XII. Y AL FIN, LLEGO EL AMANECER

Cuando salieron del túnel, a través de un estrecho agujero laminado por las olas, los dos muchachos se hallaban empapados. Estaba oscureciendo y el viento soplaba con fuerza levantando olas considerables. Muy pronto hicieron su plan de marcha, caminando entre las rocas para salir a la playa, barrida por la marea alta. Atravesándola de parte a parte salvaban sus buenos tres kilómetros. Imaginaban la dirección seguida el día de su breve secuestro a través de la carretera y Slater les había explicado bien la situación de las dos casas sospechosas.

Después, trepando por unos acantilados y azotados por la lluvia, alcanzaron lo alto del acantilado, en un paraje salvaje, totalmente desierto.

—No creo que nadie haya podido vernos… —murmuró Héctor.

Habían pasado casi dos horas cuando por fin descubrieron las dos casas, muy borrosamente, bajo un cielo cada vez más negro.

A partir de entonces tenían que medir todos sus pasos y avanzar con precaución. En ninguna de las dos casas se veía luz.

Rodearon la primera, tocando el suelo con las manos.

—El piso de la de Kitchen era más desigual —dijo Julio.

Casi reptando, perdieron su buen cuarto de hora, hasta que alcanzaron la segunda, dejándose jirones de ropa en los pedruscos. No se oía más que el rugir del viento y el tremendo oleaje machacando los arrecifes. De pronto, el ruido de una puerta llegó a oídos de los muchachos y se tiraron al suelo, entre un montón de ladrillos rotos.

Dos sombras pasaron a unos tres metros de los agazapados y se detuvieron junto a un cobertizo.

—Deberían estar de regreso —dijo una voz en inglés—. Si dentro de un par de horas no sabemos nada, di a los muchachos que deben atacar. Ese viejo es capaz de todo. Por la policía no hay que preocuparse. Quincey no dejará el despacho en toda la noche. Si ocurre algo anormal, mándame aviso con cualquiera de los muchachos. Suponiendo que no puedas telefonear.

—Tranquilo, todo saldrá perfecto. Unos chiquillos y un viejo no son de temer. Todo lo más, pueden causar algunas molestias…

Abrieron la puerta del cobertizo y poco después el hombre que acababa de hablar salía con un coche. Las luces de los faros barrieron las piedras y durante un instante, Héctor y Julio temieron ser descubiertos. ¡Qué alivio! Siguió adelante y el otro volvió a entrar en la casa.

Ahora sabían que la puerta de aquel cobertizo no estaba cerrada con llave. Penetraron en él y, como ya esperaban, encontraron una ventana que daba al patio que los muchachos conocían. Una vez allí, vieron luz en la misma habitación en la que habían conocido al hombre de rostro brutal. Alguien paseaba arriba y abajo.

La noche era muy oscura, pero aquella raya de luz filtrándose por la rendija de la ventana servía para orientarles. Una de las viejas pero pesadas puertas que daban al patio tenía un candado por la parte de fuera. Estaba cerrado, pero Héctor pudo forzarlo. El ruido que hizo al saltar les dejó al borde del pánico. ¿Y si el guardián lo había escuchado?

Se mantuvieron unos segundos a la expectativa, tan tensos que el sudor les caía sobre las cejas… Pasados unos minutos empujaron con cuidado la puerta. La cerraron después a sus espaldas y entonces Héctor encendió la linterna. Se trataba de una leñera, donde también se almacenaban cosas viejas. En el suelo, atado de cabeza a pies, con un pañuelo oscuro en la boca, parpadeaba un desconocido.

Julio, de un salto, se inclinó sobre él:

—¿Paulssen?

El rubio afirmó. Entonces Julio susurró en su oído, mientras le quitaba la mordaza:

—Soy Julio Medina. Estamos en un aprieto. ¿Tiene usted medios para destruir las ampollas?

Héctor, mientras tanto, le cortaba las ligaduras.

—Tengo dos maletines —explicó—. Ellos los introdujeron en su coche…

—¿Uno negro?

—Sí.

¡Era el que se habían llevado! De todas formas, no podían perder tiempo. Desde el patio pasaron al cobertizo a través de la ventana. El pie de Paulssen tropezó en algo…

Tocó el hombro de Julio y ambos se inclinaron sobre una cartera de cuero. Junto a ella encontraron una maleta del mismo material.

—¡Son los míos! —susurró el químico.

Los muchachos se hicieron cargo de ellos y salieron de la casa, luchando contra el viento y muy despacio para lo que hubiera sido su deseo. En cierto modo, el viento era su aliado, porque ahogaba los ruidos, ya amortiguados por el romper del oleaje contra los arrecifes.

Cuando estuvieron lejos, le explicaron en pocas palabras la situación en que habían dejado a los suyos y su conocimiento de que tenían rodeada la casa de Slater, para que nadie pudiera escapar.

—Pero nosotros tenemos un lugar secreto, aunque muy peligroso para llegar a la casa. ¿Puede destruir fácilmente el contenido de las ampollas?

—He oído hablar del invento del científico que pereció a causa de las heridas recibidas al naufragar el «Tauro». Estaba vendido a cierta potencia y como el asunto trascendió, porque todos los servicios secretos del mundo se pusieron a investigar, varios químicos estudiaron el medio de destruirlo. Uno de ellos era profesor mío. Parece que no se trata de gas, sino de bacterias para ser arrojadas en las aguas potables. ¡Algo inhumano! En mis maletines llevo un ácido poderoso y una reacción que lo inutilizará por completo.

—¿Se atreve a descender por el acantilado? —preguntó Héctor.

El hombre miró a sus pies y descubrió, muchos metros más abajo, las rocas puntiagudas de los arrecifes sobre los que saltaban olas gigantescas.

—No creo que lleguemos sanos. En cuanto al contenido de mis maletas, un traspiés y volaríamos por los aires.

—Pues es el único camino. Por tierra no llegaríamos jamás —repuso Héctor.

Habían salido bien prevenidos de la casa de Slater y llevaban cuerdas, pero no se atrevían a encender las linternas y avanzaban tan despacio como si se hubieran pegado a un mismo lugar. Por lo menos, así parecía. Pasó una hora, luego otra y otra…

Tristán tendió las orejas y empezó a ladrar. Oscar, que se dormía con la cabeza sobre la mesa, se enderezó asustado. Una voz gritó desde el exterior, venciendo el estruendo del viento.

—¡Slater, estamos rodeando tu casa y no tenéis escapatoria! ¡Suelta a las dos personas que tienes en tu poder y entrégales lo que ya sabes!

—¡Venid a buscarlas, si tenéis valor! —replicó el viejo.

Se había apostado junto a una de las ventanas, con su escopeta y Tristán se pegó a la puerta. Raúl ocupó otra de las ventanas, pero la noche estaba muy oscura y no podía ver nada.

Pasada media hora, la voz se dejó oír de nuevo:

—¡Slater, nuestra paciencia se ha agotado! ¡Vamos a entrar!

Alguien avanzaba. Tristán ladró y en el mismo momento Slater rompía con la boca del arma el cristal de la ventana y su fogonazo ahuyentó a los asaltantes.

Sara y Verónica, encargadas de vigilar a los prisioneros, se habían rodeado de botellas, dispuestas a empezar a botellazos si llegaba la ocasión.

De media en media hora, los asaltos se renovaban, pero sin éxito.

—¡Slater! —gritaron los de fuera—. Hemos recibido refuerzos y tu resistencia será inútil.

Oscar y las chicas se dedicaban a rezar, con breves pausas para reunir objetos pesados. Una ligera neblina grisácea empezaba a rasgar el cielo…

De pronto, Tristán empezó a aullar desesperadamente.

—¡Slater! —gritó la misma voz—. Si dentro de cinco minutos no habéis salido, tu casa arderá por los cuatro costados…

—No es bravata —dijo el viejo a sus amigos—. Lo harán. Raúl, conduce a los prisioneros a la cocina. O mejor, toma el arma y espera cinco minutos. Asústalos si es necesario. Y luego, ven a la carrera.

Raúl obedeció. Sara y Verónica, amenazándoles con las botellas, obligaron a los prisioneros a pasar a la cocina, bajar al sótano y avanzar después por un pasadizo de roca. La luz de la linterna de Slater tropezó de frente con otras luces. Arriba se escuchaba un estrépito espantoso.

—¡La casa está ardiendo! —gritó Raúl, uniéndose a los fugitivos.

—¡Traemos al verdadero Paulssen! —gritó Héctor.

Los que llegaban y los que escapaban se encontraron. Pero el viejo les obligó a seguir por el túnel, luego de recoger el cesto de las ampollas. Paulssen se había detenido para iluminar las ampollas con su linterna.

—¿Así que es esto? —preguntó.

—Parece que no tenemos mucho tiempo… —repetía Julio.

El químico dirigió su linterna hacia los rincones del pasadizo de piedra. Cerca ya de la salida que comunicaba con el arrecife, descubrió una hondonada formada de modo natural en la cavidad.

Una leve luz se filtraba por el agujero de salida. Era la luz de un nuevo día.

—Muchachos, veo que estamos acosados y debemos darnos prisa. Traed las ampollas con cuidado y pasádmelas cuando os diga…

Abrió la maleta mayor y extrajo un bombona que abrió con cuidado. Luego se cubrió la cara con unas gafas situadas sobre un capuchón de cuero, extrajo unos guantes de la maleta, se los calzó…

Oscar estaba medio muerto… Grandes lagrimones corrían por las mejillas de las chicas… Los demás olvidaron hasta respirar… A espaldas de todos, Slater, que había vuelto hacia el sótano de piedras para recoger la bolsa del tesoro, se inmovilizó.

—¡Apártense todo lo posible! —exigió Paulssen—. Pero necesito un voluntario que vaya pasándome con cuidado las ampollas… Procuren iluminar el hoyo con toda la luz posible…

—¡No…! —gritó el falso Paulssen.

La Miss gritaba como una histérica.

El verdadero Paulssen, muy despacio, vertió el contenido del segundo recipiente, más pequeño que el anterior, sobre el líquido que ya tenía en el cuenco de la piedra y al momento el líquido empezó a hervir con estrépito.

Aunque con cuidado, Paulssen podía aligerar, pues tres voluntarios le ayudaban, pasándole las ampollas: Raúl, Héctor y Julio.

Slater, admirado, se había aproximado un tanto, con el saco entre las manos…

En medio de la angustiosa expectación, olvidaron a los prisioneros. La Spencer se había ido deslizando hasta la salida y el falso nórdico, sin que nadie supiera cómo, pudo desembarazarse de las ligaduras y estaba a punto de escapar, parapetado tras Oscar, al que sujetaba con fuerza.

—¡Escuchen! ¡Si no me entregan ahora mismo el tesoro, tiraré este chico por el acantilado!

Todos se quedaron de piedra. Tristán saltó sobre él, pero se encontró con el cuerpo del pequeño y tuvo que hacerse atrás para no lastimarlo.

Slater fingió acceder. Y pasó junto al rugiente agujero, apartando de golpe a Paulssen y a Raúl, antes de arrojar en el ácido el contenido de la bolsa.

—¡Ahora ya no te saldrás con la tuya! —rugió Slater—. Supongo que el poderoso compuesto habrá destruido el oro y las piedras. ¡Suelta al muchacho y tu castigo será menor!

El malvado, lanzando a Oscar a un costado, trató de escapar a través del agujero de salida. Tristán caía sobre su pierna al instante y gracias a la rapidez con que su dueño lo apartó, pudo salir regularmente librado.

Pero ni la mujer ni él iban a escapar: el oleaje les cerraba el paso y, sumamente cobardes para exponerse a él, ni lo intentaron.

Sin embargo, con las primeras luces del día, el buen Slater, bañado una y mil veces por la espuma, lograba trepar, decidido a buscar ayuda. Y entonces, con pesar infinito, descubrió cómo el tejado de su casa se derrumbaba entre las llamas.

Pero también tuvo la satisfacción de comprobar que había acudido gente, atraída por el incendio. Y en seguida se escuchaba el aullar de la sirena de los bomberos.

La mañana aplacó el oleaje… y los que aguardaban en el inundado túnel pudieron salir a tierra firme. El falso Paulssen y la Miss fueron entregados a la policía, que acudió con dos coches. Quincey murmuró junto a Héctor:

—No te molestes en denunciarme, porque no te creerán.

«Los Jaguares» no las tenían todas consigo… sin embargo y por fortuna, el contenido de las ampollas ya no existía.

—Siento que os hayáis quedado sin las joyas, muchachos —se disculpó el viejo—. La vida es antes, ¿no?

—¡Claro que sí! ¡Las hemos conocido y eso nos basta! —exclamó Sara—. Y parte de nosotros ha visto un galeón románticamente hundido…

A primera hora de la mañana, el señor Medina apareció en un avión fletado especialmente para él. Inmediatamente entraba en contacto con las más altas autoridades de la isla. Acosado Quincey por sus superiores, confesó de plano y toda la banda, desde Kitchen hasta Jonás y la telefonista del hotel, fueron apresados.

El ácido había destruido las joyas con la misma facilidad que las ampollas, pero el único pesar de «Los Jaguares» era que Slater, su gran amigo, había perdido la casa.

—Permítame ayudarle a reconstruir su vivienda, amigo mío —le dijo el agradecido diplomático.

—¡Oh, no! Tengo algunos ahorros que no necesito. Créame, siempre me quedará el recuerdo de la amistad de estos extraordinarios muchachos y los momentos felices vividos junto a ellos. Por cierto, les reservo una sorpresa…

Allá en su escondite de la pared de piedra había dejado seis doblones de Felipe V. Quería que fueran para «Los Jaguares», como recuerdo de aquellos días en las Bahamas y el hallazgo del galeón hundido. Aunque no tuvieran los doblones, ellos no iban a olvidar a Slater, Tristán y la «María».