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Meseta de Giza

Tarde del 12 de agosto de 1799

El viaje hasta Giza se hizo en una enorme barcaza con la bandera tricolor de la República ondeando en el palo mayor. Al subir a bordo, el general Napoleón Bonaparte ahogó un quejido. Llevaba ya un año en Egipto y no podía por menos que lamentar lo vanos que habían sido sus esfuerzos por implantar aquella enseña entre los egipcios. Estos habían decidido repudiar todo lo que viniera de Europa, incluyendo las festividades paganas ideadas en París, sus símbolos o sus pomposos desfiles civiles.

Sobre la cubierta de su transporte le aguardaban el general Kléber, una escolta de veinticinco hombres con sus mosquetes cargados, su intérprete Elías Buqtur, el capitán de la embarcación y cuatro asnos con sus alforjas bien provistas de agua y víveres.

Nada más levar anclas, el capitán les informó de que atravesarían El Cairo navegando por los antiguos canales de regadío del Nilo hasta alcanzar Giza. El desbordamiento anual de sus aguas permitía en esas fechas una experiencia única: parte de la ciudad se convertía en una especie de Venecia, inundando casas, mezquitas, calles y almacenes. Y nadie parecía enojarse por ello. Para los egipcios el desbordamiento llevaba siglos siendo señal de bendición y de fertilidad. El país se garantizaba así otro año de cosechas y riqueza.

—Si me lo permitís, señor, debo haceros una pregunta —interrumpió Jean-Baptiste Kléber, que había esperado a que el responsable del barco terminara con sus ceremoniosas explicaciones. Ambos hombres caminaron hacia popa, alejándose del grupo en busca de un lugar discreto en el que conversar.

—Os escucho, general.

Kléber, entonces, estalló:

—¿Estáis seguro de lo que vais a hacer?

—¿A qué os referís?

—Señor, habéis aceptado someteros a un ritual mágico cuyo alcance desconocemos. Vamos a cruzar una zona poco vigilada, y no quisiera que nos viéramos envueltos en una emboscada. Por otra parte… —el gigante alsaciano titubeó— sabéis tan bien como yo que la hechicería de este pueblo es muy poderosa.

—No debéis preocuparos por eso —lo tranquilizó Bonaparte—. Voy protegido.

—¿Protegido? ¿Os referís a protegido mágicamente?

Él asintió rememorando la cálida «ceremonia» de Nadia.

—¿Acaso os extraña? —dijo—. ¿Precisamente a vos, general?

Kléber calló.

—¿No formáis parte, general, de la misma logia masónica en la que mi padre y mi hermano mayor, José, fueron iniciados? ¿No os contáis entre los que creen en el poder de la magia y confiáis en ellos incluso vuestra seguridad personal? No creáis que he olvidado vuestra pasión por los símbolos mágicos o por el tarot… Vamos —masculló Bonaparte—, no podéis asustaros por una prueba de valor dentro de un viejo monumento.

El general sintió que sus mejillas se acaloraban.

—Sí. Tenéis razón.

—Lo que me espera en la pirámide debe de ser una suerte de iniciación, muy parecida a las de vuestra logia. Ya sabéis, un rito en el que morir para resucitar después.

Kléber simuló sorpresa.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Hablo en símbolos, general. Quien muere, Jean-Baptiste, vive para siempre —susurró en confidencia—. Quien se aferra a esta vida muere eternamente.

—No… No os comprendo, señor. Estáis muy metafísico esta tarde.

—Fue lo que anoche vino a decirme un ángel a mi dormitorio, querido amigo —sonrió—. Tampoco es que yo alcance a comprenderlo del todo. Pero quizá hoy…

—Permitidme que desconfíe de ángeles como ese, señor —lo atajó Kléber, seco, mientras perdía su mirada en la espuma que formaba la quilla de la barcaza en su avance—. Conozco los rituales europeos de iniciación, pero no los egipcios. En Francia, señor, son célebres las historias de personajes que alcanzaron la inmortalidad, como Nicolás Flamel o el conde de Saint-Germain…

—Todos y cada uno de esos relatos me son familiares, Kléber.

—… Pues de ellos nunca se dijo que hubieran tenido que morir para vivir.

Bonaparte escrutó severo a su hombre antes de corregirlo.

—No debe de haber tanta diferencia entre sus ritos y los nuestros. En París, querido amigo, se rumoreó que Saint-Germain acudía a una pirámide de la Costa Azul para regenerarse. Tal vez moría y renacía allí. En una pirámide. ¿Sabéis? Tengo la impresión de que hoy me será mostrado algo parecido. Quizá acceda a la antigua ciencia de la vida y pueda enseñárosla…

La mirada del joven Bonaparte relampagueó al decir aquello.

—¿Y si descubrir esa ciencia implicara que tuvierais que quedaros en Egipto?

Bonaparte dio un respingo. Hubo algo en el tono de aquella pregunta que no le gustó:

—¿Qué insinuáis, Kléber? Estoy en Egipto por mi voluntad. Si debo permanecer aquí, lo haré. Si tuviera que abandonar esta tierra, también lo haría.

El gigante no preguntó más. Los dos permanecieron en silencio durante un buen rato, sin que tampoco Elías o ninguno de los miembros de la tripulación se atrevieran a molestarlos.

El joven Bonaparte volvió a hundir sus pensamientos en la extraña noche que había pasado con Nadia. Casi todos sus recuerdos se reducían a colores, olores y un sabor dulzón y espeso que aún tenía en la boca. Y, si acaso, a la extraña sensación de haber «muerto» a su lado. Jamás le había ocurrido una cosa así. Nunca había estado en la cama con una mujer sin haber despertado con sensación de triunfo. Y, pese a la íntima angustia que ahora lo invadía, otro anhelo lo corroía: ¿tendría ocasión de verla otra vez?

El resto de la navegación fue plácida y se desarrolló sin contratiempos. Llegaron a Giza sobre las siete y media de la tarde, justo a tiempo de ver cómo el disco solar caía por detrás de la pirámide más pequeña del lugar.

—¡Bienvenidos a Rostau! —exclamó Elías nada más poner pie en arena, a apenas ochocientos metros de la meseta sobre la que se alzaban las pirámides.

—¿Bienvenidos a… qué?

—A Rostau, mi señor —respondió ufano a Bonaparte—. Así llamaban los antiguos egipcios a este lugar. Significa «el reino de Osiris» o «lugar de la eternidad». ¿Sabía que creían que esto era una especie de copia terrestre a escala del Más Allá a donde van las almas de los muertos?

—¿Copia terrestre?

—Los egipcios, señor, pensaban que su tierra nació como un reflejo del paraíso. Cada edificio, cada ciudad o pueblo que ellos levantaron junto al Nilo fue para imitar algo que ya existía en ese reino del más allá. El río, por ejemplo, era un eco de la Vía Láctea. Y estas pirámides el reflejo de ciertas estrellas del firmamento nocturno.

Bonaparte echó un vistazo a la meseta y le extrañó no ver a nadie en toda aquella inmensa extensión de arena dorada. Por un instante le vinieron a la memoria las imágenes de la Nazaret vacía en la que aparecieron como por ensalmo, sin cabalgaduras ni equipaje, los sabios azules. Pero allí no estaban ellos ni tenían tampoco dónde esconderse de su mirada.

«Prometieron que vendrían», pensó.

Al llegar al lugar de desembarco, sus hombres colocaron un raquítico puente de tablas cerca de la proa de la barcaza. Media hora más tarde el grupo y las monturas habían alcanzado la base de la Gran Pirámide y seguían sin ver a nadie en los alrededores. La colosal Esfinge, enterrada hasta el pecho, había quedado atrás con su sempiterna mirada clavada en el este. Tampoco allí habían visto un alma.

Tras rodear la mayor y más perfecta de aquellas montañas artificiales y alcanzar su cara norte, Elías Buqtur ordenó que el convoy se detuviera.

—En verdad es una obra de titanes —resopló mirando a Bonaparte.

—Se entra por este lado, ¿no?

Buqtur sonrió. Su señor tenía buena memoria. Había visitado por primera y única vez aquel lugar hacía ya casi un año, justo tras derrotar a los mamelucos en la que él mismo bautizaría como Batalla de las Pirámides. Entonces no entró en ella. No lo consideró necesario. Ahora, en cambio, parecía tener prisa por hacerlo.

—Los únicos accesos están en esta cara del monumento, en efecto: uno, el original, se encuentra a la altura de la decimoquinta hilera de bloques. Allí —dijo Buqtur señalando una especie de dintel a dos aguas, anómalo entre tanta hilera horizontal de piedras—. El otro fue abierto por el califa Al Mamún para saquear sus tesoros. Lo veréis un poco más abajo, en la quinta hilera.

—Parece una grieta.

—Y lo es, señor.

Kléber localizó también aquellos dos huecos en la colosal pared caliza del monumento y envió una avanzadilla para que los exploraran y se aseguraran de que no había nadie oculto en su interior.

Hacia las ocho de la tarde, con el sol muy bajo y la meseta teñida de tonos naranjas, Bonaparte, Kléber y Buqtur tomaron la decisión de entrar. Habían esperado un tiempo prudencial por si se aproximaba algún comité de sabios azules como en Nazaret, pero al parecer a nadie salvo a ellos parecía interesarle pisar Giza en aquella jornada de agosto. Bonaparte y su fiel intérprete no se dieron por vencidos y forzando su entusiasmo animaron al gigante alsaciano a que tomara algunas antorchas y los acompañara con tres de sus hombres hasta el vientre del monumento.

Jean-Baptiste Kléber aceptó encantado.

El grupo se aproximó a la brecha abierta por Al Mamún con cierta precaución. Tenía la altura aproximada de un hombre y la anchura justa para que entraran de uno en uno. A la luz del ocaso, sus bordes irregulares parecían dientes de una boca deformada, dispuestos a devorarlos.

—Esta entrada es muy diferente a la original —les explicó Buqtur al encender las antorchas, ya dentro del monumento—. La otra da a un corredor descendente de ciento ochenta metros de largo y apenas metro y medio de alto que lleva a una sala subterránea sin interés. Esta, la abertura de Al Mamún, nos llevará en cambio a las cámaras importantes. Estuvieron ocultas hasta que ese árabe las descubrió hace setecientos años.

Una estampida de murciélagos detuvo su explicación. Aquel lugar olía a ácido. Y a cerrado. ¿Cuánto hacía que nadie transitaba por allí? Uno de los dragones de Kléber se persignó temeroso.

—¿Vamos? —preguntó Buqtur, comprobando que los militares seguían tras él. Pese a su mayor corpulencia, el intérprete hacía gala de una agilidad envidiable.

—¡Claro! —asintió Bonaparte.

—El corredor que vamos a ascender tiene un ángulo de veintiséis grados de inclinación —comentó entonces al alcanzar el final del pasillo de Al Mamún. El eco de sus palabras se perdía estructura adentro, en la tiniebla más absoluta—. Como pueden ver, están hechos de roca pulida. Deben cuidar de no resbalarse.

Bonaparte adelantó su antorcha por el hueco que se abría ante ellos. Un camino oscuro como la boca del lobo, cuadrado y estrecho como una chimenea, ascendía hacia el infinito, perdiéndose pirámide adentro. Sintió un estremecimiento extraño, mitad temor mitad excitación, que lo empujó a ponerse en cuclillas y adaptarse a las escuetas dimensiones del canal.

—¿Cuántas veces has estado aquí ya, Elías? —le preguntó.

—Muchas, señor. Mi familia se ha encargado desde hace generaciones de recorrer estas salas. La primera vez que vine con mi padre tenía solo diez años.

—Y pasaste miedo, supongo.

—Miedo, no. Terror.

Bonaparte y los dragones sonrieron.

Los seis hombres comenzaron el lento ascenso por esa especie de alcantarilla practicada en la pirámide, aferrándose a las paredes para no deslizarse hacia abajo.

—¿Y tienes idea de por qué han fallado a su cita los sabios azules? —preguntó a quemarropa a Elías, nada más comenzar a subir.

—Tal vez nos esperen arriba, señor. ¡Ánimo!

El eco de Buqtur trepó a toda velocidad por aquel infecto pasadizo inclinado, indicando que aún les quedaba un buen tramo por vencer. La sensación de claustrofobia se iba cerniendo sobre ellos a cada paso. Kléber, que cerraba la marcha, maldecía en voz baja a los antiguos arquitectos de aquella especie de ratonera. Allí sus casi dos metros de altura eran una pesadilla. Elías, mientras tanto, continuaba parloteando sin cesar, tal vez intentando mitigar la opresiva sensación de saberse sepultado bajo tres millones de piedras:

—¿Sabéis, señor? Algunos creen que la pirámide imitaba el recorrido que las almas deben hacer en su camino hacia el más allá. Dicen que dejaban al faraón solo aquí dentro para que recorriera a oscuras estos pasajes y fuera acostumbrándose a lo que le esperaría al morir…

—¿Solo?

—Sí, mi señor.

El sobrecogido Bonaparte apretó el ritmo de ascensión como queriendo desoír aquel último comentario. Realmente parecía que se los hubiera tragado la muerte.

Cuando menos se lo esperaban, el corredor desembocó en un suelo horizontal, liso, hecho de losas enormes, donde pudieron al fin ponerse de pie. Fue la llama de las teas la que les indicó que el techo había desaparecido y que, al fin, podían erguirse.

—¿Dónde estamos? —preguntó Bonaparte.

—¡En el corazón de la pirámide, señor!

Buqtur se sacudió el polvo de su camisola negra y animó a la comitiva a juntar sus antorchas. Cuando la luz aumentó de intensidad todos levantaron la mirada.

—¡Diablos del infierno…! —exclamó Kléber—. ¡Esto es inmenso!

En efecto. Frente a ellos, como por arte de magia, se alzaba una bóveda de casi nueve metros de altura, a dos aguas. Una segunda rampa ascendía bajo ese cielo hacia alguna estancia superior, mientras que, justo a sus pies, se abría un nuevo pasillo —esta vez horizontal— que se perdía en la negrura. Kléber dejó a un dragón apostado en aquel cruce de pasillos y esperó las nuevas indicaciones de su guía.

—El lugar más sagrado está allá arriba —Elías lo sacó de dudas—. ¿Subimos?

—¿Aún más?

—Vamos, señores —sonrió—. El gordo soy yo. No dejen que la pirámide los venza, por favor.

A ambos generales la galería se les antojó el núcleo de un enorme mecanismo de relojería. No contenía ni un adorno, ni un jeroglífico sobre sus paredes; nada. Por un momento se sintieron como insectos dentro de la torre de un reloj, incapaces de comprender lo que estaban viendo. Cada poco surgía un pequeño nicho de uso inextricable o una grieta que prometía sorpresas. Y gravitando sobre ellos, como los voladizos de un tejado, siete cornisas de gran longitud atravesaban de parte a parte el lugar esperando el encaje con alguna rueda dentada invisible.

—¡Subamos, pues!

Bonaparte parecía extasiado. Las tripas de la pirámide lo habían hechizado.

—¿Qué hay allá arriba, Elías? —preguntó ya a media rampa, custodiado por sus dragones.

—La cámara real, mi señor.

—¿La cámara real?

—Sí. La que alberga el sarcófago del faraón.

—¿Estuvo enterrado alguien aquí dentro?

—En realidad nadie lo sabe, señor. —Jadeó, tratando de alcanzarlo—. Nunca se encontró momia alguna ahí dentro. Ni siquiera cuando Al Mamún profanó la pirámide y entró en ella por primera vez.

—¡Suban todos! ¡Tienen que ver esto!

El gigante Kléber había resbalado un par de veces antes de descubrir cómo debía colocar sus botas sobre aquella superficie para no caerse. Pero, una vez entrenado, había trepado como un gato hasta la cumbre y los conminaba a seguirlo.

—¡Es una cámara magnífica! ¡Venid, general!

En verdad, aquel lugar era mucho más impresionante que todo lo que habían dejado atrás. Bonaparte resopló al verlo bajo la luz de su antorcha. Aunque tenía las paredes oscuras, los gránulos de mica y feldespato de las paredes relumbraban allí como diamantes. El recinto tendría unos diez metros de largo por cinco de ancho y se había construido con grandes losas alineadas meticulosamente sobre suelo, paredes y techo. Al fondo de la estancia, un sarcófago del mismo material, roto por una de sus esquinas y sin tapa, aguardaba en silencio, desocupado.

—Este es lugar de iniciación —murmuró Elías—. La logia de celebración del rito Sed.

—… Y vacío —añadió Bonaparte decepcionado.

—Sí. Vacío, mi señor.

—¿Por qué nadie nos espera, Elías? ¿Hemos llegado tarde?

El copto, todavía sofocado por el esfuerzo de la ascensión, respondió en cuanto recuperó el fuelle:

—No lo creo, mi señor —dijo.

—¿Y entonces? ¿Dónde están los sabios azules? ¿No iban a entregarnos aquí el secreto que nos prometieron en Nazaret?

Buqtur resopló un par de veces más antes de recuperarse. Al contrario que los extranjeros, a su rostro no asomaba ni rastro de inquietud.

—En realidad, señor, eso es porque el único convocado sois vos —dijo mirando a los hombres armados que los acompañaban.

—¿Qué quieres decir?

—Que quizá no ocurra nada si no os dejamos aquí solo, señor.

—¿Solo?

—Los sabios azules dejaron claro que os esperaban a vos. Tal vez mientras sigamos estando todos aquí no aparezcan. Tal vez… —dudó— no sean ellos sino la propia pirámide la que os hable.

—No me gustan tus conjeturas, Elías.

Buqtur frunció el ceño:

—Ignoradlas, entonces. Pero nosotros —añadió mirando a Kléber— sobramos en la ceremonia que ha de venir.

—¿Ceremonia? —se alteró Bonaparte—. Y si no son los sabios azules, ¿quién la oficiará? ¿Y dónde?

—No debéis preocuparos tanto, señor. Para que eso suceda primero deben pasar otras cosas.

—Ah, ¿sí?

—Señor —le anunció Buqtur en un francés exquisito—: antes de que la pirámide os revele su lección, deberéis vaciar aquí vuestra alma.

—¿Y eso qué significa?

—Enseguida lo sabréis —sonrió—. Es un proceso que se logra con dolor. ¿Resistiréis?

—Lo haré —asintió Bonaparte.

—¿En soledad?

—No tengo miedo.

Elías lo abrazó.

—Esta prueba siempre ha transcurrido así, señor. Es la ley. Así la vencieron César o Alejandro el macedonio. Y ambos, como bien sabéis, llegaron a convertirse en señores de Egipto. Y así, hoy, lo haréis también vos si todavía anheláis alcanzar ese honor y gobernar nuestra tierra.

Bonaparte abrió sus ojos marrones con expresión de anhelo:

—Entonces, ¿dónde me esperarás, Elías?

—Afuera, mi señor.

—¿Y vos también, Jean-Baptiste? —dijo mirando al gigante, que no perdía de vista al intérprete.

—También, mi general.

No dijeron más.

Ni una palabra.

Y durante unos instantes, mientras vio cómo se apagaban las antorchas de sus escoltas más allá de los pasadizos que lo habían llevado hasta allí, Napoleón Bonaparte tuvo la certeza de que —de un modo u otro— le había llegado la hora.