IV. LA HISTORIA DE UN NAUFRAGIO

Conforme avanzaba la mañana, algunos barquitos iban apareciendo en el mar. A unos cincuenta metros, un yate blanco navegaba lentamente. Sus pasajeros, tumbados en cubierta, tomaban el sol. Pero «Los Jaguares» no veían nada, pendientes del viejo.

—Hace veinte años —empezó a decir Slater— naufragó un velero en estos arrecifes, durante un huracán. Era de noche y parece que sus tripulantes confundieron las luces del hotel de allá arriba con el faro y fueron a chocar contra los arrecifes. No hubo más que un superviviente: lo encontraron a la siguiente mañana entre los arrecifes, cubierto de heridas, y lo llevaron al hospital. Durante varios días estuvo entre la vida y la muerte y en su delirio contó que el velero transportaba veinte cajas de cigarros que contenían frascos de un tóxico desconocido. Parece que el inventor era el mismo herido. En su delirio aseguraba que sólo él conocía la fórmula y que quien poseyera el tóxico tendría al mundo en un puño. Supongo que habréis oído hablar de la guerra bacteriológica…

Los muchachos afirmaron. Se oyó un castañetear de dientes: alguien estaba muy asustado.

—Días más tarde, el científico, o lo que fuera, murió. Algún tiempo después, esto se llenó de buceadores, sin duda tratando de hallar las cajas de cigarros. Pero el velero se había hecho añicos contra los acantilados y las corrientes debieron llevarse parte de sus restos. Se encontraron algunas cuadernas y diversos objetos, pero no mucho. Al fin, decepcionados, los submarinistas dejaron de buscar. Aquel velero llevaba por nombre «Tauro»…

Sara, con las ampollas en las palmas de sus dos manos juntas, no se atrevía ni a respirar.

—¿Podría… a-alguien… li-ibrarme de e-es-to?

—¡Cuidado! ¡Quieta! —ordenó Slater.

Y Sara se quedó como si fuera de piedra, pero murmurando pestes contra Julio, por dedicarse a buscar cosas tan macabras. Slater, mientras tanto, había doblado una lona en el suelo e indicó a Sara que dejara sobre ella, con mucho cuidado, las ampollas.

—¿Lo veis? Todavía mantienen los restos del cartón protector. Supongo que el agua ha ido pudriendo poco a poco la madera de las cajas, antes de ejercer su acción sobre el metal de que iban forradas.

—¿No pensaréis volver a ese horrible lugar, verdad? —preguntó Verónica.

Pero ahora todos estaban muy pensativos.

—No me siento bien teniendo ahí esas ampollas… ¿No podríamos dejarlas en algún sitio? —protestó Sara.

—Ése es el problema, muchacha, que no podemos dejarlas en cualquier sitio. Habrá que reflexionar profundamente.

—Slater —opuso Héctor, sentándose a su lado— la solución no es más que una: avisar a las autoridades de la isla. Ellos tomarán las medidas oportunas.

Oscar, que durante varios minutos había estado con una expresión extraña, se golpeó la frente y exclamó:

—¡Ya sé! Lo que contienen esos tubitos son «micobrios».

—Querrás decir microbios —le corrigió su hermano.

Y Slater, que había estado pensativo, denegó con la cabeza, respondiendo a la pregunta del mayor.

—No, muchacho; no, al menos, mientras no hayamos encontrado todas las cajas. Os aseguro que si ahora fuéramos a las autoridades, inmediatamente se sabría en la isla que habíamos encontrado el peligroso preparado que buscan las potencias más importantes para su guerra química. No veo más que una solución: reunir todas esas cajas y destruirlas… Es lo más honrado. Y además, muchachos, y esto sí que es importante, en el mayor secreto.

—Pero las autoridades tienen la obligación… —empezó Julio.

—Muchacho, a raíz del hundimiento del «Tauro» varios desconocidos vinieron a proponerme que buscara esa carga. Sabían que conozco estos lugares como nadie y uno de ellos llegó a ofrecerme una cantidad tan desorbitada que si os la dijera no me creeríais. Alegué que no confiaba en las declaraciones de un moribundo, pero a pesar de todo, estas aguas se llenaron de buceadores. Yo mismo exploré por mi cuenta y… nada de nada. Ya había olvidado el famoso contenido de las cajas de cigarros.

—Pues no ha sido difícil hallarla. He excavado un poco al azar —explicó Julio— y ya ve…

—No comprendo que, si existía, no se encontrara entonces —razonaba el viejo, con la pipa entre los labios—. Cierto que estas aguas dan muchas sorpresas. He tenido el capricho de ir reuniendo documentación a lo largo de mi vida y he sabido de buques que se han ido a pique más allá de la primera hilera de arrecifes y pasados los años sus restos han aparecido pasada la tercera. Los huracanes los han levantado, enviándolos por encima de los arrecifes.

—¿Es posible? —preguntó Héctor.

De pronto Julio recordó la chapita que Melisa le había dado a Oscar y se la pidió a Héctor.

Con ella en la palma de la mano, se aproximó al dueño de la «María».

—¿Esto le sugiere algo?

El hombre la tomó y estuvo dándole vueltas en la mano. Aunque no solía dejar ver sus impresiones, era evidente que el objeto le interesaba.

—¿También la habéis encontrado abajo?

—No —explicó Héctor—. Una niña la recogió de un charco entre las rocas de la segunda línea de arrecifes.

—Está rota… tiene agujeros —dijo Oscar con cierto desdén.

—Sí, tres agujeros iguales y bien delimitados. Y el escudo de España…

Toda la fantasía que Sara albergaba, y era mucha, se hinchó como el viento hincha una vela.

—¡Por estas aguas debe haber un galeón español!

Slater no estaba de acuerdo. Y dijo:

Según tengo entendido los galeones españoles huían de esta ruta. Dicen los documentos que guardo que ni un galeón español ha naufragado en estas aguas. Y sin embargo… sé lo que representa este objeto.

—¿Sí…?

Hasta Tristán se había quedado mirando a Slater.

—Supongo que el huracán de hace dos días ha producido algunos desarreglos en los fondos… En fin, ésta es la cerradura de un arcón. Los tres agujeros representan los orificios de las llaves…

¡Era asombroso! Apenas podían creerlo… El viejo se explicó:

—Cuando las flotas del oro salían de La Habana, en donde se reunían los barcos procedentes de diversos puntos antes de regresar a España, buscando su fuerza en la unión del mayor número posible de barcos, era frecuente que en la nao capitana se llevara el tanto por ciento del tesoro que correspondía al rey. En América se instalaron orfebres holandeses, que entonces eran los mejores del mundo, de modo que se enviaban a España joyas confeccionadas, además del oro acuñado en México…

—¡Qué de cosas sabe usted! —se admiró Oscar.

Héctor le hizo una señal con la mano, para que se callara. Todos en la «María» estaban pendientes de los labios de su capitán.

—El arca real se cerraba con tres llaves: una la guardaba el delegado del monarca en aquel puerto, otra el capitán y la tercera el propio rey. Sin esta llave el arca no podía abrirse y con ello se evitaban los robos durante la travesía. Guardadla, muchachos, es vuestra… Y no penséis en el galeón. Su madera estará podrida hace ya muchos años y formando parte de cualquier banco de coral.

—Realmente, lo importante es lo del tóxico… —objetó Héctor preocupado y seguro de que habían hallado algo más peligroso que la propia dinamita.

—Así que, nos guste o no, tenemos que encontrarlo antes de que lo encuentren otros… —sentó Julio con sentido práctico.

El viejo afirmó.

—Me temo que sí —dijo—. Yo también haré parte del trabajo y celebro que seáis tan responsables. Sin embargo, se nos presenta un dilema: ¿qué hacemos después con el contenido de los tubos? Por mi alma que no me gustaría entregarlo ni a unos ni a otros para que hagan uso de él. Y en cuanto a destruirlo nosotros… Podríamos provocar una catástrofe…

—El caso es demasiado serio para resolverlo nosotros, de acuerdo —razonó Julio, con las largas piernas extendidas sobre la tarima de cubierta y la espalda apoyada en la borda—, pero sigo opinando que el hallazgo se ha producido y son las autoridades…

—Muchacho —le interrumpió Slater—. A raíz del hundimiento del «Tauro» llegaron aquí muchos desconocidos de diversos países y puedo asegurarte que empezaron por comprar no sólo a los que ocupaban altos cargos, sino a los empleados que están tras las ventanillas. Puede que ahora no fuera así, pero sólo con que uno se fuera de la lengua…

Julio se levantó de pronto, interceptando con su larga figura el sol que daba en la cara del viejo.

—Voy a proponerle una solución: desde luego, hay que empezar por buscar esas cajas fatídicas hasta tenerlas todas y telefonear a mi padre, que está en Nueva York. El conoce bien a las personas, sabe en quién puede confiar y en quién no. Porque aquí de lo que se trata es de destruir «eso» sin producir daño. No sé, supongo que un químico de primera sabrá cómo hacerlo…

Todos «Los Jaguares» se pronunciaron por aquella solución. El viejo no estaba del todo conforme, pero tampoco se le ocurría otra.

—No me convence mucho… En fin, avísale si te parece; después de todo, eres tú el descubridor de este tóxico de muerte. Pero no telefonees. Lo que se habla por teléfono puede escucharlo alguien.

—¿Qué le parece enviarle una carta certificada con el avión de la tarde?

—Bien. Nadie verá nada raro en que un hijo escriba a su padre. Y ahora, si os parece, vayamos allá abajo.

El viejo se enfundó en su traje de goma y hasta Raúl se dispuso a ser de la partida. Cuantos más fueran, antes acabarían.

Se llevaron la lona. Si encontraban más cajas, podrían anudarla por las cuatro puntas y les servirían para el transporte. Las chicas y Oscar les vieron zambullirse con gesto de preocupación. Acodada en la borda, con su melena al viento, Verónica murmuró:

—No me gusta nada este asunto del líquido con microbios o gas o lo que sea… ¡Qué mala suerte tenemos! Allá donde vamos encontramos entuertos por «desfacer»…

—¡Ay, sí, pero los nuestros son más gordos que los de don Quijote! Ahora mismo, se me ha puesto carne de gallina. Y menos mal que tenemos a Tristán.

—Me apetecería tirarme al agua, pero supón que se rompe una ampolla… ¡no quiero ni pensarlo! —susurró la rubia Verónica.

—Bueno, los chicos han estado en el agua y no les ha ocurrido nada —les recordó Oscar—, aparte lo de la sangre verde de Raúl. No he entendido muy bien eso, pero ¿por qué no ha de tener Raúl la sangre del color que le dé la gana? Después de todo, los aristócratas la tienen azul y no veo que el verde sea un color de menos categoría.

Tuvieron que explicarle que lo del color azul de la sangre de los aristócratas era en sentido figurado, porque la tenían como el resto de las personas.

Slater se había llevado la bomba y conforme los muchachos escarbaban con las manos, porque no se atrevían a utilizar herramientas, la bomba iba absorbiendo la arena. Era el único modo de trabajar viendo lo que hacían.

Habían conseguido cavar un hoyo más que regular, junto a la masa de coral, pero sin encontrar más cajas. Julio introdujo por el hueco su largo brazo y volvió el rostro extrañado hacia sus compañeros. Braceando y con gestos, les hizo saber lo del hueco. Volvió a meter el brazo y se retiró de pronto con tanto ímpetu, que su correaje se enganchó en el coral, soltándose de la boquilla.

Sin indagar qué podía haber asustado de tal manera al muchacho, Slater tiró su cinturón de pesas de plomo y cerró la válvula de su boquilla. Entonces se quitó el correaje y, tapando con el pulgar la entrada de la boquilla, puso ésta entre los labios de Julio. Luego, con un pataleo, empujó al muchacho y ambos comenzaron a subir.

Los ojos de Julio se abrieron con horror tras el cristal de la máscara. ¿Podría aquel hombre emerger sin oxígeno? ¿No le estallarían los pulmones? Y tampoco podía hacerlo sin una breve pausa a medio camino para evitar los efectos de la descompresión.

El viejo Slater, a pesar de sus años, tenía una complexión poderosa y no había perdido la calma. ¡Era realmente asombroso!

Afortunadamente, todo salió bien. Una vez en el barco, el muchacho se volvió hacia el viejo:

—Es usted formidable… uno se cree muy eficiente y no es más que un botarate. Gracias, amigo.

—¡Jul! ¿Dónde está tu botella? —preguntó Oscar, que se había quedado pálido.

—Se me ha enganchado en el coral. Está abajo.

Después de aspirar un par de bocanadas de aire, el viejo giró en redondo hacia el joven.

—Y a todo esto, ¿se puede saber qué es lo que ha provocado tu estampida?

—Algo viscoso se movía en la oquedad.

A pesar de que la piel del rostro del dueño de la barca era como pergamino color café, palideció:

—Pronto, ayudadme a colocarme una botella. Es posible que en la boquilla de ésta haya entrado agua…

—¿Por qué está asustado? —le preguntó Julio.

El viejo no quería decirlo y, con la mirada, le indicó a las chicas y el pequeño. Por lo que había escuchado antes de la primera inmersión, Julio dedujo lo que callaba: ¡Tenía que tratarse de una morena! Y se acarició el brazo, que pudo haberse quedado en el agujero, de no retirarlo con tanta prontitud.

Slater se había arrojado, de espaldas, al agua. Julio pensaba en sus dos compañeros allá abajo, a merced del temible monstruo.