—¡Billy! ¡Es increíble!
Alcé la vista y reconocí a través de la red al doctor D. y a Sheena, que intentaban subirnos a bordo del bote neumático. Sheena nos miraba a la sirena y a mí totalmente pasmada. El doctor D. tenía los ojos y la boca muy abiertos.
—¡La has encontrado, Billy! —exclamó—. ¡Has encontrado a la sirena!
—¡Sacadme de esta red! —grité. La verdad es que ya no me parecía tan maravilloso haber atrapado a la sirena.
—Los del zoo tenían razón —murmuró mi tío—. Es increíble. Alucinante. Es algo histórico…
Aterrizamos hechos un revoltijo en el bote. La sirena se agitaba junto a mí en la red soltando agudos sonidos de enfado.
El doctor D. la observó de cerca y le tocó la cola. La sirena dio un fuerte coletazo contra el bote.
—¿Es posible que todo sea un montaje? —se preguntó mi tío en voz alta.
—Billy, ¿no será uno de tus trucos? —dijo Sheena con suspicacia.
—No es ningún truco —repliqué—. ¿Me queréis sacar de una vez? ¡Se me está clavando la red por todas partes!
No me hicieron ni caso.
Sheena metió un dedo suavemente y tocó las escamas de la cola de la sirena.
—¡Qué alucine! —exclamó—. ¡Es de verdad!
—¡Pues claro que es de verdad! —dije—. ¡Los dos somos de verdad! ¡Y los dos estamos incomodísimos!
—Bueno, lo que pasa es que es muy difícil creer nada de lo que dices —me soltó Sheena—. Como te pasas la vida hablando de monstruos marinos…
—¡Es cierto que vi un monstruo marino! —bramé.
—Calma, chicos —dijo el doctor D.—. Vamos a llevar nuestro descubrimiento al laboratorio.
Puso en marcha el motor del bote y volvimos al barco.
Alexander nos estaba esperando en la cubierta.
—¡Es cierto! —exclamó muy excitado—. ¡Es una sirena de verdad!
Sheena amarró el bote al Cassandra mientras Alexander y el doctor D. nos subían a bordo a la sirena y a mí. Mi tío abrió la red y me ayudó a salir. La sirena agitó la cola y se enredó todavía más.
—Estoy orgulloso de ti, Billy —me dijo Alexander estrechándome la mano—. ¿Cómo lo has logrado? ¡Es increíble! —Me dio una fuerte palmada en la espalda—. ¿Te das cuenta de que es el descubrimiento del siglo? Puede que sea el mayor hallazgo de todos los tiempos.
—Gracias —respondí—. Pero no he hecho nada. Yo no la he descubierto a ella, sino que ella me ha descubierto a mí.
La sirena dio un violento coletazo. Sus chillidos eran cada vez más agudos, más frenéticos.
Alexander se puso muy serio.
—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó impaciente.
—Doctor D., tienes que dejarla libre —le pedí—. Tiene que estar en el agua.
—Voy a llenar el tanque grande con agua de mar, doctor D. —Alexander se fue corriendo.
—No podemos dejarla todavía, Billy. —A mi tío le brillaban los ojos de emoción—. Antes tenemos que estudiarla. —Al ver lo preocupado que yo estaba, añadió—: No le haremos daño, Billy. No le va a pasar nada.
Entonces me vio la pierna. Frunció el ceño y se arrodilló para mirarla mejor.
—Estás sangrando —me dijo—. ¿Te encuentras bien?
—Yo sí, pero la sirena no.
No me hizo caso.
—¿Cómo te has hecho esto?
—Me ha mordido un tiburón. Pero justo cuando estaba a punto de llevarse el bocado apareció la sirena y me salvó la vida. Tenías que haberla visto luchar con el tiburón.
El doctor D. se volvió hacia la sirena como si la viera por primera vez.
—¡No me digas…! —exclamó Sheena—. ¿Se ha enfrentado a un tiburón ella sola?
La sirena dio un furioso coletazo contra la cubierta del barco.
—IIIIIIIIII —chilló enfadada. Parecía como que estuviera llorando.
—¡Dejad mi pierna en paz! —grité yo—. ¡Hay que soltar a la sirena!
El doctor D. se levantó, moviendo la cabeza.
—Billy, soy científico, y esta sirena es un descubrimiento de la mayor importancia. Si la soltara estaría defraudando a toda la comunidad científica. ¡Estaría defraudando al mundo entero!
—Tú sólo quieres el millón de dólares —le eché en cara. Sabía que era cruel, pero no podía evitarlo. No soportaba ver sufrir a la sirena.
El doctor D. parecía herido.
—Eso no es justo, Billy. Pensaba que me conocías mejor.
Yo no me atreví a mirarle a los ojos. Bajé la cabeza y fingí examinar el corte que tenía en la pierna. No era muy profundo. Me puse la gasa que me había dado Alexander.
—Sólo quiero el dinero para seguir con mis investigaciones —añadió mi tío—. Nunca utilizaría a la sirena para hacerme rico.
Era cierto. Yo sabía que al doctor D. no le preocupaba el dinero. Lo único que quería era seguir estudiando los peces.
—Piénsalo, Billy. ¡Has encontrado una sirena! ¡Una criatura que pensábamos que no existía! No podemos soltarla así, sin más. Tenemos que descubrir cosas sobre ella —dijo muy emocionado.
Me quedé en silencio.
—No le haremos daño, Billy. Te lo prometo.
En ese momento volvió Alexander.
—El tanque está listo, doctor D.
—Gracias. —Mi tío se marchó con él al otro extremo del barco.
Yo miré a Sheena, para ver de qué lado estaba. ¿Querría que nos quedáramos con la sirena, o que la dejáramos libre? Mi hermana parecía muy tensa. Se notaba que no sabía a qué carta quedarse. Pero cuando miré a la sirena, supe que era yo el que tenía razón.
Por fin había dejado de agitarse y de dar coletazos y yacía muy quieta en la cubierta, todavía envuelta en la red. Respiraba con dificultad y miraba el mar con ojos tristes y húmedos. Me arrepentí de haber querido atraparla. Ahora lo único que deseaba era ayudarla a volver a su casa.
Alexander y el doctor D. volvieron y se llevaron a la sirena en la red. Alexander la cogía por la cola y el doctor D. por la cabeza.
—No te asustes, sirenita —dijo el doctor D. con voz muy suave—. Estate quieta.
La sirena pareció comprender porque no se debatió. Pero no dejaba de mover los ojos frenéticamente mientras soltaba gemidos apagados.
El doctor D. y Alexander la metieron en el gigantesco tanque, que estaba en cubierta lleno de agua de mar, y le quitaron la red. Después lo taparon.
La sirena agitó el agua con la cola, y luego, poco a poco, dejó de moverse y se quedó como muerta en el fondo del tanque. No se movía ni respiraba.
—¡Nooooo! —Un grito furioso escapó de mis labios—. ¡Está muerta! ¡Está muerta! ¡La hemos matado!