—Un millón de dólares significa mucho para mí y para mi trabajo —dijo mi tío—. Su zoo ha sido muy generoso. Por eso siento tener que hacer esto.

Y rompió el cheque por la mitad. Los del zoo se quedaron con la boca abierta.

—No puedo aceptar el dinero.

—¿Qué está diciendo usted, señor Deep? —preguntó el señor Showalter.

—Me enviaron a una búsqueda imposible —contestó mi tío—. He registrado estas aguas a conciencia desde que se marcharon. He buscado con todos mis instrumentos en toda la laguna y las zonas circundantes, y ahora estoy más convencido que nunca de que las sirenas no existen.

«¡Yujuuuuu!», exclamé para mis adentros.

Me hubiera puesto a dar saltos de alegría, pero seguí escondido detrás de la cabina.

—¿Y lo que cuentan los pescadores? —protestó la señora Wickman.

—Los pescadores llevan años contando historias de sirenas —replicó el doctor D.—. Estoy seguro de que creen firmemente haber visto sirenas en los días de niebla, pero en realidad serían peces, delfines o vacas marinas, o tal vez bañistas. Porque las sirenas son criaturas fantásticas que no existen.

El señor Showalter y la señora Wickman suspiraron desilusionados.

—¿Está usted totalmente seguro? —preguntó el señor Showalter.

—Totalmente —contestó mi tío con firmeza—. Mis instrumentos son muy sensibles y captan hasta los peces más diminutos.

—Respetamos su opinión, señor Deep —dijo el señor Showalter con cierta tristeza—. Es el mejor experto en criaturas marinas exóticas, por eso precisamente acudimos a usted.

—Gracias —respondió mi tío—. En ese caso espero que acepten mi consejo y abandonen la búsqueda de la sirena.

—Será lo mejor —suspiró la señora Wickman—. Gracias por intentarlo, señor Deep.

Se estrecharon las manos y la pareja volvió a su barco y se marchó.

Cuando vimos despejado el panorama, Sheena y yo salimos pitando de nuestro escondite.

—¡Doctor D.! —exclamó Sheena, arrojándose en sus brazos—. ¡Eres genial!

El doctor D. esbozó una gran sonrisa.

—Gracias, chicos. De ahora en adelante no hablaremos con nadie de sirenas. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —convino enseguida Sheena.

—De acuerdo —dije. Y todos nos dimos la mano.

La sirena sería nuestro secreto.

Juro que no pensaba hablar con nadie de la sirena, pero quería verla por última vez, para despedirme de ella.

Después de comer, Sheena y el doctor D. se fueron a echar una siesta a sus respectivos camarotes. Casi no habíamos pegado ojo en toda la noche. Yo fingí retirarme también, pero en cuanto ellos se durmieron salí sigilosamente a cubierta y me metí en el agua.

Fui hasta la laguna en busca de la sirena. El sol estaba alto en el cielo y relumbraba sobre las aguas azules y tranquilas que parecían cubiertas de oro.

«¿Dónde estás, sirenita?», me preguntaba.

Justo al atravesar el arrecife noté un tirón en la pierna. ¿Sería mi hermana? ¿Me habría seguido otra vez? Me di la vuelta para sorprenderla, pero no vi a nadie. Entonces serían las algas. No hice caso y seguí nadando.

Unos segundos más tarde noté otro tirón, esta vez más fuerte.

¡Tenía que ser la sirena!

Me di otra vez la vuelta y el agua se agitó.

—¿Sirena?

Una cabeza surgió del agua. Una gigantesca y viscosa cabeza verde con un solo ojo y la boca llena de afilados dientes.

—¡El monstruo marino! —chillé—. ¡¡El monstruo!!

¿Me creerían esta vez?