedarían sin munición y los filos de sus espadas resultarían exiguos, hasta que finalmente acabaran cayendo.

Alaric pudo ver que las Thunderhawk ya estaban rodeadas de hombres que intentaban trepar sobre ellas, abrir las escotillas y romper las ventanas. Se dio cuenta de que había movimiento en el interior de la cabina de una de ellas, donde, evidentemente, los pilotos estaban luchando contra los soldados que habían conseguido entrar. Los pilotos lucharían hasta la muerte y a buen seguro morirían, y parecía que las Thunderhawk tampoco iban a sobrevivir.

Aquella masa de hombres luchaba con fiereza. Las espadas intentaban atravesar la armadura de Alaric, que constituía un muro de acero frente a un océano de rostros llenos de odio. Uno de ellos consiguió esquivar el martillo de Dvorn y se abalanzó sobre el marine, que se vio obligado a dar un paso atrás; acto seguido una decena de hombres consiguieron hacerlo caer. Clostus partió a otro soldado de arriba abajo y lanzó por los aires a uno más, pero los hombres no cesaban de aparecer por la brecha, fanáticos y temerarios.

—¡Tancred! ¡Sácanos de aquí, son demasiados! —dijo Alaric a través del comunicador.

Pudo ver cómo Santoro trepaba por encima de una montaña de soldados, agitando su maza némesis a izquierda y derecha. Los bólters de asalto de la escuadra de Genhain seguían abriendo fuego, y el cañón psíquico de Lykkos no cesaba de lanzar destellos relucientes hacia las líneas de la retaguardia, pero había demasiados como para detenerlos.

Alaric sabía que probablemente Tancred era su única vía de escape.

—¡Hermanos! —gritaba Tancred—. ¡Por la venganza! ¡Por la pureza! ¡Que el odio nos haga fuertes, que el valor nos haga invencibles!

—¡En la venganza nos haremos fuertes! —rugieron sus hombres.

Alaric pudo sentir la excitación en el recodo de su mente que albergaba el suficiente talento psíquico para soportar el entrenamiento de un Caballero Gris.

—¡En el sufrimiento! ¡En la gloria! —continuó Tancred mientras cortaba por la mitad a otros dos enemigos con su espada némesis. El fragor del combate llegó a su punto álgido, un ruido ensordecedor producido por los destellos blancos que centelleaban alrededor de la escuadra de Tancred.

Finalmente, como la detonación de una bomba o como el impacto de un meteorito, se produjo una tremenda explosión de luz delante de los hombres que se abalanzaban sobre la escuadra de Tancred, lanzando una onda expansiva que aplastó las líneas del soberano. Alaric pudo ver cómo aquel destello arrancaba la piel a sus enemigos, cómo sus tharrs se desintegraban y cómo barría a las tropas, cuyos hombres salían disparados por el aire para ir a caer sobre las filas de la retaguardia.

Los inquisidores del Ordo Malleus lo llamaban el holocausto, pero se trataba de algo mucho más complejo. Tan sólo los Caballeros Grises con mayor poder psíquico eran capaces de generarlo, y ni siquiera podían hacerlo solos, se necesitaba toda una escuadra liderada por un psíquico para canalizar el odio acumulado tras años de oración y entrenamiento y poder darle una forma física.

El holocausto había conseguido abrir un enorme espacio frente a Tancred en el que la tierra se había vuelto blanca. Lanzando un temible grito, Tancred cargó sobre los enemigos aturdidos mientras abría fuego sobre aquella masa, la escuadra de Genhain lo siguió inmediatamente. Los exterminadores superaron las primeras líneas y se abalanzaron sobre las líneas traseras del ejército de Secundus. Las hojas de las armas némesis refulgían mientras los bólters abrían fuego.

Alaric y Santoro fueron tras ellos haciendo uso de sus armas némesis, no tenían más que seguir el rastro de destrucción que dejaba Tancred en el corazón del ejército enemigo. Las tropas del soberano estaban en retirada, habían dejado sus armas y corrían hacia el otro lado del valle perseguidos por Tancred. Aquel enfrentamiento había terminado en desbandada y cada vez más soldados se unían a la huida. Los oficiales, nobles sobre tharrs o incluso sobre caballos, intentaban instar a sus hombres para que siguieran luchando, pero incluso los estandartes de las casas nobles habían caído.

Así era como se vencía a un ejército, mostrando lo que los Caballeros Grises eran capaces de hacer. Debían asegurarse de que todos lo vieran y de que supieran que, si se quedaban, ellos serían los siguientes.

Alaric revisó las runas que proyectaron sus autosentidos sobre su retina. La runa de Dvorn estaba parpadeando. Debía de haber sido herido.

—Informe de bajas —dijo a través del comunicador.

—Caanos ha muerto —informó Santoro sin rodeos—. Mykkos lo ha recogido.

Alaric sintió una llama de odio. Sophano Secundus había traicionado a los Caballeros Grises y eso le había costado la vida a uno de sus marines. Alaric recordó que aquel hombre era muy semejante a Santoro, tranquilo, piadoso, comprometido. Ahora Caanos no volvería a rezar nunca más.

El peor augurio posible era dejar el cuerpo de un marine espacial en el campo de batalla. Tanto la semilla genética que regulaba el metabolismo de Caanos como sus órganos cultivados in vitro serían extraídos de su cuerpo y llevados de vuelta a Titán, donde podrían ser reimplantados en un novicio a punto de empezar a recorrer la larga senda de un Caballero Gris. Pero eso sólo sería posible si alguno de ellos conseguía salir de Sophano Secundus.

—Busquemos refugio entre los árboles y sigamos en movimiento —dijo Alaric—. Enviarán a más hombres para que nos sigan. —Cambió a la frecuencia de su escuadra—. ¿Dvorn?

—Brazo roto —contestó Dvorn.

Ésa era toda la respuesta que Alaric necesitaba. El metabolismo de un marine era perfectamente capaz de recomponer un hueso fracturado, pero hasta que aquello ocurriera Dvorn tendría que luchar por debajo de su verdadero potencial.

El ejército del soberano se había desintegrado bajo el poder de los Caballeros Grises. Los nobles intentaban reorganizar a una multitud desorientada para que tratara de perseguirlos, pero aquello era un caos total. Tancred ya estaba en el bosque y sus marines espaciales abrían fuego contra cualquiera que intentara seguirlos.

Alaric miró hacia atrás y vio que de los motores de las dos cañoneras Thunderhawk salían unas llamaradas anaranjadas. Los hombres del soberano, quizá por sí solos, aunque más probablemente obedeciendo órdenes, habían cortado los conductos de combustible e incendiado el promethium. Si los Caballeros Grises pretendían escapar de Sophano Secundus, no sería en las cañoneras.

* * *

En mitad de la noche y en pleno corazón del bosque, enterraron a Caanos. Desprovisto de su armadura, y después de que el propio juez Santoro extrajera de su garganta la semilla genética, el cuerpo del hermano Caanos fue depositado en su tumba improvisada.

Santoro pronunció un breve discurso sobre el deber, el sacrificio y el honor de morir bajo la atenta mirada del Emperador, palabras que podrían haber salido del propio Caanos.

Mientras volvía a oír las mismas palabras que siempre había oído en cualquier sermón u homenaje a un héroe caído, Alaric comprendió por qué Ligeia quiso que él fuera el líder. Alaric era capaz de abstraerse de los lazos que ataban a todo Caballero Gris, pero al mismo tiempo jamás olvidaba lo verdaderamente importante, la fuerza contra la corrupción del Enemigo y el poder que el Emperador le había otorgado.

Santoro nunca podría ser líder. No mientras entendiera que su lugar en el universo era algo rígido e inmutable. Tampoco podrían serlo Genhain ni Tancred, aunque eran buenos hombres. Ellos eran soldados capaces de mantener a raya a la oscuridad, pero no eran líderes, necesitaban hombres como Alaric. Él sería capaz de cambiar las reglas por las que se regían cuando los designios del Enemigo lo obligaran a adaptarlas. Ésa era la razón por la que Durendin tenía tanta fe en él, y por la que Ligeia había percibido que albergaba en su interior algo que ni siquiera los grandes maestres poseían.

Alaric no estaba seguro de si debía sentirse halagado. Sería mucho más fácil limitarse a luchar y a obedecer órdenes. Ser un líder de hombres como los Caballeros Grises requería mucho más de lo que él podía dar en aquel momento, aún le quedaba mucho por aprender y debía enfrentarse a muchas pruebas antes de demostrar que era válido.

Santoro había terminado. Los hermanos de batalla de Caanos empezaron a echar tierra sobre su tumba. Alaric anotó las coordenadas de aquel emplazamiento en su placa de datos para asegurarse de que, si fuera posible, los interrogadores del Malleus pudieran recuperar el cuerpo de Caanos para enterrarlo en la cripta de Titán. En ese caso también recuperarían su armadura y sus armas, enterradas a los pies de la tumba después de que la escuadra de Santoro se repartiera sus municiones. Alaric se dio cuenta de que si estaban atrapados en aquel planeta sin ningún tipo de apoyo, muy pronto empezarían a escasear las provisiones.

Antes de abandonar aquel emplazamiento, Alaric envió un mensaje al Rubicón por un canal seguro, para que el personal del Malleus supiera que las dos cañoneras Thunderhawk se habían perdido y que las lanzaderas debían abstenerse de bajar hasta la superficie del planeta. Ordenó a la tripulación que no aceptara ningún comunicado de nadie excepto de él mismo, ni siquiera de la propia Ligeia, y les aseguró que si las órdenes cambiaban sería él quien se pondría en contacto con ellos.

Recibió una seca confirmación como respuesta.

El juez Genhain se acercó hasta la tumba de Caanos.

—¿Juez? —preguntó mientras su ojo biónico brillaba bajo la débil luz de la luna—. ¿Hacia dónde nos dirigimos?

—¿Qué más lugares hay aquí? —replicó Alaric mientras guardaba su placa de datos y desenfundaba su alabarda némesis—. Hadjisheim.

* * *

El palacio del soberano era un enorme laberinto que se extendía incluso bajo tierra, donde las cámaras subterráneas se convertían en galerías de techo bajo comunicadas mediante escalinatas de piedra blanquecina. Había innumerables estancias y pasadizos muy estrechos, todo ello cubierto de textos sagrados labrados sobre la piedra. Conforme más se adentraba el palacio en las entrañas de la tierra, las oraciones imperiales eran sustituidas por textos profanos que glorificaban el servicio del pueblo de Secundus al Señor de la Transformación y a un dios sirviente de múltiples caras que sólo podía ser Ghargatuloth. El aire estaba viciado y olía a carne quemada, los faroles brillaban con luz parpadeante, aunque había plantas enteras sumidas en la oscuridad absoluta. Desde todas partes llegaba el sonido de voces llenas de ira. Aquel lugar era como la jaula de piedra de un animal preso.

Y ese animal era la inquisidora Ligeia. Cinco de sus asesinos del Culto de la Muerte aún seguían con vida. Taici había dado la suya para que el resto pudiera escapar a través de la escalinata de la planta principal, pero aún había partidas de hombres pisándoles los talones. Ligeia podía oír oraciones y maldiciones, cantos de guerra y órdenes gritadas a pleno pulmón, podía escuchar cómo resonaban los pies metálicos de las armaduras sobre el suelo de piedra y el silbido de las espadas al ser desenfundadas.

—Xiang, Shan, id delante. Tenemos que adentramos aún más —dijo Ligeia mientras se apresuraban por un corredor con el techo muy bajo y flanqueado por estatuas. Los rostros de todas ellas estaban desfigurados, como si alguien les hubiera echado ácido. Los dos asesinos avanzaron hábilmente y a grandes pasos, dando la vuelta a una esquina como si se tratara más bien de fantasmas. El resto permaneció junto a su señora. Ligeia notaba el olor especiado de las hormonas artificiales que en aquel momento corrían por sus venas.

Los asesinos del Culto de la Muerte profesaban hacia Ligeia una lealtad de por vida, hasta la muerte, y estaban literalmente entrenados para matar. Aquel culto era una curiosa sección de la Iglesia Imperial que se había desarrollado por sí sola sin el control de la Eclesiarquía. Ofrecía la muerte de sus enemigos como sacrificio al Emperador. Los asesinos ofrecían sus servicios a cualquiera que estuviera a las órdenes imperiales, y dado que Ligeia había salvado al culto de un temible demonio parásito, había sido recompensada con seis de sus mejores guardianes puestos a su entera disposición de manera permanente. Cada uno de ellos contaba con tendones artificiales complementarios, inyectores hormonales de activación neuronal, potenciadores musculares y moduladores digestivos que les permitían alimentarse de la sangre que extraían de sus víctimas.

Ahora sólo quedaban cinco. Y Ligeia sabía que las tropas del soberano eran demasiadas como para que sus asesinos se enfrentaran a ellas sin ningún tipo de apoyo. Iban a quedar encerrados en las entrañas de aquel palacio, donde serían asesinados, y no había nada que Ligeia pudiera hacer excepto luchar con todas sus fuerzas para posponer lo inevitable.

A la vuelta de una esquina, justo detrás de Ligeia, comenzaron a aparecer destellos de antorchas.

—¡Lo, Gao! —gritó, pero sus dos asesinos ya corrían a toda velocidad por la galería.

Gao saltó y apoyó un pie en la cabeza de la estatua más cercana para coger impulso y dar una voltereta a través del corredor. Hubo un destello proveniente de una hoja y la cabeza del primero de los atacantes fue cercenada sin miramientos. Lo se agachó hasta el nivel del suelo y desenfundó sus dos dagas para apuñalar al siguiente atacante. Los hombres que los perseguían eran miembros de la guardia personal del soberano, los mismos que, montados sobre sus tharrs, habían escoltado a Ligeia hasta el palacio. Ahora sus rostros estaban cubiertos con cascos con numerosos agujeros perforados en sus celadas, y todos empuñaban unas espadas que parecían hechas de hueso blanquecino.

Algo soltó un alarido mientras aquellos hombres caían al suelo, algo que se encontraba en la frontera entre lo real y la disformidad. Ligeia extendió una mano y dejó que el significado de las oraciones talladas en la pared fluyera hasta ella. En algún punto habían atravesado una barrera que los había llevado hasta un lugar en el que las criaturas del «Emperador», el Señor de la Transformación, el Príncipe de las Mil Caras, la terrible mezcla de culto al Emperador y al Caos que profesaban en Secundus, podían caminar con libertad. Ligeia podía sentir cómo los muros de la realidad se resquebrajaban.

Llegaron hasta la siguiente esquina. Shan estaba agachada justo al lado, señalando hacia adelante para indicar que el camino era seguro.

—El Enemigo domina todo esto —dijo Ligeia a sus asesinos mientras Lo y Gao regresaban a su lado a toda velocidad—. Éste es su territorio, puedo sentirlo. Vuestra fuerza no será suficiente y es muy probable que no consigamos sobrevivir, por eso debéis saber que siempre me habéis servido bien, hermanos y hermanas.

Los asesinos no contestaron, jamás hablaban, pero Ligeia sabía que la habían entendido.

Gao abría el camino mientras una lluvia de flechas impactaba en el muro. Alguien estaba gritando, Ligeia dejó que el sentido de sus palabras empapara su mente y supo que hablaban del odio y del placer de la caza.

Ligeia siguió corriendo. Delante podía oír el choque de las hojas en plena lucha, pero cuando llegó a la siguiente esquina vio a Xiang de pie frente a cuatro cuerpos con los miembros cercenados; sus cuchillos goteaban sangre.

—¿Nos están rodeando?

Xiang asintió. Ligeia se fijó en aquellos cuerpos. Uno de los cadáveres tenía tres brazos, y bajo su casco, que le había sido arrancado, escondía un tercer ojo situado en al frente, inyectado de sangre y con la mirada fija. Mutantes. Las garras del Caos habían llegado incluso hasta la guardia personal del soberano. Tan sólo el Emperador sabía cuán profundamente habían caído en Secundus.

Ligeia podía sentir cómo el odio se filtraba por las paredes, por el techo, por el suelo. Tras un nuevo chillido aparecieron más atacantes. Ligeia vio unos tentáculos que se extendían y una enorme mandíbula repleta de colmillos mientras una nueva partida de hombres los atacaba desde tres flancos.

Xiang trepó por el muro hasta llegar al techo, cortándoles el cuello a dos hombres antes de volver al suelo. Lo se precipitó, con la cabeza por delante y girando sobre sí misma, sobre la masa de atacantes; las dagas que giraban con ella lograron cercenar varios miembros. Tres de los atacantes consiguieron evitar a Lo y cargaron contra Ligeia, en ese momento ella extendió la mano y activó el neurorreceptor de su anillo de amatista para que abriera fuego. Aquella arma digital, tecnología xenos muy poco común y más valiosa incluso que el palacio de su padre, proyectó un rayo láser de color azul brillante que le atravesó la garganta a uno de los tres hombres antes de que Xiahou se diera la vuelta y acabara con los otros dos mientras aún se tambaleaban.

Ligeia sintió la fuerza antes incluso de que fuera liberada, un rugido profundo que se oyó de fondo y que se convirtió en un crescendo psíquico justo cuando un chorro de fuego negro invadió uno de los corredores. La oscuridad inundó la zona y unas manos fuertes agarraron a Ligeia y la lanzaron con fuerza contra el muro. Cuando se restableció la luz pudo ver a Gao, el asesino que la había salvado, hecho pedazos a causa de la explosión psíquica. La sangre de Gao, cargada de hormonas y de estimulantes, la había salpicado por todo el cuerpo y hacía que le ardieran los ojos.

Los restos humeantes del cuerpo del asesino habían quedado esparcidos por las paredes y el suelo. Ligeia se limpió la sangre de los ojos, y a través de las lágrimas pudo ver al hechicero, con el torso desnudo y las piernas envueltas en una saya confeccionada con decenas de piezas de tejidos brillantes. Tenía los símbolos del Dios de la Transformación marcados a cuchillo sobre su escuálido tórax. La sangre que le brotaba de las heridas era de color azul oscuro. Su cara carecía de rasgos, no era más que una masa redondeada de piel pálida, pero en sus hombros y en la parte superior de su pecho se abrían innumerables ojos. De sus manos comenzó a emanar un fuego negro justo antes de que lanzara otro rayo hacia el punto en el que Xiang intentaba detener a seis soldados armados con sus espadas. Xiang intentó saltar, pero no pudo escapar de la onda expansiva, que la lanzó con fuerza contra el techo.

Las voces de la disformidad bramaban más y más alto con cada nueva explosión. Ligeia sabía que estaban muy cerca de la fuente de corrupción que había inundado Sophano Secundus.

Xiang y Shan cogieron a Ligeia y la guiaron a través del corredor saturado de humo para alejarla del hechicero y de los soldados que cargaban.

Ligeia intentaba leer las piedras que la rodeaban, trataba de descifrar la compleja escritura tallada en los niveles inferiores del palacio. Podía percibir la maraña de corredores y antesalas por las que se movían, y sentía que todo irradiaba desde un oscuro corazón central.

—Por aquí —dijo, señalando hacia donde el corredor giraba bruscamente.

Lo y Xiahou se adelantaron mientras que Xiang y Shan corrían junto a ella. La oscuridad los perseguía mientras llamaradas negras centelleaban a su alrededor.

Frente a ellos apareció una enorme puerta de madera con grandes manchas de color rojo oscuro. Xiahou la hizo añicos de una patada dejando salir una luz roja y unos alaridos inhumanos.

Los asesinos empujaron a Ligeia hacía el interior. Podía sentir el calor de la sangre que cubría las paredes y el zumbido del suelo bajo sus pies. Aquella estancia tenía muchos lados, pero Ligeia no podía contarlos; cada vez que intentaba hacerlo, los ángulos mutaban o la habitación cambiaba de tamaño. Las paredes se retorcían delante de sus ojos.

Los bandos que colgaban de las paredes estaban cubiertos de textos escritos en la críptica lengua de Secundus, cuyas letras se retorcían como gusanos. En los laterales de la estancia se veían pilas enteras de libros y de pergaminos, y en el centro había un pequeño foso ennegrecido por el fuego que emanaba un fuerte olor a especias y a carne quemada. Los símbolos del Caos estaban por todos lados, la estrella de ocho puntas y el estilizado corneta arcano del Señor de la Transformación intentaban evitar la mirada de Ligeia como si temieran ser leídos. Los muros palpitaban llenos de fuerza y rezumaban un resplandor del color de la sangre.

Había tres puertas. La que habían destrozado para poder entrar ya estaba abierta, entonces se vio el destello producido por la hoja de la espada de Xiahou cuando voló para cercenar dos brazos que se extendían amenazantes. De pronto, las otras dos puertas se abrieron de golpe, una de ellas dejó paso a una nube de soldados del soberano. Ahora no quedaba ninguna duda de la alianza que habían perpetrado: todos y cada uno de ellos mostraban mutaciones grotescas, tenazas en lugar de manos, ojos compuestos que les salían del pecho, fauces a la altura del estómago que no cesaban de chillar. Algunos de ellos ya habían abandonado sus armas para luchar únicamente con sus tenazas y sus espinas.

El hechicero entró por la otra puerta. Era muy poderoso, Ligeia podía sentirlo. Había conseguido abrirse paso gracias al fuego negro que cubría la parte superior de su cuerpo. Ligeia podía ver su esqueleto a través de su piel en llamas. Su cuerpo emanaba poder y decenas de ojos brillaban como perlas incrustadas en su torso.

—¡No lo toquéis! —gritó Ligeia por encima del ruido que le invadía la cabeza.

Sabía que la mera presencia de aquel hechicero era tóxica; si sus mentes no estaban protegidas, los asesinos del Culto de la Muerte morirían sólo con tocar a aquel ser. Ligeia no era capaz de moverse tan rápido o de matar con tanta frialdad como lo hacían ellos, pero como psíquica entrenada por el Malleus, su mente era mucho más fuerte que sus cuerpos.

Shan corría por el perímetro de la habitación lanzando cuchillos, proyectiles afilados que atravesaban gargantas y perforaban estómagos. Xiang, que estaba rodeada, intentaba mantener a raya ella sola a una decena de hombres, sus dagas dobles no paraban de desollar mutantes y de esparcir sus entrañas por el suelo. Xiahou y Lo estaban junto a Ligeia, cargando con sus espadas sobre todo aquel que tratase de aproximarse, pero había demasiados como para acabar con todos, y cada vez se estrechaba más el cerco.

El hechicero comenzó a levitar. La estancia, o el templo, porque eso es lo que era en realidad, se agrandó a su alrededor y pronto tuvo suficiente espacio como para elevarse completamente en el aire, proyectando relámpagos negros desde su cuerpo. Ligeia oyó cómo el crescendo se aproximaba de nuevo. Para ella y para sus asesinos del Culto de la Muerte, la estancia se había empequeñecido y era demasiado reducida para contener la explosión psíquica que se avecinaba, y que iba a abrasar todo lo que se encontrara en aquel templo.

Estaba muerta. No podía enfrentarse en combate a una fuerza tan grande. Sus poderes estaban especializados en descifrar sentidos, no en la destrucción. Pero el sentido en aquel templo, la corrupción, el odio…

Ligeia abrió su mente y todo fluyó hacia su interior: las palabras de odio que manchaban las páginas de aquellos libros, las oraciones de corrupción que colgaban de los muros, el sufrimiento y la muerte que empapaban todas y cada una de las piedras que había bajo sus pies. Comenzó a levitar gracias a la fuerza de todo aquello, sintió cómo inundaba su cuerpo. Nunca antes había experimentado un odio de tanta magnitud como aquél, jamás con el Hereticus o con el Malleus. Era como algo vivo dentro de ella, algo que estaba cobrando forma, abrasador y lleno de ira y que su cuerpo era incapaz de contener.

El Príncipe de las Mil Caras se alzaría. El Señor de la Transformación seguiría el sendero trazado por Ghargatuloth a través de las estrellas. El caos era el estado natural de todo, y la débil resistencia de los ciegos se resquebrajaría antes de que la marea se alzara. Tzeentch reinaría, y la única ley que prevalecería sería el Caos.

Ligeia comprimió todos aquellos pensamientos e imágenes en una pequeña bola de odio en la boca de su estómago, cada palabra, cada sílaba. Con un fuerte grito los expulsó de su mente y los escupió hacia el mundo exterior.

Un torrente blanquecino de puro odio salió de su boca e impactó de lleno en el pecho del hechicero. El poder acumulado en aquel rayo saturó su cuerpo, que estalló en una explosión de fuego blanco, relámpagos negruzcos, huesos carbonizados y ojos duros como diamantes.

Un remolino de fuego blanco se apoderó del edificio. Los asesinos de Ligeia dieron un gran salto en el aire para evitar la ola de odio mientras ésta arrasaba a los hombres del soberano y reducía sus cuerpos a huesos humeantes.

Los libros y los pendones quedaron intactos. Aquel odio era tan puro que sólo podía afectar a los seres vivos. Cuando la ola se disolvió, Ligeia estaba exhausta. Su cuerpo se convulsionó y perdió el conocimiento, uno de sus asesinos tuvo que abalanzarse para cogerla antes de que cayera sobre el duro suelo de piedra.

Ligeia jadeaba por falta de aire. Nunca antes había sentido un poder de tal magnitud, jamás. No entendía cómo había sido capaz de contener tal fortaleza emocional. El Hereticus nunca la había entrenado hasta explotar todo su potencial, y el Malleus sólo se había preocupado de asegurarse que los de su clase no sucumbieran ante el Enemigo. ¡Por el Trono, podía llegar a ser grandiosa!

Shan la ayudó a ponerse de pie. La asesina del Culto de la Muerte inclinó ligeramente la cabeza, eran unas preguntas: ¿Ahora qué? ¿Adónde ir?

Ligeia miró a su alrededor. Los huesos chamuscados de los hombres del soberano yacían entre los libros y los papeles amontonados en las paredes. Ya no se oían más voces gritando órdenes ni pasos sobre el suelo de piedra. Había conseguido incinerar a toda la tropa que habían enviado para acorralarla.

—Volvamos arriba —dijo Ligeia.