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Cuartel de Azbakiya, El Cairo

Madrugada del 12 de agosto de 1799

Bonaparte jamás había visto una mujer como Nadia ben Rashid.

Aunque apenas había probado el vino, ahora se sentía completamente embriagado ante su arrebatadora belleza. Acariciarle la mejilla le había despertado un apetito que creía perdido. Y contra lo que le dictaba su sentido común, dominado por una súbita mezcla de excitación y sorpresa, la atrajo hacia sí rodeándola con sus brazos. Enseguida percibió el delicioso calor de su cuerpo, el olor a loto que impregnaba su piel y la confundida expresión de sus grandes ojos azules.

—Dios mío —murmuró—. Sois una auténtica diosa.

La Perfecta notó otra vez que un nudo se le instalaba en la garganta. Su respiración se volvió entrecortada. Nunca antes había estado tan cerca de un hombre ni sabía muy bien qué era lo que debía hacer. No obstante, había algo en esa situación que la hechizaba. La mirada oscura de su recién descubierto guerrero era tierna y cálida. No presagiaba nada malo. Y empezaba a notar que todo su ser reaccionaba ante él.

—Soy de carne y hueso, monsieur —respondió tomándole la mano que había posado sobre su mejilla—. ¿Lo veis?

Él asintió, murmurando algo para tranquilizarla.

—No quiero asustaros…

—Y no lo hacéis. Es solo que yo nunca antes…

La mirada de Bonaparte se iluminó al escucharla decir aquello.

Entonces, llevado por la confusión que le provocaba contemplar a alguien que ya había presentido en sueños, posó sus labios sobre los de ella. Aquel fue un beso meditado, cálido y lento, de una delicadeza tan infinita que hubiera deseado que no acabara nunca.

Nadia tembló.

—Pero… ¿no soy yo quien ha de iniciaros, monsieur? —protestó sin convicción, con la boca entreabierta, esperando más.

—Quizá más tarde… —susurró antes de inclinarse de nuevo sobre ella.

Bonaparte se dejó llevar por otra ola de deseo.

Su segundo beso fue más profundo, más largo e intenso que el primero. La Perfecta creyó fundirse en sus brazos. De repente notó que un volcán despertaba en su interior. El magma le había humedecido las entrañas mientras un calor súbito la estremecía de pies a cabeza. Asustada por su propia reacción quiso apartarse de él pero no pudo. El general había levantado la cabeza y la contemplaba con una sonrisa que la desarmó.

Los labios de Bonaparte se desplazaron entonces, con suavidad, hasta llegar a su cuello, y aturdida por aquel torrente de nuevas sensaciones casi no se dio cuenta de que sus manos descendían ya por sus hombros y se dirigían hasta las suaves curvas de sus pechos. Al notar que acariciaba uno de ellos por encima del lino, dejó escapar un gemido. Su guerrero avanzaba cauteloso, conquistando cada vez más territorio. Y ella no se sintió con fuerzas para detenerlo.

—Nadia ben Rashid… —le murmuró al oído—. Os deseo.

Al oír su declaración de guerra, el corazón le dio un vuelco. En un segundo se había acelerado tanto que lo notaba golpeándole las sienes.

Las manos ansiosas del general no se detuvieron. Se abrieron paso por su vestido hasta que lograron aflojarlo. Sin saber muy bien de qué modo, notó cómo sus senos se desbordaron atrayendo toda la atención de su amante. Hubo un instante de vergüenza. De hondo pudor. Pero todo se esfumó en cuanto sintió la húmeda boca de Bonaparte sobre uno de ellos.

—Nadia…

—Señor…

—¡Iniciadme!

La cabeza empezó a darle vueltas. La respuesta a las atrevidas caricias del general saturó sus sentidos. Los millones de conexiones neuronales de su cerebro parecieron concentrarse solo en el placer de aquel instante. Algo estalló en su interior. Y de repente la muchacha perdió la noción de dónde estaba. Se agitó. Se estremeció. Y al fin se puso rígida, estrellando las palmas de sus manos contra el poderoso pecho de Bonaparte.

Él se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien. «Más despacio», se reprochó mientras la liberaba de su abrazo. Lo que entonces no pudo prever era que, de pronto, Nadia comenzara a moverse ante él como ida. La Perfecta había entrecerrado sus deslumbrantes ojos azules y ahora, con el cabello suelto, trazaba figuras en el aire al son de una música que solo ella escuchaba. Una especie de trance profundo la empujó a moverse como un cisne entre los muebles y enseres del despacho. Por un momento el general temió que su acompañante hubiera enloquecido. Sin embargo, sus movimientos no eran los de una demente; tenían el inconfundible sello de lo armónico.

«¿Qué es esto? —se preguntó—. ¿Una danza amorosa?».

Napoleón Bonaparte ignoraba que Nadia había dejado de ser dueña de sí misma. Le había bastado escuchar la orden de su guerrero («¡Iniciadme!») para ser poseída por una energía exótica, felina, que liberó de golpe toda la sensualidad que su hermoso cuerpo encerraba.

«Soy hija de Isis. Hablo su lenguaje. Lo bailo».

Ese mensaje la martilleó recordándole cuánto había aprendido de su abuelo Gabriel y de los Ben Rashid. De algún modo misterioso, todo su saber parecía estar confluyendo en ese preciso instante.

Ahora era una fuerza sobrenatural la que la empujaba. La guiaba. La hacía volar ante el rostro atónito del señor de Egipto.

—¿Os encontráis bien?

Frente a ella estaba un hombre que nunca había contemplado a una diosa. Napoleón Bonaparte estaba tan asombrado que no se atrevió a moverse. La recorrió con la mirada, fascinado e intimidado a la vez. Enseguida se dio cuenta de que era el único asistente a un espectáculo que quizá no volviera a ofrecérsele jamás. Ninguna de las mujeres que había conocido se le había mostrado así. Quizá por eso comprendió enseguida que los movimientos de Nadia no buscaban solo excitarlo. Tenía la impresión de que estaban desvelándole algo atávico, casi sagrado, que lo sobrecogió. Impactado, cuando vio que se acercaba a él no movió ni un músculo. Ya no era la niña hermosa que le había traído un mensaje; ahora estaba frente a una dama segura de sí misma, poderosa y profunda. Bonaparte notó cómo su cuerpo volvía a tensarse mientras ella lo tomaba de una mano y lo arrastraba hacia el lecho. Aquella mujer era un sueño: los senos pequeños y duros que habían quedado al descubierto coronaban un torso delicado que desembocaba en un vientre de estatua griega que iba liberándose del lino. Sus hombros suaves, su pelo liso y sus piernas infinitas lo enloquecieron.

¿De dónde había salido aquella criatura?

¿Cómo es que nadie le había hablado antes de ella?

—¿Sabíais, señor, que el deseo es la más poderosa y antigua de las energías? —le susurró mientras abría su camisa y comenzaba a acariciarlo—. Funciona como un imán. Si sus polos están a la distancia adecuada, la fuerza que generan es inmensa. Puede mover el universo. Pero si por accidente se tocan, toda esa tensión desaparece. Se funden. Mueren…

Bonaparte seguía sin saber qué decir. No entendía qué estaba sucediendo.

Cuando Nadia terminó de desabotonarle la prenda supo que ya no habría vuelta atrás. Su sensación era abrumadora. Cerró los ojos notando cómo su cabeza se llenaba de ideas escandalosas, consciente de que una energía femenina y primordial había tomado el control de sus actos. Ahora era Isis.

—Aún no me habéis dicho dónde están los sabios azules… —gimió Bonaparte, impresionado al sentir sus primeras caricias.

La Perfecta estaba atónita consigo misma. Era la primera vez que tenía a un hombre medio desnudo a su lado y pese a que debería estar paralizada por el miedo, se sentía inmune al peligro.

—No, mi señor. No os lo he dicho —respondió, acortando aún más las distancias con él.

—Ni tampoco qué sabéis de ellos… —balbució.

—Tampoco.

—Ni me habéis explicado por qué os preocupáis tanto por mi seguridad —añadió este con los ojos muy abiertos.

Nadia volvió a negar con la cabeza enredando sus dedos en los largos y oscuros cabellos de Bonaparte.

—En la antigüedad, cuando los dioses nos gobernaban, las reinas verdaderas solo se unían con ellos. Escogían bien con quién yacer —susurró sin ser del todo dueña de aquellas palabras.

—Me halagáis. Debéis de creer que soy un dios…

Una intensa impresión comenzó a tomar forma en la parte inferior de su cuerpo. Bonaparte se estremeció, deshaciéndose de sus botas y calzas con lentitud.

—Quizá hoy lleguéis a serlo —suspiró, invitando a su guerrero a que se tumbara bocabajo en la cama—. Quizá, incluso, descubráis que provenís de los hijos de aquellos dioses y merezcáis el don que tantas veces nos prometieron: la inmortalidad.

—No sé de qué me habláis.

Las manos de Nadia habían descendido hasta sus sienes y comenzado a masajearlas con suavidad.

—Os hablo, señor, de que el deseo está en el umbral de la muerte y de la inmortalidad. Me han enviado para ayudaros a cruzarlo.

—¿Es esta vuestra iniciación? —suspiró.

—¿Os place? —sonrió ella.

Pero Bonaparte ya no escuchaba. La boca de la Perfecta había comenzado a besar su nuca, sus hombros, su espalda, liberando una oleada de placer que casi le hace perder el sentido. Durante unos momentos creyó oírla cantar; la sintió ligera como el viento, volando sobre él, desprendiéndose de su vestido, sobrecogiéndose cuando su melena acarició sinuosa el dorso de su cuerpo bronceado.

—Está bien… Iniciadme en vuestros secretos y yo lo haré en los míos —dijo entonces, girándose y atrayéndola con meditado apremio hacia él.

—No tan deprisa, señor. Mi iniciación conlleva una ceremonia… —Un suspiro interrumpió la frase de Nadia.

—Esta me gusta —asintió.

—… Y una enseñanza.

—Me estáis enseñando mucho… —convino, acariciando su abdomen y rozando con contenido descaro el centro de su feminidad.

Ella lo detuvo poniéndole su índice en la boca.

—Sssh.

—Dejadme tocaros… —protestó.

Nadia seguía sorprendida ante su propia determinación. Jamás se había sentido tan mujer, tan segura de que estaba encarnando la energía de las antiguas diosas. Sabía qué debía hacer y cuándo. Por eso, etérea, gravitó justo por encima de la virilidad de su amante dejándole sentir por primera vez el calor que brotaba de su interior. En ese momento la Perfecta se sintió especial. Húmeda. Anhelante. Pero lo que quiera que fuese que la dominaba la obligó a someter su instinto.

—Escuchad antes lo que he de deciros —prosiguió sin llegar a tocar el cuerpo de Bonaparte—. Hubo un tiempo en el que la diosa Isis se unió al dios Osiris para gobernar Egipto juntos. Él murió asesinado, pero Isis lo devolvió a la vida con la magia que ahora os estoy mostrando. ¿La sentís? Fue el amor lo que lo salvó.

Bonaparte escuchó aquellas palabras como si fueran un eco lejano y familiar. Había oído aquello en otro lugar, pero su atención estaba demasiado turbada por la palpitante belleza de aquel cuerpo como para recordarlo.

—¿El amor le dio la vida? —la pregunta salió débil de la garganta del guerrero.

—Su amado solo vivió hasta alcanzar el placer supremo… Dicen, mi señor, que después nació a una nueva existencia en el mundo de los dioses. El deseo le hizo inmortal.

La petite morte —bisbiseó, con los ojos entrecerrados de placer—. En vuestros labios la palabra amor parece una dulce amenaza.

—No, no lo es —reaccionó.

Bonaparte volvió a intentar conquistar el prometedor territorio de placeres que aquella muchacha le ofrecía. Quería desoír su relato, acallar su razón y perderse entre las caderas firmes y acogedoras que rozaban su vientre, pero a la vez tenía la poderosa intuición de que esa diosa aún iba a resistírsele un poco más.

—¿Por qué me contáis todo esto? —dijo forzando unas cuerdas vocales que no deseaban hablar.

—Es un aviso para los que, como vos, desean seguir el sendero del dios.

—¿Un aviso?

—Sí. Egipto os dará lo que le habéis pedido, pero antes deberéis pasar por la misma prueba de Osiris…

—Contáis bien los mitos, mademoiselle —sonrió—, pero de Egipto solo os quiero a vos.

Nadia sintió cómo, de repente, toda la corpulencia del guerrero se volcaba sobre ella. Sintió que, juntos, sus cuerpos eran capaces de entenderse. Por instinto irguió sus caderas pero cuando Bonaparte creyó llegado el tiempo de fundirlos, Nadia —o la energía que la poseía— le hizo saber que todavía no era el momento.

—Aún no he terminado… —le susurró al oído con voz sinuosa.

—¡Dios! ¿Todavía queréis decirme algo más?

—Vais a cumplir treinta años… Es la edad del Sed. ¿Sabéis qué es?

Bonaparte se quedó mirándola sin saber muy bien qué decir.

—Los sabios azules me lo explicaron —admitió de mala gana—. Es un antiguo ritual al que los faraones se sometían cada tres décadas.

—Que son, justo, las que vos cumpliréis dentro de tres días.

—Cierto. Pero no quiero hablar más de eso —protestó—. No ahora.

—¡Debéis escucharme, señor! —se tensó.

Él la desoyó. Se deslizó bajo su cuerpo hasta notar su parte más tierna y vibrante. La Perfecta deseaba profundizar en aquella sensación. Que no solo sus senos rozaran el pecho de Napoleón y sus vientres se unieran. Sin embargo, antes de permitirle tomar posesión de su inocencia, ella debía concluir su sagrada tarea. Por eso estaba allí.

—¡No lo entendéis! —gimió—. Hay un Sed esperando por vos. Esta noche…

—Esta noche debo ir a Giza… —la acalló.

—¡Lo sé! ¡Por eso debo contaros esto!

Bonaparte intuyó que había llegado su momento. Empezó a besar el cuello de Nadia por debajo del nacimiento de su melena. El placer que sentía empezaba a ser demasiado profundo y perturbaba la cristalina claridad con que estaba dirigiéndose a su guerrero. Su conexión con la fuerza de la diosa amenazaba con desvanecerse.

—Nadie ha sabido nunca qué ocurre durante esos ritos, señor —soltó atropellada—. En la antigüedad lo único que el pueblo veía era al faraón adentrarse por los corredores de su pirámide y salir de ella rejuvenecido. Y ese milagro… —la Perfecta tragó saliva, tratando de no perder el hilo de sus palabras— tiene mucho que ver con la energía sexual.

—Humm… Eso es perfecto —ronroneó él. Con los ojos entornados había vuelto a acariciar los excitados senos de la muchacha.

—Seguís sin entenderlo —lo contuvo—. ¡Me enviaron aquí para despertar esa energía en vos! ¡La necesitaréis para vuestra ceremonia!

—Y la habéis despertado. ¡Ahora dejadme complaceros!

—¡No! ¡Es solo un minuto, por favor! —Su resistencia excitó aún más a Bonaparte—. ¿No lo entendéis? Esta noche os llevarán a un rito en la pirámide para entregaros la vida eterna, y para recibirla ¡deberéis morir primero! ¡Debéis saberlo!

—Y qué importa eso ahora…

—Los antiguos egipcios creían que quien muere vive para siempre. Y, al contrario: quien se aferra a la vida muere eternamente. Eso os salvará.

—¿No habéis dicho vos antes que amar es morir? —gruñó, buscando cómo terminar con aquello.

—Lo es.

—Pues entonces —sonrió— dejad que muramos juntos…

Nadia ya no pudo resistirse más. Comprendiendo que el mensaje de la diosa había llegado ya a su destinatario, abrió su cuerpo al guerrero de sus visiones. Nunca había estado más segura de querer traspasar ese umbral. Esa velada le sería mostrado al fin el misterio que comparten un hombre y una mujer. Era —así lo entendió— el pago que Maat le daba por haber cumplido con su misión. Dulcemente, con la mirada del hombre que acababa de liberar de las garras del mal clavada en ella, Nadia sintió cómo su cuerpo se entregaba al más profundo abrazo que hubiera podido imaginar. No hubo dolor. Solo fuego. Nadia se sintió invadida, inundada por una tensión intensa y estremecedora. En ese instante ambos confirmaron que sus pieles se conocían, que de algún modo aquella no era la primera vez que se tocaban. Que sus corazones ya se habían desbocado juntos más veces. Quizá en la noche de los tiempos, cuando sus espíritus llevaban otros nombres y habitaban otras naciones. Bonaparte tuvo la sensación de que, en medio de aquella frenética danza, su amante susurraba palabras de poder. Arcanas. Ignoraba que ella se las había escuchado antes al sabio que la había convertido en diosa y que eran la garantía ancestral del equilibrio del universo.

¡Providencia!

¡Destino!

¡Fuerza Mayor!

¡Karma!

¡Plan Supremo!

¡Designio!

¡Futuro!

Fue un momento eterno y extraño.

Justo después, el trance de la bella Nadia se rompió. Ya era tarde para retenerlo. Su cuerpo se aferraba ahora desesperado al de aquel nuevo Osiris, liberando una energía visceral y salvaje que no había experimentado jamás. Una fuerza que, durante aquellos minutos de arrobamiento, los hizo sentirse muy lejos de la muerte. Inmortales.

E incapaces de controlarse, al fin se dejaron arrastrar por un ardor que los llevó a desfallecer a la vez.

«Desfallecer», se repitió ella sin saber de dónde procedía aquella idea.

«Fallecer», pensó él sin atreverse a decir nada.