Las llamas amarillas y naranjas se extendían rápidamente, destacando contra el cielo negro.

Sheena lanzó un grito de terror e intentó apartarse del fuego. Quiso saltar al agua, presa del pánico, pero el doctor D. la retuvo.

—¡No te bajes del bote! ¡Te ahogarías!

El fuego crepitaba y las llamas subían cada vez más alto.

El doctor D. intentaba frenéticamente sofocar el incendio dando golpes con un chaleco salvavidas.

—¡Billy, coge un chaleco! —gritó—. Sheena, busca el cubo y echa agua a las llamas. ¡Deprisa!

Hice lo que me decían, y Sheena se puso a echar agua al fuego a toda velocidad.

Por encima del crepitar de las llamas oí la voz de Alexander:

—¡Subid a bordo la sirena! ¡Hay que salir de aquí!

—¡Doctor D.! —grité—. ¡Se marchan!

—¡La sirena! —exclamó uno de los secuestradores—. ¿Dónde está la sirena?

Me volví a mirar. La sirena había desaparecido.

Uno de los hombres se asomó por la borda y me agarró.

—¿Qué habéis hecho con ella?

—¡Suéltale! —gritó el doctor D.

Intenté zafarme, pero el secuestrador me tenía bien agarrado. Otro de los hombres quiso golpear al doctor D. con una porra, pero mi tío esquivó el golpe. Entonces el otro fue a darle en el estómago, pero mi tío volvió a escabullirse.

Yo me debatía y daba patadas como un loco. Sheena le cogió las manos al enmascarado para ayudarme a escapar, pero otro la agarró por las muñecas y la arrojó al suelo del bote.

—¡Dejad a los niños! —suplicó el doctor D.—. ¡Alexander! ¡Ayúdanos!

Alexander no se movió. Estaba en cubierta, con los brazos cruzados, observando tranquilamente la pelea. El fuego estaba casi dominado, pero de repente se alzaron las llamas de nuevo.

—¡El fuego, Sheena! —grité—. ¡Apaga el fuego!

Mi hermana cogió el cubo y se puso a echar agua por todas partes.

Uno de los secuestradores le arrojó el cubo al mar de una patada. Sheena cogió un chaleco salvavidas y con él sofocó las últimas llamas.

—¡Bajad al bote y tiradlos al agua! —gritó alguien.

Pero cuando uno de los hombres quiso saltar por la borda, cayó hacia delante agitando los brazos con un grito de sorpresa. Su barco se había inclinado bruscamente hacia un lado, como si lo golpeara una tremenda ola. Luego empezó a bambolearse, lentamente al principio y con gran violencia después. Los secuestradores se agarraron a la borda, gritando, confusos y alarmados.

El doctor D. se levantó despacio para ver qué pasaba. El barco parecía estar en pleno temporal.

Eran las sirenas, que habían rodeado el barco y lo empujaban cada vez con más fuerza.

—¡Misión cumplida! —exclamó alegremente el doctor D., poniendo el motor en marcha.

Mientras nos alejábamos, vi que el barco seguía bamboleándose en el agua. Y vi también a nuestra sirena, junto a sus compañeras.

—¡Está libre!—grité—. ¡Está libre!

—Ojalá se encuentre bien —dijo Sheena.

—Mañana iremos a buscarla —anunció el doctor D.—. Ahora sabemos dónde está.

Sheena y yo nos miramos.

«Oh, no —pensé—. No puede ser.»

¿Pensaba mi tío capturar de nuevo a la sirena para entregársela a los del zoo?

A la mañana siguiente, Sheena y yo nos encontramos en la cocina. Como Alexander ya no estaba, nos teníamos que hacer nosotros el desayuno.

—¿Crees que la sirena habrá vuelto a la laguna? —me preguntó mi hermana.

—Supongo —contesté—. Vive allí.

Sheena se metió en la boca una cucharada de cereales y se puso a masticar con expresión pensativa.

—Oye, Sheena, si alguien te diera un millón de dólares, ¿tú le dirías dónde vive la sirena?

—No. Si quisiera capturarla, no.

—Yo tampoco —dije—. Eso es lo que no comprendo. El doctor D. es un tío estupendo. No puedo creer que…

Me callé al oír un ruido. Era un motor. Sheena se quedó escuchando también. Dejamos el desayuno y subimos corriendo a cubierta. Allí estaba el doctor D., viendo cómo se acercaba un barco blanco que tenía escrito en el costado, con grandes letras, «ZOO MARINA».

—¡Los del zoo! —le dije a Sheena.

¿Qué haría nuestro tío?, me pregunté cada vez con más miedo. ¿Les diría dónde estaba la sirena? ¿Aceptaría el millón de dólares?

Sheena y yo nos agachamos detrás de la cabina del timón.

El señor Showalter le tiró un cabo al doctor D. y amarró el barco junto al Cassandra. Luego subió a bordo con la señora Wickman. Los dos, muy sonrientes, le estrecharon la mano, y él les saludó con gesto solemne.

—Los pescadores de Santa Anita comentan que ha encontrado usted a la sirena —dijo el señor Showalter—. Hemos venido a por ella.

La señora Wickman sacó un sobre de su maletín.

—Aquí tiene un cheque por un millón de dólares, señor Deep —le ofreció con una sonrisa—. Lo hemos hecho a nombre de usted y del Laboratorio de Investigación Cassandra.

«Por favor, no lo cojas —supliqué en silencio—. Por favor, no lo cojas.»

—Muchas gracias —contestó mi tío, cogiendo el cheque.