Los continuos brincos del coche, luego de rodar cosa de un cuarto de hora, alertaron a «Los Jaguares». Debían haber entrado en un terreno desigual tras apartarse de la carretera. Héctor, por lo bajo, murmuró para los suyos:
—Tranquilos… aquí la gente debe ser muy bromista. Alguien quiere que nos divirtamos…
El conductor del coche explotó:
—¡A callar! ¡Hablaréis cuando se os interrogue!
Una revuelta brusca, unos metros más y el vehículo se detuvo. Uno a uno, sin contemplaciones, los sacaron a empujones.
—¡Hala! ¡A caminar!
—¿Hacia dónde, señor? —preguntó Julio con voz que sonaba seria.
Otro empujón le marcó el camino. Luego una voz se expresó en el idioma de Cervantes, aunque con cierta dificultad:
—¡Que se quiten las vendas de los ojos!
«Los Jaguares» obedecieron la orden con verdadero placer. Se encontraban en una habitación baja de techo, en la que había una mesa y un hombre de aspecto brutal sentado junto a ella. A su lado, en pie, midiendo con desdén a la pandilla, estaba Jonás, el camarero del Hotel.
—¡Venga, mi tiempo es precioso! ¿Cuántas ampollas habéis sacado ya?
Disimuladamente, Julio pisó el pie de su hermano, que era el más indiscreto, mientras que Héctor, con aire veraz, replicaba:
—Señor, no le comprendo, ni tampoco la razón de que se nos haya traído aquí por la fuerza. Daremos cuenta a las autoridades de la violencia cometida contra nosotros.
—¡Cállate, «Desteñido»! Es decir, calla las protestas y desembucha el resto. Sabemos que habéis encontrado la carga del «Tauro». ¿Dónde está?
Sin duda usted se ha vuelto loco, delira o nos confunde con otros. No sabemos de qué habla. ¿Podemos marcharnos?
La serenidad de Héctor había empezado por reanimar a los suyos, pero el hombre de aspecto brutal golpeó con fuerza colosal, el tablero de la mesa, haciendo saltar su contenido y las chicas sufrieron un sobresalto muy visible. ¿En poder de qué ogro habían caído? El miedo de Oscar se recrudeció tanto que, para no ver, se echó el flequillo sobre los ojos, con un movimiento de cabeza.
¡Pues sí que le sirvió de mucho! Uno de los negros que intervinieron en el rapto, le tomó por los hombros apartándolo de sus compañeros.
—Cada vez que mintáis —dijo— éste recibirá un puñetazo en la barriga.
Entonces Julio se adelantó un poco, tratando de que no se le viera la preocupación:
—Un momento: vamos a hablar claro. Ustedes mencionan unas ampollas y nosotros no sabemos nada de ellas. De lo que sí podemos hablarles es del galeón español, pero no diremos más hasta que no suelten al pequeño.
Jonás, con risa aviesa, mostraba su rostro desagradable en el que destacaban unos dientes que, por contraste con lo oscuro de su piel, parecían más blancos.
—¿No lo había dicho? Son jóvenes, pero peligrosos. Eso sí, bastante tontos. En estas aguas jamás se ha hundido ningún galeón español, paliduchos del diablo.
El hombre sentado tras la mesa, de rostro ancho, granítico, brutal, hizo callar a sus compinches con el gesto:
—¡Basta de digresiones y de mentiras! ¿Cuántas de las veinte cajas tenéis en vuestro poder?
—¿Qué cajas? —preguntó Héctor, dispuesto a fingir ignorancia.
«Me la cargo», pensó Oscar, escuchando su mentira. Y antes de que nadie pudiera reaccionar, se tiró en plancha, abalanzándose hacia la puerta. Desgraciadamente, fuera permanecía el otro negro que les había apresado y pudo retenerlo sin esfuerzo.
El hombre sentado tras la mesa sonrió. Tenía una sonrisa que causaba pavor en las chicas.
—No le hagáis nada al pequeño: que nadie diga que somos unos brutos. Eso sí, nos lo quedaremos hasta que nos traigan las veinte cajas completas, con doce ampollas por caja…
¡Lo sabían! ¡Lo sabían todo! En un momento, Julio decidió su estrategia:
—Está bien: yo he encontrado una de esas cajas que tanto les interesan, pero si mi hermano se queda con ustedes no la verán, palabra. Ni tampoco le indicaré el lugar donde ha aparecido. Si quieren algo, rastrillen los fondos por su cuenta.
El hombre sentado tras la mesa le contempló con mirada apreciativa.
—Podríamos hacerlo sin ninguna dificultad. Sabemos dónde ha estado anclada la «María» esta mañana y esta tarde, pero para nosotros es mucho más fácil y… disimulado permanecer al margen. Unos muchachos como vosotros no despiertan el menor recelo. Bien, seremos razonables. Podéis marcharos, el pequeño también, pero seguiréis buscando para nosotros. Cuando nos hayáis entregado las veinte cajas completas ya no tendréis nada que temer. Y una advertencia. Os tenemos vigilados todo el tiempo… Si os portáis mal, no escaparéis…
Jonás tocó el hombro del individuo sentado tras la mesa.
—Jefe, tengo un capricho: me gusta ese bonito cabello como el oro, ¿puedo quedármelo?
Señalaba a Verónica, que se había quedado pálida. ¿Y si le hacían el escalpelo?
—Adelante —le invitó Julio—. Quédese ese cabello, pero ya puede despedirse de las cajas. No lo olviden, soy el único que puede decir dónde he efectuado el hallazgo. Si ustedes saben tanto, no ignorarán que me he quedado solo un rato allá abajo, cuando mis compañeros han subido a la superficie. Ellos no conocen el lugar exacto. Yo, sí.
Los otros permanecían en silencio, esperando la decisión del jefe, que jugueteaba con un abrecartas.
—¿Así que si os dejamos ir trabajaréis para nosotros y nos entregaréis la totalidad del cargamento del «Tauro»? Pero sin venirnos con cuentos de galeones españoles… A lo mejor se os ocurre decir que llevaba un tesoro.
Julio contestó precipitadamente, antes de que cualquiera de sus compañeros se le adelantara:
—¡Está bien! No volveremos a mentir. Pueden quedarse con las ampollas, porque no tenemos el menor interés en ésa porquería… Supongo que se tratará de alguna droga y a nosotros…
A pesar del terror que sentía, Sara le admiró. Con su cara delgada y seria, y ¡menudo cómico era! Hacía mentira de la verdad y viceversa.
—Cuidado con mentir… —le recordó el hombre de la cara grasienta—. Sabemos que la caja la has encontrado esta mañana, luego no hay razón para que esta tarde no hayáis acabado de recoger el cargamento.
—Para estar tan enterado como asegura, le falta algún conocimiento. Esta tarde he sufrido un accidente… en realidad no debía practicar el submarinismo, pues hace unos años tuve una enfermedad del pecho. Por eso no puedo cansarme ni moverme muy rápido. Y mis amigos no entienden nada de este deporte y en seguida les entran mareos. Pero lo haremos siempre que ninguno de nosotros reciba daño. Lo que quiero decir es que deben darnos tiempo. Quizá tengamos suerte o quizá debamos trabajar duro antes de completar el trabajo.
—Está bien… después de todo, os tenemos tan vigilados que es como teneros en el puño. Ni una palabra a nadie. Eso sí, todas las tardes le entregaréis a Jonás lo que hayáis encontrado.
—Eso será imposible, porque no lo guardamos nosotros —replicó vivamente Héctor.
—¡Ya! Slater os ha engañado como a chinos. Hace años que buscaba esto… es un hombre que no conoce la honradez, aunque ponga la cara más honrada del mundo. Es igual, nos entenderemos con vosotros y con Slater… Que mañana os entregue lo que ha guardado.
—No querrá —objetó Héctor—. Ya nos ha amenazado con dejarnos solos. Y nosotros, sin sus consejos, somos incapaces de movernos bajo el agua —insistió Héctor.
Los otros se miraron… indudablemente se entendían con los ojos.
Contra lo que esperaban, les dejaron ir a todos. Eso sí, vendándoles previamente los ojos. A ciegas subieron al coche y, cuando descendieron, comenzaba a anochecer. Sus bicicletas se hallaban entre los matorrales.
—Esto no podré resistirlo. No es que sea miedosa —fue lo primero que dijo Sara—, pero esto de la guerra química y demás horrores es demasiado fuerte. De pronto he perdido todo interés por las Bahamas. ¿No podríamos tomar el primer avión y huir?
—Cálmate, Sara —le dijo Héctor, comprobando con el rabillo del ojo que Verónica no se quejaba porque estaba incapacitada para encontrar su voz y parecía a punto de sufrir un ataque de nervios. En cuanto a Oscar, metía prisa para escapar de allí.
—Sí, cálmate —dijo también Julio—. Este asunto es muy peligroso y si no encontramos la protección de la policía, nos marcharemos inmediatamente.
Por un instante, Raúl experimentó una gran contrariedad. Para él había sido un sueño asomarse a aquella vida de millonario y nunca había disfrutado tanto como con el paseo submarino, sustos aparte. Y le resultaba cruel abandonarlo todo de pronto y permitir que aquellos malvados… Pero la seguridad de las chicas era antes que nada.
—Sí, hay que avisar a la policía, diga lo que diga Slater y no hacer el héroe por nuestra cuenta.
—Exacto —convino Julio—. Acompaña a las chicas hasta el hotel. Allí hay gente y no puede pasaros nada malo. Héctor y yo tendremos que llegarnos hasta St. George.
Ellas protestaron. Un grupo de seis les resultaba más seguro que otro de cuatro, pero Héctor y Julio se salieron con la suya.
Pedaleando como alma que lleva el diablo, mientras los otros lo hacían cuesta arriba dejándose el aliento, acabaron donde habían dicho.
A aquella hora de la tarde no quedaba en el despacho más que un oficial. Se hallaba de espaldas, con su uniforme de camisa de manga corta y Héctor empezó:
—Señor, venimos a hacer una denuncia…
El oficial accionó lentamente su silla giratoria.
—¡Usted! —exclamaron los muchachos a un tiempo.
¡Ay! No hacía mucho que lo habían conocido y era el mismo individuo de raza blanca que junto con dos negros abordara a «Los Jaguares» obligándoles a abandonar las bicis y subir al coche. ¡Uno de la banda!
—¿Así que sois más rebeldes de lo que parece? Pues os vais a encontrar con lo que no esperáis. Ahora no están aquí mis compañeros, pero todos saben de lo que se trata. En realidad, es una misión que cumplimos para nuestras propias autoridades, es decir, para los servicios secretos… Chicos, haced lo que se os ha dicho o esta isla se va convertir en un nido de espías internacionales.
Completamente apabullados, los dos «Jaguares» salieron del despacho, sin ningún orden en sus ideas.
Una vez en la calle y sobre las bicicletas, tomaron el camino de la colina. El intenso calor del día había sido sustituido por una brisa fresca y agradable y Héctor murmuró:
—Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo, que casi no sé lo que me hago. Sin embargo, tengo la impresión de que nos estamos portando como papanatas… Ahora resulta que estamos en poder de Slater, que no es de fiar y que los malos no son malos y sólo han querido asustarnos un poco.
—Me siento como tú —repuso Julio, retrasando la marcha—. Si en realidad Slater se está burlando de nosotros, hay que reconocer que le ha salido de primera: es el guardián de las ampollas y el guardián de los tesoros del galeón…
—Exacto. Y, sin embargo… no veo claro, Julio… es todo demasiado confuso.
—Sí, demasiado. Y bien mirado… Slater me ha salvado hoy la vida arriesgando la suya.
—Y todos sus consejos sobre lo que debíamos hacer han sido acertados…
—Pero subsiste el hecho de que nos ha manipulado para que le confiáramos nuestros tesoros.
Con un giro de manilla, Héctor dio la vuelta a la bici. Sólo dijo:
—Vamos.
Julio, que le había comprendido, le imitó. Poco después rodaban por el sendero poco cómodo que conducía a la casa de ventanas rojas. Oyeron aullar a Tristán y, mientras desmontaban, vieron al viejo tras el cristal de una ventana y luego abrir la puerta confiado.
—¿Qué pasa? Estábamos citados para mañana…
—Pero han sucedido algunos hechos desde que nos separamos, Slater. ¿Podemos pasar?
—Desde luego, hijos…
El hombre cerró la puerta, fue hasta la mesa, encendió la pipa sin prisa y se dejó observar sin mirar a los muchachos. Lentamente preguntó:
—¿Cuáles son esas cosas que os han vuelto contra mí?
Era un buen observador, sí. Un hombre con vastos conocimientos y que sabía entender a la gente.
—Cuando subíamos al hotel, dos coches nos han interceptado el camino. A los seis nos han obligado a entrar en uno de ellos con los ojos vendados. Al quitarnos la venda estábamos en un lugar desconocido en presencia de un negro llamado Jonás y otro que parecía jefe…
—¿Y ése con aspecto de jefe tenía el rostro ancho y grasiento?
—Sí.
—Entonces habéis tropezado con Kitchen… ¡mal bicho! ¿No se habrán atrevido a haceros daño?
Levantó la vista, contemplando ya a uno, ya a otro de sus visitantes. Héctor repuso:
—No, daño no, pero amenazarnos sí… Las chicas y el pequeño están atemorizados.
—Y tienen razón para estarlo. Kitchen es capaz de todo. Posee gente adiestrada en todas las Bahamas, en Nueva York y creo que en otros muchos sitios… No es fácil escapar de él.
—Pues él nos ha prevenido contra usted. De todas formas, hemos ido a la policía, considerando que este caso no es cosa nuestra. Pero… pero…
A Héctor le costaba hablar.
—Ya. En la policía no os han hecho caso.
El policía que estaba en el despacho era uno de nuestros raptores —saltó Julio, sin su flema habitual—. Parece que la policía está actuando para los servicios secretos y…
La risa amarga de Slater cortó las palabras de Julio.