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Cuartel de Azbakiya, El Cairo

Primera hora de la mañana, 12 de agosto de 1799

Al verlo llegar tan azorado, ninguno de los soldados de guardia lo detuvo. Elías Buqtur subió de tres en tres los escalones que lo separaban de las estancias de Bonaparte, y ante la puerta misma de su dormitorio intercambió algunas impresiones con el capitán de servicio.

—El general ha pasado mala noche —dijo este nada más verlo.

—¿Mala noche?

El gesto de sincera preocupación del intérprete gustó al dragón.

—Sí, señor Buqtur. Tuvo pesadillas. Algo debió de sentarle mal porque ha estado levantándose toda la madrugada y sufriendo mareos constantes. Al menos ahora ya no tiene fiebre.

El copto interrogó al capitán con gesto preocupado:

—¿Hay alguien con él, atendiéndolo?

—Estuvo casi toda la noche con una mujer, señor. Ella se encargó de todo. El general nos ordenó que la obedeciéramos. Pidió paños húmedos y agua caliente, y lo cuidó hasta hace una hora más o menos, que lo dejó durmiendo y se marchó con un familiar.

—¿Una mujer?

—Y muy hermosa, por cierto —sonrió el capitán con cierta picardía.

—¿Sabéis cómo se llamaba?

—Por supuesto, señor —dijo consultando un registro de visitas—. Aquí está. Nadia ben Rashid.

Fue como si Buqtur hubiera recibido una coz en el estómago. Sus peores temores acababan de confirmarse. La peor enemiga de lo que él representaba había pasado la noche con Napoleón Bonaparte, a solas, teniéndolo en sus brazos durante más tiempo del que quería imaginar. Los controles de la logia con la que se había aliado en secreto, el Taller, habían fallado. Omar Zalim había incumplido su única misión. Y todo, a escasas horas del triunfo.

Elías intentó disimular el efecto de aquella revelación y preguntó al capitán de guardia si sería procedente despertar al general. Había un asunto de la máxima importancia que debía despachar con él.

—Pasad si queréis. No creo que duerma —dijo.

Bonaparte, en efecto, estaba incorporado en su cama. Llevaba una toalla anudada alrededor de la cabeza y sus ojos reflejaban un agotamiento extremo.

—¡Buqtur! —exclamó nada más verlo cruzar la puerta—. Creí que te había dado el día libre.

—Eso fue ayer, señor.

—¿Ayer? ¿Tanto tiempo he pasado en la cama?

—Y muy bien acompañado, según tengo entendido —apostilló cínico su intérprete.

—No lo recuerdo bien, Elías. He pasado una noche de perros. Como si algo dentro de mí luchara por dejar mi cuerpo… Mi cabeza ha estado dando vueltas y vueltas. Creía que me iba a morir. Por suerte, una mujer me ayudó.

—Eso me han dicho. —Se mordió el labio—. ¿Qué sabéis de ella, general?

—Prácticamente nada.

—Corréis riesgos innecesarios. ¿Os dais cuenta?

—No me amonestes. Ahora no.

—Claro, señor —aceptó.

—Esa mujer se presentó ante mí diciendo que conocía a los sabios azules, así que decidí interrogarla. Poco más.

—Pues qué coincidencia, señor —dijo sibilino—. Precisamente de ellos quería hablaros.

—Ah, ¿sí?

Bonaparte se despabiló como pudo, abandonando su lecho en dirección a una bañera que ya humeaba.

—Esta tarde deberíamos emprender camino hacia Giza —lo persiguió Buqtur—. Es la fecha que los sabios azules fijaron en Nazaret para entregaros su secreto. Lo recordáis, ¿verdad?

—Lo tengo más que presente, Elías —gruñó.

—Si no tenéis inconveniente, señor, yo mismo podría ir preparando una pequeña expedición para llegar a las pirámides antes del ocaso.

—Pareces impaciente…

—Solo soy puntual, señor. Faltan exactamente tres días para vuestro trigésimo cumpleaños. En Nazaret los sabios azules os citaron hoy en la Gran Pirámide para haceros entrega de la fórmula de la vida. Es el día de la revelación, señor.

—El Sed…, sí —murmuró.

Buqtur se acarició la perilla al escucharlo. Le sorprendió que aún tuviera ese término en la cabeza.

—Celebro que lo recordéis.

«¿Y cómo no hacerlo?».

Bonaparte había estado en aquella reunión con el sabio Balasán y su ayudante, y había escuchado tan perfectamente como él su inaplazable convocatoria. Pero es que una bella egipcia se había colado en su dormitorio la noche anterior solo para recordárselo. «¿Casualidad?». Es cierto que tal vez la fecha podría haberle sorprendido en el Delta, o combatiendo a los últimos mamelucos en mitad del desierto, pero no. Se encontraba en El Cairo, a pocas horas de las pirámides, algo maltrecho tal vez, pero con tiempo suficiente para acercarse a ellas.

—Está bien —dijo—. Ordenaré a Kléber que prepare la escolta. Saldremos a mediodía.

—Una idea excelente, señor. El general Kléber es una magnífica elección.

—Pues sea.

Y diciendo aquello, se quitó su bata de seda y, desnudo, se sumergió en su baño aromático.