Me levanté de un brinco, con el corazón a galope.
—¡No está! —gritó Sheena—. ¡No está en el tanque!
Salí zumbando del camarote y subí a cubierta.
Por una parte esperaba que se hubiera escapado de verdad, pero por otra quería que estuviera con nosotros para siempre… y que mi tío se convirtiera en el científico más famoso del mundo y yo en el sobrino del científico más famoso del mundo.
«Por favor, que esté bien», imploré.
Una vez en cubierta esperé a que se me acostumbraran los ojos a la oscuridad. En torno al barco brillaban luces diminutas. Miré el gigantesco acuario y me acerqué tan deprisa que estuve a punto de caerme por la borda. Sheena iba detrás de mí.
—¡Oye! —exclamé al ver a la sirena flotar apática en el agua, con su cola verde relumbrando débilmente. Tardé unos segundos en darme cuenta de que Sheena se estaba riendo.
—¡Qué bobo! —gritó alborozada—. ¡Te he vuelto a engañar!
Le solté un gruñido. ¡Otra de las bromitas de Sheena!
—Muy graciosa, Sheena —dije amargamente—. Te pasas de graciosa.
—Venga, Billy, no te enfades.
La sirena me miró y esbozó una débil sonrisa.
—Luuuuuruuu, luuuuruuu —dijo como en un arrullo.
—Es preciosa —dijo Sheena.
«La sirena cree que la voy a soltar —pensé—. A lo mejor debería…»
Decidí que mi hermana podía ayudarme. Entre los dos sería más fácil. ¿Pero estaría dispuesta a cooperar?
—Sheena… —comencé, pero en ese momento oí unos pasos.
—Eh, chicos. —Era el doctor D.—. Es hora de irse a la cama.
—En casa nunca nos acostamos tan pronto —se quejó Sheena.
—Es posible, pero seguro que tampoco os levantáis tan temprano, ¿a que no?
Sheena tuvo que admitirlo. Los tres nos quedamos mirando en silencio a la sirena. Ella agitó débilmente la cola y se dejó caer al fondo del tanque.
—No os preocupéis por ella —dijo nuestro tío—. Vendré por aquí toda la noche para ver si está bien.
La sirena pegó sus pequeñas manos al cristal y nos suplicó con los ojos que la dejáramos libre.
—Se sentirá mejor cuando llegue al Zoo Marina —afirmó el doctor D.—. Le están haciendo una laguna sólo para ella, con un arrecife y todo. Será exactamente como la laguna de Ilandra, y allí podrá nadar y jugar a sus anchas. Se sentirá como en casa.
«Eso espero», pensé. Pero no estaba muy seguro.
Esa noche, a pesar de que el Cassandra me acunaba suavemente, no había forma de dormir. Me quedé en la litera mirando el techo.
Un pálido rayo de luna entraba por la lumbrera y me daba en la cara. No podía dejar de pensar en la sirena.
Intenté imaginar lo que sería pasarme un día entero encerrado en un tanque de cristal. «Debe ser lo mismo que estar atrapado en este pequeño camarote», pensé mirando a mi alrededor. La habitación era casi como un armario. Sería terrible. Me desabroché el cuello del pijama y abrí el ojo de buey para que entrara el aire.
Y tal vez el tanque no fuera lo peor. Yo sabía que el doctor D. cuidaría bien a la sirena y no le haría ningún daño, pero ¿qué pasaría cuando se la llevaran los del zoo? ¿Quién se encargaría de ella?
Sí, le estaban haciendo una laguna artificial y todo eso, pero no sería lo mismo que una de verdad. Y siempre habría gente mirándola. Seguramente esperarían que hiciera algunas acrobacias o algo por el estilo. A lo mejor la obligaban a saltar a través de aros, como los delfines amaestrados. Y seguro que la sacarían también en anuncios de la tele, y en espectáculos y películas. Sería una prisionera, una prisionera solitaria durante el resto de su vida. Y todo por mi culpa. ¿Cómo había podido permitir que eso pasara? «Tengo que hacer algo —decidí—. No puedo dejar que se la lleven.»
En ese momento me pareció oír algo, como un murmullo a lo lejos. Me quedé muy quieto, escuchando. Al principio pensé que sería la sirena, pero enseguida me di cuenta de que era el ruido de un motor. Se acercaba un barco.
Me incorporé y miré por el ojo de buey. El barco se pegó en silencio al Cassandra. ¿Serían los del zoo? ¿En plena noche? No, no era el mismo barco. Éste era mucho más grande. Vi que dos oscuras figuras subían a bordo furtivamente. Y luego otras dos. Se me aceleró el corazón. ¿Quiénes serían? ¿Qué estarían haciendo? ¿Qué podía hacer yo? ¿Espiarles? ¿Y si me veían?
Entonces se oyeron unos ruidos muy raros. Un golpe, un apagado grito de dolor. Venían de la cubierta. ¡La cubierta! Allí estaba la sirena, atrapada en el tanque.
«¡Oh, no! —pensé con un escalofrío de terror—. ¡Le están haciendo algo!»