CINCO

CINCO

VICTRIX SONORA

Estaba oscureciendo sobre el cielo color turquesa de Victrix Sonora, la tarde caía mientras el asedio entraba en su octava hora. Se había dispuesto una línea defensiva de acero alrededor del complejo del Administratum, en el corazón de Theograd, el segundo asentamiento de mayor tamaño de este mundo agrícola. Diversas filas de lanzas de acero cubrían cada ángulo de fuego, y varios transportes blindados de tropas del Arbites cobijaban a los grupos de asalto que se acercaban a aquel edificio siniestro y con las ventanas cegadas.

Varias de aquellas ventanas estaban rotas. Dispersados sobre el pavimento que rodeaba el edificio había cuerpos descuartizados, algunos habían sido acribillados mientras corrían, otros habían caído desde los pisos superiores. Los restos de la decimosegunda escuadra, una unidad del Adeptus Arbites que había intentado penetrar en el edificio, estaban amontonados en torno a la entrada, donde habían sido masacrados por las armas láser y por autorrifles de francotirador situados en la entrada del enorme vestíbulo.

Los oficiales del Arbites habían recibido orden de acudir allí desde todos los puntos de Victrix Sonora, e incluso algunos provenían de otros planetas. El Arbites era la fuerza de orden público más importante del Imperio, y no respondía ante la autoridad local sino sólo ante los escalafones más altos de su cúpula de mando, lo que convertía a este cuerpo en una fuerza presente en toda la galaxia dedicada a hacer cumplir las leyes imperiales. Los oficiales del Arbites habían liderado a las mejores tropas de asalto de todo el sistema de Victrix, las habían equipado con las mejores armas y organizado en unidades operativas con el fin de atacar el complejo del Administratum de Theograd. La oscuridad era tal que había que hacer cumplir la justicia imperial, y el Arbites era la herramienta destinada a conseguirlo.

Fueran cuales fuesen la herejías y las traiciones ocultas en aquel complejo del Administratum de Theograd, finalmente éstas habían salido a la luz, y había llegado el momento de tomar el edificio por la fuerza y hacer caer todo el peso de la justicia sobre cualquier cosa que hubiera allí dentro. La decimosegunda escuadra recibió la orden de actuar con cautela —por orden del mismísimo superintendente Marechal—, pero los herejes los estaban esperando y los masacraron: ocho oficiales entregaron sus vidas para hacer cumplir las leyes imperiales y todo Arbites del planeta fue llamado para intentar hacer justicia.

El propio superintendente Marechal llegó durante la sexta hora de asalto, proveniente de los puertos orbitales de Victrix Sonora. Cuando llegó al centro móvil de mando, desde los pisos superiores estaban disparando a los oficiales que rodeaban el edificio. Los tiradores del Arbites apuntaban y disparaban con sus rifles láser sobre las ventanas cegadas, pero la información sobre los hostiles era extremadamente escasa. Los herejes eran muy numerosos y estaban bien armados. Conocían el complejo a la perfección y estaban bien liderados y muy organizados. Los dos supervivientes de la decimosegunda escuadra informaron de hombres y mujeres con máscaras escarlata que aullaban cantos de guerra terribles y estridentes. Vestían los típicos abrigos largos y de color negro del uniforme del Administratum. Aparte de eso, el Arbites estaba atacando a ciegas.

Nadie sabía si los herejes tenían rehenes. Probablemente sí, pero los rehenes no eran la prioridad del Arbites. Algo horrible se había enraizado en Theograd y debía hacerse justicia.

Poco después de que Marechal tomara tierra, los sistemas de control defensivo detectaron con sorpresa dos cañoneras Thunderhawk que descendían desde la órbita. Al mismo tiempo, otro crucero de asalto fue detectado por las pequeñas defensas planetarias de Victrix Sonora. Se identificó como el Rubicón.

* * *

Alaric podía sentir cómo el peso del deber hacía contraerse los rostros de los oficiales que estaban junto a él. Sabían que antes o después tendrían que atacar el edificio del Administratum, y que algunos de ellos terminarían como la decimosegunda escuadra. El apoyo de los marines espaciales, un grupo de guerreros mitificados por las historias infantiles y por las parábolas de los predicadores, hizo que los pocos supervivientes de la escuadra se sobrecogieran aún más. Las fuerzas del Adeptus Astartes no se habían desplegado en la senda desde hacía ochocientos años, y el hecho de que treinta de ellos se encontraran allí, hacía sospechar que el enemigo al que se enfrentaban era mucho más terrible de lo que cabría esperar.

Alaric suponía que algunos de ellos estaban más inquietos a causa de la presencia de los marines espaciales que por el asalto que se avecinaba. Ninguno de ellos hablaba si alguno de los marines podía oírlo, y se comunicaban mediante susurros. No entendían por qué los marines espaciales estaban allí. Ya era suficiente que los Arbites se hubieran hecho cargo del asalto, ¡pero los marines! Era algo insólito. Incluso los propios Arbites que lideraban las escuadras estaban sorprendidos por su presencia, y no paraban de comunicarse con el puesto de mando para recibir explicaciones incompletas por parte del personal de Marechal.

Alaric esperaba que los oficiales no se sintieran cohibidos por los gigantes que iban a luchar junto a ellos. Según lo que Ligeia le había contado, el culto de Theograd era más que una simple secta del Caos. No tenía ni idea de cómo la inquisidora había sido capaz de absorber y valorar la ingente cantidad de información que había en Trepytos, pero tenía un conocimiento detallado de muchos de los cultos de la senda y había descubierto que bastantes de ellos guardaban aspectos en común: el desprecio de los objetos sagrados, la adoración a un ser que tenía innumerables formas o la idea de tomar parte en un plan demasiado grande como para que las mentes humanas pudieran entenderlo. Se trataba de cultos nihilistas que creían que no había nada comparado con sus maestros casi desconocidos, pero en realidad eran meras alimañas usadas como carnaza según los designios del Caos. Querían ser útiles, querían morir. Y los Adeptus Arbites de la senda estaban mostrando una determinación encomiable para hacer realidad ese último de sus deseos.

—Santoro en posición —anunció la voz del juez Santoro a través del comunicador.

La escuadra de Santoro era mejor cuanto más cerca estuviese, justo en el centro de la acción, donde la maza némesis del propio Santoro pudiera cobrar un peaje de sangre a cualquiera que se aproximara. Los exterminadores de Tancred y la escuadra de Genhain estaban en el lado opuesto de la explanada, intentando ponerse en posición mientras los Arbites se ocupaban de disparar sobre las entradas de la parte posterior del edificio.

—Hermanos Arbites, agentes de la ley —dijo el superintendente Marechal con un tono sombrío a través del comunicador—. Ha llegado la hora de acabar con esta herejía. Todos sabíamos que antes o después llegaría este momento. Algo terrible está enraizado en este mundo, y nosotros somos la única fuerza de justicia de Victrix Sonora. Hermanos de batalla del Adeptus Astartes, los marines espaciales están con nosotros, eso debería daros una idea de lo que nos jugamos.

El superintendente Marechal había oído que una fuerza de marines espaciales bajo los auspicios de la Inquisición se encontraba en la senda. Si la repentina aparición de Alaric lo había desconcertado, o si se había ofendido por el hecho de que los marines espaciales fueron la punta de lanza de un asalto que correspondía a los Arbites, desde luego no lo había demostrado. Alaric se quedó sorprendido al ver a Marechal sentado en el transporte blindado desde el que se dirigía la operación. Desde allí coordinaba a los doscientos oficiales y Arbites que rodeaban la explanada. Se trataba de un hombre enorme cuya piel parecía cuero curtido, vestía una armadura ceremonial y empuñaba con una mano una maza de energía. Hasta el momento se había mostrado muy profesional aunque bastante seco. Alaric y Santoro serían quienes liderarían la carga sobre el vestíbulo, en la zona donde la decimosegunda escuadra había sido masacrada. Las valerosas tropas de asalto de Tancred entrarían por la parte de atrás del edificio, donde una interminable red de corredores, capillas y talleres los esperaba. Genhain formaría una pantalla de fuego que detendría a los herejes, quienes a buen seguro se harían fuertes en las zonas de carga de la parte trasera.

Los Arbites estarían con ellos. Cincuenta oficiales estaban parapetados en la misma barricada tras la que se encontraba Alaric, mirando sobrecogidos hacia las armaduras plateadas de los enormes guerreros que acababan de unirse a ellos. Estaban equipados con ametralladoras y armas automáticas, los Arbites de la parte delantera empuñaban mazas de energía y escudos antidisturbios. En total, las tropas del orden público y los Arbites las formaban más de doscientos hombres, lo que suponía la fuerza total de las tropas destinadas en Victrix Sonora. El asalto era la culminación de un terrible esfuerzo que había costado muchos recursos, todos ellos destinados a acabar con el culto de aquel planeta. Si fracasaban, la senda al completo estaría amenazada.

—En posición, lord superintendente —dijo Alaric.

Santoro, Genhain y Tancred dijeron lo mismo a través de sus comunicadores. Alaric miró a los marines que se protegían tras aquella enorme barricada.

—Lykkos, conmigo. Dvorn, delante. Echad las puertas abajo si es necesario. —Dvorn asintió. La escuadra de Alaric se caracterizaba por tener una fuerza encomiable, tanto física como mental. El arma némesis de Dvorn era un martillo, una versión muy poco común que los artesanos ya casi habían dejado de producir—. El resto seguid en movimiento y no dejéis de disparar. Los Arbites se encargarán del cuerpo a cuerpo. Nuestra misión es llegar hasta el corazón de este lugar y aplastar cualquier cosa que encontremos allí. Tancred intentará hacer lo mismo. Recordad, no sabemos lo que el enemigo es capaz de hacer. No podemos garantizar que seamos capaces de resistir si nos bloquean el paso. Ya hemos perdido a demasiados hermanos a manos de los adoradores del Príncipe.

Lykkos empuñó su cañón psíquico. Dvorn, Vien, Haulvan y Clostus posaron sus manos sobre el compartimento que llevaban en sus placas pectorales donde todos guardaban una copia del Liber Daemonicum, dejando que su sabiduría sagrada los guiara en el combate.

—Yo soy el martillo —comenzó Alaric.

—Yo soy el martillo —repitió su escuadra—. Yo soy el odio, soy el azote de los demonios…

Se trataba de una antigua oración de batalla, una de las más viejas. Uno de los deberes de Alaric como juez era preparar mentalmente a sus hombres para el combate, al igual que preparaban sus cuerpos y su equipo. A través del comunicador podía oír cómo Tancred recitaba una oración similar junto con su escuadra, mientras Santoro se unía a la que Alaric estaba entonando. Los oficiales cercanos los miraban con recelo, intimidados al presenciar unos ritos de batalla tan ancestrales.

—… de la ira, la tentación, la corrupción y el engaño, líbranos, Emperador. Y que el enemigo conozca Tu ira al enfrentarse a nosotros…

—Marechal a todas las unidades —dijo la voz estridente del superintendente—. ¡Fase uno del asalto! ¡Que avancen todas las unidades!

Las protecciones frontales de la barricada se retiraron y la explanada se abrió ante Alaric. Casi al mismo tiempo comenzaron a dispararles ráfagas desde los pisos superiores del oscuro y anodino edificio del Administratum. Los artilleros del Arbites respondieron abriendo fuego y pronto comenzaron a llover cristales rotos desde los flancos de la edificación.

Los Arbites mejor equipados avanzaban al frente, con los escudos alzados para proteger a los oficiales que se encontraban tras ellos. Alaric, que rehusó esa protección, avanzaba delante de los Arbites cuando la línea comenzó a moverse a mayor velocidad, Dvorn iba delante de él. Alaric pudo ver cómo Santoro hacía lo mismo con sus marines, liderando él mismo el avance. Ellos serían los primeros en llegar hasta la puerta. Cargarían contra uno de los laterales del vestíbulo mientras Alaric se encargaría del otro flanco, aquel en el que habían muerto los miembros de la decimosegunda escuadra.

Los gritos resonaban sobre el ferrocemento de la explanada. Gritos ahogados que indicaban que algún oficial había sido herido. Sobre los escudos no cesaban de impactar fragmentos de metal. El disparo de un rifle automático impactó en la placa del hombro de la armadura de Vien, mientras que otro hizo blanco en el pie de Alaric. Las servoarmaduras rechazaron ambos proyectiles con facilidad.

—¡Clostus, cobertura! —gritó Alaric mientras se acercaba más y más al edificio.

Pudo ver que las ventanas superiores ya estaban rotas, y a través de ellas se distinguían siluetas de herejes que se posicionaban para abrir fuego. Clostus, el mejor artillero de la escuadra de Alaric, disparó una ráfaga con su bólter de asalto. Corría al mismo tiempo que disparaba su arma, una arma cuyo retroceso le rompería el brazo a un hombre normal. Una serie de proyectiles impactaron en el marco de una de las ventanas, el hereje que se cobijaba detrás abandonó su parapeto y salió corriendo para morir, con una mueca de desdén en su rostro, cuando una ráfaga láser le atravesó la garganta.

—¡Haulvarn, Vien, mantened la cabeza agachada! —gritó Alaric mientras su escuadra disparaba los bólters hacia el edificio. El fuego cruzado era cada vez más intenso. El enemigo contaba con un láser de disparo rápido, probablemente un multiláser, del que no cesaban de salir unos destellos rojizos que causaban estragos entre los oficiales que intentaban avanzar. Cada vez más y más hombres caían al suelo. Haulvarn se tambaleó cuando un disparo impactó en su pierna, dejándole unas marcas muy visibles en la armadura.

Santoro ya estaba en la entrada. Había abierto la puerta de una patada antes de que Mykkos lanzara una llamarada con su incinerador hacia el interior del vestíbulo.

—¡Dvorn! —gritó Alaric—. ¡Tomad las puertas!

La escuadra inició una carrera bajo el fuego, cada vez más intenso, que caía desde los niveles superiores. Dvorn llegó hasta la entrada y, sin perder ni un ápice de velocidad, dibujó un arco en el aire con su martillo némesis que convirtió los paneles de cristal de la entrada en una lluvia de pequeños fragmentos.

Alaric fue el siguiente en entrar. Sus autosentidos se aclimataron inmediatamente al oscuro interior del vestíbulo, y en una fracción de segundo escudriñó toda la estancia. Varios pisos se alzaban ante él, de cuyos balcones colgaban pancartas con letanías de obediencia y diligencia; los mantras del Administratum. Una fuente sobre la que se erguía una estatua del Alto Señor del Administratum dominaba todo el vestíbulo, le habían arrancado las manos y sus ojos de piedra miraban con terror. El agua era oscura y repugnante, y caía desde la base de la estatua hasta un pequeño estanque repleto de cuerpos sin vida. El fuego acribillaba el vestíbulo desde los dos primeros pisos. Alaric veía rostros escarlata vestidos con uniformes del Administratum como si fueran estandartes de traición. Los cuerpos de la fuente también eran de hombres del Administratum, trabajadores o capataces con traje de faena. En la entrada aún podían verse las armaduras negras de los cuerpos sin vida de la decimosegunda escuadra.

Alaric abrió fuego, las ráfagas de bólter acribillaron los pisos superiores. Uno de los herejes recibió un impacto que le arrancó el brazo, acto seguido se precipitó por encima de la barandilla y cayó al vacío. Pero aún quedaban muchos más allí arriba. Habían volcado los escritorios para utilizarlos como cobertura, y aunque no ofrecían demasiada protección contra los bólters de asalto, los Caballeros Grises no podían luchar contra ellos desde allí; necesitarían más fuego para poder mantenerlos a raya.

Santoro ya se movía por interior del edificio, saltando por encima del mobiliario destrozado y abriéndose paso desde el vestíbulo hacia la zona donde se encontraban los despachos.

Alaric hizo una señal con la mano, rápida y concisa, desde la entrada de la capilla que daba al vestíbulo, mientras el resto de su escuadra cargaba a través de las puertas destrozadas y el fuego proveniente de los niveles superiores se intensificaba. Las baldosas de mármol del suelo estaban hechas añicos, y un disparo perdido había volado la mitad de la cabeza de la estatua del Alto Señor.

—¡Ahí arriba tienen un automático! —gritó Dvorn a través de su comunicador.

—¡Fuego de supresión! ¡Moveos! —fue la respuesta de Alaric.

El cañón automático era una arma obsoleta y poco eficaz que disparaba proyectiles del tamaño suficiente como para atravesar una servoarmadura. Mientras se acercaban a la puerta de la capilla, la escuadra de Alaric no cesaba de disparar ráfagas de bólter hacia el punto desde el que abría fuego aquella arma.

La capilla era una estancia estrecha y alargada, cubierta de mármol negro y repleta de bancos. El altar representaba a varios ciudadanos imperiales que llevaban una vida de obediencia sagrada. El cuerpo de un vicecónsul del Administratum yacía frente al atril donde, aparentemente, fue asesinado mientras adoctrinaba a los adeptos.

Alaric sabía que estaban allí. No lo sabía sólo por su instinto, también fue por un sonido, un ligero movimiento. Cuando se dio la vuelta empezaron a gritar y a disparar desde el atril. Se trataba de una decena de cultistas con los hábitos manchados de sangre y los rostros completamente cubiertos, tan sólo se veían sus ojos llenos de odio.

Uno de ellos se abalanzó sobre Alaric blandiendo un cuchillo. Éste se lo quitó de encima con un rápido movimiento y lo lanzó contra el muro, oyendo cómo se quebraban sus costillas. Su alabarda némesis refulgió mientras decapitaba a otro cultista, y acto seguido Alaric se la clavó en el estómago a un nuevo enemigo, levantándolo en el aire y dejándolo caer sobre uno de los atriles, que se rompió en mil pedazos. El fuego de los bólters de asalto silbaba sobre la cabeza de Alaric mientras se abría paso entre los bancos de madera y los cuerpos sin vida. Los cultistas lanzaban alaridos justo antes de morir; no de dolor, sino de odio.

Los pocos supervivientes aún intentaban abrir fuego. Alaric apuntó a uno de ellos y le disparó con el bólter que llevaba adaptado a la muñeca, el cubista salió despedido y fue a chocar contra el muro que había al otro lado. Dvorn atacó desde los atriles y acabó con dos cultistas más con un solo golpe de su martillo, mientras que Haulvan atravesaba a otro con su espada.

La escuadra avanzó hasta hacerse con el control de la capilla, acribillando a las sombras que se movían entre los atriles. Alaric se acercó al cuerpo sin vida que tenía más cerca, se agachó y le dio la vuelta. La tela de color escarlata que le cubría la cabeza se desprendió y dejó al descubierto el rostro de un joven adepto, similar al de los miles de millones de hombres y mujeres que se encargaban de la tediosa burocracia del Imperio. Pero la piel de aquel hombre era distinta, tenía una especie de escamas, similares a las costras que aparecen sobre la piel quemada, que rodeaban sus ojos sin vida y descendían por la garganta para ocultarse bajo los restos ajados de su uniforme de adepto. Todos aquellos que estaban infectados por el Caos llevaban marcas, tanto sobre sus cuerpos como sobre sus almas, y el culto de Victrix Sonora les había infligido unas señales muy profundas.

Aún se seguían oyendo disparos provenientes del vestíbulo, donde los Arbites y los oficiales seguían intentando acabar con los cultistas. Alaric sabía que si no aprovechaban su ventaja inicial en el asalto, muy pronto los Arbites se verían rodeados y serían masacrados. Los Caballeros Grises tenían que seguir adelante.

—¡Dvorn! —dijo Alaric haciendo un gesto desde uno de los muros de la capilla—. ¡En marcha!

Dvorn asintió y cargó con todas sus fuerzas contra el muro de piedra. La fina capa de mármol se hizo añicos y la armadura de Dvorn penetró aún más dentro del edificio, atravesando madera y yeso.

Haulvarn lo siguió empuñando la espada. Alaric fue el siguiente en atravesar el agujero abierto en el muro. Vio unos haces de luz brillante sobre su cabeza y un montón de escritorios que se extendían frente a él a lo largo de una estancia con el techo muy bajo. Varios cogitadores estaban rodeados de un montón de páginas impresas con cifras y datos. Los puestos de los supervisores rompían la monotonía de aquel océano de escritorios, y sobre ellos pendían las pancartas con letanías de obediencia que colgaban hacia la sala desde las vigas del techo: «La diligencia es la salvación». «El ojo del Emperador os vigila».

El fuego de los láseres seguía cayendo sobre Alaric mientras se fijaba en todo esto. Se puso a cubierto detrás de los delgados paneles de uno de los puestos de trabajo mientras su armadura repelía el fuego. Los cultistas no cesaban de gritar. Mientras, Dvorn también vociferaba al tiempo que cargaba entre los puestos de trabajo acercándose más y más al enemigo. Dvorn tenía muy claro uno de los principios básicos de cualquier marine espacial: «Si luchas, hazlo desde cerca, donde tu fuerza te dará la ventaja».

Alaric también avanzaba a toda velocidad aprovechando la poca protección que le brindaban los escritorios. Podía ver a los cultistas que se escondían tras los paneles de madera después de disparar; dos de ellos murieron cuando el fuego de Haulvarn atravesó sus parapetos y les perforó el cuerpo. Dvorn se encontraba en medio de un amasijo de madera cuando empezó a cargar contra el grupo de cultistas más cercano, martillo en mano y disparando su bólter a quemarropa. El fuego se volvió aún más intenso cuando el resto de la escuadra accedió a aquella estancia.

Alaric pudo oír la voz tan alta y clara como si estuviera dentro de su propia cabeza. Atravesó sus autosentidos y se incrustó en lo más profundo de su alma. Ya había oído aquel lenguaje en un mundo selva en el que los cultos de brujería del Caos acechaban en los bosques. Un lenguaje que los cultistas aprendían a través de la comunión con las fuerzas oscuras a las que habían jurado lealtad. Sólo los sumos sacerdotes y los paladines del Caos podían entenderlo, pero Alaric lo conocía lo suficiente como para saber que el que hablaba estaba dando orden de cargar.

Decenas de hombres y mujeres se lanzaron al ataque en una vorágine de fuego láser. Habían permanecido ocultos en los despachos del edificio del Administratum, esperando a que la primera oleada del asalto se abriera paso para poder lanzar un contraataque por sorpresa. Se trataba de adeptos y empleados menores, había supervisores e incluso algún uniforme de vicecónsul, y estaban armados con armas láser y rifles automáticos robados de los envíos del Munitorum. Atacaban con bayonetas, espadas, pistolas e incluso con las manos vacías. A medida que cargaban entonaban maldiciones abyectas en nombre del Caos.

—¡Mantened la posición! —gritó Alaric.

En cuestión de segundos la carga alcanzaría su objetivo. Su escuadra se reunió en torno a él blandiendo sus armas némesis, listas para soportar todo el peso del asalto. Sus armaduras repelían los disparos láser que cruzaban silbando por el aire. Alaric pudo sentir un leve zumbido en la nuca cuando los protectores antidemoníacos de su armadura respondieron al ataque, y su reacción comenzó a interferir con su percepción psíquica.

También podía sentir el odio que emanaba de los cultistas con su hedor repugnante.

La oleada de cuarenta o cincuenta cultistas entró en contacto con los Caballeros Grises. Sus sacerdotes seguían gritando órdenes mientras Alaric y sus hermanos de batalla repelían el ataque; cada uno de sus golpes hacía salir disparado un miembro o una cabeza. Alaric no veía más que ojos llenos de ira envueltos en tela rojiza, ojos de hombres y de mujeres de todas las edades. El ruido se hizo ensordecedor mientras los vivos lanzaban maldiciones y los que agonizaban gritaban de dolor.

Alaric avanzó y salió de aquella masa de cuerpos empujando a sus atacantes hacia ambos lados. El sacerdote se encontraba en el otro extremo de la sala. Se trataba de un vicecónsul, el rango de adepto más alto que uno podría encontrar en un mundo como Victrix Sonora. Era una figura que resplandecía bajo una gran túnica decorada con galones plateados y con el fajín dorado de su cargo. Tenía el rostro cubierto de escamas tan gruesas que sus facciones no eran más que bultos deformes.

Levantó una mano mientras Alaric trepaba por uno de los puestos de trabajo y se abalanzaba sobre él. Un haz de rayos de luz blanca y azulada cayó sobre Alaric, pero sus protectores mantuvieron su cuerpo a salvo, y el muro de fe, sólido como una roca, protegió su mente. El bólter de asalto de Alaric hizo varios disparos que se convirtieron en pequeñas explosiones púrpura justo delante del sacerdote.

El hechicero se dio la vuelta y salió corriendo y Alaric fue tras él. Por el ruido que oyó a su espalda pudo saber que su escuadra intentaba acabar con los cultistas para ir en su ayuda, pero de momento tendría que seguir a aquel sacerdote él solo. El hechicero cruzó todas la zona de trabajo y se adentró en el corazón del edificio a través de una estrecha salida. Alaric cargó a través de los paneles de madera y reventó la puerta. Sus autosentidos volvieron a ajustarse, esta vez a la oscuridad que tenía enfrente.

Hubo un tiempo en el que el estudio principal del Administratum ocupaba el centro de aquel edificio, donde los adeptos menores estaban esclavizados y trabajaban sentados en larguísimos bancos de madera, sellando formularios y configurando cientos de horarios. Hubo un tiempo en el que estaban rodeados de símbolos que fomentaban la diligencia y controlados por los vicecónsules del edificio, quienes los sermoneaban constantemente sobre la futilidad de cualquier trabajo que no se hiciera en nombre del Emperador.

Pero aquella estancia había cambiado. Las cubiertas del techo y del suelo habían sido arrancadas, creando un espacio cavernoso que ocupaba casi por completo el interior del edificio. En el suelo había una amalgama de objetos destrozados, y de las paredes desnudas colgaban estandartes, símbolos repugnantes y palabras heréticas manchadas de sangre.

En el centro de la estancia había un enorme cogitador cuya altura superaba los tres pisos, como un gran órgano de iglesia mecánico. Interminables hojas de datos salían de la parte superior y de su cuerpo grotesco, parecido a un horno, emanaban columnas de humo. Todos los cogitadores de aquella sala debieron de haber sido sustituidos por aquel enorme aparato que se alzaba sobre un montón de hojas impresas. Su superficie estaba toda manchada de negro y decorada con runas rojizas, y mientras trabajaba, sus entrañas y su armazón zumbaban como un enjambre de moscas.

El hechicero volaba por encima del amasijo de muebles destrozados, la fuerza de su magia chisporroteaba bajo sus pies. Se volvió y, al ver que Alaric lo seguía, empezó a entonar un cántico terrible y muy agudo mientras se dirigía hacia el enorme cogitador.

De pronto el cogitador empezó a emitir destellos oscuros y zumbidos cada vez más altos. Los protectores de Alaric comenzaron a recalentarse cuando la frontera que separaba ambas realidades empezó a hacerse más fina por momentos. Una risa maliciosa y terrible invadió toda la sala. Rostros amenazantes y miembros deformes comenzaron a aparecer entre el humo negro que llenaba la estancia.

—¡Demonios! —vociferó Alaric por el comunicador—. ¡Escuadra de Alaric, escuadra de Santoro! ¡Venid, ahora!

Los demonios eran el propio Caos que había cobrado forma, eran una parte integral de los dioses oscuros al mismo tiempo que también eran sus servidores. Eran los tentadores de los incautos humanos y los soldados de los ejércitos de la oscuridad. Los demonios eran una amenaza tanto moral como física, capaces de corromper a cualquier ejército humano que luchara contra ellos. Ésa era la razón por la que se creó a los Caballeros Grises: para ellos, los mundos demoníacos no eran tentaciones sino símbolos de pura maldad.

Parecía que Ligeia tenía razón. Eso es lo que pensó Alaric mientras saltaba al interior del pozo. Podía oír a su escuadra muy cerca de él. Cayó de pie y siguió corriendo mientras las figuras iridiscentes seguían emergiendo de entre la oscuridad.

Llegó hasta los demonios que estaban más cerca y pudo sentir cómo retrocedían ante el escudo de fe que protegía su alma. Un grupo de ellos formó un muro de carne iridiscente alrededor de Alaric, quien aprovechó su inercia para lanzar el primer golpe. Atravesó a uno de ellos de una estocada con su alabarda, pero en seguida se vio rodeado por muchos más. Aquel hechicero debía de ser más poderoso de lo que Ligeia había sospechado, ya que estaba invocando desde la disformidad a toda una horda demoníaca.

Alaric intentó atravesar la masa compacta de carne demoníaca que lo rodeaba. Manos deformes intentaban agarrarle los brazos, y bocas terribles lanzaban llamaradas sobre su armadura; no podía ver más que ojos repletos de odio. Los hermanos de batalla de Alaric intentaban ayudarlo a acabar con todos aquellos demonios, y el fuego de los bólters comenzó a sonar sobre su cabeza. Era la escuadra de Santoro, que ya había llegado al borde del pozo.

Alaric introdujo ambas manos en aquella masa repugnante, extrajo a un demonio, lo levantó sobre su cabeza y lo partió en dos. Se introdujo en el agujero que acababa de abrir mientras los bólters disparaban contra los demonios que intentaban seguirlo. El enorme cogitador seguía zumbando sobre su cabeza mientras de sus conductos de ventilación salían llamaradas rojas y columnas de humo. Alaric se percató de que había una serie de estatuillas de madera rodeando la base de la máquina y entre ellas saltaban pequeños relámpagos negros. El hechicero había subido hasta la parte superior de la máquina y ahora estaba iluminado por la luz argentada que emanaba de sus manos. Alaric apuntó hacia él con la esperanza de hacerle perder el equilibrio e impedir que completara el hechizo que se traía entre manos. Los Caballeros Grises estaban protegidos contra cualquier hechizo o ataque psíquico, pero eso no significaba que aquel hechicero no pudiera invocar a más demonios o hacer que el edificio en el que se encontraban se viniera abajo.

—¡Yo soy el martillo! —gritó una voz a través del comunicador, y Alaric pudo ver la enorme silueta del juez Tancred, que trepaba por el cogitador y se ponía a la altura del hechicero. Éste se dio la vuelta y le lanzó el fuego plateado que sostenía entre sus manos, rodeando la armadura de exterminador con un halo centelleante. Tancred desenvainó su espada némesis y, de un solo golpe, la hoja hendió el cuerpo del hechicero desde el hombro hasta la cintura. La mitad superior de su cuerpo se desplomó sobre la cubierta del cogitador, mientras que el fuego plateado se apagó por la fuerza del golpe que acababa de recibir.

Se produjo un alarido terrible y agudo cuando el alma del hechicero se inmoló en la energía que salía a borbotones de su cuerpo descuartizado. Las runas del cogitador gigante se volvieron de un color blanquecino al absorber la energía que emanaba de su muerte, antes de que el resto de su cuerpo cayera haciendo un ruido sordo y las runas se apagaran por completo.

—¡Bienvenido, hermano Tancred! —dijo Alaric—. Has llegado justo a tiempo.

—He tenido que ocuparme de unos cuantos asuntos por el camino —contestó Tancred mientras sus marines exterminadores tomaban posiciones sobre la máquina.

Un alarido salió del pozo en el que se encontraban los demonios. El juez Santoro ordenó a sus marines que abrieran fuego sobre aquellas bestias, y la escuadra de Genhain, en el otro extremo del borde del pozo, comenzó a hacer lo mismo. La sangre demoníaca se disolvió en medio de aquella vorágine de fuego bólter. Tancred lideró a sus hombres hasta llegar a la base del cogitador, desde donde cargaron contra la masa de demonios. Los alaridos que emanaban de aquellos seres eran terribles, y su intensidad aumentó cuando los marines de Tancred empezaron a aplastar y a atravesar sus cuerpos con sus armas némesis. Alaric vio cómo el hermano Locath le cortaba la cabeza a uno de ellos, y cómo el hermano Varne partía a otro en dos. La escuadra de Alaric llegó para ayudarlos mientras Dvorn aplastaba a otro con su martillo. Al cabo de unos momentos todos los demonios se habían disuelto formando una mancha repugnante de sangre multicolor; sólo quedaron los ecos de sus terribles alaridos.

Las escuadras de oficiales comenzaron a salir del interior del pozo. Aún podían oírse disparos provenientes de otra zona del edificio, donde los pocos herejes que quedaban estaban siendo masacrados. La voz del superintendente Marechal no paraba de gritar órdenes a través del comunicador, organizando a sus escuadras para que registraran todo el edificio y desmantelaran sus defensas aprovechando el pandemónium que los Caballeros Grises habían provocado. Los Arbites comenzaron a recorrer el edificio en busca de supervivientes. Toda aquella construcción fue dividida en sectores, en los que cada una de las escuadras disparaba a cualquier cosa que se moviera. El culto de Victrix Sonora estaba agonizando, el vicecónsul que lo lideraba había muerto y el cogitador que guardaban en el corazón de su reducto ahora estaba en manos imperiales.

Alaric caminó sobre los restos del asalto y recogió una de las hojas que habían salido del cogitador. Aquella máquina gigante aún seguía echando humo, pero los zumbidos de su interior cada vez se hacían más y más débiles.

—«… y cuando el Príncipe se alce, la galaxia se convertirá en su juguete, la humanidad se convertirá en su esclava en los designios de la Transformación, del mismo modo que las estrellas serán cubiertas por El que Altera las Formas, y el Príncipe de las Mil Caras se sentará a su diestra…»

Oraciones como ésta estaban en todas las hojas. Parecía claro que aquel cogitador era el medio que Ghargatuloth empleaba para comunicarse con su culto. Los fuegos que ardían en el corazón de aquella máquina comenzaron a extinguirse y, sin la magia del líder de aquel culto para mantenerlo en funcionamiento, de sus entrañas empezaron a salir molestos chirridos a medida que sus componentes se venían abajo.

Alaric dejó la hoja y se acercó hasta una de las estatuillas que rodeaban a la máquina. Era una imagen de madera sin pulir, tallada a partir del tronco de un árbol y muy ennegrecida. Aquella figura era de aspecto humanoide, pero contaba con decenas de manos y su rostro estaba repleto de ojos, unos ojos de mirada penetrante que rodeaban una boca ancha y recelosa. Se trataba de una figura rudamente tallada, lo cual le daba un aspecto aún más grotesco.

—Alaric a Marechal —dijo a través del comunicador—. Aquí ya hemos terminado, cogeremos lo que necesitemos y les dejaremos el resto a ustedes. Sugiero que lo quemen todo aquí mismo.

—Entendido —contestó Marechal—. He oído que han encontrado algo grande, ¿es cierto?

—Desgraciadamente cierto, Marechal. Que sus hombres no se demoren y lo destruyan todo.

—Por supuesto, juez… Ha sido un honor para mis hombres poder luchar a su lado. No creo que ninguno de ellos jamás hubiera soñado que podría luchar mano a mano junto a los Astartes.

De algún modo Marechal era igual que el resto de los oficiales; le había sorprendido mucho la presencia de los marines espaciales y era algo que no podía disimular.

—Todos tenemos los mismos enemigos, Marechal —dijo Alaric—. Sus Arbites han luchado muy bien, ahora tan sólo les queda terminar el trabajo y asegurarse de que no queda absolutamente nada de esta secta.

—Por supuesto. Que el Emperador sea con usted, comandante.

—Que el Emperador sea con usted, Marechal.

Alaric cogió la estatuilla y un puñado de hojas impresas. Aquella figura era más pesada de lo que debería, como si no quisiera que se la llevaran.

—Alaric a todas las unidades, regresen a las Thunderhawk. Ya tenemos todo lo que necesitamos. Santoro, cúbranos mientras atravesamos la explanada. Genhain, nos reuniremos en la zona de aterrizaje. Tancred, conmigo.

Alaric guio a su escuadra mientras atravesaban los restos del combate. Volvieron a pasar por la zona de los despachos y por la capilla, ambas repletas de cuerpos sin vida. Atravesaron el vestíbulo, donde se había producido un terrible intercambio de disparos entre los herejes de los niveles superiores y los Arbites, que ahora se afanaban en hacer un recuento de bajas y en ayudar a los heridos. El suelo estaba teñido de un color pardo debido a la sangre.

Los Caballeros Grises cruzaron la plaza, cuyo pavimento estaba destrozado a causa de los disparos, y se dirigieron hacia donde los esperaban las cañoneras Thunderhawk. En aquel momento Alaric se volvió para ver las columnas de humo que salían de los pisos superiores. Marechal había seguido su consejo y el edificio del Administratum ya estaba ardiendo.