UNO

UNO

KHORION IX

Era un mar rebosante de odio, un océano de pura maldad.

Mucho más abajo, la superficie de Khorion IX estaba cubierta por un bosque rebosante de potros de tortura, cruces, cuadrados y estrellas de madera ensangrentada sobre los que agonizaban cientos de miles de cuerpos mutilados y retorcidos, como enredaderas alrededor de un tronco. Era como un viñedo enorme y horrible, filas y filas de cuerpos crucificados derramaban su terrible cosecha de sangre sobre la tierra. Las víctimas estaban atrapadas entre la vida y la muerte, sus cuerpos se desangraban pero sus mentes se mantenían lo suficientemente lúcidas como para percibir su propia agonía. Eran sirvientes del Príncipe de las Mil Caras, sectarios y demagogos llamados al planeta de su amo con la esperanza de una recompensa eterna que parecía real. Sus cuerpos se habían fusionado con la madera conforme habían ido pasado las estaciones, sus miembros se habían retorcido hasta convertirse en ramas carnosas y sangrantes, se habían deformado hasta que no les quedó nada de humano excepto su sufrimiento.

Se decía que sus alaridos se oían desde la órbita, y era cierto.

Tras una señal que nadie oyó, el suelo empezó a estremecerse. Los crucificados de Khorion IX comenzaron a gritar aún más alto, los alaridos de miedo reemplazaron a los aullidos de agonía cuando el suelo empapado explotó formando fuentes de tierra ensangrentada, dejando salir un sonido espantoso de sus entrañas. Criaturas iridiscentes habían comenzado a arrastrarse hasta la superficie, algunas de ellas con largos dedos y torsos coronados por caras malignas con fauces terribles, otras con cuerpos hinchados y fungoides escupían llamaradas de múltiples colores. Había voraces enjambres de pequeñas criaturas deformes que roían las raíces del bosque de los crucificados, y unos inmensos monstruos alados como enormes buitres deformes que escupían fuego mágico. Cada una de estas criaturas era como una visión multicolor del infierno y al mismo tiempo un débil reflejo de su maestro. El Príncipe de las Mil Caras, el Forjador de Infiernos, El que susurra en la Oscuridad; Ghargatuloth, el Señor Demonio, el elegido del Dios de la Transformación.

Una marea de demonios emergió desde el suelo como un océano e inundó el bosque de los crucificados, chillando de excitación y de hambre. Los demonios más grandes guiaban a los más pequeños formando un manto de carne demoníaca que cubría el suelo dando lugar a un mar iridiscente.

La marea demoníaca continuó fluyendo hasta que vista desde arriba pareció un océano de demonios, los más pequeños se arrastraban entre las hileras de crucificados y los de mayor tamaño aplastaban a las víctimas y esclavos de Ghargatuloth bajo sus garras. La voluntad de Ghargatuloth resonaba por toda la corteza de Khorion IX; todos y cada uno de los sirvientes de Tzeentch lo sintieron.

Se decía que el próximo punto de inflexión tendría lugar aquí. Gran parte de las aspiraciones del Dios de la Transformación pasaban por esta batalla, un cruce de destinos que marcaría los acontecimientos venideros. Fue el destino el que le proporcionó a Tzeentch el medio gracias al cual mutó el mundo a su antojo, de modo que ésta era una batalla sagrada en la que el destino era el arma, el botín y el campo de batalla.

El resonar del ejército demoníaco se mezclaba con los gritos de los crucificados y el aire se estremecía con tal estruendo. Aquellos chillidos dementes y gritos de desesperación encontraron eco en toda mente que se encontrara en un radio de varios años luz. Aunque el espacio que rodeaba a Khorion IX estuviera prácticamente deshabitado de humanos, muchos de los que oyeron la llamada del demonio perdieron la cordura en el preludio de la batalla.

Pero las mentes que más importaban, las de aquellos que se enfrentarían a las hordas de Ghargatuloth, se mantenían firmes. Habían sido entrenados desde tiempos inmemoriales para resistir a las artimañas de Tzeentch y a la corrupción que paulatinamente había atraído a tantos hasta las garras de Ghargatuloth. Estaban equipados con las mejores armas que el Ordo Malleus pudo proporcionarles, protegidos por servoarmaduras consagradas de cientos o miles de años de antigüedad. Estaban a salvo de la brujería gracias a los conjuros hexagrámicos y pentagrámicos que llevaban tatuados sobre su piel, diseñados por los sabios de los archivos inquisitoriales.

Estaban preparados, su única finalidad era estar preparados, porque cuando llegara el momento de enfrentarse a algo como Ghargatuloth, ¿quién podría hacerlo sino ellos? Eran los Caballeros Grises, los cazadores de demonios del Adeptus Astartes, que habían recibido orden del Ordo Malleus de la Inquisición, y por tanto del mismísimo Emperador, de luchar contra los demonios en todas sus formas. Eran tan sólo unos pocos en comparación con los miles de millones de ciudadanos que componían el Imperio, pero cuando finalmente hubo que enfrentarse a una amenaza como Ghargatuloth, los Caballeros Grises se convirtieron literalmente en la última esperanza imperial.

Eran trescientos de ellos los que iban a luchar en Khorion IX para alzar su voz en aquella confluencia de destinos. Y Khorion IX los estaba esperando.

Lo primero que el gran maestre Mandulis vio de Khorion IX fueron las espesas nubes blancas con líneas rojizas mientras miraban por la ventana de observación de la cápsula de desembarco en la que descendían por las capas bajas de la atmósfera. Los alaridos de abajo se podían oír entre el estruendo del descenso y el ruido de los motores de aterrizaje, un millón de voces se elevaron expectantes y enaltecidas, clamando sangre y nuevos espíritus para poder liberarse del yugo de la magia de Ghargatuloth.

En la reunión informativa, a los Caballeros Grises les habían dicho que su zona de aterrizaje sería un complejo de túmulos de la época preimperial, pero esos planes estaban basados en archivos de reconocimiento de hacía trescientos años. Podían encontrarse cualquier cosa sobre Khorion IX. Habían necesitado más de cien años para seguir a Ghargatuloth hasta ese planeta y el Príncipe Demonio sabía que los Caballeros Grises se acercaban. Iba a ser algo salvaje. Muy probablemente no sobreviviría nada ni nadie. El gran maestre Mandulis lo sabía y lo aceptaba, ya que hacía mucho que había jurado que la destrucción de lo demoníaco era más importante que su propia vida. Tenía décadas de experiencia entre las filas de los Caballeros Grises, había luchado en miles de mundos y en interminables batallas secretas contra los horrores de la disformidad, pero si tenía que morir por ver desaparecer a Ghargatuloth, daría gustoso su vida.

Sin embargo, no sería tan fácil.

* * *

Las alarmas de proximidad de la cápsula de desembarco se dispararon e inundaron el angosto interior con una luz de color rojo oscuro. Ésta iluminó el rostro del juez Chemuel, a cuya escuadra Mandulis iba a apoyar en el asalto. Chemuel era un soldado tan bueno como cualquier Caballero Gris y Mandulis ya lo había visto liderar a su escuadra de expiación. Sus marines estaban armados con cañones psíquicos y lanzallamas, y Chemuel los había instruido para que fueran capaces de desplegar fuego de precisión. La tarea de Chemuel sería abrir un paso entre los sirvientes de Ghargatuloth para que las veteranas escuadras de asalto exterminadoras pudieran enfrentarse cara a cara con los demonios más grandes, o incluso con el mismísimo Príncipe de las Mil Caras.

Ése era el plan, pero los planes nunca duraban mucho. Los Caballeros Grises podían luchar sus batallas precisamente porque todos y cada uno de ellos estaban entrenados y adoctrinados psicológicamente para sobrevivir por sí mismos en medio del fragor de la batalla, si es que era necesario; Chemuel, al igual que sus hermanos de batalla, podría luchar sólo cuando el combate se convirtiera en una carnicería.

Cuando se convirtiera, no en el caso de que se convirtiera. Así luchaban los demonios. Éstos traían consigo confusión y baños de sangre porque disfrutaban con ello. Ése era el ejército que rodeaba a Ghargatuloth, y si los Caballeros Grises tenían que luchar contra todos ellos a la vez, así lo harían.

Los arneses que sujetaban a Mandulis y a la escuadra de Chemuel a sus asientos gravíticos se abrocharon automáticamente para el impacto. Las nubes ensangrentadas se vieron pasar por un momento a través de la ventana de observación y después desaparecieron. Los motores de aterrizaje de la cápsula se encendieron y ésta desaceleró repentinamente, descendiendo en picado conforme se aproximaba a tierra. Por un momento Mandulis miró hacia el exterior y vio la pesadilla deforme que era Khorion IX; un paisaje desolador que parecía aplastado por un martillo gigante, hileras interminables de cuerpos atormentados, empalados o clavados en cruces, dispuestos en bancales que se extendían más allá del horizonte. En la distancia se veía una cascada de sangre que caía sobre un mar embravecido.

Había una red de túmulos preimperiales, el único signo reconocible en los antiguos mapas de aquel planeta, que estaba rodeada de incontables mástiles en los que ondeaban banderas de piel arrancada. Y lo peor de todo, el ejército demoníaco rugía con cientos de miles de criaturas que rodeaban el túmulo más cercano, formando un mar ininterrumpido de carne impía.

Mandulis era Caballero Gris desde que tenía uso de razón. Había luchado contra el Caos y los demonios desde el corazón del Segmentum Solar hasta los lejanos mundos demoníacos, desde los salones de gobernadores planetarios hasta los interminables suburbios de las ciudades colmena. Mandulis había vivido tanto que las estanterías del Archivum Titanis estaban repletas de volúmenes con informes de batalla redactados por él, pero en todos sus combates nunca había visto algo como las hordas de Ghargatuloth.

No tenía miedo. El Emperador en persona había decretado que ningún marine espacial debía conocer el miedo. Pero el alma del gran maestre Mandulis aún se sobrecogía ante la mera presencia del mal.

—Yo soy el martillo —entonó mientras los cohetes de aterrizaje ejercían más y más empuje para frenar el descenso de la cápsula de desembarco—. Soy la mano derecha de mi Emperador, el instrumento de Su voluntad, el guante que protege Su mano, la punta de Su lanza, el filo de Su espada…

Los marines de la escuadra de Chemuel siguieron a Mandulis mientras éste los guiaba en la última oración de batalla, entonando las palabras sagradas, aunque éstas casi no se oyeran, por encima del estruendo de los retrocohetes de la cápsula de desembarco.

El impacto fue tremendo, como chocar contra un muro. Los arneses de seguridad de los asientos gravíticos se tensaron cuando la cápsula se precipitó entre las ramas de madera y hueso hasta el corazón de la horda demoníaca. Un terrible quejido se alzó sobre el estruendo del impacto cuando varios demonios fueron aplastados por la cápsula y la ventana de observación se cubrió con su sangre multicolor.

—¡Cápsula en tierra! —gritó el juez Chemuel—. ¡Soltad los arneses!

* * *

El servidor piloto que controlaba los sistemas de la cápsula respondió a la orden preprogramada, y los tornillos que sujetaban los laterales de la cápsula se soltaron con una serie de pequeñas detonaciones. Los paneles se desprendieron y se deshicieron las ataduras de Mandulis. Una luz rojiza y siniestra y un hedor putrefacto invadieron el habitáculo, tan intensos, que era como zambullirse en un mar de sangre. El estruendo de los motores fue sustituido por los espantosos gritos sobrenaturales de miles de demonios, como un coro atonal cuyos aullidos creaban un muro de sonido. Una cúpula de ramas con miembros crucificados se alzaba bajo el cielo sangrante; el bosque estaba infestado de demonios; el puro odio contenido en el ejército de Ghargatuloth era como una ola de sufrimiento que rompía contra la cápsula de desembarco.

Mandulis tenía tan sólo un segundo antes de que los demonios se reagruparan de nuevo. La cápsula había abierto un cráter, que se había llenado de sangre demoníaca y estaba circundado por árboles-crucifijo destrozados. La sangre brotaba del suelo como si saliera de arterias cercenadas. El hedor que atravesaba los filtros del casco de Mandulis era de carne quemada y sangre, y los aullidos de los demonios llegaron a sus oídos como una tormenta.

—¡Escuadra, fuego de supresión! —gritó Chemuel, y sus marines, con los cañones psíquicos cargados y preparados, lanzaron una única ráfaga que hizo saltar por los aires a los demonios que se amontonaban en los bordes del cráter.

Mandulis vio cómo otra cápsula tomaba tierra cerca de él, esparciendo una lluvia de sangre y de restos de demonios.

—¡Es Martel! —dijo Mandulis a través del comunicador—. ¡Chemuel, cubridlos y reuníos con ellos!

Dos marines espaciales subieron hasta el borde del cráter y sus lanzallamas incineradores dispararon un fuego azulado sobre la marea de demonios que se abalanzaba sobre ellos a través del bosque. Mandulis avanzó tras ellos con el resonar de los servos de su armadura de exterminador, disparando ráfagas con el bólter de asalto hacia los malignos rostros demoníacos. Cuando alcanzó el borde del cráter, vio por primera vez aquel ejército a ras de suelo: miembros retorcidos de color rosa y azul iridiscente, criaturas hinchadas que escupían fuego y siluetas asimétricas de demonios alados que se dirigían hacia la zona de aterrizaje.

Mandulis sacó su espada némesis de la funda que llevaba en la espalda. La hoja cobró vida, el campo de fuerza se activó, calibrado para alterar la materia psíquica de la carne demoníaca, y el relámpago dorado del filo de color plata comenzó a refulgir con fuerza. De una estocada abrió un gran hueco entre los demonios que trepaban por los restos humeantes de sus hermanos; notó cómo tres cuerpos repugnantes se deshacían bajo el filo de su espada.

Era una buena espada. Una de las mejores del capítulo; le fue entregada a Mandulis cuando obtuvo el rango de maestre. Pero si esta misión debía tener éxito, iba a tener que beber más sangre demoníaca que toda la que había bebido hasta aquel momento.

El fuego del cañón psíquico de Chemuel aullaba por encima de su cabeza, los proyectiles bólter explotaban generando una onda expansiva, de color plateado que destrozaba a los demonios de alrededor. El resto de la tropa había avanzado y ya estaba junto a Mandulis, lanzando más fuego contra los demonios mientras la espada némesis destrozaba a cualquier criatura que se pusiera a su alcance.

La escuadra de exterminadores de Martel intentaba llegar hasta Mandulis. Los árboles de crucificados caían al paso de las armaduras tácticas dreadnought mientras el fuego de los bólters de asalto causaba estragos en el bosque.

—Hermano Martel —dijo Mandulis por el comunicador—. Chemuel os dará cobertura. Estamos cerca del primer túmulo; seguidme.

—Bien hallado, gran maestre —contestó el capitán Martel mientras cercenaba a un demonio con su alabarda némesis—. Justinian está muy cerca de nosotros, pero creo que estamos aislados del resto.

—Tendrán que luchar por sí solos —dijo Mandulis—. Sabíamos que esto ocurriría. Demos gracias al Emperador por tomar parte en esta batalla y sigamos adelante.

—¡En posición! —Oyó la voz del juez Chemuel. Mandulis se volvió para ver cómo la escuadra de expiación se alineaba en el borde del cráter, rodeada por los restos humeantes de demonios carbonizados y con los cañones psíquicos listos para abrir fuego contra las hordas de Ghargatuloth.

El gran maestre Mandulis pudo sentir, en medio de la tierra empapada de sangre y de los gritos de los crucificados, el gruñido profundo y tormentoso de algo que comenzaba a despertar. Algo que se encontraba bajo tierra, enorme y malévolo, listo para desempeñar su papel cuando llegara el momento. Las estimaciones previas a la batalla habían sido correctas: se encontraba bajo los túmulos y estaría rodeado por sus sirvientes más letales.

Mandulis dedicó al Emperador una oración en silencio mientras la marea demoníaca se reagrupaba de nuevo, gritando y chillando a medida que se abría paso entre los árboles con su fulgor llameante y maligno.

Mandulis apretó el gatillo de su guante y disparó una ráfaga de proyectiles bólter hacia los demonios que se aproximaban. Alzó su espada némesis y, cuando los exterminadores de Martel llegaron junto a él, comenzó la carga.

* * *

La fuerza de ataque de los Caballeros Grises que había atacado Khorion IX era la más poderosa que el Ordo Malleus fue capaz de reunir. Compacta, rápida, liderada por tres grandes maestres del capítulo y compuesta por los mejores Cazadores de Demonios que había en todo el Imperio. Aun así, no estaba nada claro que fueran a tener éxito. Se había necesitado un siglo para dar caza a Ghargatuloth, la fuerza que, mediante cientos de avatares y caminos, había instado a miles de adoradores del Caos a llevar a cabo actos de depravación y terror.

El propósito de Ghargatuloth era extender el caos y la muerte en nombre de su dios Tzeentch, siguiendo un plan tremendamente oscuro e imposible de seguir. El Ordo Malleus había luchado con ahínco durante mucho tiempo hasta descubrir que se ocultaba en Khorion IX, un mundo deshabitado y casi sin explorar en el corazón de la Zona Halo del Segmentum Obscurus, donde apenas llegaba la luz del Astronomicón. En todo ese tiempo, Ghargatuloth se había estado preparando, y al Ordo Malleus no le quedó más opción que enviar a sus tropas a semejante trampa, ya que una oportunidad semejante podía no volver a presentarse. Khorion IX estaba demasiado aislado como para que la flota imperial pudiera lanzar un asalto que purgase el planeta, y las tropas convencionales no aguantarían más que unos pocos segundos sobre la superficie. Incluso el exterminatus, el mayor de los castigos inquisitoriales, no sería suficiente. Alguien tenía que ver morir a Ghargatuloth, e incluso lanzando un ataque devastador desde la órbita el Ordo Malleus no podría estar seguro.

Tendrían que ser los Caballeros Grises. Ya que sí alguien era capaz de sobrevivir lo suficiente como para enfrentarse a Ghargatuloth en combate, ésos serían ellos.

* * *

Los cruceros de asalto Valour Saturnum y Vengador transportaban más de doscientos cincuenta Caballeros Grises, la fuerza más grande que se podía transportar a esa velocidad por los vastos espacios del Segmentum Obscurus. Lakonios, el señor inquisidor del Ordo Malleus, era quien estaba al mando, pero una vez que las cápsulas de desembarco hubieran sido lanzadas y hubieran penetrado en la atmósfera de Khorion IX, serían los propios Caballeros Grises quienes darían las órdenes.

El gran maestre Ganelon, que cuando aún era juez mató con sus propias manos al rey insecto de Kalentia, aterrizó muy lejos del núcleo del ejército demoníaco. Con casi un centenar de Caballeros Grises bajo sus órdenes, luchaba por sobrevivir espalda contra espalda y completamente rodeado por oleadas de demonios. Los marines morían uno tras otro a causa de los destellos mágicos o aplastados por las garras devastadoras de los demonios más grandes. Entonces el propio Ganelon comenzó a recitar la Oración de Purificación, preparando las almas de sus hombres para que en su inevitable viaje después de la muerte se unieran al Emperador en la batalla definitiva contra el Caos.

Los marines liderados por el gran maestre Malquiant aterrizaron violentamente en los alrededores del bosque de los crucificados, donde formaron una vanguardia temible de unos setenta Caballeros Grises, encabezada por las escuadras de asalto provistas de armaduras de exterminador y por las cuchillas relámpago del propio Malquiant. Una parte de las hordas demoníacas intentó repeler el ataque, pero todos aquellos que se acercaban a los exterminadores de Malquiant eran reducidos a polvo por el poderoso fuego cruzado de las escuadras tácticas y de expiación que iban a la zaga. El ataque de Malquiant acabó con un gran número de demonios en aquel bosque, desangrando a las hordas de Ghargatuloth en una impresionante demostración de fuerza. Pero las hordas eran muy numerosas y las irregularidades del terreno dificultaban el asalto. Malquiant sabía que nunca alcanzaría su objetivo, pero tenía que hacer todo lo posible por sus hermanos de batalla, intentando mantener al grueso de las hordas demoníacas alejadas de los túmulos. A medida que el asalto se estancaba, Malquiant lo convertía en una masacre, lanzando ráfagas que se sucedían unas a otras y contraatacando contra cualquier cosa que se acercara.

El gran maestre Mandulis era quien había aterrizado más cerca de los túmulos. Con la ayuda de las escuadras de Chemuel y de Martel y con la del grupo táctico de Justinian, que había llegado a tiempo para cubrir a la avanzadilla, Mandulis fue el primero en golpear en la guarida de Ghargatuloth. A través del comunicador supo del sacrificio de Ganelon y fue informado de que el valeroso asalto de Malquiant estaba atascado. Entonces se dio cuenta de que siempre había sabido que todo dependería de él. Algo de lo que ya eran conscientes todos aquellos que habían dicho que la fuerza que albergaba en su interior era la del Emperador y que con Su voluntad saldría victorioso. De modo que Mandulis encabezó la carga que avanzó por las colinas de los túmulos y se perdió todo contacto al tiempo que los hechizos destellaban como relámpagos en las nubes y la horda demoníaca comenzaba a entonar oraciones a su maestro.

La cima del túmulo estaba cubierta de cuerpos cuyos esqueletos se habían deformado hasta convertirse en lanzas de carne y hueso en las que ondeaban banderas de piel mecidas por la brisa caliente y de sangriento olor. Estas banderas estaban blasonadas con símbolos que habrían hecho arder los ojos de hombres menos preparados. Mandulis reconoció los mismos símbolos que los adoradores de Ghargatuloth llevaban marcados a fuego sobre su piel, los mismos que se encontraban escritos con sangre en las puertas de sus templos.

Algo rugió más allá de la cima del túmulo.

* * *

Mandulis, cuya armadura de color bronce se había teñido de oscuro debido a la sangre y al humo que desprendían los dos cañones de su bólter de asalto, se volvió para mirar a los Caballeros Grises que lo seguían. Uno de los exterminadores de la escuadra de Martel había caído, al igual que varios de la escuadra de Justinian que habían intentado seguir a Mandulis por el paso que había abierto. El propio Justinian había perdido un brazo, y las garras deformes de un demonio le habían arrancado el casco. Su rostro estaba cubierto de suciedad, y la sangre hacía que su respiración fuera entrecortada.

Más atrás, Chemuel intentaba formar un cordón para proteger a los hombres de Mandulis del contraataque. Mandulis no tenía ninguna duda de que el juez Chemuel, ayudado por los lanzallamas y los cañones psíquicos, daría su vida a los pies del túmulo para detener el avance de la marea demoníaca. Era una muerte digna y gloriosa, pero sería inútil si Mandulis no conseguía inclinar la balanza a su favor en seguida.

—¡Martel! ¡Conmigo! —dijo Mandulis por el comunicador. El capitán ascendió por el suelo resbaladizo del túmulo seguido por sus exterminadores—. Que la Gracia esté contigo, hermano. ¡Coronemos la cima!

Protegidos por el fuego de cobertura de Justinian, Mandulis y la escuadra de Martel cargaron hacia la cima. Frente a ellos se abría todo el complejo de túmulos, una serie de montículos dispuestos en círculos concéntricos que rodeaban una torre de piedra en ruinas, como la cepa de un gran árbol. Pero otros árboles retorcidos, aquellos que una vez fueron los más leales líderes del culto de Ghargatuloth, crecían enmarañados por todas partes creando nódulos de carne aullante y ennegrecida. La sangre se había acumulado en las pequeñas depresiones que separaban unos túmulos de otros, formando fosos de sangre coagulada bajo los que una criatura enorme comenzaba a retorcerse.

Mandulis vio cómo el suelo se abría para dejar salir unas siluetas blanquecinas. Las tumbas de piedra afloraron a la superficie esparciendo huesos y útiles funerarios por todo el suelo. La maldad que se ocultaba bajo los túmulos era tal, que los que habían sido enterrados allí hacía miles de años, antes incluso de que Khorion IX fuera descubierto por el Imperio, intentaban salir de sus tumbas para escapar.

Mandulis lideró la carga. Cuando corría a toda velocidad por la colina opuesta al primer túmulo, se produjo una enorme explosión de tierra que dejó emerger a la superficie algo blanquecino, enorme y monstruoso. Una oleada de magia demoníaca lo arrasó todo y las oraciones que Mandulis llevaba tatuadas en la piel comenzaron a abrasarlo mientras luchaban contra la maligna hechicería. Entonces vio un cuerpo encorvado y retorcido con un torso hediondo y repugnante, una piel putrefacta salpicada de plumas y un cuello alargado del que colgaba una cabeza con un pico y una expresión maligna. Desplegó unas alas de fuego azulado mientras arremetía contra el hermano Gaius y lo aplastaba con una de sus garras. El fuego de los bólters de asalto caía sobre la bestia, y el cañón psíquico del hermano Jokul abría agujeros en su repugnante torso, pero ésta respondió esbozando una expresión de gozo cuando cogió a Gaius y lo partió en dos con su pico.

—¡Seguid avanzando! —gritó Mandulis por el comunicador—. ¡Hermanos caballeros, conmigo! ¡Chemuel, Justinian, buscad una posición elevada y cubridnos!

Mandulis oyó cómo Gaius moría a través del comunicador, oyó las últimas palabras de odio del Caballero Gris mientras éste asestaba un último golpe con su arma némesis al terrible demonio. El hermano Thieln, el marine lanzallamas de Justinian, murió tan sólo un momento después, partido en dos por una hacha de metal oxidado lanzada por un demonio aún más grande que acababa de emerger por la colina del túmulo.

El círculo íntimo de demonios de Ghargatuloth, conocidos por los adoradores como Señores de la Transformación, generales de los Ejércitos de la Transformación, salían a borbotones de debajo de los túmulos para acabar con los Caballeros Grises que habían osado atacar al Príncipe de las Mil Caras. Era el corazón de la trampa de Ghargatuloth. Mandulis sabía que terminaría así, una carga suicida con la esperanza de que los Caballeros Grises llegaran hasta él en número suficiente como para tener alguna probabilidad de victoria.

Un demonio emergió muy cerca, cubriendo a Mandulis de tierra y sangre. El capitán Martel se abalanzó contra él atravesando el muslo del demonio alado con su alabarda. Mandulis blandió su báculo y lo agitó, haciendo que su armadura desprendiera un halo mágico y poniendo al límite sus protectores antipsíquicos. Clavó la espada en el corazón de la criatura iridiscente y cercenó la cabeza del demonio, de cuyo cuello empezó a brotar una sangre azulada y viscosa.

Dentro de su cráneo podía oír voces que le susurraban y le gritaban, un murmullo demente que habría hecho perder la cordura a alguien más débil. Pero la cordura de un Caballero Gris estaba protegida por una fe inquebrantable e ilimitada. Donde otros sentían pánico, los Caballeros Grises sentían determinación. Donde otros dudaban, Mandulis tenía fe. A un guardia imperial, con independencia de su valor o de su piedad, aún le quedaba un resquicio de desesperación, de avaricia y de terror en lo más profundo de su alma. Pero a un Caballero Gris no. Las argucias de Ghargatuloth se estrellaban contra la cordura de Mandulis como olas contra la piedra.

Ésa era la razón por la que los Caballeros Grises eran los únicos que podían atacar Khorion IX. Los comandantes militantes podrían haber reunido ejércitos de cientos de millones de hombres, pero ninguno de esos guardias imperiales se habría mantenido impasible ante la mirada de Ghargatuloth más de un minuto. Todo dependería de los Caballeros Grises, y ahora todo dependía de Mandulis.

Del suelo seguían emergiendo más garras resplandecientes, lo suficientemente grandes como para atrapar al hermano Trentius y presionarlo con tanta fuerza que su cuerpo quedó aplastado contra la torre de piedra del centro del complejo. Uno de los demonios sostenía un báculo de madera negra manchado de sangre. Unos rayos rosados salían de los cráneos que tenía en la parte superior y anulaban el poder de las servoarmaduras haciendo que los marines espaciales perdieran el equilibrio y fueran masacrados por los demonios más grandes.

La escuadra de Chemuel intentaba ganar tiempo a costa de sus propias vidas. Estaban rodeados, los demonios alados dejaban salir fuego y humo por los orificios que les habían abierto los cañones psíquicos. El propio Chemuel había desenvainado su arma némesis, que los artesanos de Titán habían convertido en una alabarda, y hundía su hoja en el demonio más cercano mientras éste le arrancaba el otro brazo.

La escuadra de Justinian había intentado avanzar al mismo ritmo que Martel y Mandulis, pero su carga había fracasado. El propio Justinian murió en medio de un mar de fuego rosado que afloraba desde el suelo, derribado y destrozado por las garras de los demonios. Sus hermanos de batalla quedaron diseminados por culpa de un demonio que emergió de aquel fuego blandiendo una gran bola de metal con púas al final de una enorme cadena, y aplastó a dos marines antes de que sus hermanos de batalla pudieran darse la vuelta y abatir a la bestia con los bólters de asalto.

Mandulis intentaba alcanzar la cima del último túmulo. Los exterminadores de Martel, de los que ya sólo quedaban unos pocos, se dispusieron a proporcionar fuego de cobertura al propio Martel y a Mandulis. Un enjambre de demonios más pequeños emergió de un túmulo lejano para unirse a su maestro en la marea de carne demoníaca. Lo último que Mandulis vio del juez Chemuel fue su cuerpo al ser lanzado a la marea demoníaca por una de las bestias más grandes, donde fue destrozado y descuartizado como si fuera un juguete.

Mandulis siguió adelante. Hasta el terreno luchaba contra él, ya que se hundía formando grandes grietas bajo sus pies. La torre se inclinó y muchas de las piedras ancestrales de los muros en ruinas comenzaron a desprenderse. En el interior del cráneo de Mandulis el odio puro se convirtió en un alarido cuando Ghargatuloth intentó penetrar en su mente.

El Príncipe Demonio no tendría éxito. Lo que significaba que tendría que desviar su atención para poder defenderse personalmente, y ésa sería la única oportunidad de Mandulis.

La torre se había hecho añicos y se había derrumbado en una lluvia de piedra. El suelo estaba completamente agrietado y Mandulis hundió los pies en el terreno desmenuzado cuando la tormenta llegó hasta él.

El cielo se pudrió y se volvió negro. Una onda expansiva de corrupción estalló convirtiendo el paisaje de Khorion IX en una amalgama de alaridos y carne torturada. Mandulis vio cómo aquel viento huracanado levantaba el cuerpo del capitán Martel y lo hacía desaparecer mientras seguía disparando su bólter de asalto.

Justo en el centro de la tormenta, donde antes estaba la torre, emergió una enorme columna oscura. Era tan alta que se perdía entre las oscuras nubes del cielo. Era un arpón de carne retorcida, algo vivo pero sin vida, y estaba acompañada por un coro de pura maldad que atacó las defensas de la mente de Mandulis con tanta fuerza que, por primera vez en su larga vida, éste sintió una tenue duda respecto a si sería capaz de resistir el asalto.

Sin embargo, dejó de lado esa incertidumbre y empuñó su espada némesis con ambas manos. Enfundó el bólter de asalto porque ni siquiera los sagrados proyectiles podían dañar a algo semejante.

Los ojos de la tormenta se posaron sobre el gran maestre Mandulis; de pronto cesó el viento, las cacofonías de los gritos se podían oír de forma clara y horrible, y el asalto sobre la mente del marine se convirtió en un alarido.

El verdadero rostro del Príncipe de las Mil Caras posó su mirada sobre Mandulis. El gran maestre de los Caballeros Grises rezó en silencio una última oración y cargó.