VI. DONDE SE ACLARAN MUCHAS COSAS SOBRE EL GALEÓN

Nada más arrancarse la mascarilla y librarse de la botella, Slater ordenó: —Seguidme y traed los sacos… Con mucho cuidado.

Uno a uno, tratando de no resbalar por el reguero de agua que iban dejando, entraron en el minúsculo camarote y depositaron los sacos sobre una litera.

Julio miraba con insistencia al viejo: —¿Es el «Tauro» lo que hemos encontrado, verdad?

—Son restos del «Tauro» y algo más. Amigos, el mar a veces tiene bromas sorprendentes…

¿Por qué lo diría? Mientras esperaban sus palabras, podía oírse el vuelo de una mosca.

—Lo que hemos encontrado, en realidad, es parte del casco de un viejo galeón español.

—Pero… usted había dicho…

Allí apretujados en el estrecho recinto, trataban de dominar su emoción.

—Un galeón que debió saltar sobre los arrecifes, quizá no en la fecha de su hundimiento, sino después a causa de otro huracán… ¡Cualquiera sabe!

—¿Está seguro?

—Completamente seguro. El casco, que debía ser muy fuerte, de la mejor y más noble madera, bien embreado, quedó volcado. Los corales empezaron a trabajar sobre él y formaron una costra que retardó bastante la putrefacción de la madera. Cuando ésta se produjo lentamente, tenía sobre ella una capa de coral que ha ido haciéndose más gruesa. Y doscientos cincuenta años después, ¿quién puede saberlo?, sobre esta masa fue a estrellarse el «Tauro». Por la fuerza del choque, de las corrientes, en fin, de la acción del mar, parte de la carga del velero removió la arena del fondo y fue a situarse en la cavidad del galeón.

—¡Esto sí que es romántico y no lo de las ampollas! —exclamó Sara.

—Vamos a examinar lo hallado…

Y mientras extraían uno a uno los objetos de los sacos, a «Los Jaguares», por vez primera en sus vidas, les faltó chispa para lanzar los sabrosos comentarios a que estaban tan habituados. No tenían más que ojos. Ojos y nada más.

Apareció la cuchara, bastante oxidada. Luego el jarro de cobre… Después un trozo de metal sucio… Slater lo frotó entré los dedos y su brillo les asombró:

—¡Ese trozo de metal no está oxidado! —exclamó Héctor.

Y se figuró el motivo. Slater afirmó:

—No está oxidado por la sencilla razón de que el oro no se oxida, muchachos. Parte de la inscripción es todavía legible…

—¿Se trata de un… ochavo? —preguntó Sara con temblores en la voz:

—Mejor todavía —confirmó Slater—. Es un doblón.

Y ved estas letras: Dei G.

Verónica se encogió de hombros. Y seguidamente, haciendo girar la moneda entre los dedos, el capitán de la barca añadió:

—¡Todo está claro, muchachos! Aquí dice: Philippus V, antes de la palabra Dei y la mayúscula G. inicial de gratia. O sea, Felipe V por la Gracia de Dios…

Todos estaban atónitos. El tiempo había dejado unas letras sueltas y le seguía: Indiarum Rex

—¡Pero Felipe V no era un indio! —exclamó Sara.

—Muchacha, puedo poner las letras que faltan y la inscripción completa: Philippus V, Dei G., Hispaniarum et Indiarum Rex. Traducido del latín dice textualmente: Felipe V, por la Gracia de Dios, Rey de España y de las Indias.

Estaban atónitos, emocionados, después de tantos años sumergido, podía decirse que por azar, habían ido a dar con los restos de un galeón español. La palangana de porcelana, a la que le faltaba un trozo, era un trabajo muy antiguo, indudablemente.

Con mano temblorosa seguían haciendo el recuento, olvidando casi las mortales ampollas. Se extrajo lo que parecía una bola de arena adherida a una pequeña concha y luego de apartar ésta resultó ser una sortija de oro con una piedra verde.

—Una esmeralda… —exclamó Slater.

Pero los hallazgos no terminaban ahí. Al frotar un objeto ovalado, se descubrió que se trataba de un medallón. Por el anverso era un esmalte con la efigie del Niño Jesús finamente trabajado. Por el reverso, grabado en el oro, llevaba las iniciales M. L. S.

Las chicas empezaron a darle vueltas a la cabeza: ¿Quién podía ser M. L. S.?

El medallón, la sortija y la moneda pasaban de mano en mano. La moneda, además, llevaba la letra «M».

—Seguramente quiere decir «María» —apuntó Raúl.

—No, muchachos: la «M» significa que la moneda está acuñada en México. Consultaré la documentación que tengo en casa y quizá podamos saber el nombre del galeón. Ahora puedo deciros que no estaba equivocado y que la chapa con el agujero de las tres cerraduras corresponde a un arcón, propiedad con toda seguridad de Felipe V, que tenía la última llave para poder abrirlo. Con los años, la madera se iría pudriendo y el contenido se desparramó por la arena…

—¡Lo buscaremos! —gritaron a una «Los Jaguares».

—Y es posible que encontréis parte de ese contenido o… no encontréis nada. Quizá las corrientes lo hayan desparramado. Muchachos, ¿recordáis que hay otra cuestión más importante?

¡Las cajas! Naturalmente, volvieron la atención a ellas. Contando la de la mañana, tenían siete en su poder.

—Tendremos que seguir buscando… —dijo Héctor.

—Por hoy no. Si alguien vigila desde los acantilados, quizá llamase la atención los continuos viajes al fondo, especialmente porque sois muy jóvenes. Mañana continuaremos —prosiguió Slater.

Oscar se revolvió el pelo. Todas las películas sobre tesoros que había visto estaban en su mente.

—Señor, ¿de quién será ese tesoro? —preguntó.

—No te falta sentido práctico —dijo Slater, con una leve sonrisa—. Naturalmente es vuestro…

—¡Y suyo! —saltó impetuosamente Héctor.

—No, sois vosotros quienes lo habéis hecho todo. Ahora bien, de la isla no se puede sacar nada sin permiso de las autoridades. Tendréis que declararlo y ellos os ofrecerán una determinada cantidad por los objetos. Si queréis conservarlos, podéis rechazar la cantidad y abonar el porcentaje que os impongan… esto es siempre lo mejor, porque os permite poseer objetos históricos que como tales superan en mucho a su valor intrínseco.

—Nos gustaría conservar algo… —murmuró Julio—. Quizá pueda arreglarse.

—Un consejo, muchachos. No habléis tampoco de estos hallazgos o la zona se llenaría de buceadores y nos fastidiarían para realizar la búsqueda que tenemos por delante.

Poco después regresaban al embarcadero y luego, todos juntos, se dirigieron a casa de su barquero, con Tristán retozando alegremente a su lado.

—Slater, guarde usted las cosas del galeón juntamente con las ampollas —dijo Julio.

—De acuerdo. Pero quiero que alguno de vosotros sepa el escondite.

Julio y Héctor, a una seña del viejo, le siguieron hasta la cocina. El hombre corrió un mueble, levantó una trampilla y aparecieron unos peldaños de madera.

—Como veréis, mi casa está sobre el mar casi y os aseguro que no es fácil encontrar este escondite…

Estaban en un sótano, tres de cuyas paredes eran de roca viva. La cuarta estaba constituida por grandes piedras. Slater dijo:

—Recordad esto: cuarta piedra a partir del ángulo; y quinta piedra a partir de la cuarta de la línea inferior…

Con una hoja de acero, apartó aquella piedra. Introdujo el brazo y tiró de otra. En su interior quedaba una pequeña cavidad. Allí depositó los tesoros.

—Ahora ya no me necesitáis a mí para venir a retirar lo que os pertenece —dijo con acento misterioso.

—¿Y las ampollas? ¿No las guarda ahí? —preguntó Héctor, intrigado.

—Las ampollas tienen otro escondite. Cuando os vayáis llevaré las cajas halladas esta tarde con la de esta mañana. En el momento en que se haya dispuesto lo que vaya a hacerse con ellas, sabréis dónde están.

—Pero… —objetó Julio.

—Es un conocimiento peligroso, muchachos. De momento, es mejor que lo ignoréis.

Regresaron a la cocina y pusieron el mueble sobre la trampilla. Luego pasaron a una salita y Slater empezó a rebuscar papeles.

—¿Qué busca? —preguntó Sara, intrigada.

—Tengo la relación de todos los galeones españoles que naufragaron desde el año mil seiscientos hasta el mil ochocientos. Y bastantes fotocopias que me he hecho enviar de los archivos de La Habana, Sevilla, Cádiz y Madrid. Trataremos de indagar el nombre del galeón naufragado y su carga.

—¡Eso debe ser imposible! —objetó Verónica.

Slater denegó con la cabeza y repuso:

—No del todo. Para empezar, tenemos la fecha de acuñación de las monedas…

Con el índice recorría las líneas de una página.

—¡Aquí está! Felipe V ocupó el trono en el año 1700 y como las monedas que se acuñaban en América con destino a España salían inmediatamente para la Península, significa que debo consultar los barcos que naufragaron entre esta fecha y 1746, que es la de su muerte…

Julio pensó que era un hombre extraordinario; un hombre que en su soledad, se preocupaba continuamente de saber y ampliar sus extensos conocimientos. Y de pronto, Slater levantó la cabeza y sonrió:

—En este momento ya sé algo más…

—¿Quéee…? —preguntaron «Los Jaguares» a una, acodados en la mesa y adelantando sus cabezas hacia él.

—Dos cosas. El nombre de la persona a la que se destinaba el medallón.

—¡Yupi! —gritó Oscar—. Es usted adivino.

Como si no le hubiera oído, el viejo añadió:

—M. L. S. son las iniciales de María Luisa de Saboya, primera esposa de Felipe V. —Volvió una página y luego añadió—: María Luisa murió en 1714, de modo que mi indagación queda reducida a sólo esos catorce años. Felipe se casó después con la duquesa de Parma…

A continuación empezó a pasar papeles, todos ellos fotocopias de actas de salidas de barcos españoles desde América con destino a España.

Sin embargo, no estaba contento con lo que veía:

No puede ser… En 1712 naufragó una flota de cinco barcos, pero todos ellos naufragaron fuera de estos parajes. Habrá que pensar en otra cosa. Dejadme repasar un momento viejas crónicas…

«Los Jaguares» tuvieron que esperar media hora, sin moverse, sin hablar, pero tan interesados que, aunque por norma general nunca estaban quietos mucho tiempo, no les resultó un sacrificio.

—¡Esto es interesante! —dijo de pronto—. Según uno de los pocos supervivientes del naufragio de la flota de cinco galeones, mandada por el almirante Velázquez,

un sexto buque se les había añadido a última hora de forma un tanto misteriosa. Velázquez, en principio, se negó a admitirlo, pero el capitán de aquel barco, el «Coruña», parece que llevaba una carta del rey y cuando Velázquez la leyó cambió de idea y aceptó al «Coruña» en su flota.

—Pero entonces, ¿dónde está el «Coruña»? —preguntó Héctor.

—Eso es lo que debemos averiguar. Entre las tripulaciones corrió el rumor de que aquel galeón en apariencia sin importancia transportaba un tesoro y de ahí que hubiera solicitado la protección de Velázquez. Salieron de La Habana en septiembre, con un retraso que había disgustado mucho a Velázquez, que temía a los huracanes, además de a los piratas…

Seguido con atención por la pandilla, el viejo consultaba unos mapas, buscando la zona donde la flota de Velázquez se había hundido, arrojada contra los arrecifes por el espantoso huracán, muy cerca de New Providence.

—Slater, ¿y si el «Coruña», que se salvó del huracán, se desvió de la ruta para no caer en manos de los piratas? Usted dijo que los barcos que iban a la Península no pasaban por aquí… Y eso significa que los piratas no los esperaban en esta parte de las Bahamas. Quizá el capitán del «Coruña» afrontó los riesgos de una navegación todavía más peligrosa, pero que podía librarle de los crueles bandidos del mar —especificó Julio.

—Tu teoría es buena, muchacho. Casi estoy por asegurar que nuestro galeón es el «Coruña».

Por gusto, se hubieran quedado toda la noche con Slater. Era tan interesante escuchar de sus labios historias pasadas… Pero Héctor recordó el respeto que habían prometido a Miss Spencer y, no sin pesar, se despidieron del hombre y su perro, prometiendo estar en el embarcadero a las siete de la mañana, para proseguir la búsqueda.

Las últimas palabras de Slater fueron:

—Discreción, muchachos. Hay muchas aves de rapiña sueltas por aquí. Que no se os escape ni una palabra.

—¿Contar nosotros estas cosas? ¡Qué chorrada! ¡Ni hablar! —replicó Oscar.

—A veces se puede descubrir algo anormal en una actitud especial. No secretéis entre vosotros ni nada por el estilo.

Subieron a las bicis y empezaron a pedalear en dirección a la carretera. En un paraje desierto, un coche les adelantó y se quedaron entre él y un pequeño turismo que venía tras ellos. Al llegar a un recodo, el turismo se detuvo bruscamente. El coche de atrás también, y se encontraron emparedados, pero todavía… no estaban asustados.

Del primero de los coches, salieron dos hombres: uno blanco y otro negro. Y del segundo, sólo un negro.

—¿Qué significa esto? —preguntó Héctor.

El hombre blanco habló en inglés:

—Seguidnos y no os pasará nada. De lo contrario…

Julio, Héctor y Raúl se miraron. Éste pensaba utilizar los puños, pero los otros afirmaron:

—¡No hagáis tonterías! ¡Vamos armados!

Uno de los negros arrojó las bicicletas a una zanja. Luego obligaron a los seis a entrar en la parte posterior del turismo que estaba en primer lugar, prensándolos como sardinas en lata, antes de taparles los ojos con pañuelos.