TRES

TRES

TITÁN

El encuentro iba a celebrarse en la sala de la Daga Caída, donde cientos de años antes el gran maestre Kolgano desafió a los Caballeros Grises bajo su mando a un duelo de dagas, y prometió entregar su armadura de exterminador a aquel que consiguiera vencerlo. Ahora hacía ya mucho que Kolgano había muerto y estaba enterrado, junto con su daga, en el corazón de las catacumbas de Titán, pero su sala aún se alzaba imponente y majestuosa.

Se empleaba para simulacros y entrenamientos de combate con los nuevos reclutas, y en ocasiones era donde tenían lugar los encuentros entre el Ordo Malleus y los Caballeros Grises.

Justo en el centro de la sala se erguía una enorme mesa redonda de madera oscura, flanqueada por un grupo de tropas de asalto ataviadas con sus uniformes de gala. El inquisidor Nyxos habitualmente acudía a las reuniones más importantes rodeado por su siniestra y silenciosa guardia de honor, cuyos miembros siempre ocultaban su rostro. Estaba sentado a la mesa rodeado por dos de sus consejeros, que permanecían de pie. Uno de ellos era un astrópata cuya edad resultaba imposible de determinar, la otra era una joven brillante de la que se decía que había sido reclutada en la mejor academia de oficiales de la Marina Imperial. El propio Nyxos era un guerrero curtido en mil batallas que siempre vestía de negro, lo que hacía resaltar el color plateado de los soportes y servoengranajes, artefactos que otorgaban a su anciano y frágil cuerpo una fuerza y una velocidad inmensas. Su cabeza, sin pelo y plagada de manchas de edad, se proyectaba hacia adelante como la de un halcón, con sus ojos pequeños y afilados siempre en busca de una presa.

La inquisidora Ligeia estaba sentada junto a Nyxos, llevaba unas imponentes vestiduras nobles que la hacían parecerse más a una matriarca familiar en algún baile social que a una cazadora de demonios. Llevaba el Codicium Aeternum en una caja de seguridad para evitar que sus delicadas páginas se deshicieran.

El gran maestre Tencendur entró en la sala portando su armadura de exterminador hecha a medida. Se había quitado el casco para revelar un rostro repleto de arrugas de preocupación y una mandíbula fuerte y ancha. Iba acompañado por su escuadra de exterminadores y por el juez Alaric, que caminaba detrás de la escuadra con su armadura y su equipo de batalla ya reparados.

Alaric ya había entregado su informe a Tencendur y había podido hablar brevemente con su escuadra. Habían comenzado el luto por sus hermanos de batalla caídos. A Encalion y a Tolas les habían sido asignados sendos nichos en las catacumbas de Titán, donde sus cuerpos descansarían, amortajados, hasta que llegara el momento en el que los sirvientes del Emperador volvieran a unirse a él. Ahora el hermano Lykkos estaba llevando a cabo un entrenamiento intensivo con el cañón psíquico que una vez perteneció a Tolas. El resto de los marines espaciales llevarían los cadáveres de sus hermanos de batalla en el cortejo fúnebre, durante el cual Alaric diría unas palabras para honrar su memoria. Ya antes había hablado en honor a otros hermanos caídos, pero esta vez iba a ser mucho más duro.

Con el paso del tiempo nuevos reclutas serían elegidos para integrar la escuadra de Alaric y sustituir a los caídos, pero aún quedaba mucho para eso. Hasta entonces, a la escuadra de Alaric la faltarían dos hombres, un recordatorio de los peligros a los que se enfrentaban.

—Gran maestre —empezó Nyxos, que se había levantado como muestra de respeto. Sus servos chirriaron ligeramente—. Pido disculpas por haber avisado con tan poco tiempo, pero va a ser necesario saltarse algunos protocolos.

—Tengo entendido que se ha encontrado material sensible entre las posesiones de Valinov —dijo Tencendur con su voz ronca y casi inhumana, resultado de una terrible herida en la garganta que casi acaba con él cuando aún era juez—. Si no fuera algo importante estoy seguro de que no se habrían molestado en reunirse conmigo.

Nyxos hizo un gesto a Ligeia, quien puso el libro sobre la mesa y lo empujó hacia donde estaba Tencendur, posó su dedo pulgar sobre el candado genético y la caja de seguridad se abrió con un chasquido, dejando ver la cubierta ajada y sucia del Codicium Aeternum. El gran maestre se puso en pie y cogió el libro con sus guantes, mostrando una habilidad sorprendente. Abrió la cubierta con mucho cuidado y leyó el título que aparecía en la primera página.

—Creemos que Valinov lo robó antes de que su traición fuera descubierta —dijo Nyxos al tiempo que Tencendur ojeaba las páginas manchadas—. No entraña ningún peligro en sí mismo, de modo que podemos liberarlo de las protecciones del Librarium, pero la información que contiene es de la más maliciosa naturaleza, sobre todo teniendo en cuenta que pertenecía a un radical.

—¿Se sabe por qué lo robó?

—Valinov aún no ha confesado nada ante nuestros interrogadores —dijo Nyxos—. Mimas cuenta con los mejores excruciadores del Ordo y antes o después acabará cediendo, aunque eso no ocurrirá de un día para otro. Sin embargo, hemos hecho algunas averiguaciones, ¿verdad, Ligeia?

—El Codicium —comenzó diciendo Ligeia con un marcado acento de las clases altas, lo que contrastaba con los toscos gruñidos de sus compañeros cazadores de demonios— contiene los nombres de varios miles de demonios así como las descripciones y las fechas de sus destierros. Como seres de pura energía que son, muchos de ellos no pueden ser destruidos para siempre, sólo pueden ser enviados de vuelta a la disformidad hasta que se regeneren; creemos que el Codicium se recopiló como un intento de controlar sistemáticamente el retorno de esos seres. Por supuesto, el modus operandi del Caos es cualquier cosa menos sistemático, pero los autores de este libro fueron muy meticulosos, por lo menos en un principio. Muchas de las entradas están incompletas o han sido dañadas, pero hay una en particular que creo que podría resultar de especial interés para Valinov.

Ligeia había colocado un marcapáginas en el libro, Tencendur lo abrió por el punto, miró la página de la derecha y entonces se detuvo.

—Ghargatuloth —dijo simplemente.

—Ghargatuloth —repitió Ligeia— fue desterrado del mundo material hace mil años, en Khorion IX, gracias al gran maestre Mandulis.

—Y tenía que estar desterrado —dijo Tencendur mientras leía— durante un millar de años.

—Comprenderán por qué pensamos que este asunto es de suma importancia —dijo Nyxos.

Tencendur cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.

—¿Qué es lo que necesitan?

Nyxos consultó una placa de datos que acababa de darle uno de sus consejeros.

—Todos sabemos lo que está ocurriendo en Cadia, gran maestre. El Ojo del Terror se ha abierto y Cadia podría caer. El Ordo me necesita para dirigir los interrogatorios que se están llevando a cabo en los territorios controlados por el Caos, de manera que no podré ocuparme de este asunto personalmente. La inquisidora Ligeia tendrá toda la autoridad sobre esta operación, y en su nombre le insto a que prepare una fuerza de asalto de Caballeros Grises con la mayor rapidez posible, y que la ponga a su disposición para investigar las cuestiones que planteen estas informaciones.

Tencendur no parecía impresionado. Miró fijamente a Ligeia.

—La galaxia es muy grande, inquisidora. ¿Sabe dónde reaparecerá Ghargatuloth?

—Tenemos alguna idea —dijo Ligeia—. El Tarot del Emperador ya fue consultado a su debido tiempo. Además, las visiones de varios astrópatas en los alrededores de Khorion IX sugirieron que Ghargatuloth regresaría en algún punto de la senda de San Evisser.

—¿Hasta qué punto son ciertas esas predicciones?

—Fueron recogidas en el Codicium hace mucho tiempo; son las más fiables que tenemos. —La voz de Ligeia se mantenía sorprendentemente firme mientras señalaba hacia los últimos párrafos de la entrada de Ghargatuloth en el libro. La senda de San Evisser era un conjunto de sistemas situado en el este galáctico del Segmentum Solar, nombrado así en honor a un santo imperial. Tencendur no reconoció aquel nombre, el Imperio era un vasto espacio en el que abundaban los rincones olvidados, escondites perfectos para el Caos.

Tencendur negó con la cabeza y volvió a empujar el libro sobre la mesa.

—No es suficiente, no si esto es lo único de lo que disponemos para empezar. Usted mismo lo ha dicho, Nyxos, el Ojo se ha abierto y en cualquier momento podrían requerirnos a todos para intentar detener la marea. Ya tenemos a varias compañías dirigiéndose a Cadia en este momento y muy pronto yo estaré junto a ellas. No puedo dejar de lado ese deber por unas simples conjeturas. Valinov podría haber cogido este libro por cualquier razón, podría haberlo robado por rencor, para probar nuestras defensas o como desafío. E incluso si pretendiera hacer regresar a Ghargatuloth, ahora mismo lo tenemos encerrado en Mimas, donde será juzgado, condenado y ejecutado.

—¿Sabe usted —preguntó Ligeia— qué era Ghargatuloth?

Tencendur se irritó ligeramente. Alaric supuso que no estaba acostumbrado a que nadie le hablara así, ni siquiera una inquisidora.

—Por supuesto: un Príncipe Demonio.

—El Ordo Malleus necesitó más de cien años sólo para averiguar su nombre. Ni siquiera su verdadero nombre, sino el que usaba para crear cultos a lo largo de todo el Imperio. Después, costó décadas seguirlo hasta Khorion IX, y cuando por fin estaba acorralado se envió a trescientos Caballeros Grises para desterrarlo. No regresó ni uno solo. Mandulis fue el único del que quedó lo suficiente como para poder enterrarlo. Si Ghargatuloth quiere regresar, va a necesitar ayuda. Podría influenciar a las voluntades más débiles de la disformidad, pero hasta que puedan traerlo de vuelta al espacio real será relativamente vulnerable. Es nuestra única oportunidad de atacar antes de que se vuelva demasiado poderoso para nosotros. El Ordo ya intentó determinar cuántos ciudadanos habían muerto por culpa de los cultos de Ghargatuloth, pero incluso el cuerpo de logistas fue incapaz de dar un número concreto. Si existe alguna manera de detener esto, debemos aprovecharla. Acudiría yo sola si fuera necesario, pero tengo un deber con el Imperio y debo cumplir con él.

Tencendur contestó con calma.

—Yo no puedo liderarlos, el Imperio necesita a los grandes maestres en otros emplazamientos, al igual que a sus comandantes. Podría cederle un destacamento, pero oficiales…

—Por eso solicité que el juez Alaric acudiera a este encuentro —dijo Ligeia desviando la mirada repentinamente hacia Alaric—. Comprendo que no pueda desprenderse de sus jefes de batalla. El juez Alaric ha destacado mucho y, dado que fue el primero en penetrar en la fortaleza de Valinov, ha estado en esto desde el principio. Alaric y su escuadra, una unidad de asalto de exterminadores, dos escuadras tácticas y el Rubicón. Sé que es pedir demasiado cuando el enemigo no para de salir a través del Ojo, pero debe usted entender que la posibilidad del regreso de Ghargatuloth implica que no pueda pedir menos.

—Si los interrogatorios a Valinov revelaran…

—Gran maestre, probablemente Ghargatuloth ya esté entrando en contacto con sus seguidores. Dentro de cuatro meses se cumplirán mil años desde que fue desterrado y podrá crear nuevos cultos e instruirlos para que lo traigan de vuelta. Hacer hablar a Valinov llevará demasiado tiempo. Debemos actuar ahora.

Tencendur se volvió hacia Alaric.

—¿Juez?

Alaric no se esperaba algo así. Aún tenía la impresión de que había fracasado en el cinturón de Gaolven y todavía sentía el dolor de las heridas que casi acabaron con él. Durendin le había hablado del largo camino que debería recorrer antes de convertirse en un líder respetado de los Caballeros Grises, y ahora acababan de pedirle que se uniera a una misión que para Ligeia era de una importancia capital. Durante un momento no supo qué decir. ¿Debería negarse? Un sirviente del Emperador debía mostrarse honesto cuando albergaba dudas sobre si sería capaz de cumplir con su deber. Pero si él no iba, ¿quién más podría hacerlo? Lo que Tencendur había dicho era cierto, muy pronto el Ojo del Terror requeriría la intervención de los hermanos capitanes y de los grandes maestres más experimentados.

Alaric caminó hasta la mesa y cogió el Codicium Aeternum. Era muy viejo y pesado. Nombres de demonios desfilaban página tras página, nombres terribles y repugnantes junto con descripciones de sus atrocidades y las circunstancias de su destierro. La entrada dedicada a Ghargatuloth ocupaba varias páginas. El Príncipe de las Mil Caras había creado cultos aislados a lo largo de todo el Imperio, cada uno de ellos diferente e ignorante de la existencia de los demás, y cada uno de ellos se preparaba para las peores atrocidades, unas atrocidades que se harían realidad cuando sus terribles planes se llevaran a cabo.

El destierro de un demonio era un concepto muy complicado. La fuerza del propio demonio, el método de destierro y la mera suerte eran algunos de los factores que determinaban la duración del exilio en la disformidad. Mandulis debió de haberle asestado un duro golpe a Ghargatuloth para desterrarlo durante mil años. El Codicium Aeternum fue escrito para recoger todos aquellos factores y predecir con precisión cómo y cuándo regresarían los demonios. Pero el Caos, por su propia naturaleza, era imposible de sistematizar, de modo que el libro se abandonó cuando aún estaba incompleto, aunque eso fue después de que se predijera el regreso de Ghargatuloth.

Si Cadia caía, una flecha de puro Caos se clavaría en el corazón del Segmentum Solar, y los Caballeros Grises, los únicos soldados que podían plantar cara a los aliados demoníacos del señor de la guerra Abaddon, tendrían que estar allí. Pero si todos los Caballeros Grises eran destinados a luchar contra el Ojo y, mientras, algo terrible despertaba para atacar al Imperio por la retaguardia…

Valinov robó aquel libro del Librarium y poco después se reveló contra el Ordo. ¿Habría sido Ghargatuloth la causa de su depravación? ¿Estaría Valinov en aquel momento riéndose de ellos desde su celda de Mimas, a sabiendas de que había puesto en marcha algo en la senda de San Evisser que podría golpear al Imperio en su momento de mayor flaqueza?

—Cuente con mi escuadra —dijo Alaric—. Valinov es la causa por la que ahora estamos de luto. Y Tancred también estuvo allí. Respecto a las otras dos escuadras, yo recomendaría a los jueces Ganhain y Santoro, ambos estaban junto a las tropas que atacaron la fortaleza por su flanco oriental.

—Estarás tú solo, juez —dijo Tencendur—. Puedo hablar en favor de tu liderazgo, pero cuando llegue la hora de la batalla no habrá nadie más.

—Confío en el juicio de la Inquisición.

Tencendur hizo un gesto a su escuadra para que se retirara junto a él.

—Cuenta con el Rubicón. Estará listo para abandonar Iapetus en doce horas, te dejo bajo la autoridad de la inquisidora Ligeia. Por el Trono, juez.

—Por el Trono, gran maestre —respondió Alaric con una inclinación de cabeza.

Tencendur se marchó, el ruido de sus botas y las de su escuadra resonaba sobre el suelo de piedra de la sala de la Daga Caída. El inquisidor Nyxos se marchó en la dirección opuesta, seguido en silencio por sus consejeros y por su guardia de honor. Los servos de su armadura chirriaban mientras caminaba.

—Es usted psíquica —dijo Alaric cuando Ligeia recogía el libro y se levantaba de su silla—. Mis protectores se han activado.

Ligeia sonrió ligeramente.

—Yo también he visto a mis colegas inquisidores lanzar rayos. Me temo que no puedo lograr nada tan grandioso, mi campo es el conocimiento, soy una erudita, ¿y usted?

—Todo Caballero Gris tiene ciertas capacidades psíquicas. Tengo el entrenamiento necesario para que sean una parte de mi preparación, pero no puedo encauzarlas. Aunque esto usted ya lo sabía, inquisidora.

—Por supuesto. También sé que es usted curioso e inteligente, y que tiene imaginación. Son cualidades que valoro mucho. Además, usted nació para ser líder, aunque los grandes maestres prefieran ver cómo se pasa un par de décadas intentando ganarse los galones. Podrá liderar a sus marines cuando haya que entablar combate y estar a mi lado cuando haya que aprender algo. Y me temo que, si estoy en lo cierto sobre Ghargatuloth, habrá que hacer ambas cosas.

Ligeia se volvió y se marchó caminando con elegancia, haciendo ondular su larguísimo vestido de armiño.

Ella sabía que Alaric accedería a liderar su destacamento, sabía que él querría asestarle otro golpe a Valinov desbaratando cualquier plan que hubiera puesto en marcha. Alaric había aprendido que así era como pensaban los inquisidores. Las personas, con independencia de que fueran Caballeros Grises, ciudadanos del Imperio o incluso otros inquisidores, no eran más que armas con las que maniobrar y abrir fuego contra el enemigo que fuera más oportuno eliminar. Comprendió que ésa era la única manera de manipular a un Imperio tan complejo y monolítico para que un inquisidor obtuviera los medios con los que luchar contra los enemigos de la humanidad. Pero esto no quería decir que tuviera que disfrutar formando parte de ello.

* * *

Gholic Ren-Sar Valinov estaba desnudo y esposado por las muñecas y los tobillos. Alrededor de su cuello tenía un collar de metal repleto de explosivos que le volarían la cabeza si intentaba escapar de la celda de interrogatorios, usar sus poderes psíquicos (aunque Valinov nunca había mostrado ninguna habilidad psíquica) o si simplemente enojaba al interrogador lo suficiente como para que éste decidiera activar el detonador. La celda en la que se encontraba, construida con roca obsidiana pulida, desnuda y con motas blanquecinas, se mostraba implacable bajo la brillante luz que la iluminaba desde el techo. Estaba sentado en una silla de metal situada en el centro de la estancia, que aparte de este asiento se encontraba completamente desprovista de mobiliario alguno. A pesar de su situación seguía pareciendo un individuo tremendamente peligroso, su cuerpo musculado no era grande pero sí fuerte. Estaba cubierto de cicatrices que parecían demasiado regulares como para ser el resultado de las heridas recibidas a lo largo de su carrera. Los laterales de su abdomen estaban cubiertos por unos tatuajes de diseño abstracto que se curvaban hasta convertirse en unas gruesas líneas azules que se extendía por su espalda y sus hombros hasta acabar formando un grueso collar alrededor de su cuello y sus costillas, como si fuera el cierre de un abrigo, y después serpenteaba hasta su cabeza.

Su rostro se mostraba agudo y alerta. Tenía unos ojos sabios y expresivos incrustados en su perfil aguileño. Llevaba la cabeza completamente afeitada, y de sus orejas habían colgado tantos pendientes que, ahora que estaban desprovistas de todo abalorio, se mostraban irregulares y deformes.

Alaric esperaba en la sala de monitorización que se encontraba al otro lado de la pared de piedra, muy concentrado en las imágenes que grababan las cámaras ocultas dispuestas en los rincones de la celda. La luz de las pantallas era la única que iluminaba aquella estancia, y proyectaba un resplandor plateado sobre los rostros atentos del personal que supervisaba el interrogatorio. El personal destinado en la prisión de Mimas estaba compuesto por hombres y mujeres que habían sido completamente adoctrinados y entrenados en todo tipo de protocolos de seguridad, técnicas de interrogación y otra serie de habilidades que los internos en Mimas odiaban profundamente. Existía un riesgo muy bajo de que se corrompieran porque prácticamente no les quedaba el menor resquicio de mente que corromper.

El supervisor se inclinó sobre un micrófono que sobresalía de la consola que había frente a él.

—Todo listo. Ya puede empezar, inquisidora.

La puerta de piedra de la celda se abrió, entró un servidor y colocó una silla frente a Valinov. Después salió de la estancia. Acto seguido entró la inquisidora Ligeia y se sentó. Alaric se percató de que había escogido una vestimenta menos llamativa de lo que era habitual en ella. Transmitía la impresión de ser un oficial militar que portaba un uniforme serio y oscuro, pero con la ornamentación justa como para dejar entrever que ostentaba un alto cargo.

Valinov la miró. Alaric pudo percibir una ligera sonrisa en sus labios. La misma que vio cuando Valinov apuñaló a Iatonn. Ligeia llevaba una carpeta con algunos documentos que abrió sobre su regazo, dejando ver todos los archivos que la Inquisición tenía sobre Valinov.

—Gholic Ren-Sar Valinov —comenzó Ligeia de manera seca—. Se le acusa de un delito de herejía en primer grado, alta traición, demonismo, manipulación de la disformidad y asociación con personas consideradas como amenaza moral. Lo pongo al corriente de que cada uno de estos cargos es de tal magnitud que no se aceptará posibilidad alguna de inocencia, y de que todos y cada uno de ellos se castigan con la muerte.

—Entonces… —dijo Valinov—. ¿Es que pretenden ejecutarme cinco veces?

Ligeia levantó la vista para mirarlo.

—Sí, ése era el plan.

Valinov guardó silencio.

—Lleva usted mucho tiempo desaparecido, Valinov. Probablemente desconozca los cambios que se han introducido en nuestros procedimientos. Es algo difícil de explicar, pero desde hace poco el departamento de ejecuciones cuenta con un psíquico que permite mantener a los reos con vida, incluso a pesar de que hayan muerto. Fue entrenado por el Adeptus Astra Telepática, quienes le debían un favor al Ordo, y de ahí que haya sido usted condenado a cinco penas de muerte. Debo confesar que me resulta difícil imaginar cómo se sentirá al permanecer consciente mientras su cuerpo empieza a pudrirse. —Esta vez fue Ligeia quien sonrió ligeramente—. Pero supongo que usted tiene mucha más imaginación que yo.

Al principio Ligeia se mostró extremadamente oficial, simplemente se dedicó a exponer los particulares de los diversos crímenes de Valinov y la autoridad por la que iba a ser condenado. Alaric ya lo sabía todo de antemano, el cónclave del Ordo Malleus en Encaladus ya había decidido de qué crímenes sería acusado Valinov y lo que se haría con él. De vez en cuando Ligeia intentaba halagar a Valinov mediante trucos, como fingir estar sorprendida por la velocidad con la que había organizado a los cultistas del cinturón de Gaolven. Otras veces intentaba provocarlo para que alardeara sobre los crímenes que había cometido, expresando un desprecio mal disimulado hacia su habilidad para matar a distancia sin pensárselo dos veces. Valinov superó estas pruebas con facilidad, pero Alaric supuso que ésa era la cuestión: se trataba de un juego. Valinov había jugado con todo aquel que lo había interrogado y ahora Ligeia estaba dejando que él jugara, con la esperanza de que se sintiera cómodo y, en medio de aquella amalgama de informaciones contradictorias, dejara escapar algo importante.

Ligeia era buena, pensaba Alaric. Pero sospechaba que Valinov era aún mejor.

—Me acuerdo de usted —dijo de pronto Valinov con una voz grave y seca, cortando a Ligeia a mitad de su frase.

Alaric vio a uno de los interrogadores hacer un gesto con la cabeza a un subalterno, que posó un dedo sobre el detonador del collar.

—La han traído desde el Ordo Hereticus —continuó Valinov—. Eso no ocurre muy a menudo. Han debido de pensar que usted es de acero, pero parece que se han equivocado. ¿Acaso estos trucos funcionan con hechiceras de segunda y gobernadores que no pagan sus impuestos? ¿Pensaba usted que un inquisidor del Ordo Malleus se desmoronaría con tanta facilidad? Yo he visto el Caos, niñita, desde ambos lados. Es imposible que usted me haga nada.

Ligeia no vaciló.

—Quizá no me haya expresado con claridad. Vamos a hacerlo sufrir, Valinov. Usted nunca ha tenido acceso a los procedimientos sensitivos del Ordo. Pero si lo desea se los podemos mostrar.

—¿Y qué es lo que quieren a cambio de ejecutarme una sola vez? —El tono de Valinov era de burla—. ¿Información?

—Me alegro de que empecemos a entendernos.

—Su mente no tiene capacidad para asimilar todo lo que yo podría contarle. He visto las fuerzas que conforman este universo, y le aseguro que esas fuerzas no son su Emperador. Todos ustedes, alimañas imperiales, dedican sus vidas a aplastar la voluntad de la humanidad hasta que no haya mujer u hombre vivo que sepa la verdad. —Valinov se reclinó sobre el respaldo de la silla—. Usted no lo sabe, ¿verdad? No se lo han dicho. No es más que una mensajera, Ligeia, una lacaya. Piensa que tiene futuro porque es capaz de hacer algo aparte de aplastar cráneos de demonios con un martillo psíquico, pero usted es la más patética de todos. Le están mintiendo. Aquellos que saben la verdad, mienten.

Ligeia volvió a ojear los archivos de su carpeta. Las palabras de Valinov parecían no tener ningún efecto sobre ella.

—Mientras estaba al servicio del inquisidor Barbillus, usted tenía acceso al Librarium…

—El propósito de la Inquisición —dijo Valinov de repente— no es otro que asegurarse de que el Adeptus Terra mantenga el poder, y lo hace ocultando la verdad con cuentos sobre su Emperador muerto y con mentiras que ustedes llaman historia. El Caos es la esencia de la existencia, es fuerza dotada de forma, se puede moldear, se puede usar. El Caos podría liberar a la humanidad. ¿Sabe usted lo que es la libertad? Me refiero a la auténtica libertad, a romper los grilletes de su mente.

—Las condenas de muerte que lo esperan acaban de ascender a seis —dijo Ligeia fríamente.

—¿Alguna vez ha aniquilado a todo un mundo, Ligeia? Me refiero a exterminar a todas y cada una de las personas que habitan en un planeta, aniquilar todo lo que son y todo lo que podrían ser.

—Usted sí. Usted destruyó V’Run.

—Ahora V’Run es un mundo libre. Pero he destruido otros mundos. Estando a las órdenes de Barbillus lo hice todo excepto apretar el botón. Civilizaciones enteras aniquiladas en cuestión de horas. ¿Sabe lo que él hizo en Jurn? Tuvieron que enviar cientos de cargueros llenos de refugiados para repoblarlo. Aún hoy, en la subcolmena se siguen encontrando torpedos víricos sin detonar. —Los ojos de Valinov bullían llenos de vida—. Tendría que haber estado allí, no sería suficiente con que pudiera verlo ahora. No soy psíquico, pero aún puedo sentir la muerte de todas aquellas almas. No paraba de repetirme a mí mismo que lo que hacía era lo correcto, pero cuando por fin empecé a entender, me aseguré de que Barbillus nunca saliera de la fortaleza de Agnarsson, eso sí que era lo correcto. Y él ardió igual que los miles de millones de almas que él mismo había abrasado. Ahí fue cuando lo comprendí todo.

»Todo aquello que el Imperio se hace a sí mismo para aplastar la libertad es lo que se llama herejía, ésa es la autentica herejía. Usted no sabe nada sobre la verdadera gloria del Caos. Si lo supiera, comprendería que la libertad y el poder que es capaz de otorgar serían mucho mejor destino para la galaxia que el sufrimiento que el Imperio se impone para ocultar esa verdad.

—El Caos es sufrimiento —replicó Ligeia—. Y yo he visto tanto como usted.

Valinov negó con la cabeza.

—Perspectiva, inquisidora. Siempre hay algunos que deben sufrir, pero el Caos le da mucho más a aquellos que no lo hacen. Bajo los auspicios del Imperio, todos sufren.

—Tiene una oportunidad —dijo Ligeia—. Y eso es más de lo que usted le ha dado nunca a nadie. Háblenos de Ghargatuloth y la senda de San Evisser. ¿Qué planeaba hacer para traerlo de vuelta? ¿A quién instruyó para ayudarlo a realizar esa tarea?

Valinov se reclinó una vez más y suspiró.

—Casi ha conseguido usted preocuparme, inquisidora, por un momento ha parecido como si usted supiera algo.

Ligeia cerró la carpeta, se puso en pie y le dirigió a Valinov el tipo de mirada de superioridad que se le daba tan bien. Los ojos de Valinov temblaban como si estuviera conteniendo la risa. Junto a Alaric, el operario a cargo del interrogatorio accionó un mando y la puerta se abrió de nuevo. Ligeia abandonó la celda caminando con elegancia, el servidor recogió la silla y la puerta volvió a cerrarse.

Las luces de la celda se apagaron dejando a Valinov sumido en la oscuridad total. Alaric podía oír la respiración malévola del inquisidor. Sabía por los informes previos de los interrogadores que Valinov no se derrumbaría si empleaban los procedimientos convencionales. Ligeia era la última esperanza que les quedaba para descifrar la mente de Valinov.

La voz de Ligeia llegó hasta Alaric a través del comunicador.

—Juez, aquí ya hemos hecho todo lo que hemos podido. Reúna a su escuadra en el Rubicón, el tiempo se nos acaba.