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La roca de Maadi, al sur de las pirámides, impidió a Tagar adivinar qué estaba sucediendo al otro lado de la de Keops. Los franceses —según los cálculos de su maestro— debían haber llegado justo antes del anochecer.

El atento ángel de la sonrisa parecía preocupado. Había acompañado a su maestro hasta el momento en el que Nadia ben Rashid había cumplido con su misión, desfalleciendo a Bonaparte. Sabía, por tanto, que ahora le tocaba equilibrar aquel acto con el de la muerte y completar así la iniciación del elegido. La balanza de Maat dependía de ello.

Hacia las nueve de la noche el cuerpo estrellado de Nut —la diosa egipcia de la bóveda celeste— cubría ya las pirámides. El Viejo de la Montaña había pasado sus últimas horas salmodiando ante el cadáver de Omar Zalim. Le había explicado que lo que pretendía con aquella ceremonia era retener el ka del Hijo de Set para que pudiera acompañar al suyo a su última misión.

—Pero, maestro, ¿resistiréis ese trance? —le preguntó.

Balasán lo atravesó con aquellos ojos azules que parecían iluminarse en los momentos más importantes. Y sin perder ni un ápice de la serenidad ganada con los rezos le explicó que la ingestión del bebedizo despegaría el ka de su cuerpo y lo dirigiría al encuentro con el extranjero.

—No temas por mí, Tagar —susurró—. Preocúpate solo de arropar mi cuerpo mientras cumplo con mi misión.

Aquel era, en realidad, un momento hermoso para ambos. Desde hacía diecisiete siglos nadie había recibido aquella instrucción celestial de manos de su estirpe. Ningún humano había merecido el honor de recibir la ayuda de los dioses para alcanzar la vida eterna durante la existencia terrenal. Y esta vez todo se estaba desarrollando en paz.

Tagar, su joven compañero, sin embargo, estaba inquieto. Para que el ceremonial Sed funcionara y los kas de los dos cuerpos inertes que tenía frente a sí hicieran lo que estaba escrito, Napoleón Bonaparte debía estar muerto.

La cuestión era: ¿lo estaría ya?

Nunca antes se había dejado llevar solo por el instinto. Ni siquiera sabía si sería capaz de suspender su juicio y participar en lo que, sin duda, parecía una etapa más en la «prueba de la pirámide» a la que se había dejado llevar. Pero el general ya no tenía nada que perder.

Y decidido, extendió sus manos en busca del tacto liso y gélido del granito.

Tras localizar el perfil del tanque justo donde lo recordaba, se encaramó a uno de sus extremos y se tumbó cuan largo era en su interior. Estaba dispuesto a aguardar a que los acontecimientos se sucedieran sin su intervención y a resolver aquella embarazosa situación por la más pasiva de las vías.

«¿Qué quiso decir Elías con que vaciara aquí mi alma para dejármela pesar?», se preguntó mientras apoyaba su espalda contra el fondo del tanque.

Respiró hondo.

Lo hizo una, dos, tres veces.

Cerró los ojos.

Puso la mente en blanco.

Estiró piernas y brazos hasta lograr acomodarlos y olvidarse de ellos.

Y cerró los ojos.

Fue entonces cuando Napoleón Bonaparte hizo un descubrimiento terrible: aquel ataúd tenía exactamente sus medidas…