Aterricé justo en mitad del camarote. El doctor D., el señor Showalter, la señora Wickman y Alexander se me quedaron mirando con la boca abierta. Supongo que no esperaban que apareciera tan de sopetón.

—Esto… hola a todos —murmuré. Tenía la cara como un tomate—. Bonito día para cazar sirenas.

El señor Showalter se levantó muy enfadado y miró ceñudo a mi tío.

—¡Esto tenía que ser un secreto!

Alexander me ayudó a levantarme.

—No se preocupe por Billy —dijo, rodeándome con el brazo con un gesto protector—. Se puede confiar en él.

—Lo siento mucho —dijo el doctor D. a sus invitados—. Es mi sobrino, Billy Deep. Está pasando unos días aquí con su hermana.

—¿Podrán guardar el secreto? —preguntó la señora Wickman.

El doctor D. miró a Alexander, y Alexander asintió.

—Sí, estoy seguro —dijo mi tío—. Billy no dirá nada. ¿Verdad, Billy? —Me miró con los ojos entornados. No me gusta que me mire así, pero esta vez no se lo podía reprochar.

Moví la cabeza.

—No, no se lo diré a nadie. Lo prometo.

—De todas formas, Billy —añadió el doctor D.—, tampoco le digas nada a Sheena. Es demasiado pequeña para guardar un secreto como éste.

—Lo juro —repliqué solemnemente, alzando la mano derecha—. No le diré ni una palabra a Sheena.

¡Geniaaaal! Conocía el mayor secreto del mundo… Y Sheena no tenía ni idea de nada.

El hombre y la mujer del zoo se miraron. Se notaba que seguían preocupados.

—De verdad que se puede confiar en Billy —afirmó Alexander—. Es un chico muy serio para su edad.

«Y que lo digas —pensé—. Soy William Deep, hijo, famoso pescador de sirenas.»

Los del zoo parecieron tranquilizarse un poco.

—De acuerdo —dijo la señora Wickman, y nos dio la mano a todos.

El señor Showalter metió unos papeles en el maletín.

—Nos veremos dentro de un par de días —se despidió ella—. Buena suerte.

«No necesito suerte —me dije mientras los veía alejarse en su motora unos minutos después—. No necesito suerte porque soy hábil y valiente.» Estaba pensando tantas cosas a la vez que me daba vueltas la cabeza. Cuando capturara la sirena con mis propias manos, ¿dejaría que Sheena apareciera conmigo en la tele? Lo más seguro es que no.

Esa noche salí a hurtadillas a cubierta, me metí en el agua y nadé hacia la laguna sin hacer ruido. Me volví a mirar el Cassandra. Todo estaba en silencio y en los ojos de buey no se veían luces.

«Bien —pensé—. Todos están dormidos y no se darán cuenta de que me he marchado. Nadie sabe que estoy aquí. Nadie sabe que estoy en el agua de noche, completamente solo.»

Seguí nadando despacio y en silencio bajo la plateada luz de la luna. Al pasar por el arrecife, aminoré un poco el ritmo y miré ansiosamente la laguna. Las olas me acariciaban con suavidad y el agua brillaba como si flotara en la superficie un millón de diminutos diamantes.

¿Dónde estaría la sirena? Sabía que estaba ahí. Sabía que la encontraría en la laguna.

De pronto oí un débil rumor justo debajo de mí, pero muy profundo. Me paré a escuchar. El ruido, muy débil al principio, fue haciéndose cada vez más fuerte hasta que llegó a convertirse en un rugido. El agua se agitó. Parecía un terremoto. O más bien un maremoto. Tuve que forcejear para mantenerme por encima del oleaje que se había levantado. ¿Qué estaba pasando?

De repente se formó en el centro de la laguna una enorme ola que fue creciendo cada vez más, como un geiser gigante. La tenía sobre la cabeza. ¡Era más grande que un rascacielos! ¿Pero era una ola? ¡No! La ola rompió y salió de debajo la oscura criatura.

El agua resbalaba por su cuerpo grotesco. El monstruo me miró amenazador con su único ojo, retorció los tentáculos, los estiró…

Solté un grito y el monstruo me guiñó el ojo. Intenté darme la vuelta y escapar. Pero no pude. La criatura me atrapó con sus tentáculos y me fue estrujando la cintura cada vez más. Luego un viscoso tentáculo se me enrolló alrededor del cuello y empezó a apretar.