NOTA FINAL DEL AUTOR

Quizá alguno de mis lectores más fieles lo recuerde.

Una novela parecida a esta vio la luz por primera vez en la primavera de 2002 bajo el título de El secreto egipcio de Napoleón. Fue traducida a ocho idiomas y reeditada en numerosas ocasiones, pero con todo y con eso siempre tuve la impresión de que le había tocado ser la cenicienta de mi producción literaria. Nació entre Las puertas templarias y La cena secreta, y aunque es cierto que ambas alcanzaron mayores glorias, con esta aprendí a utilizar la ficción como herramienta interpretativa de ciertos pasajes oscuros de la Historia.

Pero no fue esa su única enseñanza.

Al igual que sucede con los hijos, a menudo los libros nos regalan todo un universo de lecciones. Unos y otros se convierten en el espejo de lo que somos y nos devuelven el más acertado reflejo de nuestra alma que pudiéramos imaginar. El regreso ahora de esta aventura a las librerías —toda una resurrección osiriana, por cierto— no solo me ha obligado a revisarla desde una óptica narrativa, sino que en el camino me ha reencontrado con quien fui, con lo que creí y sentí hace algún tiempo, poniéndome en el brete de redactar esta aclaración y hacer pública una pequeña historia que ha permanecido oculta hasta ahora y que dará al lector su sentido final.

Primero de todo, debo confesar que en la época en la que trabajé en este manuscrito yo atravesaba un momento vital decisivo: había tomado la determinación de convertirme en escritor a tiempo completo y pretendía que mis obras, además de entretener, promovieran también la reflexión sobre las grandes incógnitas que nos rodean. Aquella no fue, como podrá suponer el lector, una decisión fácil. Acababa de cumplir treinta años; tenía un futuro prometedor en el periodismo y mucho que perder en un territorio tan incierto como el de la narrativa. Sin embargo, contra lo que hubiera dispuesto una lógica sana, hubo una circunstancia que inclinó la balanza para que emprendiera mi reto con ganas. Y es que aquel narrador primerizo, solitario, sin padrinos, había empezado a convivir con una obsesión malsana. Con una idea tan sobrevenida como estremecedora: por primera vez pensé en serio en la muerte. En mi muerte. Y vi en la literatura una herramienta eficaz para combatirla.

Me explicaré.

En aquellos días caí en la cuenta de algo que terminaría convirtiéndose en una de mis pocas certezas personales. Que el gran desafío al que nos enfrentamos tanto colectiva como individualmente no es —ni de lejos— descubrir si estamos solos en el universo, si existe una cura contra el cáncer o si un día lograremos acabar con las guerras, las desigualdades o el hambre en el planeta. Nuestro gran lance era algo tan ancestral como la vida misma. Y tan misterioso como ella. De algún modo se trata de la preocupación que nos convirtió en humanos, la misma que nos llevó a enterrar a nuestros seres queridos, a inventar el arte o las religiones, e incluso a levantar eso que ahora llamamos cultura. Nuestra especie se organizó para tratar de explicársela, tal y como demuestran los primeros escritos y los monumentos más antiguos de la humanidad, todos ellos enfocados al «sueño de la inmortalidad». Por eso me resultaba irritante que las dudas primordiales que rodean a la muerte llevaran milenios sin despejarse: ¿A dónde vamos después de cerrar los ojos? ¿Qué queda de nosotros cuando desaparecemos de este mundo? ¿Tenemos alguna remota posibilidad de escapar a ese destino?

Reflexionémoslo por un momento.

No existe un solo avance científico, una medicina, una fe o un sabio que haya sido capaz de arañar siquiera el velo que nos separa de la muerte. Aunque es el porvenir cierto que nos aguarda, el humano moderno prefiere mirar hacia otro lado sin pensar siquiera en vencerla. Nadie —nos dicen— ha salido victorioso de semejante batalla. Se trata —insisten— de una cruzada perdida desde el momento mismo del nacimiento.

Pero… ¿Y si no fuera así?

¿Y si existiera una alternativa?

En los intensos días de escritura de esta obra hice mía una «verdad» que iba contra ese axioma. Interioricé, en un acto que fue más allá de lo sensato, que la vida no es ese viaje a ninguna parte que tanto escuece a los materialistas. Es, cierto, un viaje hacia la muerte. Pero esta no debería entenderse sino como un paso evolutivo, liberador, en nuestra experiencia humana. Un trance obligatorio para librarnos de lo perecedero y quedarnos solo con lo esencial.

Con el alma.

No era una deducción original. Al contrario: a principios del siglo XXI este joven escritor estaba merodeando una «idea madre» atávica. Platón fue el primer filósofo que defendió que cuando la muerte consume al hombre, esta solo extingue su parte mortal. Creía que justo entonces se libera el principio imperecedero que nos habita y se nos empuja hacia nuestro verdadero destino.

Así pues, movido por conceptos de semejante calado, me propuse explorar la gran cuestión en clave novelesca. Busqué un espacio de libertad para reflexionar lejos de los corsés que nos impone nuestra lógica, y en la literatura encontré el campo perfecto para mi «experimento».

Desde el primer día el manuscrito de esta obra estuvo encabezado por un working title que resumía mi propósito a la perfección: La pirámide inmortal. Egipto —como habrá comprobado el lector si me ha seguido hasta aquí— se había convertido en mi gran fuente de inspiración. Tenía sentido. Sus tres mil años de historia, iniciados mucho antes que la Grecia de los filósofos, estuvieron consagrados por entero a la muerte. Y por eso quise que la principal protagonista de esta novela fuera la Gran Pirámide de Giza, el monumento más colosal de aquel pueblo, ideado para vencer al tiempo y, con él, superar a cualquier vida humana.

Por supuesto, sabía que novelas sobre la Gran Pirámide se habían publicado por decenas. Necesitaba un enfoque diferente. Original. Y fue así que decidí acompañar mi relato de un secundario de lujo: un joven general Bonaparte que, por increíble que parezca, en 1799 tuvo una experiencia en ella cuyo alcance —tan iluminador como una epifanía— llevaba más de dos siglos escamoteando el análisis de sus biógrafos.

¡Era el «conductor» que necesitaba!

Pero entonces, con título, escenario y protagonista decididos y la primera versión de la obra redactada, me ocurrió algo que no estaba en mi guión.

Justo al regreso de mi enésimo viaje a Egipto, mientras pasaba unos días de descanso en la Costa del Sol española para repasar este manuscrito, sufrí un accidente ocular que a punto estuvo de dejarme ciego. De repente, por prescripción médica, me vi postrado en un sofá, en una habitación que me era ajena, en penumbra, con la cabeza mirando al techo, inmovilizado, sin la más remota posibilidad de leer o de escribir. Y en semejante circunstancia caí en la cuenta de algo que me afectó profundamente: mi situación no era muy diferente a la que había hecho vivir al joven Bonaparte en las primeras páginas de esta obra. De hecho, me recordó a la que yo mismo había tenido unos años antes en la propia pirámide de Giza, donde pasé una noche —ilegal por completo— dentro del monumento, y de donde saqué la inspiración para este relato.

Así pues, con todas esas sensaciones gravitando sobre mí, alguien cercano se fijó en el subtítulo que había añadido al borrador (El secreto egipcio de Napoleón) y, tras leerlo, me sugirió que lo elevara a principal.

«¿Y por qué no?», pensé.

La idea me pareció interesante. Llegaba en el momento oportuno. De hecho, me pareció una señal de la Providencia. Y por esa razón, con ese título se publicó por primera vez en marzo de 2002.

Visto en retrospectiva, creo que malinterpreté al destino. A la ligera, coloqué a Bonaparte —en 1799 nadie lo llamaba aún Napoleón— por encima del propósito supremo de la narración, que no era otro que reflexionar sobre la muerte y la inmortalidad, y condené a un segundo plano al coloso pétreo que la había inspirado. Por eso, una década más tarde, habiendo vencido a las tinieblas personales de aquellos días y tras encontrar al editor perfecto para la resurrección de este trabajo, he decidido devolverle el encabezamiento que nunca debió perder, revisar a fondo su contenido y enviarlo de nuevo a imprenta.

La pirámide inmortal es menos oscura que El secreto egipcio de Napoleón. Sigue siendo, quizá, la más esotérica de mis novelas, pero ahora reaparece con menos personajes que la original y con una línea argumental más clara, dentro de lo que permitía la estructura de múltiples capas del «vaciado de alma» de Bonaparte.

Confío, pues, en que la decisión de cambiar su título y reelaborarla la sitúe en su justo lugar y haya hecho que el lector participe del verdadero alcance de esta intensa y trascendente aventura.

Ultramort, Girona.

Verano de 2013