—¡Socorro! —volví a gritar—. ¡Sheena! ¡Doctor D.!
Sentí en torno al tobillo un tentáculo viscoso que me arrastraba de nuevo bajo el agua. Al hundirme me di la vuelta… Y lo vi: una gigantesca mole oscura.
¡Un monstruo marino!
Me miraba con un enorme ojo castaño. La terrible criatura flotaba bajo el agua como un globo verde. Su boca abierta en un silencioso grito dejaba ver dos filas de dientes puntiagudos.
¡Un pulpo gigante! ¡Por lo menos tenía doce tentáculos! Doce largos y viscosos tentáculos. Uno de ellos me tenía atrapado el tobillo y otro se deslizaba hacia mí.
¡NO!
Agité el agua con las manos.
Salí forcejeando a la superficie, pero la monstruosa criatura me volvió a hundir.
Me parecía increíble. Ante mis ojos iban pasando escenas de mi vida. Vi a mis padres despidiéndome cuando subía al autobús amarillo el primer día de colegio. ¡Mamá y papá! ¡No volvería a verlos!
«Vaya forma de morir —pensé—. ¡Asesinado por un monstruo marino!»
Nadie lo creería.
Me sentía débil y mareado, y todo se volvía rojo. Pero algo tiraba de mí hacia la superficie. Algo me alejaba de los tentáculos.
Abrí los ojos y me puse a escupir agua, medio asfixiado.
¡Era el doctor D.!
—Billy, ¿estás bien? —Mi tío me miraba, preocupado.
Yo asentí, tosiendo. Di una patada con la pierna derecha: el viscoso tentáculo había desaparecido.
—Te oí gritar y te vi manoteando —dijo el doctor D.—. Me tiré por la borda y he venido nadando lo más deprisa que he podido. ¿Qué ha pasado?
Mi tío llevaba puesto un chaleco salvavidas amarillo. A mí me puso un flotador de goma, y entonces me relajé.
En la pelea había perdido las aletas y llevaba las gafas y el tubo caídos en torno al cuello.
Sheena se acercó también.
—¡Me cogió la pierna! —exclamé sin aliento—. ¡Quería arrastrarme al fondo!
—¿Qué fue lo que te cogió la pierna, Billy? —me preguntó mi tío—. Por aquí no veo nada.
—Era un monstruo marino —repliqué—. ¡Gigantesco! Me agarró la pierna con un tentáculo viscoso… ¡Ah! —Algo me rozó el dedo gordo del pie—. ¡Ha vuelto! —chillé muerto de miedo.
Sheena salió a la superficie, riéndose y sacudiéndose el pelo.
—¡Era yo, tonto! —exclamó.
—Billy, Billy —murmuró el doctor D.—. Tú y tu increíble imaginación. —Movió la cabeza—. Me has dado un susto tremendo. No vuelvas a hacer eso. Lo más probable es que se te enganchara la pierna en un alga.
—Pero… pero… —balbuceé.
Mi tío sacó del agua un puñado de algas.
—Hay muchísimas —dijo.
—¡Pero yo lo vi! —grité—. ¡Tenía tentáculos y unos dientes enormes y afiladísimos!
—Los monstruos marinos no existen —intervino la sabihonda de mi hermana.
—Ya hablaremos de eso en el barco —decidió mi tío, tirando al agua el puñado de algas—. Venga, vamos. Y tened cuidado de no acercaros al arrecife.
El doctor D. echó a nadar hacia el Cassandra. Entonces me di cuenta de que el monstruo me había arrastrado hasta la laguna. El arrecife se interponía entre el barco y nosotros, pero había una abertura por la que podíamos pasar.
Estaba bastante enfadado. ¿Por qué no me creían? Había visto al monstruo que me agarró la pierna. No era ni un puñado de algas ni una alucinación mía.
Estaba decidido a demostrarlo. Yo mismo encontraría a la criatura para enseñársela… algún día.
De momento sólo tenía ganas de volver al Cassandra. Me acerqué a Sheena y le dije:
—Te echo una carrera hasta el barco.
—¡Medusa el último! —exclamó ella.
Sheena está siempre dispuesta a una carrera. Echó a nadar hacia el barco, pero yo la cogí del brazo.
—Espera, eso no vale, tú llevas aletas. Quítatelas.
—¡De eso nada, monada! —me dijo—. ¡Nos vemos en el barco! —Y se alejó, sacándome una buena ventaja.
«Pues no me va a ganar», pensé. Me quedé mirando el arrecife. Llegaría antes si pasaba por encima. Di media vuelta y empecé a nadar hacia el coral rojo.
—¡Billy! ¡Ven aquí! —me gritó el doctor D. Yo me hice el sordo.
El arrecife estaba ahí mismo, delante de mí. Vi que Sheena seguía avanzando y me puse a nadar con más fuerza. Sabía que ella nunca se atrevería a pasar por encima del arrecife, así que tendría que dar un rodeo y yo podría adelantarla.
Pero de pronto me empezaron a doler los brazos. No estaba acostumbrado a nadar tanto. Decidí pararme un instante a descansar en el coral.
Cuando llegué vi que Sheena iba hacia la derecha para dar un rodeo. Eso me daba unos segundos.
Puse el pie en el arrecife de coral rojo…
¡Y lancé un grito tremendo!