SEIS
RUBICÓN
El culto de Victrix Sonora había encontrado el lugar perfecto donde ocultarse. El Administratum, la organización imperial más rígida y extensa, podía haber pospuesto indefinidamente asuntos menos urgentes. Tuvo que ser el propio superintendente Marechal quien, en última instancia, autorizó el ataque.
Nadie sabía cuánto tiempo llevaba allí aquel culto. Durante la época de esplendor de la senda, Victrix Sonora había sido un próspero mundo agrícola con un par de grandes ciudades, pero cuando llegó el declive del culto a san Evisser, esas mismas ciudades mantuvieron su población pero perdieron su riqueza. El crimen se convirtió en una manera más de intentar sobrevivir. Cuando la decadencia de la senda se hizo patente, las fuerzas de orden público dejaron a Victrix Sonora sin ninguna protección. Las zonas que rodeaban las propiedades imperiales se mantenían bajo control, pero el resto del planeta fue relegado al ostracismo. No había suficientes recursos como para controlar todo el territorio, y de entre la población civil no salió ningún líder que intentara restaurar el orden. No había forma de saber lo que se había estado cociendo en los barrios de Victrix Sonora antes de que el culto se asentara en Theograd y extendiera sus raíces hasta el Administratum.
Incluso podía haber sido el propio vicecónsul quien lo empezara todo. Esta posibilidad era aterradora pero real.
Los escasos informes que había en Trepytos no contenían mucha información sobre las actividades del culto; sin embargo, Ligeia fue capaz de reunirlos todos y formar una imagen bastante fiable. Los pocos lugares sagrados que quedaban en Victrix Sonora habían sido saqueados sistemáticamente durante los últimos cincuenta años, y casi todas las reliquias habían desaparecido. Veinte años antes se había interceptado un carguero repleto de reliquias robadas. En aquel entonces se dio por sentado que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas de contrabandistas, pero ahora la hipótesis que cobraba más fuerza era que el culto necesitaba aquellas reliquias y que usó toda su influencia en los mundos del hampa de Victrix Sonora para conseguirlas.
Incluso llegaron a realizarse sacrificios, ya que la violencia era el modo que la mayoría de cultos tenía para dar rienda suelta a su ira o para honrar a sus maestros. Aparentemente, este culto escogía a sus víctimas al azar de entre la población de Victrix Sonora, y siempre se llevaban consigo algunas partes del cuerpo del sacrificado. Todas esas muertes no tuvieron gran repercusión sobre unas ciudades que ya se encontraban en franco declive, pero ahora cada una de ellas brillaba como un diamante en la percepción de Ligeia. Ella sabía que el culto que las autoridades habían seguido hasta el edificio del Administratum era el mismo que sirvió a Ghargatuloth durante décadas, del mismo modo que sabía que Ghargatuloth estaba en algún lugar de la senda, moviendo los hilos que lo traerían de vuelta a la realidad.
Durante el reinado previo al destierro al que lo envió Mandulis, el Príncipe de las Mil Caras había creado cultos cuyo entramado era tan complejo que en muchas ocasiones ni sus propios adeptos lo comprendían. El culto de Victrix Sonora era una parte más del plan, tremendamente complejo e inescrutable, que Ghargatuloth intentaba llevar a cabo. Para la mayoría, esta relación no sería demasiado evidente, pero para Ligeia estaba clara. Ésa era la razón por la que había sido reclutada por la Inquisición y por la que el Malleus se había esforzado tanto para sacarla del Hereticus. Podía estar segura de lo que otros no eran ni siquiera capaces de atisbar; era capaz de extraer el significado de hechos aparentemente inconexos. Ghargatuloth estaba en la senda, su voluntad había tentado a Victrix Sonora, y la prueba que Alaric había traído de aquel planeta lo confirmaba.
* * *
Ligeia había hecho que el personal de Trepytos acondicionara una serie de estancias para que pudieran ser ocupadas por una dama, y habían estado muy atareados durante las tres semanas que ella llevaba intentando encontrar algo de valor entre los archivos de la fortaleza. Sus aposentos eran unas estancias espléndidas, recubiertas con madera noble y decoradas con tapices. Un gran fuego ardía en el hogar mientras los muebles antiguos, rescatados de las zonas abandonadas de la fortaleza, refulgían con un aspecto renovado. Las alfombras mohosas habían sido limpiadas y ahora cubrían el suelo de madera pulida. Había pantallas enmarcadas en molduras doradas que colgaban de las paredes, y en un escritorio de madera noble situado en una esquina se ocultaba una unidad de comunicaciones completa. Una lámpara de araña colgaba del techo. En un rincón de cada una de las habitaciones se ocultaba un asesino del Culto de la Muerte de Ligeia, silencioso e inmóvil, apenas visible entre el lujo del que la inquisidora siempre se rodeaba.
Ligeia sabía que los Caballeros Grises jamás aprobarían aquello. Ellos dormían sobre camas duras como piedras en celdas monásticas desprovistas de todo lujo. Ligeia había percibido una cierta incomodidad en Alaric cuando se veía forzado a adentrarse en el lujo que siempre la rodeaba; era casi divertido de ver. Probablemente él viera en aquel lujo una de las causas principales de la debilidad moral y la corrupción, pero para Ligeia era la manera de ocultar su verdadero talento bajo la apariencia de una mujer noble.
Sin embargo, sobre este lujoso telón de fondo había una estatuilla horrible en el centro de la estancia. Ligeia no quería imaginar qué o a quién representaba, pero ése era precisamente su trabajo. Se trataba de algo demoníaco, eso estaba claro. Locura y horror emanaban de cada uno de sus recovecos. Ligeia podía sentir que, sólo con mirarla, su mente se estremecía. De pronto débiles indicios sobre su significado comenzaron a colarse en su mente, era la representación de algo inmundo, una representación imperfecta de algo que el escultor había visto y que no supo emular con su arte.
Ligeia accionó un interruptor de su unidad de comunicaciones y el aparato comenzó a grabar su voz en una placa de datos. Muchos inquisidores viajaban acompañados de un erudito o un lexicomecánico encargado de sus grabaciones y de poner en orden sus hallazgos, pero Ligeia prefería ocuparse por sí misma de esos asuntos y no estar acompañada por nadie excepto por sus asesinos del Culto de la Muerte.
—La… la pieza —comenzó Ligeia, que se mostraba reacia a darle nombre a una escultura tan horrible— es de una de madera noble que no se encuentra en Victrix Sonora. Debe de haber sido tallada en algún otro mundo e importada aquí por el culto, lo que implica que tiene algún significado ritual. —Hizo una pausa. Casi la mitad de los muchos ojos de aquella cosa parecían estar mirándola a ella a través de sus pupilas de madera, el resto parecía inspeccionar la estancia como si buscaran una salida—. Los textos encontrados en el cogitador del culto, junto con las connotaciones heréticas evidentes de su talla, indican que esta escultura representa una de las Mil Caras de Ghargatuloth.
Ligeia se quedó mirando la escultura fijamente durante un tiempo. Con mucha cautela la palpó con su percepción psíquica, sintió entonces las corrientes de significado que envolvían aquella talla y que podían llegar a ser demasiado terribles como para que su conciencia las soportara. Notó un gusto metálico en la boca y escuchó una risa, o quizá un grito, en la lejanía.
Podía oír un nombre, muy, muy distante, demasiado débil como para saber de qué se trataba. Intentó escuchar con más atención, acercarse más. Aquellos ojos eran como ventanas abiertas a una galaxia perfecta, un lugar dedicado a la arquitectura del Caos. Su hedionda boca entonaba un hechizo interminable que recompondría el universo según los designios del Señor de la Transformación. Las vetas de la madera dibujaban la forma de un destino que lo cubría todo, un destino que marchaba inexorable hacia su suerte final, el Caos definitivo, la totalidad de la Transformación, la magnificencia infinita y el horror puro de los cuales Ghargatuloth era el emisario.
Ligeia pudo ver toda la galaxia invadida por el poder de la Transformación. Vio estrellas que morían entre lágrimas. Vio mundos enteros aplastados y fragmentados en esquirlas de puro odio. Vio cómo la galaxia proyectaba toda la creación hacia la nada más absoluta a través de la garganta del Maestro del Caos, el señor de Ghargatuloth, Tzeentch, el Dios de la Transformación.
Ligeia sacó su mente de allí justo a tiempo. Estaba arrodillada, había arrancado a sudar y respiraba entrecortadamente. Un mechón de su pelo impecablemente recogido se había desprendido y ahora le atravesaba la cara. Se lo echó hacia un lado con un movimiento de la mano.
El asesino que había en el rincón, Taici, inclinó la cabeza levemente hacia adelante. El código sutil y silencioso que Ligeia empleaba con sus guardaespaldas estaba claro: ¿necesitaba ayuda?, ¿asistencia médica?
Ligeia negó con la cabeza y, con mucha dificultad, intentó ponerse en pie apoyándose en una mesa en la que había varios vasos de cristal y una botella de amasec de una excelente cosecha. Se puso un vaso bien cargado y lo engulló de un solo trago. Sabía que no le sentaría muy bien, pero su mente lo necesitaba ahora que intentaba librarse de aquellas terribles visiones de una galaxia enloquecida.
—La… la pieza —continuó— se encuentra bajo una estricta cuarentena, sólo yo tengo acceso a ella. Si me ocurriera algo, el acceso será garantizado únicamente mediante el permiso del cónclave de los Altos Señores del Ordo Malleus. —En ese momento abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una pequeña caja de madera de la que extrajo un bisturí de cirujano. Con mucho cuidado cortó un fragmento de madera de la escultura y lo guardó en un recipiente para muestras—. Tan pronto como sea posible, yo misma llevaré a cabo un examen detallado de una muestra de la talla.
Ligeia bebió otro trago de amasec y se tranquilizó un poco. Si necesitaba alguna otra prueba, la tenía allí mismo. El hecho de que solamente ella pudiera verla, ya que su poder era muy poco común y nunca había conocido a ningún otro inquisidor que lo poseyera, resultaba frustrante. Probablemente necesitaría encontrar alguna prueba más tangible, algo que no dependiera de su habilidad para extraer el significado de cualquier forma de comunicación, pero para ella era suficiente. Todavía tenía incrustada en su mente la imagen de Ghargatuloth posado sobre las estrellas, formando un océano infinito de transformación. Una mente que no hubiera pasado por el rígido proceso de aprendizaje de un interrogador o que no estuviera acostumbrada a las exigencias de los señores inquisitoriales, se habría derrumbado en aquel mismo instante. ¿Si aquella locura regresaba desde la disformidad, cuántas mentes se perderían?
* * *
Alaric por fin estaba limpio. Doce horas de rezos destinados a borrar la corrupción de la que tan cerca había estado habían conseguido limpiar su mente de aquella terrible brujería. Aquella descontaminación ritual le había dejado la piel reseca y ahora sentía un hormigueo bajo la armadura, a la que también había aplicado un baño ceremonial a base de ácidos suaves e incienso. El Rubicón parecía haberse hecho eco de los rituales de después de la batalla y ahora avanzaba tranquilo y meditabundo mientras los hermanos de batalla trataban de entender lo que habían experimentado sin dejar que eso los corrompiera. Alaric ya había visto cosas terribles con anterioridad, desde el cielo sangrando sobre Soligor IV hasta las legiones del Dios del Placer marchando sobre las planicies de Alazon. Cada una de estas visiones le había dejado marcas, pero el cumplimiento de las oraciones y de los rituales de los Caballeros Grises había conseguido limpiarlas.
Bajo la tenue luz de su celda, Alaric comenzó a leer su copia del Liber Daemonicum. Los Rituales de Conclusión hablaban de almas rodeadas de fe del mismo modo que un planeta está rodeado por su atmósfera, o un guerrero por su armadura. La fe es un escudo, un símbolo de todo aquello que es recto, algo esencial para la supervivencia de todo soldado al servicio del Emperador. Aquéllas eran palabras que Alaric había leído miles de veces, pero cada nueva lectura lo reconfortaba. No estaba solo. Si el Emperador no velaba por él, entonces su fe no significaría nada. Pero el alma de Alaric se mantenía intacta y su fe debía actuar a modo de escudo contra la corrupción, de manera que el Emperador debía de tener sus ojos puestos sobre los Caballeros Grises.
En aquel frío, hostil e infinito universo, donde el futuro de miles de millones pendía de un hilo muy fino y los tentáculos del Caos llegaban a cada rincón, sólo el Emperador podía mostrarles el camino. Saber que él estaba allí le daba a Alaric toda la fuerza que necesitaba.
Los rituales habían terminado. Alaric estaba a salvo de la devastación del enemigo hasta la próxima batalla, aunque sabía que, como siempre, ésta no tardaría mucho en llegar.
Alaric se puso la armadura justo a tiempo para recibir al juez Santoro. Se trataba de un hombre serio y duro que rara vez dejaba que sus emociones afloraran a la superficie. Esto, sin embargo, no quería decir que no fuera respetado, puesto que sus hombres lo obedecían como si las palabras que salían de su boca fueran las del propio Emperador. Si seguía mostrando sus amplias habilidades como juez, muy pronto tendría un lugar en el seminario de capellanes junto a Durendin, y Alaric estaba seguro de que no lo rechazaría.
Santoro estaba de pie frente a la celda de Alaric. Llevaba su armadura completa. Como juez que era, sólo podía mostrar sus símbolos heráldicos en el pequeño escudo que llevaba en un hombro. Éste consistía en unas estrellas brillantes sobre campo negro: la luz en la oscuridad, la llama purificadora del Emperador, la ira de los caballeros atravesando el corazón del enemigo.
—Juez —lo saludó Alaric—. ¿Cómo están tus hombres?
—Ya han terminado con sus ritos —contestó Santoro—. Jaeknos recibió un disparo en la parte trasera de la rodilla, pero estará bien en un par de días. Sus espíritus se mantienen fuertes, aunque tienen la sensación de que no saben lo suficiente sobre el enemigo al que se enfrentan.
—¿Te lo han confesado ellos?
—Es lo que yo siento, y mis hombres siempre sienten lo mismo.
—Es algo que no se puede evitar. Cuando se trata del enemigo, saber demasiado es tan malo como no saber nada.
—Eso es cierto. Pero ésa no era la razón por la que quería hablar contigo. Hace unos minutos la inquisidora Ligeia ha contactado con el puente para transmitir nuevas órdenes, necesita que vayamos a un mundo llamado Sophano Secundus.
Alaric se quedó pensativo un instante, después volvió a su celda y buscó la placa de datos en la que había descargado información básica sobre la senda. Según pudo leer, Sophano Secundus era un mundo muy atrasado, una sociedad feudal que aún no había entrado en la era de la pólvora y donde la única autoridad imperial era un predicador de la Missionaria Galaxia. La prosperidad de la senda había dejado a aquel mundo de lado porque carecía de cualquier tipo de recursos. Además, la burocracia había estado demasiado ocupada colonizando y desarrollando nuevos mundos.
—No suena muy prometedor —dijo Alaric—. La población será demasiado escasa como para dar cobijo a cualquier culto.
—La inquisidora cree que la estatuilla que trajiste de Victrix Sonora proviene de allí —continuó Santoro—. Piensa que podría haber un nexo entre los cultos de la senda y algo que se encuentra en Sophano Secundus. Nuestro cometido será mantenernos en órbita y prestarle apoyo. Parece ser que no ve muy adecuado que la acompañemos.
—¿Acaso no estás de acuerdo?
—Ella es quien está al mando de esta misión, no se trata de estar o no estar de acuerdo.
Alaric conocía muy bien a los hombres que estaban bajo su mando. Santoro no era tan inescrutable como para ocultar su falta de entusiasmo.
—La inquisidora Ligeia tendrá mucho en común con los nobles con los que se dispone a tratar —dijo Alaric—. El hecho de tener que ir allá donde vaya rodeada de un grupo de superhombres con armadura no le será de mucha ayuda. Creo que en este caso estará mejor sin nosotros.
—Por supuesto. Se lo comunicaré a mi escuadra.
—Informa también a Genhain y a Tancred —dijo Alaric—. Yo necesito ponerme al día sobre nuestro destino.
Una vez que Santoro se hubo marchado, Alaric comenzó a buscar en los bancos de datos del Rubicón toda la información disponible sobre Sophano Secundus. La verdad era que nunca había esperado acabar en un rincón subdesarrollado de la senda, sobre todo cuando había muchísimos centros de población en los que, por propia experiencia, sabía que un líder lo suficientemente eficaz podría ocultar ejércitos enteros de cultistas. La Missionaria Galaxia, la organización mediante la cual el Adeptus Ministorum enviaba predicadores y confesores a mundos olvidados por toda la galaxia, era tremendamente rápida a la hora de llamar a las Hermanas de Batalla, o incluso al Ordo Hereticus, en cuanto sospechaba que algo maligno se había enraizado entre sus feligreses. Si realmente existía alguna conexión con Ghargatuloth en Sophano Secundus, a la fuerza tendría que ser algo muy sutil. Y la sutileza, según sospechaba Alaric, era algo en lo que Ligeia era experta.
Sin embargo, una vez más tendría que confiar en ella. Las innumerables habilidades de los Caballeros Grises serían inútiles si los presagios de Ligeia resultaban ser incorrectos. Ella era psíquica, sí, y muy poderosa, pero seguía siendo humana, y después de todo sus predicciones no eran más que conjeturas.
Hacía mucho que Alaric había aprendido a depositar toda su confianza en el Emperador, pues se encontraba inmerso en una lucha contra algo tan extraño que sólo a través del Emperador podría salir victorioso. Pero aun así no estaba tan seguro de que debiera depositar el mismo grado de confianza en Ligeia.
* * *
Sophano Secundus había sido descubierto hacía tanto tiempo que resultaba imposible trazar su historia bajo el mandato del Imperio. Durante los últimos años de la Gran Cruzada, cuando el Emperador ya era considerado un dios, los misioneros de su culto, que aún estaba en ciernes, habían enviado a uno de sus pupilos para que ejerciera de predicador en Sophano Secundus. Lo que se encontró allí fue un mundo baldío en el que sólo había un continente habitable, y éste tan sólo era capaz de albergar a unos pocos estados feudales en torno a pequeñas ciudades. Redescubrir mundos como éste era algo bastante común, pues muchos mundos humanos habían sido desgarrados en la Era de los Conflictos, y durante la cruzada se encontraron muchos de ellos que habían caído en el olvido.
La Missionaria Galaxia había mantenido su presencia en Sophano Secundus, y por esa razón existían unos pocos archivos. El primer misionero que aparecía en las crónicas, Crucien, describía una serie de reinos, muy atrasados pero inofensivos, que se inclinaban ante un soberano y mantenían entre ellos disputas ocasionales. En algún punto de la historia aquel planeta cayó en el olvido del Administratum y jamás se llegó a emitir una orden de colonización oficial sobre Sophano Secundus, que finalmente acabó convirtiéndose en responsabilidad del Adeptus Ministorum, que se mostró reacio a emplear en aquel planeta más recursos de los estrictamente necesarios para mantener una misión allí.
Había muchos planetas como éste por todo el Imperio, la mayoría de ellos en los límites del espacio colonizado o dispersados a lo largo de la zona del Halo, pero casi todos se encontraban cerca de sistemas más desarrollados. La política oficial del Imperio era la de «civilizar» esos mundos y prepararlos para posibles asentamientos, pero incluso durante los tiempos más prósperos ya había bastantes guerras y rebeliones como para dedicar los esfuerzos imperiales a otros menesteres. Y los tiempos nunca habían sido demasiado prósperos.
Sophano Secundus, según los informes que las autoridades de la senda habían recibido de los misioneros, se mostraba especialmente reacio a aceptar nuevas tecnologías e ideas. En cualquier caso, la Eclesiarquía no iba a provocar que un rebaño imperial se autodestruyera dándoles armas láser. Por tanto, el soberano había reinado sobre aquel mundo feudal desde que las crónicas empezaron a redactarse, sin que se supiera nada del Imperio aparte de que sus misioneros eran sagrados y que si aparecía el menor atisbo de herejía los cielos se abrirían para desencadenar una terrible tormenta de fuego. Según los misioneros, la fe de la población era relativamente estable, si bien es cierto que también se producían los conflictos habituales cuando las creencias previas chocaban con la fe imperial. No había pruebas de que la Eclesiarquía se hubiera visto obligada a reprimir alguna rebelión o culto (aunque generalmente la Eclesiarquía se guardaba esas cosas para sí misma), y otras autoridades imperiales llevaban siglos sin poner un pie sobre aquel planeta. Aparte de misioneros y de unos pocos visitantes adinerados que quisieron ver cómo sobrevivían los humanos fuera de las ciudades colmena, la inquisidora Ligeia sería la primera «forastera» que visitara Sophano Secundus desde hacía mucho tiempo.
Alaric revisó toda esta información mientras esperaba en el puente del Rubicón a que la lanzadera de Ligeia comenzara su descenso. Tamborileaba con los dedos sobre la placa de datos que había colocado en el puesto del capitán, intentando descifrar por qué Ghargatuloth querría que su presencia se sintiera en un mundo como ése. Era muy cierto que antes de su destierro ya había creado cultos en mundos feudales o salvajes, el mismo Khorion IX era un mundo tremendamente atrasado, pero ¿obtendría algún beneficio real haciendo aquello o no sería más que otro truco? Alaric sabía que el Príncipe de las Mil Caras no permitiría que nada tan evidente como la estatuilla de Victrix Sonora guiara a los Caballeros Grises hasta él, pero podría tener algún tipo de nexo con el planeta que ahora mismo se encontraba bajo el Rubicón, y quizá Ligeia fuera capaz de encontrarlo. Gran parte de sus esperanzas dependían del modo en que ella tratara con el soberano, Rashemha el Fuerte, y con el misionero, llamado Polonias.
El puente era un espacio enorme de metal pulido que había sido forjado en forma de innumerables filigranas que cubrían casi toda la superficie; todo ello formaba una serie de murales en torno a una enorme pantalla que había en el techo inclinado, como un marco alrededor de un cuadro. Todos los puestos de mando se encontraban junto a las paredes, cada uno con un adusto y silencioso miembro de Ordo Hereticus manejando los controles. El Hereticus cedía su flota y la mayoría de sus tripulaciones a los Caballeros Grises. Cada uno de los miembros de la tripulación tenía un detonador psicológico, insertado en su mente mediante adoctrinamiento onírico, capaz de borrar todas sus funciones cerebrales a una orden de cualquier Caballero Gris. De este modo, si el Caos contaminaba las mentes de la tripulación, sus miembros podían ser reducidos a idiotas babeantes antes de hacerse con el control del Rubicón. La tripulación también lo sabía, por eso casi siempre se mostraban adustos y serios. Nunca establecían lazos con los Caballeros Grises y eran sustituidos regularmente. El propio Rubicón era un crucero de asalto de los marines espaciales, altamente modificado y capaz de combatir muy por encima de sus posibilidades aparentes incluso con una tripulación tan fatalista.
A través de la pantalla se podía ver Sophano Secundus, la mitad de cuya superficie estaba iluminada por su sol. Era de un color marrón grisáceo y todo lo que se veía eran trozos de tierra que emergían desde océanos oscuros. Sin embargo, cerca del ecuador podía verse un continente que bullía de vida. Una explosión verde en medio de aquella monotonía. En algún lugar en el centro de aquel continente estaba Hadjisheim, la capital de Sophano Secundus, llamada así en honor a un antiguo soberano. Allí se encontraban el palacio real y el templo que se construyó en torno a la misión original de Crucien, y era allí hacia donde la inquisidora Ligeia se dirigía.
Alaric deseaba poder estar allí abajo. Aunque no había llegado a oír nada parecido a una queja proveniente de sus hermanos de batalla, sabía que ellos preferían estar donde estuviera el enemigo para tener la oportunidad de luchar contra él en lugar de tener que permanecer orbitando mientras Ligeia se movía por terrenos políticos para los que un Caballero Gris no tenía tiempo de preocuparse. Tancred estaba particularmente molesto; aquel viejo caballo de combate se encontraba como en casa en medio del fragor de la batalla, y debía de sentir que cada uno de los momentos en los que no estaba luchando suponía un abandono imperdonable de su deber. El propio Alaric había sentido aquella misma impaciencia cuando las fuerzas del Caos iban un paso por delante de los servicios de inteligencia del Imperio, y los Caballeros Grises tenían que esperar a que ocurriera alguna atrocidad para poder actuar. Sin embargo, como juez y como oficial al mando de aquella misión, Alaric sabía que ese tipo de distracciones podían entumecer los instintos de un guerrero. Los Caballeros Grises eran una de las fuerzas más letales del Imperio, pero eso no significaba que pudieran dormirse en los laureles. Tenía la esperanza de mantener a sus marines lo suficientemente alerta como para poder enfrentarse a Ghargatuloth, así como él también debía mantener la fe en que Ligeia pudiera llevarlos hasta él.
—Fase número siete —dijo la voz monótona y sin relieve del hombre que se encontraba frente al puesto de control de la lanzadera—. Controles atmosféricos conectados.
—Comenzando descenso —contestó el piloto de la lanzadera. Su voz crepitaba a través del comunicador. La lanzadera de Ligeia comenzó a atravesar la atmósfera que rodeaba Sophano Secundus.
—Deséeme suerte, juez —dijo Ligeia con un tono alegre.
—Usted no la necesita, inquisidora —contestó Alaric—. Limítese a encontrar lo que sea que esconden allí abajo.
Por un momento pudo verse la estela naranja que dejaba la lanzadera al entrar en la atmósfera; después desapareció. Alaric pensó que era el momento de que Ligeia consiguiera mediante las palabras lo que los Caballeros Grises no podían conseguir mediante la fuerza.
* * *
La primera sensación que Ligeia experimentó de Sophano Secundus fue la que le produjo el aire cálido y ligeramente húmedo que llenó la cabina de la lanzadera. Era un tanto especiado y polvoriento, con un ligero gusto al bosque que rodeaba todo el continente. La luz que inundó la cabina era brillante y amarillenta, un claro contraste con las luces frías y ásperas del Rubicón y con la poca iluminación de los archivos de Trepytos.
Esperaba que el cambio le sentara bien. Últimamente había sufrido dolores de cabeza y de articulaciones, y se había despertado en mitad de la noche por culpa de terribles pesadillas en las que unas manos invisibles la agarraban mientras dormía. En muy pocas ocasiones había empleado sus poderes con tanto ahínco como lo había hecho para buscar información en Trepytos sobre aquella escultura y sobre el mercado de obras de arte de la senda, y aquel esfuerzo empezaba a pasarle factura. Le hizo recordar que ya no era una mujer joven.
—Taici —llamó al líder de sus asesinos del Culto de la Muerte, quienes en aquel momento la rodeaban a modo de guardia de honor siniestra y silenciosa—. Seguidme.
Los miembros de su guardia desabrocharon los amarres de sus asientos gravíticos y se situaron junto a ella. Xiang, una mujer cuya complexión era engañosamente débil y que tan sólo dejaba ver un par de ojos exóticos bajo su máscara del Culto, portaba una maleta gris que contenía los efectos personales de Ligeia.
Ligeia dejó al personal del Hereticus en la lanzadera y descendió por la rampa para averiguar con qué tendría que trabajar.
Los edificios de Hadjisheim eran de piedra pálida y yeso, con tejados de mármol que refulgían bajo la intensa luz. El pavimento de las calles era de un color gris pálido. Por todas partes había cortinas, pancartas o símbolos de colores que contrastaban con la coloración pálida de los edificios. Se trataba de carteles de tiendas o de placas con los nombres de las calles escritos en un lenguaje cuyo alfabeto se componía de bucles y espirales. La lanzadera de Ligeia, siguiendo órdenes de la misión de Polonias, había tomado tierra en un espacio circular justo al principio de la calle más ancha de Hadjisheim, la gran avenida que llevaba hasta el palacio del soberano.
La recepción se había preparado a lo largo de toda esta avenida. Ligeia avisó a Polonias de su visita con tiempo suficiente como para que el soberano la recibiera como a un alto dignatario, y parecía que no iba a sentirse decepcionada. La calzada estaba ocupada por hileras de soldados, hombres con las armaduras recién pulidas y con uniformes de color carmesí. Todos ellos portaban lanzas y escudos con las dos medias lunas adoptadas como escudo por el soberano Rashmeha. Tras ellos podían oírse las ovaciones de miles de hombres, mujeres y niños que se habían reunido allí para ver el espectáculo. Parecía que había corrido la voz, probablemente contra los deseos de Polonias, de que una habitante del cielo iba a hacer una visita, y todo el mundo quería verla. Ligeia se percató de que los habitantes de Sophano Secundus tenían una extraña mezcla de piel oscura y pelo claro, lo que, junto con los colores brillantes con los que solían vestir, les daba un aspecto casi celestial.
Aquella avenida, repleta de soldados, llevaba hasta el palacio del soberano, una enorme construcción de piedra blanca que miraba hacia Hadjisheim desde una colina en el centro de la ciudad, y que estaba engalanada con pancartas y estandartes de todos los colores.
La guardia de honor se acercaba desde el palacio. Un centenar de soldados de la caballería personal del soberano, en cuyas lanzas ondeaban cintas al viento y sobre cuyas armaduras recién pulidas refulgía la luz del sol, se acercaba al trote hacia el lugar donde se encontraba Ligeia. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, pudo ver que la mayoría montaban tharrs en lugar de caballos. Los tharrs eran criaturas gibosas con unos cuartos traseros tremendamente fuertes y con la piel oscura, escamosa y llena de costras que, según las pocas crónicas de Sophano Secundus, se empleaban en las cargas de caballería más feroces. Unos pocos oficiales, cuyo rango se distinguía por los galones dorados que decoraban sus armaduras, iban por delante montados sobre caballos parecidos a los de Terra, lo cual constituía un símbolo de prestigio, puesto que aquel planeta rara vez importaba animales para cría.
Un jinete se separó de la fila. Ligeia pudo sentir cómo sus asesinos se ponían en posición de alerta, con las manos listas para desenvainar las espadas o lanzar los cuchillos, pero con un simple movimiento de los dedos Ligeia les indicó que se calmaran: aquel jinete portaba un cuerno curvilíneo en lugar de una lanza. De pronto se detuvo y empezó a hacer sonar el cuerno produciendo un sonido ronco. Los jinetes que iban detrás de él pararon en seco.
—En el decimonoveno año del reinado del soberano —comenzó a decir con un marcado acento de gótico común—, su alteza hace saber que su hogar será el hogar de la representante de los reinos celestes, y que sus soldados serán los suyos y la protegerán, y que su gente será la suya y la honrará. ¡En nombre del Emperador y de los reyes de antaño! ¡Así lo ha decretado el soberano!
Después de emitir con su cuerno otro sonido ronco, el mensajero regresó a las filas de la caballería, que había empezado a trotar otra vez para rodear a Ligeia y escoltarla hasta el palacio. Un escudero sobre un tharr se adelantó para ofrecerle un caballo de Terra, y ella, tras hacer una reverencia como muestra de agradecimiento, montó y comenzó a trotar a la amazona. Había montado un par de veces durante su juventud, pero pensó que sería más sensato dejar que el escudero llevara las riendas. Mientras, el sonido de los cascos de toda la caballería comenzaba a resonar en su camino de vuelta al palacio.
Los asesinos del Culto de la Muerte que caminaban a su lado apenas necesitaron acelerar el paso para mantenerse al mismo ritmo brioso que la escolta. Más allá de los soldados, Ligeia podía ver a la gente que se apiñaba a los lados de la calle, aunque sus asesinos casi atraían más atención que ella. Probablemente en Sophano Secundus jamás se había visto nada como aquello: media decena de hombres y mujeres con unos músculos bien definidos y vistiendo trajes negros y ceñidos, cada uno de ellos con tres o cuatro armas. Verlos moverse con tanta elegancia y agilidad hacía difícil creer que fueran humanos. Las máscaras siniestras e inexpresivas que llevaban reforzaban la impresión de que los rostros que se ocultaban tras ellas no eran normales.
El soberano Rashemha recibió a Ligeia en la entrada de los terrenos que circundaban su palacio, un extenso cinturón de césped, macizos de flores y árboles exóticos protegido por unos enormes muros blancos. Rashemha era un hombre grueso, con la piel morena y el cabello y la barba sorprendentemente claros, que vestía unos ropajes de sedas ligeras y muy brillantes. Tras él había una pequeña legión de cortesanos y consejeros, todos los cuales parecían rivalizar en cuanto al brillo y la elegancia de sus vestimentas, aunque éstas quedaban empequeñecidas ante la magnificencia de las de su soberano. A un lado había una pequeña delegación de hombres y mujeres vestidos con mucha más sencillez, representantes de la misión de Polonias.
Ligeia avanzó hasta el soberano y desmontó. Éste hizo una reverencia, esbozó una sonrisa de bienvenida que hacía evidente que había estado practicando, y cogió las dos manos de Ligeia entre sus enormes zarpas.
—Nuestra gente es su gente —farfulló con un tono imponente—. Saludos.
Ligeia le devolvió la sonrisa. El soberano emanaba un fuerte olor a especias.
—Saludos del Imperio, alteza. Para mí es un placer que haya podido preparar mi recibimiento con tan poco tiempo de antelación, pues tengo asuntos muy urgentes que tratar con el misionero Polonias.
—Por supuesto, adelante, inquisidora Ligeia, no permitiré que los reinos celestes piensen que el soberano carece de hospitalidad.
La delegación atravesó la explanada que había frente al palacio. Ligeia se percató de que los representantes de la misión tenían la piel extremadamente pálida, y supuso que las incontables horas que pasaban rezando en el templo de la misión hacían que rara vez les diera la luz del sol. Todos ellos vestían hábitos muy simples, evidentemente para mostrar humildad al Emperador, y probablemente se sentirían muy alarmados si vieran la extravagancia que la Eclesiarquía mostraba en el resto del Imperio.
—Nuestras tierras son muy fértiles y extensas —continuó el soberano. Todas sus afirmaciones recibían ecos de asentimiento por parte de sus cortesanos—. Nuestra gente adora a su rey y a los espíritus de los reyes de antaño. Y también se afanan en la adoración de su Emperador.
Ligeia realmente no estaba escuchando. Sabía que el centro de Hadjisheim era impresionante, pero que el resto de la ciudad y el resto de los dominios del soberano eran pobres y retrógrados, y que los consejeros y los barones eran incapaces de controlar a la población. La labia del soberano era menos interesante que aquel lugar. Los espacios cavernosos se mantenían frescos y protegidos del implacable sol, y las incrustaciones de mármol de las paredes formaban complejos murales que narraban las hazañas de soberanos de antaño. Todas las columnas estaban coronadas por el águila doble del Imperio, y a su lado había textos devotos tallados en gótico clásico junto a oraciones dedicadas a los reyes de Sophano Secundus. Grupos de cortesanos se apiñaban a los lados de las columnas viendo pasar al soberano y a sus dignatarios y rompiendo a aplaudir de vez en cuando, puesto que él era la representación de todas las glorias de su mundo.
En los pocos minutos que llevaba allí, Ligeia ya había podido comprobar lo frágil que era Sophano Secundus. El soberano mantenía a sus consejeros y barones unidos por su mera personalidad. Sus tropas consistían básicamente en una caballería insuficiente para controlar el único continente. Cualquier consejero rebelde podría crear un conflicto, y Ligeia sabía que eso ya había ocurrido en el pasado. El reinado del soberano era personal, no se conseguía por la fuerza sino por acuerdo tácito. Era muy débil. Ése era el modo mediante el cual la humanidad se había autogobernado en los tiempos anteriores a la Era de los Conflictos, y había quedado demostrado lo peligroso que era basar un gobierno en algo que no fuera fuerza y vigilancia.
Polonias estaba esperando en una capilla anexa que había sido decorada con mármol oscuro y con toda una plétora de incensarios, mucho más típica de la arquitectura imperial. Ligeia se excusó ante el soberano, prometió reunirse con él para un gran festejo que se celebraría aquella tarde y entró con sus asesinos en la capilla. Los cortesanos siguieron a su rey mientras éste se dirigía hacia el corazón del palacio, a la sala de audiencias en la que continuaría con su ardua tarea de mantener su planeta unido.
Polonias era un hombre muy, muy viejo, retorcido y encorvado. Sus largas vestiduras escondían un cuerpo que se movía penosamente despacio, como un fantasma, por el interior de aquella capilla repleta de incensarios. Tenía la cabeza cubierta por la gruesa capucha de su hábito y su cuerpo parecía encorvarse por el peso del águila doble que le colgaba del cuello.
Ligeia hizo un signo para que sus asesinos se mantuvieran a una distancia prudencial. Polonias estaba rodeado de manuscritos y libros esparcidos por el suelo de piedra o sobre los bancos frontales.
—Misionero —dijo Ligeia—. Represento a la autoridad de la Inquisición del Emperador, y solicito su cooperación.
Polonias sonrió y con la parte inferior de su rostro dibujó una mueca de desagrado.
—Inquisidora Ligeia, confío en que el soberano le haya dado el recibimiento que se merece.
—Se ha asegurado de que quedara impresionada, pero estoy más interesada en lo que usted pueda decirme.
Ligeia avanzó hasta la parte frontal de la capilla y se sentó en el primer banco, rodeada por los libros de Polonias.
—Como puede ver —dijo Polonias haciendo un gesto con su mano, cubierta de manchas por la edad, para señalar el montón de pergaminos y libros desparramados—, he estado preparándome para su visita. Sólo hay una razón por la que el Ordo Malleus visitaría este mundo. ¿Cree usted que no he pasado el tiempo suficiente preparando las mentes de la gente para el inevitable advenimiento del Enemigo?
—No he venido aquí para acusarlo de nada —respondió Ligeia con tranquilidad mientras cogía el libro que tenía más cerca y le daba un par de vueltas—. He venido para investigar. Algo o alguien de Sophano Secundus está relacionado con el inminente renacimiento de un demonio muy poderoso.
Polonias la miró, y por primera vez Ligeia pudo ver sus ojos grandes y blanquecinos, como los de una criatura marina.
—¿Demonios? Que el Trono nos proteja.
—Los inquisidores responsables de la senda disponen de muy poca información, lo que lo convierte a usted en mi mejor recurso. —Ligeia hablaba en un tono casi coloquial mientras inspeccionaba la cubierta del libro. Era muy antiguo y bastante pesado, la tapa estaba protegida por un candado de latón muy elaborado—. Estoy buscando algún indicio de actividad cultista en su mundo.
Polonias negó con la cabeza.
—La gente aquí es muy devota. Hay muy pocos cultos que rivalicen con el imperial, tan sólo unas pocas sectas que adoran a sus ancestros. Nunca he percibido ni una sola señal del Enemigo entre ellos. Habría avisado a los cardenales de haber sido así. Por supuesto hay tribus dispersas por los bosques respecto a las que el soberano poco puede hacer, pero se trata de bandidos, no de fanáticos.
Ligeia chasqueó los dedos y Xiang se adelantó rápidamente; aún tenía la maleta en las manos. La asesina abrió los cerrojos y levantó la tapa. Ligeia extrajo la repugnante estatuilla de madera traída de Victrix Sonora.
—¿Qué puede usted contarme sobre esto?
Polonias se inclinó para poder ver mejor la estatuilla. Ligeia se percató de que emanaba un fuerte olor a incienso y a productos químicos, como si se hubiera visto obligado a emplear productos rejuvenecedores para preservar su viejo cuerpo del deterioro.
—Es un objeto terrible. Tengo entendido que a algunos degenerados de las clases nobles les gustaba coleccionar este tipo de cosas en los tiempos en los que el culto a san Evisser estaba en su punto álgido. Los comerciantes solían venir para comprárselas a las gentes de los bosques. El arte de este planeta ahora es tan sólo una curiosidad, nada más.
—¿Cuándo salieron las últimas imágenes de este planeta?
Polonias se encogió de hombros.
—Cincuenta años, setenta… El soberano tendrá a algún consejero historiador que pueda darle datos exactos. Personalmente, pienso que estas imágenes paganas son terribles, siempre intento tratar estos temas en mis sermones.
Polonias volvió a erguirse y Ligeia depositó la estatuilla en la maleta, hecho que le supuso un alivio, pues ya empezaba a sentir cómo se retorcía en sus manos.
—Mi mundo se enfrenta a muchos problemas —continuó Polonias—, pero la presencia del Enemigo no es uno de ellos. La gente aquí es pobre e ignorante y la tierra es estéril, pero la corrupción no existe. He predicado desde Hadjisheim hasta la Corriente Calliana, en la costa norte, pero toda la maldad que he contemplado provenía de manos humanas.
—Me alegro de oír eso —dijo Ligeia—. Pero hace que mi estancia aquí sea aún menos prometedora.
—Lamento no poder prestarle más ayuda. La Inquisición del Emperador tendrá que buscar a sus fantasmas y a sus herejes en algún otro sitio.
Ligeia tuvo la ligera impresión de que Polonias sonreía al decir esto, pero no podía estar segura.
—Bien, parece que aquí tengo poco que hacer —decidió Ligeia al tiempo que se alisaba con las manos su larga falda—. Cumpliré con las formalidades y veré qué puedo obtener de parte del soberano y de sus consejeros, pero dudo que sepan algo importante que usted desconozca. Está usted muy versado —añadió mientras levantaba el libro que tenía en la mano—. Hacía mucho tiempo que no veía un ejemplar de las Lamentaciones de Myrmando.
—Mi predecesor lo dejó aquí para mí —afirmó Polonias—. Siempre he pensado que a Myrmando le falta algo, pero sus parábolas son simples y me son muy útiles para mis sermones.
—Los cardenales de la senda lo han hecho texto obligatorio en los estudios del seminario —comentó Ligeia—. Seguro que se sentirían muy decepcionados si supieran que a usted no le gusta.
—Bueno, los cardenales tienen derecho a no estar de acuerdo con un viejo misionero.
—Las Lamentaciones —dijo Ligeia con franqueza— llevan olvidadas mil doscientos años. Es imposible que ningún miembro de la Eclesiarquía, ni siquiera un cardenal, tenga una copia a no ser que esté vivo desde entonces.
Los asesinos del Culto de la Muerte avanzaron desde la parte trasera de la capilla blandiendo sus espadas y cuchillos. Ligeia tenía la mano sobre la cubierta de las Lamentaciones para absorber la información que confirmaba que aquel libro era el mismo ejemplar que se creía perdido por todas las autoridades, incluidas las de Trepytos.
—Usted no es Polonias —continuó Ligeia—. Por la autoridad de las Santas Órdenes de la Inquisición del Emperador le ordeno que se someta a un examen moral. Será sometido a un proceso interrogatorio y todo lo que diga será sólo la verdad en detrimento de su vida y de su alma. —Su voz se había vuelto fría de repente y los músculos de sus asesinos estaban tan alerta que casi podía oírlos crujir.
—Estúpida —le espetó el misionero—. ¡Estúpida! ¡Obstinada niñata!
Algo brilló debajo de su capucha y sus ojos se volvieron de un color violeta intenso, iluminando un rostro tan viejo y vacío que ningún humano podía haber sobrevivido de manera natural todos los años que pesaban sobre él.
El aire se volvió denso cuando el misionero Crucien, cuya identidad había sido descubierta por primera vez en milenios, estalló de pronto en una explosión de fuego embrujado.
Un segundo después, el Rubicón perdía todo contacto con la superficie de Sophano Secundus.