DOS

DOS

TETIS

Pasaron mil años. El Imperio sobrevivió, lo cual fue posible gracias al sacrificio de innumerables hombres y mujeres. Armageddon se había perdido frente a los orkos. El golfo de Damocles fue conquistado, lo que propició el descubrimiento de nuevas especies. Los Mundos de Sabbat estaban ahora dominados por el Caos y se emprendió una gran cruzada para recuperarlos.

Stratix había muerto debido a la peste y Stalinvast en el fuego extremo del exterminatus. El Ojo del Terror se abrió para dejar salir al infierno a través de las Puertas de Cadia. La Inquisición continuó torturándose a sí misma por el bien de la humanidad, el Adeptus Terra trató de desacreditar muchas de las leyes y declaraciones del Emperador. La disformidad creó nuevos infiernos más allá de los límites del espacio real. Sistemas enteros se perdieron en la locura, aunque también se colonizaron otros cientos.

Tan sólo había dos constantes en toda la galaxia. La primera era la férrea determinación de Imperio de no dejarse desmembrar bajo el peso de la herejía, de la secesión, de las agresiones alienígenas y de lo demoníaco. La segunda era la guerra, una guerra interminable y sin cuartel, un estado de guerra permanente que se había convertido en la perdición del Imperio, en su función primordial y en su salvación.

Mil años de odio, mil años de guerra. Tiempo suficiente como para que nuevos horrores afloraran sin haber podido olvidar los viejos.

* * *

Con el primer disparo, el juez Alaric dedicó un pensamiento a los últimos días, los días en los que el Emperador volvería a ser un todo, los días en los que los héroes del Imperio y los soldados del presente fueran a la batalla como uno solo, los días en los que llegaría la hora de la verdad.

Con el segundo disparo, el que le atravesó la pierna y le llegó hasta el abdomen, se dio cuenta de que aún no estaba muerto y de que los últimos días aún no habían llegado para él. Recordó las runas rojas parpadeando insistentemente en el interior de sus ojos, avisándolo de que su presión sanguínea estaba disminuyendo y que sus dos corazones latían entrecortadamente, que el disparo en el pecho le había perforado los pulmones y que el abdomen se le estaba llenando de sangre. Recordó cómo se puso a cubierto mientras los disparos silbaban por encima de su cabeza e impactaban en el suelo de piedra a su alrededor.

Recordó la vergüenza mientras perdía la conciencia en un olvido oscuro y grisáceo, al mismo tiempo que intentaba mover los brazos para disparar una última ráfaga a los adoradores que lo habían herido tan gravemente.

Esto fue lo que sintió Alaric al despertar. Vergüenza. Aquello lo hizo pensar en lo joven que era en comparación con los grandes maestres que habían caminado por los salones de Titán. Como todo Caballero Gris tenía un núcleo mental tan puro como el cristal, pero alrededor de éste había una mente a la que aún le quedaba mucho por aprender. No se trataba de luchar; esos conocimientos le habían sido transmitidos con tanta fuerza durante la hibernación que ya no le quedaba ningún recuerdo de su infancia. Se trataba de la férrea disciplina mediante la cual ni la vergüenza, ni la rabia ni el honor podían interferir en el sentido del deber de un gran maestre para con su Emperador.

Alaric estaba completamente sumergido en un tanque de líquido transparente, una fórmula magistral desarrollada por los apotecarios de Titán para ayudar a cicatrizar los tejidos y mantener las infecciones bajo control. Sentía que tenía agujas clavadas por todo el cuerpo, inyectándole medicinas vía intravenosa y enviando información a los cogitadores cuyo zumbido podía oír muy cerca de él. Estaba iluminado por unos focos colocados en disposición circular que colgaban del techo de piedra. Toda la fortaleza monasterio de los Caballeros Grises estaba construida con la misma piedra viva de color grisáceo de Titán. Esta construcción se encontraba muy por debajo de la superficie de la luna, y se componía de niveles y más niveles de celdas, capillas, zonas de entrenamiento e instrucción, instalaciones sanitarias, plazas de armas, arsenales y, en la zona más profunda, las tumbas de todos los Caballeros Grises que habían caído en batalla durante los diez mil años de historia del capítulo.

Alaric giró la cabeza para ver los cogitadores recubiertos de latón que imprimían interminables páginas con información sobre sus signos vitales. Él ya había estado antes en aquella instalación sanitaria. Fue allí donde recibió los protectores hexagrámicos que formaban un fino entramado de plata bendecida bajo su piel. Los celadores sanitarios se movían en silencio entre los tanques de cicatrización y las mesas de autocirugía mientras pasaban consulta a los pacientes, algunos de los cuales eran soldados y otros personal del Ordo Malleus. También había figuras monstruosamente altas y musculosas, eran otros Caballeros Grises, camaradas de Alaric. Aquella instalación era una especie de sótano abovedado, el techo era muy bajo y transmitía una terrible sensación de claustrofobia; la piedra era fría y dura. Los focos superiores dejaban caer columnas de luz sobre los pacientes, dejando en penumbra la zona a cuyo cobijo zumbaban los cogitadores y los servidores médicos.

Alaric reconoció al hermano Tathelon, al que le faltaba un brazo y tenía el cuerpo cubierto de pequeñas cicatrices causadas por la metralla. El interrogador Iatonn, que había acompañado al inquisidor Nyxos en el asalto, yacía con las entrañas al descubierto mientras los diestros dedos del autocirujano trabajaban para recomponer sus órganos. Alaric había visto caer a Iatonn: una hoja le había atravesado los intestinos. Nyxos, por lo que Alaric sabía, no había resultado herido, pero por supuesto Alaric no había visto las fases finales del asalto.

Un camillero, uno de los muchos hombres y mujeres adoctrinados y de rostros anónimos que el Ordo Malleus empleaba para trabajos menores, vio que Alaric estaba despierto y se acercó para revisar las lecturas de los signos vitales que salían de los cogitadores. Alaric se irguió dentro del tanque y se arrancó los electrodos de la piel y los catéteres de sus venas. El caparazón negro, una capa rígida que tenía bajo la piel del pecho y el abdomen, tenía un agujero irregular causado por el primer impacto que había perforado la armadura. Alaric podía ver, a través de la herida cristalizada, la superficie ósea que se había desarrollado a partir de las costillas. Pero tenía otro agujero en el muslo, éste de un tamaño mucho mayor, con una cicatriz interna que se extendía desde la pierna hasta el abdomen. Podía sentir cómo sus heridas internas ya casi estaban cerradas gracias a sus sistemas de cicatrización acelerada y a los apotecarios del capítulo. También tenía infinidad de cicatrices más pequeñas y quemaduras, justo en las zonas en las que su armadura se había calentado al rojo vivo debido a los disparos que había recibido. Muchos cortes, causados por fragmentos de ceramita, cubrían cicatrices de batallas anteriores y de otras intervenciones quirúrgicas previas.

El apotecario Glaivan se acercaba apresuradamente desde el otro extremo de la estancia. Glaivan era un anciano, uno de los pocos Caballeros Grises que quedaban en el capítulo a quienes los marines espaciales habían mejorado sus condiciones de vida al llegar a una edad anciana. Hacía ya mucho que las manos de Glaivan habían sido sustituidas por armazones biónicos que le otorgaban capacidades quirúrgicas mucho más precisas que las de las manos humanas, sus dedos eran más largos y estaban equipados con escalpelos y pinzas. Normalmente, los Caballeros Grises siempre llevaban su servoarmadura cuando no estaban en sus celdas o en los lugares de culto, pero hacía mucho que Glaivan había dejado de lado su equipo de batalla. Bajo la túnica blanca de apotecario, su cuerpo había sido reconstruido con acero y latón y los órganos superfluos le habían sido retirados, lo que había convertido a Glaivan en un caparazón de marine espacial. Su rostro era tan alargado y anguloso que costaba creer que una vez perteneció a un hombre joven. Glaivan tenía más de cuatrocientos años, pertenecía al reducido grupo de aquellos que habían pasado su vida al servicio de los Caballeros Grises y del Ordo Malleus.

—Vaya, joven juez —dijo Glaivan con una voz gutural a causa de su garganta reconstruida—. Cicatrizas con rapidez; tienes mucha fuerza de voluntad. Tenías quemaduras de láser muy serias. Me sorprende que hayas despertado tan pronto, y es difícil hacer que me sorprenda.

—No pude ver cómo terminaba —replicó Alaric—. ¿Conseguimos…?

—Siete bajas —contestó Glaivan con un tono pesaroso—. A mí me trajeron a doce de ellos, casi todos se pondrán bien. Pero sí, Nyxos tuvo éxito. Valinov fue capturado con vida, lo tienen en Mimas.

Alaric salió del tanque y sintió que tenía los músculos atrofiados. Había visto a Valinov justo antes de que el torrente de fuego láser cayera sobre el templo subterráneo de los adoradores que estaban bajo sus órdenes. Vio cómo un hombre alto y delgado, con la cara angulosa y la cabeza afeitada y cubierta de tatuajes, daba órdenes en el lenguaje inmundo de la disformidad. Sus adoradores, de cuyo número se había hecho una estimación previa al asalto y se había calculado en varios cientos en el templo subterráneo, estaban encorvados, tenían la piel muy pálida y vestían unas túnicas andrajosas de color amarillo sucio. Sin embargo, estaban fuertemente armados y dispuestos a entregar su vida bajo el fuego de los bólters de asalto y las estocadas de las armas némesis de los Caballeros Grises. Alaric fue uno de los primeros en entrar, liderando la escuadra a cuyo mando había accedido hacía poco tiempo.

Ahora el asalto había terminado y los supervivientes estaban de vuelta en Titán.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Alaric. El camillero le dio una toalla y comenzó a secarse. El líquido cicatrizante estaba frío y pegajoso y goteaba alrededor de sus pies sobre el suelo de piedra.

—Tres meses —contestó Glaivan—. El Rubicón hizo el viaje de regreso muy de prisa. Querían asegurarse de dejar a Valinov en Mimas lo antes posible. Ese hombre es la corrupción en persona. —Glaivan escupió sobre el suelo de piedra y en seguida apareció un pequeño servidor higiénico para limpiarlo—. Da que pensar. Un inquisidor. Me temo que el radicalismo se está haciendo más y más fuerte.

El hecho de que Glaivan pudiera hacer esos comentarios con semejante libertad daba idea del respeto del que gozaba. Los Caballeros Grises eran, en teoría, autónomos, pero en la práctica el Ordo Malleus era quien los dirigía, y era evidente que no querían que los Caballeros Grises albergaran opiniones tan sediciosas respecto a la Inquisición. El radicalismo era oficialmente una amenaza inexistente, y eso era todo lo que el Ordo Malleus les decía a los Caballeros Grises.

Alaric repasó los últimos recuerdos del asalto. Disparos que silbaban a través de oscuros túneles subterráneos y hermanos de batalla que cargaban en medio de un pandemónium de explosiones. Si era verdad que el Rubicón había hecho el viaje de regreso a una buena velocidad de crucero, entonces Alaric habría estado bajo el cuidado de Glaivan durante un par de semanas.

—¿A quién hemos perdido?

—El interrogador Iatonn no sobrevivirá. —Glavian miró con tristeza el cuerpo del interrogador, abierto en canal bajo el autocirujano—. Le-Mal, Encalion y Baligant cayeron en el asalto. Gaignun y el juez Naimon murieron en el Rubicón durante el regreso, Tolas y Eviain están a mi cuidado.

—Encalion y Tolas eran mis hombres. —Alaric había obtenido el rango de juez hacía tres años. Ya antes había perdido hombres, pero los había visto morir. Compartir la muerte de sus hermanos de batalla era parte del lazo que unía a Alaric con su escuadra, pero esta vez él no había estado allí.

—Lo sé, juez. Pero ahora hay un lugar para ellos en la cripta. El gran maestre Tencendur ha decretado que serán enterrados después de que redactes tu informe. Debería comunicarle que estás bien.

Glaivan cogió una de las hojas con sus manos metálicas y revisó las lecturas del ritmo cardíaco y la presión sanguínea de Alaric.

—No debería hablar más de la cuenta hasta que Tencendur se pronuncie, pero Nyxos me ha dicho que puedes estar orgulloso de tus hermanos de batalla. Cuando caíste, atacaron clamando venganza en lugar de hundirse en la desesperación. He conocido a muchos líderes del capítulo, y lo que los hace especiales es que, hagan lo que hagan, incluso cuando caen ante el enemigo, inspiran a sus hombres. Tus marines espaciales pensaron que habías muerto y lucharon con ahínco. Recuerda esto, joven juez, porque tengo la sensación que no serás un simple juez por mucho tiempo.

Alaric se quitó la última aguja que quedaba sobre su piel.

—Tengo que regresar a mi celda —dijo—. Debo llevar a cabo actos de contrición con mi armadura antes de que los artesanos puedan repararla, y he dejado muy de lado mis oraciones.

—Haz lo que creas que debes hacer, pronto estarás listo para volver a luchar. El capellán Durendin está tomando confesión en la capilla Manduliana y parece que te vendrían bien sus consejos antes de redactar el informe. Haré que los servidores te traigan un hábito.

A una orden de Glaivan, dos de los servidores domésticos bajaron a los niveles inferiores del apotecarión para traerle a Alaric ropa con la que poder desplazarse por los corredores de Titán con la humildad suficiente. Alaric tenía mucho que hacer después de una batalla semejante. Tras haber sido herido de gravedad y estar expuesto a la corrupción, ahora tendría que confesarse, recibir la purificación, reparar y volver a consagrar su equipo de combate, inscribir su nombre en los inmensos tomos en los que se recogían las hazañas de los Caballeros Grises y, finalmente, dar el parte de batalla al gran maestre Tencendur y a los inquisidores responsables del ataque.

La vida de un Caballero Gris constaba de rituales y purificaciones salpicadas de combates salvajes contra los enemigos más repugnantes. Este tipo de vida acabaría con un hombre débil en muy poco tiempo, y en ocasiones Alaric daba gracias a no poder recordar nada más. Pero no era momento de merodear por los límites de la duda herética. Valinov había sido capturado y su culto había sido destruido. Había una victoria que celebrar y hermanos de batalla a quienes honrar.

* * *

El inquisidor Gholic Ren-Sar Valinov había sido miembro del Ordo Malleus desde que el último señor inquisidor Barbillus lo reclutó como interrogador. Barbillus era un inquisidor de la vieja escuela, el tipo de hombre esculpido entre los frisos de los templos del Ordo Malleus al que se nombraba como ejemplo de valor y rectitud en los sermones. Barbillus había portado una armadura decorada con filigranas de oro en la que se veía una serie de demonios aplastados bajo los pies del Emperador, y había blandido un martillo de energía con una cabeza tallada en hierro meteórico. Había llevado su sabiduría en el combate hasta las profundidades más oscuras del horror demoníaco. Era un soldado, un luchador, el castigador del mal y el azote de lo herético. Cuando los ciudadanos del Imperio oían rumores sobre los defensores secretos de la Inquisición, pensaban en hombres como Barbillus.

Barbillus contaba con una guardia muy numerosa, casi todos sus miembros eran guerreros que lo acompañaban en las batallas, reclutados de entre las culturas marciales más estrictas de todo el Imperio. Pero también necesitaba gente que lo llevara hasta el campo de batalla. Investigadores. Entrevistadores. Científicos. Muchos de los más importantes miembros de la guardia secreta de Barbillus se infiltraban de incógnito en casas nobles sospechosas de cultos demoníacos o en grupos colmena apoyados por células cubistas en la oscuridad. Estaban expuestos constantemente, tanto a la violencia que se desataría si fueran descubiertos como a la locura que podría causarles estar en contacto directo con el enemigo.

Hacían lo que hacían porque era su manera de contribuir a la lucha contra el Caos.

Muy pocos de ellos conseguían sobrevivir el tiempo suficiente para ser ascendidos dentro de la guardia de Barbillus, y uno de ellos fue Gholic Ren-Sar Valinov.

Los archivos que el Ordo Malleus tenía sobre el origen de Valinov estaban incompletos, principalmente porque él mismo borró o alteró casi toda la información que existía sobre él en los archivos inquisitoriales. Provenía del Segmentum Solar, eso era seguro, de uno de los mundos enormemente industrializados del centro del Imperio, donde sólo los más duros y despiadados pueden ganarse el respeto de los mundos exteriores. No se especificaba el lugar concreto de su nacimiento, pero Barbillus lo reclutó durante una espectacular purga de la aristocracia naval de Rhanna.

Hubo quien dijo que la posición de Valinov dentro del Administratum le dio acceso a información confidencial que, en las manos adecuadas, llevó a Barbillus hasta células de hechiceros y hedonistas dentro de la nobleza de aquel planeta. Otros inquisidores sostenían que las habilidades de Valinov sólo podía haberlas adquirido en el Adeptus Arbites, en la Fuerza de Defensa Planetaria o incluso en las bandas criminales de la subcolmena de Rhanna. Pero las habilidades más útiles de Valinov estuvieron claras desde el principio: era experto en manipular a las personas, capaz de halagar y coaccionar al mismo tiempo. Tenía la capacidad de obtener la información más importante de los sujetos más cautelosos.

Valinov era el tipo de hombre perfecto para la guardia secreta de Barbillus, capaz de infiltrarse en familias nobles, en gremios adinerados o en bandas criminales, con la única finalidad de destapar fuentes de herejía o de magia prohibida. Durante seis años, el trabajo de Valinov permitió a Barbillus llegar hasta el corazón del imperio criminal de K’Sahrr el Carnicero, los sectarios secretos que habían infectado el mundo de astilleros de Talshen III con sus herejías, o hasta las salvajes tribus preimperiales de Feneratulan Menor, y así hasta una decena de pozos de corrupción. Era muy bueno. Barbillus vio el potencial de Valinov y lo ascendió a interrogador superior. Todo parecía indicar que Valinov se convertiría en el consejero de Barbillus, un hombre salido de los bajos fondos del Imperio para cabalgar junto al señor inquisidor.

Y después llegó la fortaleza de Agnarsson. Si Barbillus no murió luchando contra el príncipe demonio Malygrymm el Ensangrentado en aquel planeta, a buen seguro que murió cuando se llevó a cabo el exterminatus. No era la primera vez que Barbillus había ordenado la destrucción total de todo un mundo, pero en aquella ocasión fueron sus propias tropas las que lanzaron los torpedos ciclónicos desde la flota de combate de Barbillus, ya que él mismo les había ordenado destruir la fortaleza de Agnarsson si no regresaba de la superficie infestada de demonios. El interrogador superior Valinov vio desde el buque insignia de Barbillus cómo aquel mundo agrícola se sumergía en el magma que salía de su propia corteza quebrada. Malygrymm fue destruido, pero Barbillus nunca regresó a su nave.

Muchos templos se irguieron en nombre del señor inquisidor Barbillus. Numerosas fortalezas inquisitoriales, por todo el Segmentum Solar e incluso más allá, se decoraron con estatuas de Barbillus con su rostro siniestro e implacable, y en las que siempre aparecía aplastando algún horror desconocido con su martillo hechizado. Su nombre estaba tallado en el muro del salón de los Héroes del Palacio Imperial y también escrito en las páginas de la historia imperial.

Los archivos de la inquisición eran claros con respecto a cómo los recursos y el personal de Barbillus pasaron a estar controlados por el Gran Conclave del Ordo Malleus, y sobre cómo Valinov sirvió como segundo aprendiz junto con otros doce inquisidores. Sin embargo, no había ningún registro que indicara bajo qué circunstancias Valinov fue reconocido por el Ordo Malleus como inquisidor de pleno derecho, aunque no existe ninguna duda de que semejante hecho ocurrió. Él se encontraba en activo en algún lugar de Thracian Primaris durante las terribles campañas del Ojo del Terror, y probablemente jugó un papel importante en el sometimiento de las especies infectadas por el Caos que se descubrieron durante las postrimerías de la cruzada de Damocles, aunque no había más detalles. Valinov había sido muy minucioso. Probablemente por aquel entonces ya se había corrompido y habría decidido esconder su rastro en caso de que otro inquisidor encontrara pruebas de sus fluctuantes alianzas.

Había muy poca información sobre la misión más importante de Valinov. Se trasladó hasta el mundo colmena de V’Run junto con un división de tropas de asalto de la 79.ª de Lastrati, un grupo de psíquicos autorizados de la Scholastica Psykana y un escuadrón de naves de escolta de la clase Espada. Oficialmente se dirigió hasta allí siguiendo ciertas informaciones que afirmaban que un culto separatista dominaba grandes extensiones de la subcolmena y de las tierras baldías, pero después de todo se descubrió que el propio Valinov había inventado tal amenaza con el fin de tener una excusa para intervenir.

Todo lo que se sabía sobre la misión de V’Run era que, tan sólo dos semanas después de la llegada de Valinov, el planeta al completo se encontraba completamente cubierto por una bruma hirviente de nubes estelares salpicadas con tormentas de relámpagos, una tormenta de disformidad tan localizada y perfecta que sólo podía haber sido creada deliberadamente. Aquel mundo colmena se encontraba totalmente sumido en la pesadilla de la disformidad. Aquella tormenta era impenetrable y nadie podía estar seguro de qué le ocurrió a los diecinueve mil millones de hombres, mujeres y niños que componían la población de V’Run, pero los astrópatas afirmaban oír alaridos que salían del planeta y que llegaban a años luz de distancia.

Valinov dejó un reguero de atrocidad a lo largo de todo el Segmentum Solar. Asfixió a la capital de Puerto San Indra sobrecargando los disipadores de calor de la ciudad. Las naves pirata adoradoras del Caos borraron del mapa a todo un convoy de peregrinos en las Nubes de Nememea y nombraron su líder a Valinov. Como llevado por un incontenible afán de cometer los más terribles actos en nombre del Caos, Valinov desató una devastación indiscriminada. Por aquel entonces el Ordo Malleus ya había encomendado a varios inquisidores que le dieran caza y que intentaran prever sus próximos movimientos, y de esta manera lo siguieron hasta las comunidades infestadas de plagas del cinturón de Gaolven. Valinov se unió a un culto formado por supervivientes de las plagas, quienes creían que debían su salvación al panteón del Caos, y en unas pocas semanas los convirtió en un ejército bien armado y muy motivado que controlaba un asteroide fortificado.

El Ordo Malleus concluyó que se estaba preparando para luchar su última batalla. Y si eso era lo que quería, entonces eso era lo que le darían. El cónclave consultó al gran maestre Tencendur y él estuvo de acuerdo en enviar una fuerza de Caballeros Grises para actuar a modo de avanzadilla en el asalto a la fortaleza de Valinov. El primero en salir de las cápsulas de abordaje y comenzar el asalto fue el juez Alaric.

* * *

La capilla Manduliana era una galería muy larga con un techo tremendamente alto, gruesas columnas y grandes estatuas en hornacinas que se extendían a lo largo de todo el muro. Para poder llegar hasta el enorme altar tripartito de la capilla, un Caballero Gris tenía que tenía que pasar ante las implacables miradas de piedra de cientos de héroes imperiales. Algunos de ellos eran leyendas, otros habían caído en el olvido, pero cada uno de ellos representaba uno de los nudos de la red de organizaciones que mantenían el Imperio unido. Junto al mismísimo altar se encontraba la estatua del gran maestre Mandulis, quien había muerto hacía mil años, su figura estaba tallada en uno de los pilares, como sosteniendo el techo de la capilla.

El mensaje era claro. Mandulis, al igual que todos los Caballeros Grises, era quien evitaba que el Imperio se derrumbase.

Alaric caminó por la nave central, los filtros que tenía instalados en la nariz y en la garganta eran atravesados por partículas de incienso que emanaban de los incensarios que colgaban del techo, ocultos en las sombras. Las velas que rodeaban cada una de las columnas emitían una luz parpadeante. Un pequeño servidor recorría toda la nave encendiendo los cirios que se habían apagado. La luz titilante hacía destellar el oro del altar, que había sido forjado trescientos años antes por los artesanos del capítulo. La imagen central mostraba al Emperador en los días anteriores a la Herejía de Horus y en su rostro se veía una cierta expresión de rechazo, como recordatorio de lo cerca que estuvo de la muerte en los últimos días de la Herejía. Esta imagen estaba rodeada por escenas que mostraban a Caballeros Grises, pero no luchando contra demonios o herejes, sino arrodillados, con los brazos caídos. Era una imagen de humildad que representaba la quintaesencia del capítulo, y su finalidad era recordar a los Caballeros Grises que no importa el poder que tengan, puesto que sólo podrán salir victoriosos si cuentan con la voluntad del Emperador.

Los artesanos aún no le habían devuelto a Alaric su equipo de combate, de manera que vestía un hábito muy sencillo, de color negro y gris. Se sentía desnudo en medio de aquel lugar de culto; sus pies descalzos caminaban sobre un suelo desgastado tras cientos de años de ser pisado por botas de armaduras. Las heridas aún le dolían y podía sentir cómo seguía sanando el tejido cicatrizal en la zona del abdomen en la que recibió el último impacto. Sentía la piel agrietada a causa del tanque de cicatrización. Pero lo que era aún peor, la idea de desamparo aún bullía en su cabeza. No había estado junto a sus hermanos de batalla cuando murieron.

El capellán Durendin estaba esperando en la capilla vacía. Llevaba puesta su armadura de exterminador, como hacía siempre que velaba por la salud espiritual del capítulo. Uno de sus brazos estaba pintado de color negro brillante, indicativo de su cargo de capellán, el resto de su armadura era del tradicional color bronce grisáceo. Durendin llevaba el mismo par de garras relámpago que habían sido trasmitidas de generación en generación desde los primeros días del capítulo.

Alaric llegó hasta el atar donde se encontraba Durendin, y rápidamente se arrodilló ante el capellán. Después, los dos hombres se inclinaron ante la imagen del Emperador que había en el altar.

—Tencendur me ha dicho que querías verme —dijo Durendin mientras se levantaba de nuevo. La cara del capellán estaba casi totalmente cubierta por la capucha, y, como el de todo buen capellán, su rostro era inescrutable.

—Ya sabe lo que pasó, capellán, me hirieron y perdí el conocimiento. Encalion y Tolas cayeron, no es la primera vez que pierdo hombres, pero hasta ahora siempre había estado junto a ellos. Esta vez no estaba allí.

—No puedo absolverte de esas muertes, juez. Cada uno de nosotros debe cargar con la responsabilidad de las muertes de nuestros hermanos de batalla. Aún hace poco que eres juez, Alaric. Es evidente que tienes una gran capacidad de liderazgo, pero aún te queda mucho camino que recorrer.

—Eso es lo que más me preocupa, capellán. Nunca antes había sentido una duda semejante. Todo cuanto he aprendido como Caballero Gris me dice que una vez que el núcleo de mi fe esté agrietado, no valdré nada como guerrero.

—¿Y crees que si no eres capaz de olvidar el sentimiento de desamparo que experimentaste cuando los hombres de Valinov te alcanzaron, no podrás confiar en la pureza de tu alma? —Durendin se volvió y, desde algún punto bajo aquella capucha, comenzó a escudriñar el espíritu de Alaric—. Recuérdalo, Alaric, recuerda la sensación de verte herido en el suelo. Lo que define a un líder no es que sea capaz de evitar eso, sino que sepa aprovecharlo y convertirlo en algo que lo haga más fuerte. Tus hermanos de batalla están muertos, por eso debes asegurarte de que sus vidas tengan un sentido. Eso es lo que significa ser líder.

—Sabía que no sería nada fácil, capellán —dijo Alaric—. Pero la magnitud de esta tarea nunca se me había presentado de manera tan clara. Sé que ésta no será la última prueba, y por supuesto tampoco será la más dura. Justo ahora es cuando empiezo a comprender los enormes sacrificios que los grandes maestres han debido hacer para que los caballeros los sigan. Su fe debe ser absoluta. No creo que haya honor más grande en todo el Imperio que contar con la confianza de los Caballeros Grises.

—Pero ¿podrás conseguirlo?

Alaric hizo una pausa. Miró hacia las gemas rojizas que decoraban la armadura dorada del Emperador, hacia las sombras que cubrían el altísimo techo y hacia la figura de Mandulis, sosteniendo el Imperio él solo.

—Sí, sí que podré.

—Ésa es la diferencia, Alaric. No tienes que creer en nada más. Lo que tú llamas duda es el dolor de aprender una dura lección. Y el hecho de que la hayas aprendido confirma lo que el capítulo siempre ha pensado de ti, que tienes curiosidad e inteligencia y que al mismo tiempo cuentas con la confianza de tus hombres. Representas una extraña combinación de cualidades que hará que nunca te sientas satisfecho hasta que no veas tu deber cumplido hasta el más alto nivel.

Alaric se irguió e hizo una rápida reverencia ante el Emperador.

—Tencendur debe de estar esperándome, capellán. Pensaré en lo que me ha dicho.

—Quizá no puedas permitirte ese lujo, juez —dijo Durendin mientras Alaric se daba la vuelta para marcharse—. Por lo que han encontrado en el cinturón de Gaolven, parece que atrapar a Valinov ha sido sólo el principio.

* * *

El Ordo Malleus se había hecho con el poder de los anillos de Saturno poco tiempo después de la creación de la Inquisición, y los había convertido en su dominio extraoficial. Los señores inquisidores del Ordo Malleus tenían el poder absoluto sobre las lunas de Saturno, ya que ése era el único modo de hacer que sus instalaciones estuvieran seguras. El Malleus controlaba algunos de los artefactos, textos y seres más peligrosos de la galaxia. Una geometría tan compleja como la de Saturno hacía que fuera recopilado, así como tener controlados a los individuos más peligrosos que había capturado. Era esta seguridad la que permitía que las posesiones de Valinov pudieran estar aisladas y controladas. Y era aquí donde la inquisidora Briseis Ligeia podría examinarlas con detenimiento.

* * *

Una luz azul grisácea caía sobre la planta de investigación, iluminando tenuemente páginas de libros y placas de datos que cubrían unas estanterías de cientos de metros de altura. Numerosos servidores de archivo de aspecto arácnido trepaban por las estanterías con sus patas de metal. Sus partes carnosas, aquellas que una vez fueron humanas, examinaban los tomos y las etiquetas de los libros para el personal de investigación del Malleus, aquellos que pasaban su vida estudiando minuciosamente textos atávicos para sus maestros inquisitoriales. Muchos de los inquisidores del Malleus de más alto rango contaban con uno o dos investigadores personales en Tetis, cuyo único propósito en la vida era encontrar informaciones oscuras y potencialmente peligrosas sobre los enemigos del Emperador.

Casi todas las plataformas que se encontraban suspendidas entre los inmensos acantilados de libros estaban vacías. Unos pocos investigadores pálidos y ojerosos se inclinaban sobre tomos decrépitos, con servidores armados que vigilaban por encima de sus hombros ante la eventualidad de que los conocimientos que estaban investigando consiguieran dominar sus mentes. Se podía ver cómo su aliento se condensaba. Todos ellos llevaban trajes térmicos, puesto que la temperatura era tan baja que ningún humano podría sobrevivir allí más de unos pocos minutos.

La inquisidora Ligeia se encontraba más a gusto cuando aquello estaba tranquilo. Tenía más espacio para pensar. Un pequeño servidor-guía comenzó a zumbar delante de ella, serpenteando entre varios puestos de trabajo hasta descender por dos escalinatas y detenerse en el punto donde las posesiones de Valinov habían sido preparadas para su examen. Ligeia llevaba unas voluminosas pieles y una capa tejida con piel de armiño; siempre iba vestida a la manera de los nobles más extravagantes porque eso es lo que era, o por lo menos lo que había sido. Llevaba anillos en los dedos, por encima de los guantes, y sus botas eran del mejor cuero de grox pigmeo. Hubo un tiempo en el que era muy hermosa, pero eso fue hace mucho y la vida había endurecido su alma lo suficiente como para que eso se reflejara en su rostro. Su figura aún era imponente, y a ella le gustaba el hecho de que la gente reaccionara primero ante su apariencia. Eso significaba que muchas veces la subestimaban, un hecho que la había salvado en innumerables ocasiones.

Ligeia no nació para luchar, aunque había visto numerosas batallas. Ella era una investigadora, una erudita educada en las mejores instituciones que el dinero noble podía pagar. El Ordo Hereticus la reclutó directamente de entre la nobleza de Gathalamor, descubriendo que sus habilidades en el manejo de información eran más importantes que la incomodidad que algunos sentían ante sus crecientes habilidades psíquicas. El Ordo Malleus le ofreció un puesto por su facilidad a la hora de descifrar textos antiguos o crípticos. Trabajó como asistente, cada vez más y más valorada, de muchos inquisidores del Malleus, hasta que al final obtuvo ese rango ella misma. Durante todo ese tiempo también se dedicó a perfeccionar sus habilidades psíquicas. La imagen típica de los miembros del Ordo Malleus era la de unos cazadores de demonios casi tan bien equipados como los Caballeros Grises, que cargaban contra lo impío en atroces batallas. Pero el arma de Ligeia era el conocimiento. Lo que se esperaba de un inquisidor psíquico del Malleus era que lanzase rayos y truenos o que hiciera desaparecer a los demonios con sólo pronunciar una palabra, pero los poderes de Ligeia estaban enfocados hacia el entendimiento y la percepción.

Sin Ligeia, se habrían desencadenado innumerables atrocidades secretas sin que el Ordo Malleus llegara siquiera a sospecharlo. Quizá Valinov estaba planeando algo que seguiría adelante en caso de que fuera capturado.

Ligeia tomó asiento y el servidor-guía se alejó serpenteando, porque uno de los privilegios de los que Ligeia disfrutaba era la confianza que los señores inquisidores habían depositado en su inquebrantable voluntad. El supresor de campo que llevaba consigo apagó las defensas de la zona que la rodeaba para evitar que su poder psíquico activara las armas centinela que se escondían entre los muros. Ante ella se extendían todos los artículos encontrados en los aposentos de Valinov, así como los que llevaba encima en el momento de ser capturado, muchos de los cuales estaban ensangrentados o ennegrecidos a causa de los disparos bólter. Sus ropas, de color rojo oscuro y extravagantemente decoradas con filigranas plateadas, tenían un gran agujero en uno de los brazos. Ligeia recordó que, según el informe, Valinov había sido herido. El hecho de que sobreviviera a un disparo de bólter sin llevar ningún tipo de armadura daba una idea de su poder. Todos aquellos artículos habían sido recopilados a petición de Ligeia, que quería examinar todo lo que se hubiera encontrado en el asteroide de Valinov.

Valinov tenía un láser de caza diseñado a medida, un vestigio de los días en los que había trabajado bajo los auspicios del Ordo Malleus. Era una arma muy hermosa, el cañón y las carcasas estaban esmaltados en color rojo sangre con incrustaciones doradas. El cargador también estaba hecho a medida y decorado desde la empuñadura hasta el cañón. Valinov también llevaba una arma blanca, una pequeña hoja que se asemejaba a un cuchillo de combate pero que escondía en su interior un procesador neuronal. Aquella misma hoja fue la que atravesó las entrañas del interrogador Iatonn. Se trataba de un instrumento muy caro y difícil de conseguir.

Ligeia no prestó ninguna atención a las armas. Ya habían sido sometidas a sesiones psíquicas y estaban libres de contaminación. Lo que le interesaba eran los documentos. Había un par de placas de datos, un puñado de pergaminos atados con lo que parecían tendones humanos y un enorme libro. Las placas de datos contenían horarios e inventarios de la fortaleza, y daban muestra de lo bien que Valinov había organizado, y hasta que punto, a semejante banda de fanáticos, pero poco más.

Los pergaminos parecían más interesantes. Estaban cubiertos con mensajes crípticos escritos a mano, con complejos diagramas de panteones, hechizos mágicos, transcripciones de cánticos y descripciones de ceremonias. Ligeia posó una mano sobre un pergamino hecho jirones y dejó que su percepción fluyera desde el interior de su mente hasta el papel, captando de esta manera no sólo la forma de las letras, sino los significados con los que habían sido dotadas. Había descubierto ese poder en la escuela, cuando aún era una niña de Gathalamor, y aunque las hermanas encargadas de su educación le advirtieron que aquello se trataba de brujería, tuvo suerte de no ser considerada como una amenaza sino como una psíquica muy útil y poderosa. Ésa era una de las paradojas del Imperio, un Imperio que profesaba un miedo atroz a los psíquicos, hombres y mujeres cuyos poderes podían acercarse a la disformidad y tender puentes para que los elementos oscuros se hicieran realidad en el espacio real, pero que también dependía absolutamente de ellos. Al igual que de los astrópatas, capaces de transmitir mensajes telepáticos, o de los inquisidores psíquicos que, como ella, conseguían con sus mentes lo que ningún otro hombre podía conseguir con las armas.

El significado de los pergaminos estaba muy poco claro, era algo oscuro y vago. Ligeia sospechaba que se trataba de algún tipo de código tremendamente complicado, pero cuanto más se concentraba más falta de significado percibía. Aquellos pergaminos no significaban nada. Su único propósito era aparentar. Si se tratara de verdaderos rituales dedicados a los dioses del Caos, su percepción se habría disparado como si fueran fuegos artificiales.

Después de examinarlos un poco más para estar segura, llegó a la conclusión de que aquello no significaba nada. Valinov los habría inventado para dárselos a sus cultistas con el fin de que pensaran que hacían cumplir la voluntad de los dioses oscuros. Eso significaba que, según Valinov, aún no estaban listos para iniciarse en el verdadero culto al Caos. Probablemente él nunca pensó llevarlos tan lejos; eran carne de bólter, un grupo de hombres que podía manipular para que murieran en su lugar. Y, en efecto, habían muerto, todos y cada uno de ellos.

Ligeia dejó los pergaminos y cogió el libro que había junto a ellos, era muy viejo y estaba muy deteriorado por culpa de la humedad y del moho. Las hojas eran muy gruesas y las tapas estaban desgastadas. Ligeia se preguntó si aquel libro habría sido encuadernado varias veces. No tenía título, y si lo hubiera tenido habría desaparecido cuando la primera cubierta se desintegró.

Abrió el libro con mucho cuidado. Incluso con su percepción desactivada, los dedos le temblaron al tocarlo, como si su significado deseara salir y ser descifrado. Unas letras góticas y arcaicas cubrían la primera página que se abría frente a ella.

Codicium Aeternum

Bajo el título había unas líneas escritas por algún servidor escriba hacía cientos de años con una elegante caligrafía.

Una descripción completa y fiel de las muertes de Demonios, Prodigios Monstruosos y Señores de la Oscuridad, acompañada de extrapolaciones de su retorno del Destierro.

El final de la página estaba adornado con el sello del Ordo Malleus. Ligeia contuvo la respiración. Aquello era algo que de ninguna manera habría esperado encontrar. Comenzó a ojear las primeras páginas. Nombres monstruosos le devolvían la mirada. Reconoció el nombre de Angron, el demonio primarca que una vez se exilió de la realidad en medio de la primera batalla por el Armageddon. Leyó Cherubael, Doombreed, N’Kari y cientos de otros, con las fechas y la duración prevista de sus destierros al lado. La sola lectura de alguno de aquellos nombres habría corrompido a una mente más débil.

El Codicium Aeternum. Por el Trono de… Si fuera real…

La última vez que fue visto por aquellos pasillos fue hace décadas. Se creía que sencillamente se había perdido, escondido en las entrañas de Tetis y víctima del secreto que se suponía que debía mantenerlo oculto. Muchos volúmenes se habían perdido de aquella manera, y el Malleus contaba con escuadrones de búsqueda especializados que escudriñaban los niveles inferiores buscando textos vitales que habían caído en el olvido. Pero eso no era lo que le había ocurrido a este libro. Valinov debió de haberlo robado de la biblioteca del Ordo Malleus cuando aún servía al inquisidor Barbillus, mucho antes de empezar a mostrar cualquier signo de corrupción. Debía de haber estado urdiendo su terrible plan durante mucho más tiempo de lo que sospechaba el Malleus. El Codicium Aeternum era uno de los trabajos de referencia más importantes que poseía el Malleus, ya que contenía un listado de miles de demonios desterrados por los Caballeros Grises o por la Inquisición. Sólo el Emperador sabía lo que Valinov habría estado tramando.

Ligeia se puso en pie y llamó al servidor-guía, que se encontraba levitando a una distancia prudencial.

—Orden de Ligeia al Librarium. Tenemos un texto sensible. Posible amenaza moral. Envíen un equipo de contención y avisen al cónclave de que se trata del Codicium Aeternum. Aquí Ligeia. Corto.

El servidor se alejó llevando el mensaje para los supervisores del Librarium. Ellos sabrían cómo aislar y mantener a salvo un libro con semejante poder y valor. Cuando Ligeia volvió a darse la vuelta para mirar a la mesa se dio cuenta de que el libro se había quedado abierto por una página aparentemente aleatoria, húmeda, manchada por la pátina del tiempo y difícilmente legible. Una palabra, un nombre, llamó su atención. Había sido escrito con tinta roja por una mano hábil y elegante.

Ghargatuloth.