Gran Pirámide, meseta de Giza
12 de agosto de 1799
Tuvo que pensárselo dos veces. No era lógico que con apenas metro sesenta de altura llenara un tanque que era cuarenta centímetros mayor que él. La paradoja, de hecho, lo entretuvo durante un buen rato. En posición de firmes intentó estirar su cuerpo todo lo que pudo hasta comprobar que, en efecto, no podía expandirse más. Por alguna razón lo ocupaba por entero. Era, pues, como si todo su ser se hubiera inflado hasta llenar aquella estructura de piedra.
«¿Pero cómo es posible?».
Bonaparte dudó.
A oscuras, incapaz de ver nada, sepultado bajo la impenetrable epidermis pétrea de la pirámide, no conseguía hacerse a la idea de si algo estaba mutando o no en su organismo. Se sentía extrañamente grande y liviano, como si sus extremidades se hubieran redimensionado al tiempo que sus constantes vitales se iban adormeciendo.
Pronto descubrió que la mente era lo único que tenía despierto. Estaba consciente. Razonaba a la perfección. Pero el resto había dejado de funcionarle poco a poco.
No respiraba.
No sentía el tacto del granito.
Su cuerpo desobedecía cualquier otra orden.
Y entonces, sin avisar, llegó algo que echó a perder el escaso autocontrol que le quedaba.
Primero fue un estallido de luz.
Un punto blanco, muy intenso, apareció en mitad de su campo de visión y se precipitó sobre él a gran velocidad, ocupándolo todo en una fracción de segundo. Le causó un terrible dolor. Bonaparte tuvo la sensación de que aquello había surgido de dentro de su propio cuerpo. Sus pupilas se dilataron de golpe, abrasándose bajo aquella fuerza arrolladora, y al instante se le crisparon todos los dedos. «¡Dios!», quiso gritar. Pero no pudo. Su lengua había desaparecido. Sencillamente no estaba donde siempre. Y sus oídos habían dejado de percibir el tenue zumbido del silencio.
Durante un tiempo impreciso aguardó a que el dolor se apagara.
«¿Qué me pasa?».
Y justo cuando creyó que empezaba a recuperarse, una segunda descarga lo fulminó del todo.
Fue una réplica exacta de la anterior. Poderosa y terrible. Abrasadora.
Aquello volvió a explotarle dentro del cráneo dejándolo exhausto y desesperado.
«¿¡Qué me pasa…!?», se angustió.
El horror se había instalado en él.
Y a continuación llegó la nada.
El vacío.
El silencio.
Nunca supo cuánto tardó en restablecerse de aquel nuevo impacto. Pero, como si tratara de justificarlo, Bonaparte se aferró a la idea de que aquello, por fuerza, debía de formar parte de la «prueba de la pirámide».
«Es un proceso que se logra con dolor», recordó que le había advertido Buqtur. Y una idea perturbadora se instaló en su mente:
«¿Y si me estuvieran avisando de algo?».
El general se concentró entonces en la oscuridad que gravitaba sobre él. No sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados, pero, aun así, hizo un esfuerzo titánico por romper la tiniebla.
Gracias a ese empeño sucedió algo… revelador.
La oscuridad que hasta ese momento había dominado el recinto empezó a transformarse en una luz verdosa.
Fue como si hubiera estado ciego toda su vida y ahora viera por primera vez. De repente fue capaz de admirar de nuevo las enormes losas que techaban la estancia. Desde el interior de su sarcófago distinguió sus juntas, sus minúsculas grietas y hasta el brillo de sus impurezas con una nitidez que nunca había experimentado antes. Sin embargo, por mucho que se esforzó no acertó a identificar dónde estaba la fuente de aquel fulgor. La luz presentaba la misma intensidad mirara donde mirara, como si fuera la propia piedra la que lo emitiera.
Entonces —contra todos sus temores— logró incorporarse. Su repentina agilidad lo llenó de júbilo. Y echando un vistazo a su alrededor comprobó que toda la sala estaba bañada por la misma luminosidad.
No era una alucinación.
Aquellas dos misteriosas descargas habían obrado un extraño milagro en su maltrecho cuerpo. Podía moverse aunque no sintiera sus extremidades. Podía hablar aunque no encontrara su boca. Incluso veía aunque no supiera tener los ojos abiertos.
«¡Qué extraño…! —barruntó, recordando de repente las desesperadas advertencias de Nadia en su lecho—. ¿Y si estoy muerto?».
—¡Vuestra intuición es acertada, Sultán de Occidente!
El impresionado Bonaparte dio un respingo.
Una voz grave pero amable, de varón de garganta áspera, había hablado a su espalda.
—¡Volveos! —lo instó—. ¡Miradnos!
Cuando se giró hacia el lugar de donde procedía la orden descubrió dos siluetas verdes, muy brillantes, que habían entrado sabe Dios cómo en el interior de la cámara. Su aspecto era extraño, irreal, como si no estuvieran verdaderamente allí, sino que fueran un remoto reflejo, una imagen perdida en la superficie de un estanque.
—¡No os asustéis! —volvió a hablar—. Somos los encargados de guiaros en este nuevo plano de vuestra existencia.
Sin saber qué decir, Bonaparte trató de adivinar dónde había escuchado antes aquel peculiar timbre de voz. Dónde se había sentido envuelto por aquellas palabras firmes y esclarecedoras. En qué lugar se habían dirigido a él por primera vez como Sultán de Occidente. Pero lo que más le llamó la atención fue comprobar que aquel hombre le hablaba sin mover los labios, como si fuera capaz de colocar esas palabras dentro de su cabeza.
La silueta despejó sus dudas al instante:
—Soy el Viejo de la Montaña, querido Bunabart. O aún mejor —precisó—, soy el verdadero Balasán. ¡Su ka! La esencia eterna de aquel que prometió mostraros el don de los dioses.
«¿Pero cómo podéis…?».
—¿… hablar vuestro idioma? ¿Leer vuestra mente? ¿Hablaros sin abrir la boca? —se adelantó a todas sus dudas—. Estáis en el umbral del Amenti, Bunabart. Del más allá de los antiguos. Aquí no sufrimos las limitaciones de nuestros cuerpos. Nuestras mentes no necesitan articular sonidos para comunicarse.
El general contempló con asombro aquellas dos figuras. Al contrario de lo que había estimado al descubrirlas, no eran iguales. La segunda, muda, lo escrutaba con una mirada tensa. Tenebrosa. Como si aguardara el momento propicio para abalanzarse sobre él. De algún modo sintió que también deseaba hablarle. Que pretendía advertirle de algo. Pero Balasán debió de percibir la extraña corriente que se había abierto entre ellos porque enseguida se aprestó a interrumpir su flujo.
—¿Todavía deseáis la inmortalidad, Bunabart? —dijo.
«Sin duda».
—Recordáis que los faraones debían superar ciertas pruebas antes de llegar a ella, ¿verdad?
Bonaparte no respondió.
—Lo hacían nada más morir.
«¿Le estaba hablando de una prueba post mortem?», se inquietó.
El brillo del ka de Balasán aumentó, como si hiciera acopio de nuevas fuerzas antes de responder.
—Esta pirámide reproduce a escala los laberintos a los que se enfrenta el alma humana cuando viaja al Más Allá —le dijo—. Como os enseñé en Nazaret, fue el dios Toth quien entregó a los primeros reyes de Egipto los planos de esta prodigiosa «máquina de la inmortalidad». Y lo hizo para que la construyeran en piedra y sirviera a los humanos de lugar de preparación, de iniciación, para el viaje que vos acabáis de emprender.
«¿Viaje? ¿Qué viaje?».
—El viaje hacia la eternidad, naturalmente.
El ka del anciano Balasán percibió el estremecimiento de su interlocutor.
«Entonces, ¿estoy muerto?».
—Lo estáis, Bunabart.
«¿Y vos?».
Sus cejas se arquearon.
—Digamos que los sabios azules sabemos cómo movernos entre los dos mundos —sentenció—. Por eso somos buenos guías de almas.
El silencio que siguió a aquella frase se hizo eterno. Las tres sombras se miraron sin decir nada. Por un momento sus cuerpos irradiaron algo más de aquella luz mortecina mientras se afanaban en encontrar la palabra con la que retomar la conversación. ¿Pero cómo explicarle a un guerrero que había perecido sin desenvainar su espada siquiera? ¿Cómo hacerle entender que su muerte era, en realidad, una bendición?
Entonces Bonaparte estalló:
«¡No necesito un guía, maldita sea! Me prometisteis la inmortalidad, Balasán…, ¡y me habéis matado!».
Su cólera hizo chispear a las dos siluetas.
—Sin pasar por la muerte no se puede encontrar el camino de la vida eterna —le replicó—. Si estuvierais vivo no habría ceremonia Sed. No estaríais aquí.
Y a continuación el mismo ka se aprestó a serenarlo:
—Vamos, tenemos mucho que hacer.
«¿Qué hacen los muertos?» —preguntó amargo.
Pero Balasán ignoró su ironía.
—Veamos qué habéis aprendido de la antigua religión egipcia. ¿Recordáis cómo acabó Set con su hermano Osiris?
Bonaparte, más aterrado que lleno de ira, sacudió la cabeza incapaz de responder.
—Set lo invitó a una fiesta junto a otros setenta y dos huéspedes —explicó tranquilo el ka de Balasán—. El momento más importante de aquella celebración fue cuando les presentó un rico sarcófago que había tallado con sus propias manos. ¿Recordáis? Era una maravilla. Y Set, orgulloso de su obra, apremió a sus invitados a que lo probaran. Que se tumbaran en él y vieran los exquisitos acabados de sus textos e inscripciones. Para animarlos, prometió que aquel cuyo cuerpo coincidiera exactamente con las medidas del cofre recibiría aquel tesoro como regalo.
«Sí… Lo recuerdo. También me lo explicasteis en Nazaret», refunfuñó sin mover tampoco sus labios.
—Entonces recordaréis cómo, uno por uno, aquellos setenta y dos se tendieron en el arcón sin que a ninguno le quedara ajustado. Cuando le llegó el turno a Osiris, todo cambió. Nada más acostarse en su interior descubrió que aquella caja tenía sus medidas.
«Y Set lo aprovechó para sepultarlo en vida y arrojarlo al Nilo —barruntó en tono de reproche—. No hay nada tan terrible como la traición».
—Vos sois hoy un reflejo perfecto de aquel Osiris, Bunabart. Os habéis tumbado en el sarcófago de un viejo dios y habéis comprobado que tenía vuestras medidas. Y lo habéis hecho de la mano de unos traidores…
—¡No son traidores! ¡Son servidores leales de Set! ¡Han cumplido con su misión!
Otra voz, más seca y terrible que la de Balasán, se cruzó en su cabeza. Bonaparte supo al instante que procedía de la segunda silueta.
«¿Y tú quién eres?», titubeó, clavando su mirada en su desconcertante y tenebrosa energía.
—¡No creáis todo lo que os dice el Viejo de la Montaña! —fue cuanto respondió.
La orden de aquella criatura vino acompañada de un extraño dolor. Por alguna razón, mientras los ojos del segundo ka resplandecían como el oro, los músculos de Bonaparte comenzaron a arder inyectándole un dolor profundo e insoportable. A cada nueva sílaba que pronunciaba, más se intensificaba aquel sufrimiento. Por un instante tuvo la sensación de que el ka se lo estaba provocando deliberadamente, como si toda su función fuera la de hacerle daño.
—Eso que sentís —añadió en tono sádico— es el rescoldo de vuestra antigua vida. El dolor es el último lazo que os une a ella. Si me hacéis caso, os devolveré al mundo del que venís. Si no, os quedaréis para siempre en esta existencia lúgubre e incorpórea.
El ardor creció hasta lo insoportable.
«¡Basta! —chilló—. ¡Callaos, por favor!».
El ka del anciano Balasán se agitó, interponiéndose entre ambos.
—Es Omar Zalim, un hijo de Set —dijo—. Ha venido para equilibrar la balanza de tu juicio final. Solo tú decidirás a quién escuchar. A la luz o a la sombra. A la vida eterna o a la falsa vida.
Aquellas palabras cayeron sobre Bonaparte como un bálsamo benefactor. Un agua invisible que apagó el terrible ardor de su cuerpo y le devolvió la serenidad.
—Esto es lo que ahora debéis saber —prosiguió—. Habéis muerto. Habéis dejado de existir como otrora hizo Osiris. En este momento no sois más que la esencia del ser que un día fuisteis. ¿Os habéis preguntado por qué si no habríais de ver en la oscuridad? ¿Por qué si no habríais de tener esa sensación de revisión de la vida por la que habéis pasado en las últimas horas? ¿O es que tumbado en ese sarcófago no se os han mostrado los momentos más importantes de vuestra búsqueda de la vida eterna? Eso, querido Sultán de Occidente, solo se ofrece a los muertos.
Bonaparte tardó un instante en reaccionar. Estaba profundamente turbado.
«¿Y así nos morimos? ¿Sin más? ¿Sin apenas darnos cuenta?». Una oleada de angustia se instaló en su invisible garganta.
—No debería preocuparos tanto —lo consoló Balasán—. A fin de cuentas, el Creador ha dado a los hombres un alma inmortal. Esa es vuestra verdadera naturaleza. Lo único que habéis dejado atrás es vuestro cuerpo. Un armazón de materia perecedera que solo produce decepción, creedme.
El general retembló.
—¡No lo escuchéis! —gritó el otro ka, resucitando aquellos insoportables ardores—. Os prometerá una inmortalidad sin cuerpo. Una vida eterna en el espíritu. Y lo que vos queréis es la resurrección de Osiris. La de Jesús. La del regreso a la vida.
La invisible boca de Bonaparte se abrió para tragar aire. El fuego era intenso. Le hacía daño.
—¿Y qué tiene de malo la vida eterna? —replicó el ka del Viejo de la Montaña—. Vivir de verdad no es más que desprenderse de un cuerpo gastado. La verdadera vida es la muerte, la verdadera muerte es la vida. El Creador os asignó uno para que apreciarais la materia que también creó, pero lo hizo por un tiempo limitado. Sois una parte de Él. De su esencia. Y, como tal, en vuestro destino está retornar a Él. Los humanos no comprendéis que vuestro origen y vuestro fin es convertiros en Dios mismo. Os integraréis en una conciencia tan grande como el universo, lleno de infinita sabiduría y amor. Os expandiréis.
«Pero ¡tan pronto! —Una ola de pánico lo recorrió de arriba abajo—. ¿Por qué he de morir tan pronto? ¿Por qué así, sin honor ni batalla?».
—Vinisteis a por la vida eterna… y ya la tenéis —añadió el ka de Balasán—. ¿Qué más queréis?
—¡Regresar al mundo con ella! —bramó el otro ka en su nombre.
Aquellas palabras lo desarmaron.
De repente comprendió que aceptar lo que el Viejo de la Montaña le ofrecía era continuar su camino por los pasillos del más allá prefigurados en aquella pirámide. Avanzar por ellos y no mirar atrás. Dejar inconclusos sus proyectos, su campaña militar en Egipto, su anhelo por cambiar la historia de Francia, Nadia…
—Oh, sí, Nadia —sonrió el espectro de Balasán, leyendo su mente una vez más—. También ella ha ayudado a cerrar vuestro ciclo osiriano.
Bonaparte puso cara de no comprender.
—Así es. Como hiciera Isis en la noche de la humanidad, también ella os ha extraído el don de la vida después de muerto.
«¿De qué habláis?».
—Todo estaba escrito. Nadia os sacó de vuestra muerte cotidiana, esa que llamáis vida, y os hizo vivir en el momento de unirse a vos. Y después os ha enviado aquí, a lo que creéis que es la muerte, pero que en realidad es el umbral de la auténtica vida.
Bonaparte dio un nuevo respingo. El ka se compadeció.
—Todo estaba escrito —repitió—. Pero aún os queda una última decisión. Si tras este vaciado y pesaje de vuestra alma que habéis experimentado decidierais recorrer los pasadizos del más allá, vuestra esencia permanecería en la Tierra a través del vientre de Nadia. Esa y no otra será vuestra inmortalidad física. No hay más. Vuestro fruto será como el halcón Horus, el hijo de esos dioses que hicieron el amor después de muertos.
«¿Si decidiera? —se escamó—. ¿Qué quiere decir eso? ¿Acaso tengo otra opción?».
—El muerto que ha sido pesado por Maat y ha sido hallado puro, que ha demostrado una búsqueda sincera de la vida eterna, puede dirigirse adonde quiera —musitó el ka de Balasán—. O bien regresa a la tierra de la que viene, o bien viaja a las doce regiones del mundo inferior, o bien se dirige hacia las estrellas y se convierte en una de ellas. Es lo que dice nuestro Libro de los Muertos.
«Entonces, ¿puedo elegir mi camino? —preguntó—. ¿Aún puedo volver?».
El general había asumido ya que era un ka. Que su cuerpo había quedado atrás sin remedio. Y que su conciencia residía ahora en su esencia primordial. Pero las últimas palabras del anciano le hicieron dar un paso atrás.
—¿Lo veis? ¿Os dais cuenta del engaño? —se conmovió el ka de Omar Zalim, agitándose en las tinieblas, desesperado—. Los sabios azules llevan siglos hurtando así la vida eterna a los humanos. ¡No caigáis en su trampa! ¡Exigid lo que os pertenece! ¡Volved de la muerte!
El pecho de Napoleón Bonaparte estuvo a punto de reventar de dolor de nuevo. Tuvo que agazaparse otra vez en el sarcófago para recomponerse, pero en cuanto la voz ardiente de Zalim calló, logró sobreponerse. Un millón de sensaciones encontradas comenzaron a girar en ese momento por su cabeza. La advertencia de Nadia. La insistencia de Buqtur por llevarlo hasta allí. Las turbadoras imágenes sobre su destino. Los pronósticos del astrólogo parisino. Su persecución del inmortal perdido, el conde de Saint-Germain. Todo, absolutamente todo, se comprimió en un suspiro en los pliegues de su conciencia hasta implosionar en una certeza.
«¿A cuántos hombres se les ha dado a elegir su camino, maestro?», preguntó a Balasán, levantándose del sarcófago decidido a resolver aquello.
—A muy pocos —respondió.
«Y supongo que la mayoría eligieron el sendero que vos proponéis, ¿verdad?».
—El camino de los sabios. Así es.
Bonaparte clavó su mirada de ultratumba en el anciano como si le reservara una sorpresa. Después, sereno, miró la negrura de Omar.
«Pues creo que yo no soy uno de ellos, maestro —dijo. El reflejo del sabio azul retembló—. He tomado una decisión, maestro Balasán. Y no es la que me sugerís. Deseo regresar».
Los dos kas contemplaron mudos a su interlocutor.
Solo el Viejo de la Montaña, al fin, tomó la palabra.
—¿Decidís, pues, resucitar a la carne tal y como lo hicieron Osiris o Jesús antes que vos? ¿Regresar al mundo del sufrimiento, a la cárcel de la materia?
«Sí. Ese es mi deseo».
—En ese caso —bajó la mirada apenado—, vuestra voluntad será cumplida.
«¿Volveré a la vida, a mi cuerpo?».
—Volveréis a la muerte, Bunabart.
«¡Mi destino está ahí!».
—Quizá. Pero debéis saber que cuando llegue vuestra nueva hora, os esperará otro nuevo juicio en este lado. Otro pesaje del alma. Y entonces, con una vida cargada de faltas, no tendréis la misma facilidad para ascender hacia la luz.
«Asumo ese riesgo. Quiero volver», insistió.
—¿Y la vida eterna? ¿Se la entregaréis antes de devolverlo? —se agitó el ka de Omar Zalim a su lado.
El Viejo de la Montaña se volvió por primera vez hacia aquella energía que se había pegado a él, alimentada por un deseo de venganza ancestral. Lo escrutó y mirándolo como quien se compadece del ignorante, sentenció:
«Este hombre ha muerto en la pirámide y regresará ahora a la vida. ¿Qué más prueba necesita de su inmortalidad?».