Meseta de Giza
Madrugada del 12 de agosto de 1799
Balasán trepó hasta la cima del conjunto rocoso de Maadi arrastrando su pierna izquierda con dificultad. Aunque superior en fuerzas a cualquier humano de su edad, la artrosis se estaba adueñando poco a poco de sus extremidades inferiores y sabía que pronto se quedaría inválido, postrado en algún camastro, lejos de sus momentos de gloria al frente de los «guardianes azules».
Desde esa atalaya se le ofrecía un espectáculo magnífico. Los setenta y tres metros de envergadura de la Esfinge de Giza descansaban casi a sus pies, bañados por la luz plateada de la luna. Eran la señal inequívoca de que se encontraba en la sagrada «Tierra de los Muertos». En el lugar en el que, al fin, pondría en marcha la última parte de su misión.
—Dios es grande —murmuró emocionado.
El venerable maestro había plantado los pies solo a unos cientos de metros al sur de las pirámides de Giza, muy cerca del cementerio árabe de Al-Ahram. Había pedido a Tagar, su fiel asistente, que lo dejara un momento a solas. Necesitaba acercarse a ese lugar en meditación. Con la vista puesta en el mar de estrellas que lo cubría. Debía prepararse para lo que, inevitablemente, estaba a punto de suceder en menos de veinticuatro horas.
Casi todo estaba listo.
Maat pronto revivificaría aquel lugar.
Los antiguos dioses volverían a dar una oportunidad al género humano.
Balasán llevaba merodeando por Giza desde el ocaso. Había visto ponerse el sol sentado en los amplios lomos de la Esfinge, comprobando que el cielo había completado correctamente su ciclo cósmico por detrás de las pirámides. El león de piedra tallado por los remotos habitantes de Egipto siempre tenía los ojos puestos en el orto. Las moles de Keops, Kefrén y Micerinos en el ocaso. Y aunque los siglos habían desdibujado hacía tiempo sus pupilas añiles, todavía cumplía la función de vigilante para la que fue esculpido: la Esfinge era serena y fiera a la vez, diseñada para no inmutarse por nada ni por nadie. Aquella madrugada, además, Balasán había percibido una emoción particular en la espalda del coloso. Fue como si se conmoviera al ver cómo las ocho estrellas de la constelación del León relucían sobre Giza. León arriba, león abajo. Así en el cielo como en la tierra. Así en la luz como en las sombras, pensó.
Ahora era noche cerrada y quedaba ya poco para que todo se precipitara. Echó un último vistazo al monumento y bajó tan aprisa como pudo a su improvisado campamento. Solo debía revisar una última cosa.
La jaima principal se encontraba cerca de los riscos de Maadi, apartada de las rutas de las patrullas francesas. Balasán se descolgó con precaución por el sinuoso sendero que nacía a pocos pasos de ella. Después atravesó el campamento y penetró en su interior dejando que las lonas se cerrasen casi por completo. Estaba impaciente por compartir su último acto de magia con el inesperado invitado que el destino le había regalado. Este lo aguardaba allí mismo, tumbado, sin mover ni un músculo. Rodeado de lamparillas de aceite.
—Has tenido suerte, Zalim —sonrió al cadáver de Omar que yacía vendado sobre las alfombras—. Mucha suerte.
El cuerpo, naturalmente, no reaccionó.
Después de quitarse la vida ante sus ojos, el Viejo de la Montaña había comprendido que, quizá, no era un revés que el Mal estuviera presente en la ceremonia que iba a tener lugar. En unas horas, utilizando el mismo bebedizo que compartiera con Bonaparte en Nazaret, su ka se despegaría de su anciano cuerpo para darle la opción de la vida eterna a Bonaparte. Pero alguien debería ofrecerle también el sendero contrario. «Es lo justo. Es Maat». Y ese oferente iba a ser Zalim.
Sudoroso y cansado por el esfuerzo de trepar el Maadi, Balasán se inclinó ante el fardo fúnebre para susurrarle algo al oído:
—El momento que esperábamos tú, yo, los Buqtur y los Ben Rashid ha llegado —le anunció—. Las estrellas se han alineado. Los signos son propicios…
—¿Qué creéis que pasará hoy, maestro?
El bello discípulo Tagar lo sacó de su confidencia. Había entrado en la jaima sin que él se hubiera dado cuenta y su pregunta, bisbiseada con delicadeza, lo obligó a incorporarse.
—A estas horas, todo está ya en manos de Nadia, Tagar —respondió sacudiéndose la ropa.
El ángel de la sonrisa se acercó para ayudarlo a levantarse.
—Confiáis demasiado en esa mujer, maestro.
—El universo funciona así —resopló girándose hacia él—. Nadia, sin saberlo, ha sido educada para este momento. Debe transmitir vida a Bunabart. Hacerle sentir lo que no creía que existiera. Hoy le dará a conocer el amor.
—¿El amor, maestro?
—El amor es la entrada a la muerte y el umbral a la vida que anhela.
—No entiendo eso, maestro.
Balasán le acarició la cabellera, en un gesto cariñoso.
—Piénsalo, Tagar. ¿Acaso uno no muere a lo que antes fue cuando se enamora? ¿No es el amor una barrera entre el yo que fuimos y el que seremos? El amor te hace ver lo miserable que era tu existencia antes de conocerlo y te empuja a conservar el nuevo yo que nace con él, por encima de todo. Si Nadia es capaz de mostrarle ese don a Bunabart, descubrirá que su vida ya no va a volver a ser la misma. Que hoy su entera existencia va a cambiar para siempre. Si logra enamorarlo, el hombre que entre en la pirámide será diferente. Inmortal.
—¿Y podrá hacer eso Nadia sola?
—¿Sola? —Sonrió Balasán—. ¿Quién ha dicho que vaya a hacerlo sola?
—¡La habéis enviado a reunirse con el Sultán de Occidente…!
El viejo maestro azul entendió la preocupación de su discípulo. Tagar aún era muy joven. Todavía no había desarrollado las capacidades psíquicas propias de un sabio azul. Ignoraba algunas nociones elementales como que para que una iniciación fuera efectiva había que actuar tanto sobre el cuerpo como sobre el alma del candidato. La parte más delicada consistía, precisamente, en liberar la esencia suprema del neófito —su ka— de las ataduras de la materia, y solo entonces actuar sobre ella. «Esa es la misión de Nadia. Hoy lo comprenderá», se dijo. Y sabiendo que aquella iba a ser la gran lección de su vida, pidió a Tagar que lo acompañara en la última parte de su plan.
—Cierra los ojos conmigo —le dijo—. Une tus manos a las mías y respóndeme a esto, Tagar: ¿cuál es el principal atributo del amor?
El ángel de la sonrisa hizo lo que le pidió su maestro y meditó la respuesta con cuidado. Al fin, respondió:
—Su principal atributo es el poder que tiene para unir. El amor une lo que antes estaba separado.
—Y produce vínculos entre lo creado, confiriendo equilibrio, Maat. ¿No es cierto? —completó sin abrir los ojos—. Ahora, Tagar, sabiendo que existe un vínculo poderoso entre nuestra misión y la de Nadia ben Rashid, concéntrate en ella. Visualízala. Encuéntrala en tu corazón y, juntos, podremos guiarla.
—¿Nosotros?
—Tú haz lo que te digo.
Tagar apretó los párpados con fuerza. Enseguida sintió cómo el sotpu sa de los antiguos constructores de Giza, su fluido sagrado, comenzaba a recorrer todas y cada una de sus células. Balasán todavía era una criatura poderosa. Su mente se vació de imágenes. Se concentró en el vacío. Tagar y su maestro acompasaron el ritmo de su respiración y ambos notaron cómo sus manos se confundían. Una agradable sensación de mareo, como si estuvieran navegando por el Nilo, comenzó a mecerlos. Y entonces, confortablemente instalados en esa sensación, Tagar abrió la boca:
—Ya la veo, maestro —susurró con asombro—. Es Nadia. ¡Y está desnuda…!
—Muy bien —asintió, visualizando aquella misma imagen, hermosa y evocadora—. Ahora nuestra magia la ayudará a completar su misión.