II. TRISTÁN Y SU DUEÑO

Melisa seguía contemplando a Oscar con verdadera admiración: sin duda había encontrado a su héroe. Furioso, el chico pensó si aquella niña, que para colmo de males llevaba una cinta rosa en el pelo, iba a estropearle las vacaciones.

—¡Me voy a nadar! —zanjó de pronto.

La niñita se empeñó en seguirle y como los arrecifes eran resbaladizos y peligrosos, a instancias de los mayores, tuvo que darle la mano y llevar en la otra mano la muñeca, luego de recogerla de un charco. Y así volvió a la playa y pasó ante Miss Spencer, que tuvo un gesto satisfecho, como si se dijera: «Estos chicos son inofensivos».

La estratagema de Oscar dio resultado porque, presumiendo de nadador fuera de serie ante la señora Sanders, ella se encargó de que su pequeña no le siguiera al mar. Satisfecho al fin de cuentas de su actuación, se quitó el «niki» y los «shorts», quedándose en bañador, para emprender seguidamente la gran carrera hacia la orilla.

El resto de «Los Jaguares», atraídos por los encantos del agua, le imitaron. Nadaron un rato y luego se tumbaron al sol y sólo el pequeño continuaba a remojo y no abandonó el mar hasta ver de lejos a la señora Sanders marcharse con su espantosa chiquilla. Por cierto, ella había pillado una rabieta, porque pretendía esperar a su nuevo amigo, pero aquella vez la madre se mantuvo firme y se la llevó. Sólo entonces el menor de «Los Jaguares» se aventuró a salir del mar, con aire victorioso. Se juntó a los demás y estuvieron un rato charlando, mientras tomaban el sol.

—Nuestro cancerbero se está portando bien —comentó Julio—. Se ha ido a bañar y no nos ha molestado en toda la mañana.

—Pero a las doce y media, cuando ella se disponga a marchar, tendremos que seguirla sin detenernos ni un segundo —objetó Verónica.

Oscar había empezado a ponerse los «shorts» y un objeto cayó de su bolsillo. Héctor, curioso, lo tomó y estuvo dándole vueltas entre los dedos. Se trataba de una especie de chapa de bronce por una cara y esmalte por otra, con tres agujeros.

—¿De dónde ha salido esto? —preguntó.

Los demás, intrigados por su tono de voz, se sentaron en la arena y alargaron las cabezas.

—¡Oh! Me lo regaló ese engendro de niña —explicó Oscar—. Lo recogió en los arrecifes. ¡Valiente porquería! Puedes tirarlo…

—Es un trozo de esmalte bien conservado —decía Héctor, frotándolo con el canto de la mano—. Los dibujos del esmalte me dan qué pensar…

Se lo pasó a Julio y en cuanto éste se lo acercó a los ojos, manifestó con desdén:

—¿Y tú eres español? Pues sí que conoces tus cosas… Éste es el león rampante del escudo de España y éste el castillo y encima la corona. Todavía, entre los agujeros distingo los rasgos que lo completan…

—Parece un trabajo antiguo —opinó Héctor.

En aquel momento Miss Spencer salió del agua e hizo una seña a los muchachos, para que se dispusieran a marchar.

—Guárdalo —dijo Julio, devolviendo el objeto al mayor de «Los Jaguares».

La subida hasta lo alto del acantilado, bajo un sol de justicia, fue especialmente sudorosa para Raúl, ya que, materialmente, tuvo que tirar de la Miss. Se dirigieron directamente a la cabaña y en cuanto se arreglaron un poco marcharon a las instalaciones del hotel.

La conversación, naturalmente, se deslizó sobre las Bermudas y aquella isla. Miss Spencer había salido de su mutismo y se dignó informarles de algunas particularidades, cuando ellos mencionaron el huracán que había tenido lugar en la zona dos días antes.

—Creo que, hace doscientos o trescientos años, a esta isla se la llamaba la «de los Diablos» y en otoño nadie quería encontrarse en estas aguas, cuando los barcos eran de madera y vela. Los antillanos dicen: «En junio es muy pronto; en julio se acercan; en agosto soplan; en septiembre los recuerdas y en octubre ni los nombras».

—¡Eso es muy interesante! —exclamó Sara—. Este año parece que los huracanes vienen con cierto adelanto, porque una señora nos ha contado que hace dos días hubo uno espantoso.

—Sí, yo lo estuve contemplando precisamente por esta parte. Suerte que actualmente la radio suele avisar con tiempo suficiente para que las embarcaciones busquen el abrigo del puerto.

—Desde luego, no me hubiera gustado en un día de tempestad encontrarme en un cascarón de vela cerca de estos arrecifes —objetó Héctor.

—¿Sabe si ésta es la ruta que seguían los navíos españoles a su vuelta de América?

—Creo que no, es decir, hacían la última escala en La Habana, antes de salir rumbo al Este. Parece que eludían estas peligrosas aguas, hoy tan plácidas. Sin embargo, quizá se arriesgaran en alguna ocasión para eludir a los que… ansiaban su botín.

Julio sentó con voz firme:

—Ya… ¡los piratas!

Miss Spencer sonrió con superioridad:

—Perdón, corsarios. Ellos llevaban la patente de corsario expedida por los monarcas ingleses. Nada ilegal —replicó.

—Según como se mire: piratas disfrazados de corsarios —insistió Julio.

Por debajo de la mesa, Verónica le dio con el pie: no era cosa de provocar un conflicto internacional por cosas del pasado y la Miss parecía una mujer con gran sentido patrio.

—A lo mejor hay montones de barcos hechos migas en los fondos de los arrecifes —dijo Oscar, tenedor en alto.

—¡Pero pequeño…! Estás un poco atrasado… esos arrecifes son de coral y aunque, en efecto, se hubiera producido algún naufragio, los restos serían hoy irreconocibles, porque formarían parte de la masa de coral.

Raúl se sentía incómodo cada vez que el camarero que servía su mesa se acercaba a ellos. Le miraba como diciendo: «Te conozco, eres un golfillo amigo de las escapadas…».

La inglesa, por el contrario, solicitó de él algunos informes sobre el lugar, llamándole por su nombre: Jonás. Lo mismo podía ser el de pila que el apellido. Quizá había estado anteriormente comiendo en el hotel.

Muy pronto «Los Jaguares», que eran muy prácticos, hablaron de ir a primera hora de la tarde a St. George para alquilar bicicletas.

—Lo de alquilar bicicletas está bien —se interfirió Julio—, pero lo que realmente nos interesa es la barca y los equipos de inmersión.

—¿Equipos de inmersión? —la inglesa pareció francamente sorprendida—. ¡Sois demasiado jóvenes para aventuraros bajo el mar!

Los dos «Jaguares» mayores se defendieron, alegando que era un deporte que ya habían practicado en aguas no muy profundas. Para los demás era nuevo. Pero ella les miró con cierta mala intención y exclamó:

—No creo que sea posible. Para bucear es preciso un permiso de las autoridades de la isla.

—Eso ya lo preguntaremos —repuso Julio—. De todas formas, como somos menores de edad, no vamos a hacer prospecciones científicas, sino divertirnos practicando el submarinismo a muy escasos metros bajo la superficie.

Ella quiso oponerse, pero los dos mayores se defendieron, alegando que contaban con el permiso del señor Medina.

La señorita debió pensar que eran unos muchachos obstinados y se encogió de hombros. Y si ellos pensaron que el intenso calor iba a desanimarla, se equivocaron. Insistió en ser de la partida y juntos emprendieron la caminata. Una vez en St. George no encontraron dificultades para el alquiler de bicicletas (incluida la destinada a Miss Spencer). Y ya sobre el sillín, preguntaron por la casa de Slater, el que vivía al pie del viejo faro.

Un sendero bien marcado conducía al pie del faro. El terreno era inhóspito y sólo una casa blanca, con tejas rojas, de ventanas bien pintadas también en rojo, se levantaba en aquellos parajes, de modo que la confusión era imposible. Estaba rodeada de una cerca y apenas apoyaron las bicis en la misma, un perro ladró con fiereza. Entonces Oscar, tan amante de los animales, se adelantó hacia él y, aunque parecía como si fuera a saltarle al cuello, sus caricias lo calmaron.

—¡Qué mastín tan espléndido! —dijo Sara, pasándole la mano por el lomo.

—Eso de espléndido… —se burló Julio—. Si te refieres al tamaño, puede, pero es más viejo que Matusalén.

Miss Spencer había saltado a un lado y se detenía en la parte de fuera de la empalizada, sin atreverse a pasar por miedo al perro. Los muchachos, por el contrario, le rodeaban haciéndole zalemas. El viejo mastín, atónito, se dejaba acariciar.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz bronca.

Al instante, un individuo que no bajaría del metro noventa, ancho de espaldas, con unos ojos inquisitivos en su piel reseca por el contacto con el aire y el sol, todavía erguido y fuerte, aunque debía contar bastantes años, avanzó hacia los muchachos con enojo:

—¡Fuera! ¡Tristán os va a destrozar!

Oscar respondió sorprendido:

—¡Pero si es un cordero! Mire, ya somos amigos…

El pasmo del hombre era indudable.

—¡Centellas, no puedo creerlo! Tristán se abalanza al cuello de cuantos pretenden traspasar el umbral de mi casa. Sin duda tenéis un atractivo especial para los mastines…

Tristán saltaba en torno a los muchachos, que jugueteaban alegremente con él.

—Bueno, ¿qué buscáis aquí?

Hablaba un español lento y gangoso, quizá porque oía a «Los Jaguares» expresarse en este idioma, pero indudablemente no era el suyo propio. No es que lo hablara mal, sino que la pronunciación lo traicionaba.

—Nos han dicho que usted podría alquilamos su barca. Mi amigo y yo —había señalado a Julio— practicamos el submarinismo.

—¡No! Los turistas me han dado ya tantos disgustos que he decidido no alquilarles mi barca ni una vez más; ya podéis buscar a otro, centellas.

Héctor, plantado ante él, le miraba con firmeza:

—Si usted es el señor Slater, no queremos otro barquero. Nos han dicho que es el mejor.

—Pero yo no puedo encargarme de una pandilla de jovenzuelos mimados ni pasarme el tiempo sacándoles del agua para que no se ahoguen.

—No somos jovenzuelos mimados, señor Slater —opuso Julio—, ni tendrá que sacarnos del agua por la sencilla razón de que somos buenos nadadores. A Tristán le gustaría venir con nosotros en la barca. Se le ve.

Slater dudó. Su único afecto en la tierra era el perro. Había perdido a su esposa hacía ya bastantes años y su carácter se había hecho gruñón. Pocos le soportaban y él soportaba a pocos. Pero le daba qué pensar la instintiva simpatía de Tristán por aquellos desconocidos.

Sus dudas se le reflejaron en el rostro.

—Y en cuanto al precio… —prosiguió Julio.

—¡Centellas, el precio lo pongo yo! Si me decido, será el mismo que siempre.

En aquel momento Miss Spencer, desde el otro lado de la empalizada, llamó al orden a sus huestes:

—Muchachos, dejad a ese chucho de una vez y salid de ahí. Os llenará de pulgas y luego me las traspasaréis a mí. Todas las pulgas se vienen conmigo.

En aquel momento, Oscar olvidó las promesas de exquisita educación y respeto para con la gobernanta que había prometido a su padre:

—¡Tristán no tiene pulgas! ¡Es un perro precioso y simpático como él solo!

En el fondo, Slater empezaba a ablandarse. Tristán había recibido desusadamente bien a los muchachos, como si sintiera ansia de compañía alegre, y en cuanto a él… pasaba días enteros sin hablar con nadie… y era un grupo encantador, quizá poco exigente, al contrario de la mayoría de los turistas. Las muchachitas le contemplaban con admiración y los chicos eran espléndidos, educados…

—¡Hum…! Bien, siempre que en el agua obedezcáis mis órdenes y os procuréis el permiso para practicar la pesca submarina, creo que podríamos arreglarnos. Supongo que tendré que enseñaros muchas cosas, porque estas aguas no son «otras aguas».

Los muchachos se mostraron de acuerdo, manifestando que seguramente tenía razón y les encantaría escuchar sus explicaciones y que les hablara de sus experiencias.

—Hasta no hace mucho yo me dedicaba a acompañar turistas y proporcionarles equipo. Salvo los trajes, no tenéis que preocuparos por nada más. Y si conseguís el permiso, mañana a las siete de la mañana, aquí.

Al abrir la puerta de la empalizada, Tristán intentó arrojarse sobre Miss Spencer, quizá porque intuía su animadversión y el recelo que le inspiraba. Por suerte estaba rodeado por los muchachos y éstos consiguieron sujetarlo por el collar.

—¿Vendrá también Tristán? —preguntó Oscar, con ojos ilusionados.

—Él va siempre donde voy yo —replicó el viejo.

Se marcharon locos de alegría, excepto la señorita, que estaba muy disgustada.

Con toda facilidad encontraron la dirección proporcionada por Slater y, con el dinero por delante, en la oficina de permisos se lo expidieron en seguida para Héctor, Julio y Raúl. Mientras lo extendía, el empleado comentó, haciéndose el gracioso:

—Supongo que esas muchachitas y el pequeño no bucearán. De todas formas, nada lo impide, pues no irán ni un metro debajo del agua. En cuanto vean una morena regresarán a la barca y ya no se mojarán ni un dedo.

¿Qué sería eso de las morenas? Sara y Verónica se miraron con aprensión.

—Si contáis con el permiso del señor Medina —puntualizó la Miss—, yo me lavo las manos.