CUATRO

CUATRO

LA SENDA DE SAN EVISSER

La senda de San Evisser era una pequeña zona olvidada situada en el este de la galaxia, en los límites del Segmentum Solar, muy cerca de los centros de la Eclesiarquía de Gathalamor y Chirios. La senda consistía en un par de decenas de mundos colonizados, y su visita suponía un viaje largo y extenuante serpenteando entre nebulosas y cinturones de asteroides, lo que se conocía como la Peregrinación de San Evisser.

Ligeia había conseguido algunas obras de referencia sobre la senda antes de embarcar, y Alaric pasó parte del viaje leyéndolas. Según parecía, hubo un tiempo en el que la senda constituía uno de los ejes del Culto Imperial. Era todo un ejemplo de piedad y devoción con infinidad de catedrales y templos erigidos en todos los mundos colonizados, una cantera de clérigos carismáticos en la que existía un júbilo tan intenso que los pináculos de las catedrales estaban recubiertos de oro. La competencia entre los distintos mundos por mostrar una mayor devoción hizo que los festivales del Adeptus Ministorum se convirtieran en celebraciones que duraban varias semanas, con procesiones que serpenteaban a través de varios continentes. Rivalizaba con la senda religiosa de Sebastián Thor en cuanto a ostentación de la devoción y celebraciones en honor al Emperador.

Pero eso fue hace muchos siglos. El Imperio era un lugar enorme y cambiante, un punto incrustado entre las estrellas en el que la riqueza y la pobreza, la fama y la oscuridad se sucedían unas a otras constantemente.

Pero ahora la senda de San Evisser había caído en el olvido, no era más que otro conglomerado de mundos en los que miles de millones de ciudadanos del Imperio vivían sus vidas. La población, según había leído Alaric, había descendido alrededor de una cuarta parte desde su punto más alto. El mundo colmena de Volcanis Ultor estaba medio vacío y mundos agrícolas enteros habían sido dejados en barbecho. Parecía que tanto fervor religioso por lo menos había servido para que las rutas de la disformidad evitaran la senda. Ahora, al atravesarla, tan sólo se percibían reflejos de un esplendor de antaño y san Evisser era poco más que un simple nombre.

El Rubicón, el crucero de asalto de los Caballeros Grises, era una nave muy rápida, pero a pesar de eso les llevaría semanas llegar. Ligeia había enviado un mensaje astropático a la fortaleza inquisitorial bajo cuya jurisdicción se encontraba la senda, pero de momento había poco que hacer aparte de rezar, entrenar y esperar.

* * *

Alaric y Ligeia se reunían con frecuencia en los camarotes principales del Rubicón, una serie de estancias majestuosas de madera noble que, de no ser por la ausencia de ventanas y por el zumbido constante de los motores de disformidad, parecerían el interior de la casa de un gobernador.

—¿Qué es lo que usted recuerda —preguntó Ligeia una tarde después de que Alaric hubiera cumplido con los ritos de entrenamiento de los Caballeros Grises— de lo que era antes?

Alaric, ya sin su armadura, estaba sentado frente a Ligeia, que vestía su hábito de color negro grisáceo. Ligeia estaba dando cuenta de su cena habitual, consistente en exóticos manjares traídos desde el otro extremo del Imperio, mientras que Alaric, como siempre, comía poco.

—Nada —contestó.

—¿Nada? —Ligeia arqueó una de sus cejas—. Eso me resulta difícil de creer. Precisamente todo aquello que hice antes de saber de la existencia de la Inquisición es lo que hizo que me convirtiera en inquisidora.

—Un Caballero Gris debe tener un núcleo de fe inquebrantable. —Alaric cogió uno de los filetes de pescado de la bandeja de plata que tenía frente a él. En realidad, se sentía muy incómodo en medio del lujo del que siempre se rodeaba Ligeia—. Es como una roca en medio del océano. Eso es lo primero que se graba en nuestro subconsciente, aunque ninguno de nosotros recuerda haberlo aprendido. Usted comprenderá que no podemos saber cómo sería no tener ese escudo de fe. Si pudiéramos recordarlo, ese núcleo se agrietaría, se resquebrajaría. Para nosotros no existe recuerdo posible.

Ligeia se inclinó hacia adelante y esbozó una leve sonrisa. Incluso parecía un tanto infantil, como una niña que comparte un secreto con su mejor amiga.

—Pero usted antes era otra persona, Alaric. ¿Sabe quién?

Alaric negó con la cabeza.

—Aquélla era otra persona. El Ordo Malleus cuenta con las más avanzadas técnicas de psicoadoctrinamiento de todo el Imperio. No dejan ningún cabo suelto. Yo podría haber sido el capataz de alguna colmena, algún cazador tribal o cualquier otra cosa. El capítulo recluta a guerreros en cientos de planetas de todo tipo. Hubiera sido quien hubiera sido, me reclutaron antes de la adolescencia y me convirtieron en otra persona.

Ligeia dio un trago de vino.

—Parece un precio demasiado alto.

Alaric la miró. Sabía que estaba jugando con él; ella tenía una curiosidad insaciable y los Caballeros Grises no eran más que otra área de estudio.

—Ningún precio es demasiado alto —repuso—. Si nosotros no lo hacemos, no lo hará nadie más. El Caos siempre ha estado a punto de tragarnos a todos, y perder unas pocas mentes viciadas no es nada en comparación con lo que ocurriría si fracasamos.

—Debo confesar —admitió Ligeia— que luchamos de maneras muy diferentes.

—Tengo entendido que usted no fue reclutada originalmente por el Ordo Malleus —dijo Alaric satisfaciendo un poco su propia curiosidad—. Por lo que sé sobre la Inquisición, eso es algo muy poco común.

—Fui reclutada como personal de la fortaleza del Ordo Hereticus en Gathalamor. —Ligeia diseccionaba hábilmente el filete de pescado mientras hablaba, y Alaric pensó en la educación que debía de haber recibido para realizar semejante acción de manera automática. Estaba un tanto sorprendido de que una mujer con la mente tan despierta pudiera haber salido de las encorsetadas clases nobiliarias de Gathalamor—. Resultó que yo era más útil de lo que esperaban. Como psíquica, puedo descifrar información escrita en cualquier idioma. El Ordo Malleus… me hizo una oferta y la acepté. Hubo cierta resistencia, pero el Malleus tiene sus recursos. —Le dirigió una sonrisa leve y disimulada.

—¿Resistencia? Parece que sé menos de la Inquisición de lo que pensaba.

—Y eso es así deliberadamente, juez. Nuestra política puede llegar a ser muy complicada, y usted no es un político, es una arma. Usted no necesita conocer nuestras diferentes facciones y luchas internas, casi todas ellas son cuestiones de orgullo y de dogma. Pero créame, los hombres como Valinov son más comunes de lo que cualquiera de nosotros admitiría.

—Es usted muy abierta —afirmó Alaric, quien, por mera educación, comió un trozo de pescado. Tenía un gusto sabroso y picante muy distinto del de las gachas sintetizadas que hacían para los Caballeros Grises en Titán. No le gustaba nada. Comer algo así era puro amaneramiento, una demostración de orgullo, y habían caído suficientes Caballeros Grises por culpa del orgullo para que a Alaric todo aquello le resultara desagradable.

—Confío en usted, juez —contestó Ligeia—. Debemos confiar el uno en el otro. Usted no sabría llevar a cabo una investigación y evidentemente yo no sé luchar, de modo que no nos queda más remedio que confiar en nosotros.

Ligeia había traído a su cuerpo de guardaespaldas del Culto de la Muerte. Ahora estaban allí, en los rincones oscuros de los aposentos de Ligeia, con sus guantes y sus máscaras de color negro brillante entre los que escondían decenas de cuchillos. Estaban muy bien entrenados y, de alguna manera, unidos personalmente a Ligeia. Si contaba con su ayuda, Alaric dudaba de que Ligeia no fuera capaz de salir adelante cuando las balas empezaran a silbar.

Los receptores del Rubicón comenzaron a emitir un zumbido, lo que significaba la llegada de un mensaje astropático. Los astrópatas empleados por los Caballeros Grises eran poco más que meras cifras, hombres y mujeres cuyas mentes eran limpiadas después de cada misión para evitar que recordaran cualquier información confidencial. Se oyó una voz apagada y gris.

—Conducto telepático establecido. Hemos entrado en la jurisdicción de la fortaleza inquisitorial de Trepytos. Solicitan itinerario, manifiesto y misión.

Ligeia se puso en pie, se alisó el vestido y chasqueó los dedos para llamar a un servidor para que recogiera los restos del festín. Se limpió las manos con una servilleta, otro amaneramiento más teniendo en cuenta que sólo había usado cubiertos de plata.

—Ya casi hemos llegado. Me temo que algunos políticos de los que hemos hablado antes van entrar en escena, juez. Los inquisidores del Ordo Hereticus que controlan la senda de San Evisser tienen su base en la fortaleza de Trepytos, y hay ciertos protocolos que debemos respetar si queremos actuar libremente dentro de su jurisdicción.

—Advertiré a mis hombres de que llegaremos pronto.

—Bien. Dígales que muestren su mejor cara, juez, un destacamento de Caballeros Grises con la armadura bien brillante no estaría de más si queremos que nos den carta blanca.

Alaric la miró fijamente.

—Mis hermanos de batalla cumplen a rajatabla con los ritos de mantenimiento de su equipo de combate, inquisidora.

Ligeia le dirigió una sonrisa.

—Por supuesto. Y ahora, si me disculpa, me necesitan en el puente.

Volvió a chasquear los dedos y los adeptos del Culto de la Muerte al servicio de Ligeia emergieron de las sombras para seguirla como si fueran su guardia personal. Eran seis asesinos vestidos con ropa de cuero negro que se movían con una precisión felina, siempre con una mano en la empuñadura de la espada. Tenían la cara cubierta con inexpresivas máscaras a excepción de los ojos. Alaric pudo apreciar el efecto intimidatorio que podrían llegar a tener; no era la primera vez que se preguntaba de dónde los habría sacado Ligeia. Era un grupo que desentonaba junto a una dama aristocrática.

Durante un brevísimo instante Alaric se preguntó quién habría sido antes. Una vez hubo un niño que fue recogido por un capellán de los Caballeros Grises o por una Nave Negra de la Inquisición, y que fue borrado de la existencia mediante innumerables sesiones de psicoadoctrinamiento. ¿En qué se habría convertido de no ser un Caballero Gris?

Habría sido algo muy distinto a lo que Alaric era hoy en día. Eso era lo que le habían dicho y lo que siempre había creído. En seguida abandonó esos pensamientos y se dirigió a la cubierta de entrenamiento para reunirse con sus hombres.

* * *

El Rubicón era uno de los mejores transportes que habían atracado en Trepytos en varios cientos de años. Era de un color bronce grisáceo muy brillante y tenía oraciones protectoras pintadas en color dorado por todo el casco. Era una versión modificada de los cruceros de asalto empleados por los marines espaciales del Adeptus Astartes, con una plataforma sobredimensionada para las cápsulas de desembarco, dependencias fuertemente protegidas para personal de la Inquisición y una extensa red de protectores hexagrámicos visibles en cada tuerca y en cada panel.

La fortaleza de Trepytos, por otro lado, había vivido días mejores. Era un impresionante castillo de granito negro, cuyas imponentes almenas ocultaban innumerables láseres de defensa planetaria y lanzamisiles orbitales. Debajo se encontraba el baluarte de la Inquisición desde el cual el Ordo Malleus vigilaba la senda de San Evisser. Alrededor se apilaban las ruinas de lo que una vez fue una próspera y exclusiva ciudad fortificada, desde la que la aristocracia de la senda vigilaba a los altos cargos de la Guardia y de la Marina, así como a los escalafones más altos de la Eclesiarquía.

Trepytos había sido uno de los centros de autoridad más importantes de la senda, pero ahora estaba en decadencia. El declive de la adoración a san Evisser había golpeado a este planeta más fuerte que a cualquier otro. Enormes y majestuosos parajes naturales, antaño protegidos por una nobleza a la que le encantaba la caza y la aventura, ahora no eran más que territorios cuya maleza salvaje invadía ciudades en ruinas. La población sobrevivía en enclaves, y la presencia del Ordo Malleus no era más que un fantasma en la majestuosa y casi deshabitada fortaleza.

El Rubicón entró en la órbita baja, donde la torre de acoplamiento sobresalía entre las nubes grises y sucias de la atmósfera. Las pinzas de acoplamiento se sellaron y, mientras el crucero repostaba, la inquisidora Ligeia, sus guardaespaldas y el juez Alaric descendieron en una lanzadera oficial para ver el estado de la senda de San Evisser después de cientos de años de declive.

* * *

El inquisidor Lamerrian Klaes los estaba esperando en el salón de asambleas, una estancia cavernosa y fría en el corazón de la fortaleza de Trepytos. Hubo un tiempo en el que esta sala albergaba a cientos de asistentes en interminables hileras de asientos, pero ahora no había nadie más. A la altura del techo había una enorme pantalla plegada y envuelta en un tejido negro que acumulaba polvo. Antiguamente, en aquel salón se reunía la élite de la senda para llevar a cabo audiencias o hacer públicos los edictos inquisitoriales; ahora estaba tan tranquila y vacía que era un lugar tan bueno como cualquier otro de la fortaleza para discutir asuntos delicados. La única parte iluminada de la sala era el centro, donde había un grupo de bancos de datos y cogitadores dispuestos en un semicírculo que emitían una luz rojiza y pálida. Era ahí donde el inquisidor Klaes trabajaba, y debido a que el número de soldados y de personal que habitaban la fortaleza era muy reducido, trabajaba solo.

Klaes era un hombre delgado, anguloso e inquieto que parecía más un adepto del Administratum que un inquisidor. Si no fuera por la espada de energía que llevaba enfundada en la cintura y por el sello de la Inquisición que le colgaba del cuello, habría pasado por uno más de los miles de millones de chupatintas que mantenían el Imperio unido con cinta aislante.

Alaric y Ligeia entraron guiados por las tropas de asalto del Hereticus que formaban parte del destacamento de la fortaleza. Klaes, que estaba en el centro del salón rodeado de monitores y montones de páginas con datos, los miró molesto mientras entraban. Cuando vio a Alaric retrocedió sorprendido. Ligeia estaba como siempre, por supuesto, pero Alaric, que medía casi tres metros con su enorme servoarmadura recién pulida, era una visión bastante imponente.

—Inquisidora Ligeia —dijo con una voz directa y sorprendentemente fuerte mientras se ponía en pie para saludarla—. La estaba esperando. —Inclinó ligeramente la cabeza ante Alaric.

—Juez.

Alaric le devolvió el mismo saludo. Klaes no esperaba a los Caballeros Grises.

—Me temo que hemos llegado en un momento en el que está usted terriblemente ocupado. —Ligeia señaló hacia las pantallas y las hojas con datos. Las pantallas estaban proyectando imágenes de cámaras de vigilancia, columnas con datos y estadísticas y fragmentos de textos. Las hojas impresas estaban desparramadas por el suelo.

—La información es como nuestra sangre, inquisidora —señaló Klaes—. Incluso hoy en día la senda de San Evisser la genera en ingentes cantidades. Soy el único aquí que tiene autoridad total para actuar según lo que vea, de modo que tengo que verlo todo.

—Entonces tendremos que trabajar mano a mano, inquisidor Klaes —declaró Ligeia, que se acercó hasta el montón de pantallas y cogitadores que rodeaban a Klaes y dejó pasar entre sus dedos una de las hojas que salían de una de las máquinas—. Tenemos razones para pensar que hay una amenaza demoníaca que ha emergido, o que está a punto de emerger, en algún lugar de la senda. Mi deber es encontrarla y, con la ayuda del juez Alaric y de sus hombres, destruirla.

Klaes avanzó hasta Alaric, que al ver la divisa heráldica tallada en la espada de Klaes, se preguntó qué noble casa se sentiría tan en deuda con él como para haberle entregado una de sus reliquias familiares.

Klaes extendió la mano esperando un apretón. Alaric hizo lo propio.

—Juez, es un extraño placer. Había oído hablar de los Caballeros Grises, pero aquí en el Hereticus escasean bastante. Bienvenido a la senda de San Evisser, sea lo que sea lo que ha venido a hacer aquí.

—No hay mucho que decir, inquisidor —dijo Alaric, un tanto incómodo con tanta diplomacia—. Nuestro propósito es simple. Somos soldados y necesitamos apoyo como cualquier otro soldado.

—Por supuesto, pero comprenderá usted… —en este punto Klaes se volvió hacia Ligeia—… que la senda ha caído en el olvido. Yo soy la única presencia inquisitorial permanente en toda la senda, y los recursos de esta fortaleza son muy limitados. Podría ponerme en contacto con el Adeptus Arbites, cuyas tropas son mucho más numerosas que las del Hereticus, pero creo que ya están bastante ocupados. De hecho, son ellos los que controlan varios de los planetas después de que la nobleza haya volado. Aquí no hay ni un solo marine espacial que pudiera responder a mi llamada ahora que Abaddon está saliendo por las Puertas de Cadia. Le prestaré toda la ayuda que me sea posible, pero la senda está en horas muy bajas, y si quiere volver a ver su esplendor me temo que tendrá que esperar mucho tiempo.

—Tiempo es precisamente lo que no tenemos —terció Ligeia—. Necesitaré acceso a todos sus informes sobre cultos u otras actividades sospechosas. Necesito detalles, entrevistarme con los investigadores, si fuera posible. Me temo que necesitaré acceso total y plena jurisdicción.

—Muchos de los investigadores aún están infiltrados y no puedo hacerlos venir avisándolos con tan poco tiempo. Respecto a los demás, podría traérselos, pero me estaría saltando muchos de los protocolos del Hereticus y tendría que responder ante el cónclave del sector. Necesitaría saber qué tipo de amenaza está usted investigando.

—Mmmm. —Ligeia reflexionó durante un instante—. Si usted está dispuesto a saltarse el protocolo, yo también. La criatura tras la que andamos es conocida por algunos como Ghargatuloth. El juez Alaric le puede contar la historia mucho mejor que yo. Juez, ¿le importa?

Alaric no esperaba convertirse en narrador, pero supuso que Ligeia tenía razón. Para los Caballeros Grises la historia del gran maestre Mandulis y el Príncipe de las Mil Caras era casi una parábola religiosa, un ejemplo del sacrificio de los Caballeros Grises y de la maldad sobrenatural a la que debían enfrentarse.

Alaric le contó al inquisidor Klaes la historia de la muerte de Mandulis del destierro de Ghargatuloth, y lo hizo del mismo modo en el que los capellanes se la contaron a él cuando aún era un novicio sobrecogido por lo que se avecinaba.

Cuando hubo terminado, el inquisidor Klaes se sentó frente a sus pantallas y las miró durante unos instantes. Reflejadas en sus ojos se veían pasar columnas y más columnas de cifras.

—Nuestros archivos están en un estado lamentable —comenzó—. El Adeptus Mechanicus retiró todo el apoyo lexicomecánico hace doscientos años. He encargado a varios interrogadores que intenten ordenarlos, pero el progreso ha sido mínimo.

—Si yo hubiera estado aquí, inquisidor, eso no habría supuesto ningún problema. La información es mi especialidad.

—Bien, entonces tendrá usted acceso a todo lo que sabemos. La pondré en contacto con el superintendente Marechal, nuestro contacto de más alto rango en el Arbites. No creo que me agradezca que lo ponga en contacto con usted, pero asegúrese de que comprenda la autoridad que usted trae consigo y le brindará toda la ayuda que pueda. Podrán ustedes amarrar su nave aquí y en cualquier otro lugar de la senda preparado para recibir a un crucero de asalto, aunque no es que haya demasiados. Haré que el personal de la fortaleza prepare los aposentos para usted. Y usted, juez, tiene acceso total a los barracones; de todos modos están medio vacíos.

Ligeia sonrió gentilmente, algo que Alaric ya había comprobado que se le daba muy bien.

—Me alegro de que comprenda la importancia de nuestra misión, inquisidor. Debemos empezar a trabajar en seguida, haré que mi personal desembarque del Rubicón y nos pondremos a revisar sus archivos.

—Le asignaré un guía —dijo Klaes—. Me temo que dado el estado de la fortaleza, lo necesitará.

* * *

El inquisidor Klaes contaba con un personal de doscientos individuos destinados en la fortaleza, casi todos ellos provenientes del Administratum y del Adeptus Arbites, junto con un destacamento de trescientas tropas de asalto del Hereticus. Los archivos de la fortaleza estaban administrados por un pequeño grupo de investigadores y archiveros que antes pertenecieron al Administratum, cuya experiencia con la inmensamente compleja burocracia del Imperio hacía que fueran muy eficientes en el manejo de la copiosa información generada en la senda.

La inquisidora Ligeia comprobó que los archivos se encontraban en un estado lamentable. El poco personal que quedaba había sido incapaz de almacenar debidamente todos los libros de cuentas, pizarras de datos y documentos escritos, y muchos de ellos permanecían descatalogados y amontonados en las ruinosas estanterías que llenaban las catacumbas frías y húmedas que había bajo la fortaleza. Cada uno de los focos iluminaba poco más que una vela, bajo cuya luz los lomos desgastados de miles de libros parpadeaban débilmente.

—Al principio el Adeptus Mechanicus mantenía todo esto —dijo la archivera. Se trataba de una mujer joven y un tanto nerviosa, con la piel pálida debido a la falta de sol y con un monótono uniforme del Administratum—. Pero sin sus lexicomecánicos resultó imposible mantenerlo todo en orden. Tenemos informes del Arbites, monitorizaciones astropáticas, transcripciones de interrogatorios. Todo ello generado en la senda. Hemos intentado seleccionar la información más relevante y archivarla como es debido, pero hay mucha que se nos escapa y que podría ser importante. Como usted ya sabe, inquisidora…

—… nuestro trabajo depende de los detalles —la interrumpió Ligeia—. ¿Cuántas estancias como ésta hay aquí? —Ligeia se refería a la cámara en la que se encontraban, en la que decenas de estanterías que llegaban hasta el techo emanaban el característico olor a moho del papel en descomposición.

—Diecisiete —dijo la archivera—. Las que están intactas son las de la época de mayor esplendor de la senda. Algunas de las cámaras se perdieron por culpa de las inundaciones, y hace veinte años una plaga de ratas devoró cientos de libros. Estamos permanentemente buscando donde guardar los nuevos archivos, ya que hace tiempo que las estancias dedicadas a albergarlos están completas.

—Tendría que echar un vistazo a los archivos que estén catalogados —anunció Ligeia mientras se quitaba los guantes de terciopelo para sentir cómo el aire viciado hormigueaba sobre su piel—. Necesito toda la información disponible sobre cultos, tanto activos como extintos. Den prioridad a las sectas apocalípticas, averigüen si queda algún superviviente encarcelado en la senda. Empezaremos por ahí.

—Por supuesto, inquisidora —respondió la archivera, cuya voz era incapaz de disimular el desconcierto que sentía.

Ligeia se frotó las manos mientras la mujer se marchaba. En aquella cámara podía sentir el peso de algo con significado, aunque casi todo fuera aburrido e irrelevante. Pero había cicatrices de violencia y herejía que todavía se percibían, como vetas en una placa de mármol. El débil eco del esplendor perdido de la senda llegó hasta ella. Aunque aún era el hogar de millones de ciudadanos del Imperio, llevaba bastante tiempo muriendo lentamente, y estaba de luto por la pérdida de su célebre devoción y riqueza. La guerra también había alcanzado a la senda, cuando diversas naciones o planetas intentaron independizarse del yugo imperial y cuando legiones enteras de hombres y mujeres se marcharon para luchar en las guerras que salpicaban todo el Imperio.

Empezó por el mundo en el que se encontraba, sacando a la luz sus numerosos detalles gracias a inventarios y registros de la propia fortaleza, dejó que la información fluyera hasta ella. Sintió que la sociedad de Trepytos había sido puesta al descubierto, dejando tan sólo un frío y durísimo núcleo inquisitorial, cada vez más reducido pero que aún trataba desesperadamente de mantener a la senda unida.

Después sacó a Trepytos de su mente y pasó a concentrarse en el mundo más importante de toda la senda. Volcanis Ultor era un mundo viejo y beligerante; ahora estaba decrépito, pero aún le quedaban fuerzas para una última batalla. Algunas de sus colmenas estaban completamente deshabitadas, otras estaban ocupadas al máximo, como si los ciudadanos quisieran apiñarse en busca de seguridad. El hermoso lustro aterciopelado de la Eclesiarquía aún se extendía sobre Volcanis Ultor. La autoridad que los cardenales ejercían sobre aquel planeta era toda una reliquia de la antigua importancia religiosa de la senda.

El mundo forja de Magnos Omicron estaba repleto de factorías dedicadas a forjar armas para los ejércitos que en aquellos momentos se dirigían hacia el Ojo del Terror.

Pero el Adeptus Mechanicus era extremadamente estricto y los cargueros que visitaban este mundo no traían ningún otro beneficio al resto de la senda. Para Ligeia, éste era un mundo nublado y oscuro, sólo percibía pequeños destellos de información técnica, nuevos modelos de tanques u otras armas que salían de las forjas y movimientos diplomáticos abortados que intentaban devolver a Magnos Omicron al redil de las autoridades de la senda. El Mechanicus se había afanado en mantener a este mundo fuera de la jurisdicción de la senda y, por lo que Ligeia podía ver, se trataba de uno de los pocos lugares de San Evisser que no estaba envuelto en una espiral de declive y oscuridad.

Los mundos medio colonizados o despoblados suponían sombras de ignorancia en las que la información cesaba completamente. El mundo jardín de Farfullen era una pequeña chispa brillante, demasiado poco poblado como para ser importante, pero famoso por su belleza. Los archivos grises y aburridos de los mundos agrícolas sólo contenían cuotas de producción e información sobre diezmos. Unos pocos chasquidos mecánicos delataron la presencia de estaciones de monitorización en las afueras de otros sistemas más importantes, pero su existencia se componía tan sólo de cifras sin sentido salidas de diversos sensores.

El poder psíquico de Ligeia le permitía extraer el sentido a partir de cualquier medio. La Senda al completo se encontraba allí, bajo la fortaleza de Trepytos. Podía sentir cómo los planetas orbitaban en el espacio y cómo las corrientes de sus historias fluían hasta ella. Los cultos que vio eran oscuros pozos de maldad y depravación. Las intervenciones del Imperio eran heridas infligidas a modo de castigo. Pero no era suficiente, necesitaba detalles.

Ligeia se acercó hasta la estantería más cercana, la parte baja de su vestido de viaje empezaba a volverse gris debido a la acumulación de polvo. Extrajo un volumen, era una colección de crónicas anuales del Officio Medicae sobre el mundo agrícola de Villendion, en uno de los extremos de la senda, que hacía referencia a los últimos treinta años. Sus páginas transmitían enfermedades y desesperación antiséptica.

Ligeia posó sus manos sobre la cubierta, dejando que el conocimiento fluyera hasta su mente.

En silencio, y explotando las habilidades que tanto habían escandalizado a los círculos nobles entre los que había crecido, Ligeia comenzó.

* * *

Alaric se irguió poniéndose casi de puntillas, sus manos se movían suavemente de un lado a otro mientras se estiraba, preparado para atacar en cualquier momento. Se movía exactamente tal y como le habían enseñado, con cada uno de sus músculos preparados para moverse en cualquier dirección en menos de una fracción de segundo, ya fuera para esquivar, parar o golpear.

Tancred era más alto, de modo que se agachó aún más, listo para aprovechar su mayor envergadura. Todos los marines espaciales eran altos, y los Caballeros Grises no eran una excepción, pero Tancred era enorme, y no sólo eso, sino también ancho, con unos pectorales que parecían losas de piedra bajo su coraza negra y unas manos enormes. Su cabeza era una amalgama de cicatrices, y alrededor del cuello, colgada de una cadena de plata, lucía una Crux Terminatus.

Alaric se echó hacia adelante para golpear a Tancred en la rodilla. Éste lo vio venir e hizo exactamente lo que Alaric esperaba que haría, se giró hacia un lado y dio un pequeño paso hacia atrás para evitar el golpe de Alaric, que se escurrió detrás de la espalda de Tancred y lo golpeó con el hombro, haciendo que perdiera el equilibrio.

Alaric saltó dejando caer todo el peso de su cuerpo sobre el otro hombre. Tancred cayó hacia adelante, pero se dio la vuelta con una velocidad que siempre era sorprendente en un hombre de aquel tamaño y clavó uno de sus pies en el estómago de Alaric. Acto seguido se apoyó sobre el suelo de acero ribeteado para lanzar por encima de su cabeza a Alaric, que aterrizó causando un enorme estruendo.

Alaric se dio la vuelta tan rápido como pudo y se preparó para inmovilizar a Tancred. Pero de pronto sintió un enorme peso sobre la nuca, era el pie de Tancred. Igual que un cazador que acaba de abatir a su presa, Tancred se puso de pie sobre él.

—Estás muerto, juez —dijo con uno de sus habituales gruñidos.

Retiró el pie de la nuca de Alaric y éste se puso en pie. La pelea lo había dejado sin aliento, pero parecía como si Tancred ni siquiera hubiera empezado a sudar.

—Bien —continuó éste—. ¿Qué es lo que has aprendido?

—No conviene intentar atacarte cuando estás en el suelo.

—Aparte de eso. —Tancred era un auténtico veterano, con una extensa colección de cicatrices y un puesto entre las tropas de asalto que contaban con una armadura de exterminador para demostrarlo. Era mayor que Alaric y había luchado durante más tiempo; le quedaba poco que aprender sobre combate directo y defensa personal.

—A no enfrentarme a un oponente más fuerte en su propio terreno.

—Mal. —Tancred caminó hasta el límite del círculo de entrenamiento, donde un arco ennegrecido por el paso de los años daba acceso a las celdas.

El Rubicón había sido construido con una cubierta aparte para las celdas monásticas, en las que los hermanos de batalla dormían y pasaban los pocos momentos de asueto de los que disponían. También contaba con zonas de entrenamiento, una capilla, talleres para reparar sus armaduras, un pequeño apotecarión y todo lo que necesitaban para mantenerse sanos en cuerpo y alma. Los Caballeros Grises estaban completamente separados del resto de la tripulación del Rubicón, que estaba formada por mecánicos y artilleros muy bien entrenados y que pertenecían al Ordo Malleus.

—La lección —continuó Tancred mientras los dos marines espaciales caminaban por los corredores oscuros— consiste en jugar con tu ventaja. Yo soy fuerte y pesado, tú eres más pequeño y ágil. Yo he aprovechado mi ventaja, pero tú no has aprovechado la tuya.

Alaric negó con la cabeza.

—¿Alguna vez has perdido? —preguntó.

—Con el hermano capitán Stern —contestó Tancred—. Me concedió el honor de romperme la nariz.

El hermano capitán Stern era uno de los guerreros más respetados con los que contaban los Caballeros Grises. A Alaric no le sorprendió que fuera un hombre de esa categoría el que venció a Tancred.

—¿Qué es lo que comentan tus hombres? —preguntó Alaric.

Tancred no era considerado un líder con tanto potencial como Alaric, lo que significaba que había sido juez durante mucho más tiempo que la mayoría y que había creado un lazo con su escuadra de exterminadores que hacía que mereciera la pena escucharlo cuando se hablara sobre la moral de sus hombres.

—Creo que preferirían estar en el Ojo —respondió Tancred casi con tristeza—. Aún no han dicho nada pero percibo sus dudas. No creen que Ligeia sea una guerrera.

—No lo es —afirmó Alaric—. No pretende serlo, pero confío en ella.

—Entonces ellos también lo harán. Pero si nos mantienen aquí sin enfrentarnos con el enemigo, eso no ayudará mucho.

Tancred no llegó a pronunciar el nombre de Ghargatuloth, no por orden de Alaric sino porque no se tenía por costumbre. Los nombres de los demonios eran impuros.

—Ni siquiera sabemos si está en la senda. E incluso si no lo está, este lugar ha estado demasiado tiempo alejado de los ojos del Emperador. Tengo la impresión de que nos requerirán muy pronto.

Llegaron hasta la celda de Tancred, una pequeña y simple estancia en cuyas paredes colgaban textos extraídos del Liber Daemonicum. Las severas palabras de los Ritos de Aversión eran lo primero que Tancred veía al despertar y lo último que miraba antes de dormir. Su armadura de exterminador estaba apoyada en un rincón, sus placas pulidas refulgían débilmente bajo la luz tenue. La placa con forma de escudo del Insignium Valoris de uno de los hombros de la armadura lucía el escudo heráldico de Tancred, la mitad de éste era de un color negro brillante que representaba el espacio, la otra mitad era roja con estrellas blancas. Cada estrella representaba una acción de combate.

—Haz que tus hombres repasen los catecismos de la intolerancia —recomendó Alaric—. Creo que son unas oraciones muy apropiadas para la senda. Yo lideraré los ritos de fuego de la escuadra de Santoro, los necesitaremos cuando llegue la hora.

—Santoro es un buen hombre —dijo Tancred mientras entraba en su celda y cogía la copia del Liber Daemonicum que había junto a la armadura—. Y Genhain perdió a un hermano de batalla en el cinturón de Gaolven, por eso querrá venganza. Creo que has elegido a tus jueces sabiamente.

—No se trata de venganza, Tancred, se trata de detener a Ghargatuloth.

—Puede ser. —Tancred ojeó el Liber Daemonicum hasta que encontró una página, muy gastada, con los catecismos de la intolerancia—. Pero la venganza ayuda.

* * *

La cámara de interrogación número nueve estaba teñida del color oscuro de la sangre.

El Ordo Malleus contaba con el mejor personal de interrogación y con el mejor equipamiento de todo el Imperio, y cada sala de interrogación había visto cómo varias generaciones de teorías psicológicas se ponían en práctica.

Cirugía psíquica capaz de insertar una personalidad dócil dentro de la cabeza de un prisionero. Complejos escenarios de control mental que podían hacer creer a un hombre que el universo se había terminado y sus interrogadores eran dioses. Destrucción total de la personalidad hasta eliminar todos los aspectos de la mente de una persona, excepto las partes que el Malleus necesitara conocer.

Normalmente los interrogadores solían comenzar por las técnicas más clásicas, las que entrañaban derramamiento de sangre.

Ni una sola de las técnicas tradicionales había dado resultado con Gholic Ren-Sar Valinov, en aquella misma sala número nueve. Habían trabajado con él durante semanas, pero no se había derrumbado. Un examen muy meticuloso de su cuerpo revelaría cicatrices quirúrgicas casi invisibles en las zonas en las que el daño que se le había infligido había sido reparado, puesto que el Malleus siempre había querido evitar algo tan burdo como dañar a sus enemigos sin motivo aparente.

Aplicar estas técnicas a un hombre como Valinov no era más que un puro trámite. Como inquisidor, su entrenamiento, su adoctrinamiento y su experiencia no hacían más que reforzar la idea de que nunca se sometería con las técnicas convencionales. El personal de Mimas había probado con todas ellas con una monotonía mecánica, deteniéndose sólo para preguntar. ¿Para quién trabajaba Valinov? ¿Cuál era su relación con Ghargatuloth? ¿Por qué tenía en su poder el Codicium Aeternum?

Pero llegó el momento de pasar a las siguientes etapas, para lo cual los propios inquisidores debían dar su autorización.

El explicador Riggensen era miembro de un reducido grupo de psíquicos aprendices, tutelados por inquisidores del Ordo Malleus, cuyas mentes habían demostrado ser lo suficientemente fuertes como para que sus poderes fueran expandidos y desarrollados. Riggensen era un telépata que había estudiado a las órdenes del señor inquisidor Coetaz, y que había aprendido a usar su poder para abrir mentes especialmente contumaces. Él y un puñado de hombres y mujeres como él estaban destinados permanentemente en Mimas, con el fin de extraer información vital de las mentes de los prisioneros más recalcitrantes retenidos por el Malleus.

La cámara de interrogación estaba monitorizada desde una pequeña habitación adyacente. Una enorme ventana reflejaba la imagen de Valinov, sentado desnudo en un rincón de la sala sin muebles. Las pantallas que había en las paredes mostraban la misma imagen en distintas longitudes de onda, y varios monitores mostraban los signos vitales de Valinov. Protectores psíquicos y antidemoníacos colgaban de las paredes de la sala de monitorización en forma de textos devotos y sellos de pureza. Servidores armados rodeaban a Riggensen mientras pensaba en su siguiente movimiento; más de un interrogador como él ya había sido puesto en peligro por prisioneros psíquicos como Valinov.

Dos miembros del personal de interrogación controlaban los signos vitales de Valinov y estaban en comunicación directa con la fortaleza inquisitorial de Encaladus. Casi todos los pesos pesados del Ordo Malleus estaban de camino al Ojo del Terror o ya se encontraban tras las líneas enemigas, pero aún quedaba un importante foco de autoridad en Encaladus, y muchos inquisidores estaban a la escucha.

—Protectores desactivados —dijo Riggensen mientras el interrogador que había junto a él desactivaba los protectores psíquicos que había en las paredes de la cámara.

Riggensen cerró los ojos y dejó que su mente volara. Aquella cámara palpitaba con el sufrimiento que se había inflingido allí y con la sangre que aún manchaba las paredes. Sentado en el rincón, Valinov representaba un nudo vital extremadamente complejo, un núcleo duro como el diamante se escondía detrás de sus ojos. Riggensen ya había sentido con anterioridad la férrea voluntad de un inquisidor, y sabía que algún día tendría que intentar romper ese núcleo. Pero también estaba seguro de que fracasaría. Sin embargo, había que agotar todas y cada una de las posibilidades para obtener la máxima información posible antes de que Valinov fuera ejecutado, y Riggensen era probablemente la última oportunidad que le quedaba al Malleus para abrir su mente.

—Abran —ordenó Riggensen mientras se ponía en pie.

La pared frontal de la sala de monitorización se abrió lentamente y Riggensen pasó a la cámara adyacente. Las baldosas manchadas de sangre seca hacían que la superficie fuera resbaladiza. Aquella cámara apestaba a sudor.

Valinov miró en su dirección. Aquel solitario inquisidor había estado privado de sueño y comida, pero parecía estar orgulloso de no dejar que su salud se resintiera.

—¿Un explicador? Veo que estáis empezando a desesperaron. Me preguntaba cuánto tardaríais.

—Esto no tiene por qué ser así, inquisidor —dijo Riggensen.

—Sí que tiene. Así es como funciona, ¿verdad? Hacéis todo lo que está en vuestras manos para dejarme sin fuerzas y después acabáis conmigo. Así que daos prisa y terminad ya.

Riggensen extendió la mano y la puso frente al rostro de Valinov, empleando toda su energía para que atravesara su mente.

Valinov se resistía, y era muy fuerte. Riggensen podía sentir las espirales de odio en la mente de aquel hombre, furiosas tormentas de arrogancia. Se movía por el mismo principio que movía a cualquier inquisidor, una fe inquebrantable y absoluta. Pero la fe de Valinov era oscura, invadida por el hedor del Caos. Los nombres de dioses que Riggensen tenía prohibido pronunciar resonaban en las zonas de la memoria a las que Valinov le permitía el acceso.

Valinov lo estaba tanteando. Riggensen nunca había sentido una mente tan fuerte. Valinov no podía esconder su corrupción pero podía elegir qué detalles mostrar a Riggensen, y no estaba dejando salir nada importante. El núcleo infranqueable de su fuerza de voluntad lo protegía todo. No había registros que sugirieran que Valinov era psíquico, pero su determinación era sobrehumana.

Sin previo aviso, Valinov contraatacó. La corriente psíquica invadió la mente de Riggensen, que fue empujado hacia atrás atravesando el panel tras el que se encontraba la sala de monitorización. Los dos miembros del equipo de interrogación cayeron al suelo y los servidores empezaron a zumbar y apuntaron con sus cañones a Riggensen y a Valinov.

Riggensen salió de la mente de Valinov justo antes de caer inconsciente. La sala de monitorización volvió a iluminarse, repleta de máquinas destrozadas que echaban chispas.

—¡Aborten el proceso! —gritó uno de los interrogadores mientras volvía a activar los protectores psíquicos.

—¡No! —dijo Riggensen al tiempo que lo agarraba por la muñeca.

Valinov se puso en pie y comenzó a andar por la estancia.

—Asesino a millones de alimañas ante los ojos de la Inquisición y ellos me envían a un niño —dijo con desdén—. Mi mente no se derrumbará nunca, ¿es que no lo veis? Ya no me queda nada que perder.

Riggensen lanzó un dardo psíquico que atravesó la sala de monitorización y se clavó en la frente de Valinov, que empezó a sufrir espasmos cuando las partes motorizadas de su cerebro se sobrecargaron. Sin embargo, el dardo se hizo añicos como si fuera una flecha de cristal cuando chocó contra el núcleo de su voluntad.

La mente de Riggensen escudriñó la psique de Valinov, pero sólo encontró desiertos que bullían de odio. Valinov le lanzaba pensamientos envenenados. Traidor, lo llamaba. Escoria. Fracasado. Basura. Inútil.

Riggensen lanzó varias oraciones directamente hacia la mente de Valinov. Palabras que harían aflorar las lágrimas en los demonios más llenos de odio. Valinov captó la onda psíquica de Riggensen y los dos hombres lucharon. La fuerza de voluntad de Valinov contra el poder psíquico de Riggensen. Valinov estaba de rodillas y sonreía nerviosamente dejando ver sus dientes ensangrentados, pero su mente permanecía intacta.

—Sus signos vitales están oscilando —dijo uno de los interrogadores en los límites perceptivos de Riggensen. Tan sólo podía oír los pitidos de los cogitadores médicos que lo avisaban de que Valinov estaba a punto de entrar en parada cardiorrespiratoria. Pero el inquisidor seguía luchando.

Reflejos de puro dolor comenzaron a atravesar aquel campo de batalla mental mientras el cuerpo de Valinov llegaba al límite de su resistencia. Riggensen podía sentir cómo el corazón de Valinov latía entrecortadamente y cómo sus pulmones luchaban, agonizantes, en busca de aire.

Riggensen volvió cojeando a la cámara mientras se tambaleaba ante la resistencia de Valinov, como un hombre que camina en medio de un huracán. Valinov atacó lanzando un rayo de maldad pura y Riggensen se precipitó contra uno de los muros de la cámara; después, movido por la misma fuerza, atravesó la estancia y chocó contra el muro del lado opuesto. Riggensen intentaba detener la mente de Valinov, aferrándose con todas sus fuerzas mientras la psique más poderosa a la que jamás se había enfrentado se abalanzaba contra la suya como un animal salvaje.

—¡Signos en estado crítico! ¡Avisen a los apotecarios ahora mismo! —gritó alguien.

Riggensen no lo oyó. Todo aquello que lo repugnaba lo estaba mirando fijamente como un único ojo repleto de odio. Corrupción. Traición. Someterse ante el enemigo. Valinov albergaba mucho odio, pero Riggensen también.

Riggensen hizo acopio del último resquicio de fuerza que le quedaba y lanzó un golpe mental hacia el diamante que era el núcleo mental de Valinov. Mientras la vista se le nublaba pudo encontrar más fuerza de la que jamás habría pensado tener, y la dedicó por completo a perforar aquel diamante.

La sangre seca empezó a desprenderse de las paredes. Las baldosas blancas se resquebrajaron y cayeron como si fueran copos de nieve. Las alarmas de los servidores armados se habían disparado, demandando la orden que los autorizara a abrir fuego. Los aparatos que controlaban los signos vitales de Valinov indicaban que estaba a punto de morir. Los interrogadores daban órdenes a voz en grito. El bullicio se hizo más y más alto, mezclándose con el estruendo gris que emanaba de la mente de Valinov.

Cuando la tormenta alcanzó su punto álgido y Riggensen sabía que iba a perder el conocimiento, Valinov se derrumbó.

El diamante de determinación se quebró y sus fragmentos desgarraron su mente. Valinov cayó de espaldas, de su nariz y sus oídos salían hilos de sangre. Su respiración sonaba entrecortada a través de su semblante ensangrentado.

—Hable —dijo Riggensen casi sin aliento.

La mente de Valinov estaba abierta de par en par. Riggensen podía ver atrocidades inenarrables y paisajes de corrupción incrustados en la memoria. Los rostros gemían, la sangre era derramada. Mundos enteros morían ante el ojo psíquico de Riggensen.

—El Príncipe resucitará —dijo Valinov débilmente—. Las Mil Caras escudriñarán la galaxia y la harán nuestra. El Príncipe le entregará la humanidad al Señor de la Transformación, y bajo su mirada la galaxia será invadida por el Caos.

—¡Más!

—Las… las mareas del destino están bajo su control, la voluntad de los hombres es una arma en sus manos, el tiempo se mueve según sus deseos, todo aquello de lo que estáis formados y lo que decide vuestro destino es el cetro con el que gobierna.

—Más. Quiero saberlo todo, ¡todo!

Valinov tosió y un reguero de sangre le goteó por la barbilla.

—Mi príncipe Ghargatuloth no morirá jamás. Tan sólo el relámpago podría borrar de la realidad la presencia de Ghargatuloth, y el relámpago está enterrado tan profundo… No hay tiempo, no hay espacio, no hay destino, tan sólo hay Caos…, porque el relámpago está enterrado…

Valinov hizo un aspaviento y le fue imposible seguir hablando. Riggensen sintió cómo una corriente de terror ciego emanaba de la mente del inquisidor, y supo que aquel hombre había dicho la verdad. Estaba horrorizado por haberse derrumbado, por haber revelado tanto, lo que significaba que las palabras que había pronunciado eran un preciado secreto que había jurado no revelar.

Riggensen se volvió hacia los interrogadores que estaban en la zona de monitorización. Ambos estaban cubiertos de pequeños cortes que les habían causado las pantallas de los monitores al explotar, pero aún seguían en sus puestos.

—¿Han visto esto en Encaladus? —preguntó Riggensen.

—Todo —respondió uno de los interrogadores—. Grabado y enviado. Las comunicaciones no han llegado a cortarse.

—Bien. Tenemos que entregarle una transcripción a los astrópatas para que se la envíen a Ligeia. —Riggensen miró a Valinov, a quien apenas le quedaban fuerzas para respirar—. Y llamen a los apotecarios, queremos que esté sano para su ejecución.