Oí que el doctor D. soltaba un largo silbido.

—Eso es mucho dinero, señora Wickman. —Mi tío hizo una larga pausa, y luego prosiguió—: Pero aunque existieran las sirenas, no me parecería bien capturar una para enseñarla en un zoológico.

—Le prometo que la cuidaremos perfectamente —replicó el señor Showalter—. Nuestros delfines y ballenas están muy bien atendidos. A la sirena, por supuesto, se le daría un tratamiento especial.

—Además, doctor Deep, —advirtió la señora Wickman—, si no la encuentra usted la podría descubrir cualquier otro. Y nadie le garantiza que otra gente vaya a tratar a la sirena tan bien como nosotros.

—Puede que tengan razón —replicó mi tío—. Si la encontrara, sería desde luego una buena ayuda para mi investigación.

—¿De acuerdo, entonces? —preguntó el señor Showalter.

«¡Di que sí, doctor D.! —pensé—. ¡Di que sí!» Apoyé todo el cuerpo en la puerta.

—Sí —contestó mi tío—. Si de verdad hay una sirena, la encontraré.

¡Genial!

—Muy bien —dijo la señora Wickman.

—Excelente decisión —añadió con entusiasmo el señor Showalter—. Sabía que era usted el hombre apropiado.

—Volveremos dentro de un par de días a ver cómo marcha la búsqueda. Espero que para entonces tenga buenas noticias —dijo la señora Wickman.

—Es poco tiempo —comentó Alexander.

—Sin duda, pero es evidente que cuanto antes la encuentren, mejor.

—Y por favor —pidió el señor Showalter—, mantengan esto en secreto. Nadie debe saber nada. Ya se imaginarán lo que pasaría si…

¡CRASHHHHHH!

Perdí el equilibrio. La puerta se abrió de golpe y caí de narices en la habitación.