A la hora convenida, todos «Los Jaguares», menos uno, se hallaban en el embarcadero. Casi al mismo tiempo, Slater y su perro se les unían. Tristán ladró con manifiesto malhumor.
—¿Dónde está el pequeño? —preguntó Slater.
—Se ha quedado con Miss Spencer —repuso Héctor.
Sus compañeros se habían apresurado a liberar a Slater de un par de botellas de oxígeno y un cesto en el que se veían gafas, aletas y un par de linternas. Subieron a la barca sin la alegría de la víspera y Slater susurró:
—Está bien que hayáis dejado al chico en casa, pero Tristán se ha encariñado con él y me temo que va a tener un día imposible. ¿Dispuestos al trabajo?
Todos afirmaron con seriedad desacostumbrada.
—Anoche me fue imposible comunicar con mi padre —explicó Julio, cuando ya la barca navegaba en dirección a los arrecifes.
—Hemos acordado confiar en usted —expuso Sara, mirando al viejo con el rabillo del ojo.
—¡Hum…!
Había estado seco, como si no lo agradeciera.
Raúl, que había cargado con las botellas para subirlas a la embarcación, murmuró:
—Ha traído botellas vacías…
—Ya sabéis que tengo oxígeno en la nave y las llenaré a su debido tiempo. Por si no os habéis dado cuenta, os advierto que alguien ha estado registrando la «María», supongo que durante la noche.
«Los Jaguares» se quedaron de una pieza: ellos no veían nada raro.
—Este barco y yo nos conocemos hace muchos años, amigos; es como si formara parte de mi propia piel y sé sin lugar a dudas cuándo una persona extraña ha estado en él.
Bajó al camarote y fue observándolo todo sin tocar nada. Sara sentía la impresión de haber tragado plomo:
—¿No nos harán sabotaje, verdad?
—Descuida, muchachita: un sabotaje supondría para «ellos» el fin de lo que quieren saber. Han estado aquí por si yo hubiera dejado escondido en cualquier sitio de la embarcación lo que todos sabemos. Una simple comprobación, pues no ignoran que soy desconfiado.
Con tal preludio, nadie podía sentirse alegre. Soplaba una brisa demasiado fuerte, pero que no molestaba tanto a los expedicionarios como sus propios pensamientos.
Al llegar al lugar próximo al arrecife donde realizaban las investigaciones, Slater echó el ancla.
—Propongo que vayamos dos a dos, de modo que el trabajo no se detenga. Si os parece, el primer turno puede ser para Héctor y Julio y el segundo para Raúl y para mí. Elijo a Raúl porque es novato y puedo ayudarle.
Se miraron y… aceptaron.
—Vosotras podéis hacer algo práctico. ¿De verdad eres tan buena nadadora, rubita?
—Creo que sí.
—Entonces, permanece atenta a la cuerda con la piedra y cuando observes tres tirones seguidos, nada hasta la proa, pero finge sentirte tan a disgusto como si apenas supieras nadar…
En realidad, no le veían objeto a las previsiones de Slater hasta que él, que había estado manipulando en un cinturón salvavidas de planchas de corcho, aclaró:
—Arrójate al agua con este cinturón: y cuando recibas la señal procura sumergirte un poco. Observarás que dos de los corchos conservan la forma, pero que están huecos. Si hallamos algo más procedente del galeón, lo esconderás en esas dos cavidades. Si «ellos» ignoran este otro hallazgo, no es cosa de regalárselo. Os aseguro que en este momento y hasta que regresemos a casa, estamos bajo control.
—¿Qué haré yo? —preguntó Sara.
Slater le pasó unos binoculares.
—Barre con esto los acantilados y todo barco o barquichuelo que aparezca cerca o lejos. Toma nota de las personas y procura que no se te escape ningún detalle.
Todavía Slater tenía otra recomendación por hacer:
—Saben lo de las ampollas y aunque no es cosa de mostrarlas, el que las traiga a bordo las dejará con cuidado en el saco. Yo bajaré el saco al camarote. Pero cuando se suban objetos del galeón, suponiendo que los encontremos, nadie bajará con ellos al camarote para llamar la atención de nuestros observadores. Al emerger, todos permaneceremos en cubierta sin demostrar excitación.
—A lo mejor no nos vigilan tan estrechamente como suponemos. Puede que todo lo sepan porque interceptaron la carta que Julio envió a su padre —dijo Verónica, que era la primera que quería creer en sus palabras.
—Nos vigilan. Tristán ha olfateado la novedad nada más saltar al «María»… no sé si me habrán seguido, pero mi perro ha descubierto… ¡esto!
Recogió de entre las cuerdas dos pequeños objetos sujetos a otros tantos cables.
—¿Qué es? —preguntó Verónica.
—Un par de micrófonos. De no ser por Tristán, podían haber escuchado nuestra conversación, pero arrancarlos ha sido mi primer acto, antes de revisar la embarcación.
—¡Dios mío! —exclamó Sara, sintiendo un escalofrío.
—Suponga que queda algún otro… —argumentó Héctor.
—No. Tristán lo hubiera sabido.
Slater arrojó al agua los micrófonos. Julio y Héctor estaban ya con el equipo a punto y se lanzaron al agua, llevándose la bomba. Sin embargo, el trabajo sería lento durante la mañana, porque temiendo romper el cristal de las ampollas no podían excavar sino con las manos.
Cuando regresaron a la superficie, lo hicieron con el contenido de una caja, o sea, doce ampollas. Se sentaron a descansar sobre las tablas y, antes de que Slater y Raúl se arrojaran a su vez, Héctor susurró:
—El galeón sigue entregando sus tesoros. Hemos extraído otras diez monedas de oro y un collar. Son fáciles de disimular por su tamaño. Yo llevo las monedas debajo del traje, en el pecho, y Julio el collar. Hemos dejado señal en el sitio donde han aparecido las ampollas y en donde estaba el tesoro.
La mañana transcurrió sin sobresaltos. Sara creyó ver, entre un grupo de palmeras, algo que se movía. Era la figura de un hombre y estaba segura de que les observaba con otros binoculares, pero como ella estaba bajo su punto de mira, el hombre debió esconderlos cuando desde su observatorio en lo alto del acantilado comprendió que iba a ser descubierto.
La inmersión resultó provechosa: en total, dos cajas completas de ampollas, catorce monedas de oro, un collar, dos brazaletes y un crucifijo. Éste fue el único objeto que, por su tamaño, hubo que atar a la cuerda y recogió Verónica con disimulo.
Aquella mañana, por precaución, no miraron los hallazgos, pero más tarde descubrirían que el crucifijo, de oro, era una verdadera joya de orfebrería.
Cuando regresaron para comer, Oscar, Miss Spencer, Melisa, su mamá y dos amigas de ésta, se hallaban en el embarcadero. Melisa parecía tan feliz… Indudablemente, Oscar era su héroe.
Por supuesto, la cara del chico no podía ser más lastimosa, pero se animó cuando pudo abrazarse a Tristán. Y todos los turistas acompañaron al viejo a su casa, pues Oscar se empeñaba en presentarla como una rareza muy fina y digna de admirar.
Miss Spencer, por temor al perro, caminaba retrasada.
Julio, que había pasado el brazo por los hombros de su hermano, murmuró para él, con voz apenas audible:
—Lo has hecho genial, mico.
De la misma forma, el pequeño respondió:
—Jo… Jul… presento mi dimisión. No puedo soportar a esa niña…
La misión de Oscar había consistido, precisamente, en presentarse en el embarcadero con la gente que Había podido reclutar, sin que nadie se diese cuenta, para que el viejo Slater llegara protegido hasta su casa y pudiera poner a salvo los hallazgos. Una vez en su casa, el viejo podía defenderse. Armas y medios de defensa no le faltaban.
Cuando entraron en el hotel para comer, Jonás, muy estirado dentro de su chaquetilla almidonada, se inclinó ante Héctor. Pero no para hablarle del menú ni nada parecido.
—¿Cuántas? —preguntó.
—Doce ampollas —susurró el muchacho.
—Son pocas.
—Demasiadas, si se tiene cuenta que hemos escarbado en varios metros de arena sin más que las manos.
Julio intentó una vez más comunicar con su padre. Estaba ausente de su hotel en Nueva York y le dejó a la telefonista el encargo de que lo llamara a St. George.
Por la tarde, se repitió la salida al mar y las inmersiones. Y como a Oscar no se le aceptó la dimisión, tuvo que quedarse a jugar con Melisa y estar en el embarcadero, porque aseguró a la niña que sus amigos le llevarían un pez de plata único, algo nunca visto. La mamá, las amigas de la mamá y Miss Spencer fueron de la partida.
Resultó, según explicaciones de Héctor, que los peces de plata debían haberse dado cita aquel día en otro lugar, pero aseguró que Slater tenía en su casa un arpón de cazar ballenas realmente espectacular. ¿No querían verlo?
El arpón resultó ser de lo más vulgar, pero como no entendían, las mujeres y la niña lo tomaron por extraordinario. Sin embargo, no resultó tiempo perdido, porque el viejo les habló de tempestades y eso resultaba interesante.
Aquella noche, nada más llegar al hotel, Julio era llamado a una de las cabinas telefónicas.
—¿Eres tú, papá?
¡Gracias a Dios! ¡Era él!
—¿Has recibido mi carta?
—Sí, la he recibido. Iré muy pronto a buscaros, porque tengo deseos de bucear con vosotros, pero mañana por la mañana tengo en la ONU una reunión a la que no puedo faltar. Espero que eso no te disguste: un amigo mío va a ir también a St. George. Es un nórdico llamado Paulssen, creo que ya me has oído mencionarlo muchas veces. Lo pasaremos bien con él. Es un tipo que se sabe todas las tretas de la inmersión y los fondos. ¿Qué tal estáis todos?
—Muy bien, pero deseando que vengas.
—Será lo antes posible, descuida. No estoy seguro, pero es posible que Paulssen llegue antes que yo, posiblemente mañana. Atendedle bien.
—Puedes estar seguro de que será así.
Al poner el auricular en la horquilla, Julio sintió inmenso alivio. Su padre había recibido la carta e interpretado a la perfección lo que se requería de él. Con toda discreción acababa de anunciarle la llegada de Su amigo nórdico, o sea, un hombre rubio llamado Paulssen. Su frase sobre que se sabía «todas las tretas de la inmersión» significaba que era el químico adecuado para entenderse con el peligroso hallazgo y de su entera confianza.
¡Menos mal! Llevaban ya recuperadas dieciséis de las veinte cajas y, aparte las joyas, tenían en su poder, es decir, en el sótano de Slater, veinticuatro monedas de oro de Felipe V. Todo ello había salido de la «María» en el interior de las botellas de oxígeno, hábilmente camufladas por el fondo para introducir los objetos.
¡Ojalá el nórdico llegase al día siguiente! Iba a ser una carrera contra el reloj.
Al salir de la cabina telefónica, Jonás se cruzó con él.
—¿Cuántas? —preguntó.
—Dos cajas completas…
Siempre se quedaba corto para que creyesen tener más tiempo a su favor. Con tal de que le dieran crédito…
El juego de miradas de sus compañeros era un juego con muchas luces, pero trató de inculcarles calma, aunque confesó en voz alta que había hablado con el señor Medina y que en cuanto terminara su trabajo en Nueva York, él estaría allí.
Mientras cruzaban la explanada, dejando atrás a la señorita inglesa, Julio explicó que, con toda probabilidad, el hombre enviado por su padre estaría allí al día siguiente. Era un nórdico, un rubio llamado Paulssen.
—Tiene que ser un químico de primera —concluyó Julio.
—Pues que no se retrase —susurró Verónica— porque mis nervios no están ya para aguantar mucho. Hay algo que me da qué pensar…
Como los demás la interrogasen con el gesto, añadió:
—Se trata de Slater: le estamos protegiendo muy favorablemente para él y puede que resulte traidor el detalle de las botellas de oxígeno con tapa falsa lo que me inspira desconfianza. ¿Es que las ha usado ya otras veces? ¿Por qué y para qué?
—¡Calla! —susurró Sara, viendo llegar a Miss Spencer.
Aquella noche apenas pudieron pegar ojo. Sabían que el día siguiente iba a resultar definitivo, con toda probabilidad. Bajo el casco del galeón habían efectuado ya una verdadera criba y, naturalmente, lo que quedaba por encontrar si estaba allí, y seguramente era así, iría saliendo a la superficie cada vez con mayor rapidez.
A la mañana siguiente, Oscar presentó su dimisión de modo irrevocable: o se libraba de Melisa o sucumbía.
—Te aceptaremos la dimisión esta tarde —trató de embaucarle Julio—, pero esta mañana, sé simpático con la niña de la cinta rosa, por favor, y tráela al embarcadero. Asegúrale que hoy sin falta tendrá su pez de plata. Después de todo, es una niña muy mona…
—¡Puaf! —exclamó el chico.
Pero se dejó subyugar. Naturalmente, tendría que volver a interesar a Miss Spencer, la mamá de la niña, las amigas de la mamá… Realmente, no le sería difícil, por la sencilla razón de que, como no tenían nada que hacer y se aburrían, estaban dispuestas a seguir sus sugerencias. Y realmente, por lo que respectaba a la Miss, se estaba portando del modo más amable, sin negarse a sus deseos. ¡Si la pobre no hubiera sido tan aburrida…!
Y a la mañana siguiente, con gesto resignado, vio marchar a sus compañeros. Todos llevaban el aire alegre, es decir… falsamente alegre. Intuían que aquél iba a ser un día decisivo.