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Elías Buqtur acudió extrañado a abrir la puerta de su dormitorio, situado en el tercer piso de un descuidado inmueble adosado al cuartel de Azbakiya. El general Bonaparte le había dado el día libre y él había pasado la jornada en Jan el Jalili bebiendo té con menta con algunos amigos y deambulando por sus animadas callejuelas. Lo que en modo alguno esperaba era que llamaran a su habitación a las nueve y media de la noche, al poco de tumbarse a descansar.

—Traemos un mensaje urgente para vos.

Dos dragones de infantería, mosquete al hombro, le tendieron un sobre blanco sellado con lacre. Siguiendo órdenes, aguardaron a que lo abriera ante ellos.

—¿Qué es? —masculló, clavando su mirada en el indescifrable cuño grabado en el centro del lacre.

—Son instrucciones, señor —le aclaró, marcial, el más alto de los soldados—. Debéis vestiros y acompañarnos enseguida.

Abrumado por lo que intuía que podía contener, con el corazón acelerado y rompiendo a sudar, Elías Buqtur rogó que le concedieran unos minutos para acicalarse. Se llevó el sobre y terminó de abrirlo en el baño, bajo la luz de una vela.

Un naipe, diferente a cuantos había visto en toda su vida, cayó de su interior.

XX. La résurrection

Nada más verlo, Buqtur se despejó de golpe. Solo Jean-Baptiste Kléber podía haberle enviado un mensaje como aquel y un mohín de preocupación se le instaló definitivamente en el rostro. El general únicamente recurría a esa clase de artificios para comunicarse con los miembros del Taller en situaciones de extrema importancia.

El Taller.

Cuánto había sufrido por mantener en secreto su relación con él.

Y un nuevo torrente de pesadumbres lo asaltó.

Su tío Nicodemo Buqtur lo había reclutado para ingresar en su cúpula rectora hacía poco más de un año. Le dijo que ser aceptado en una cofradía secreta como aquella equivalía a formar parte de la élite egipcia que dirigiría el país tras la invasión francesa. Nicodemo, a su vez, había sido iniciado en sus misterios en París y gracias al Taller había tenido un acceso fácil a las castas dominantes francesas e incluso al mismísimo conde de Saint-Germain. No mentía. Se trataba de una institución de apariencia inocua, una suerte de masonería muy cómoda en tiempos sin sobresaltos… pero tremendamente eficaz y despiadada cuando sus miembros se ponían en marcha para obtener algo. Generalmente, poder.

¿Qué querría, pues, decirle el Gran Maestre Kléber con aquella carta? ¿Lo estaba «resucitando» —como daba a entender el naipe— para alguna misión?

La visión de un ángel llamando a la vida a tres momias inoculó en el copto una extraña sensación de apremio. Tres difuntos envueltos en sus vendas parecían emerger de un mismo sarcófago, firmes, como obedeciendo una orden misteriosa que los impelía a la acción.

¿Era eso lo que se esperaba de él?

¿Que finalmente cumpliera con la misión para la que lo habían alistado?

El Taller utilizaba a menudo el lenguaje simbólico para comunicarse. En sus reuniones todo se pasaba por el tamiz de la metáfora, de la imagen o del gesto. Su hierofante, el general Kléber, había tratado por todos los medios de reclutar a Napoleón para su causa, pero el «pequeño cabo» siempre declinó su ingreso. Consideraba que aquellas reuniones estaban muy por debajo de su genio y que solo le harían perder el tiempo. El alsaciano nunca le perdonó su orgullo.

¿Quizá lo llamaba Kléber para iniciar su venganza?

¿Iba a ser él su instrumento?

¿Tendría el valor suficiente para traicionar a su señor?

Tras lavarse la cara, Elías se enfundó unos pantalones de campaña, una blusa de algodón claro y lo disfrazó todo bajo una galabeya oscura. Prefería estar preparado para cualquier eventualidad. Incluso huir si fuera preciso.

Los dragones lo escoltaron hasta un pequeño edificio situado a tres manzanas escasas del palacio-cuartel de Bonaparte. El copto conocía bien el lugar. Había sido citado allí en otras ocasiones. Solo las continuas ausencias de Bonaparte, al que siempre acompañaba en sus viajes fuera de El Cairo, lo habían obligado a espaciar sus comparecencias más de lo deseado.

Los soldados se detuvieron en el umbral de una puerta de madera coronada por un friso rectangular que atravesó sin decir palabra. Sus goznes separaban el mundo exterior del Het Nub, o «Salón de Oro», donde se tomaban todas las decisiones importantes. Aquel era un habitáculo hermoso, proporcionado e iluminado por una veintena de pebeteros en los que ardía aceite aromático. Con aquella luz apenas podían verse las estrellas de cinco puntas que decoraban su espléndido techo azul celeste.

Al penetrar en aquella penumbra, a Buqtur el Salón de Oro le pareció inhóspito por primera vez.

Una orden en voz alta le confirmó que lo esperaban:

—¡Adelantaos, por favor, hermano Elías! ¡Pasad!

Se trataba de una voz familiar.

Gaspard Monge, un matemático cascarrabias con cara de caballo, ex ministro de la Marina y presidente del Instituto de Egipto fundado meses atrás por el propio Bonaparte, serenó sus ánimos al llamarlo por su nombre de pila. Monge dio un paso al frente, allá donde Buqtur pudiera verlo.

Monsieur Monge siempre había sido cordial con él. Durante sus primeros meses en Egipto, animado por su tío Nicodemo, el «buen Gaspard» —como lo llamaban todos— le había llenado la cabeza con maravillosas descripciones de Francia. «Solo las pirámides glorifican más tu nación que la mía —se lamentaba con falsa resignación—. En el resto, mi país es insuperable».

Buqtur, pues, avanzó hacia el centro de la sala aferrándose a aquellos recuerdos.

Al encontrarse frente a él, el sabio retomó su tono elevado, como si agazapados en las sombras hubiera más hermanos pendientes de su conversación:

—Bien, Elías. Llegasteis ayer de otro de vuestros viajes acompañando a nuestro general Bonaparte, ¿no es cierto?

Distinguió entonces a monsieur Jerôme, secretario del Taller, sentado en un extremo de la sala frente a un enorme cuaderno de actas. Se parapetaba tras una mesita de roble sobre la que apoyaba el tintero y una pequeña colección de plumas y lápices. A su vera, las siluetas pardas de otras seis personas, todas en pie, se hicieron visibles a medida que sus ojos se acostumbraban a aquella luz.

—¿Qué… qué es esto? —protestó al intuir el alcance de la reunión.

—Por favor, frater Elías, respondednos y todo irá bien: ¿Estuvisteis hasta ayer con Bonaparte, sí o no?

Elías asintió.

—¿Y le oísteis decir en algún momento que pensara abandonar en secreto Egipto?

La insólita pregunta, formulada por otra de aquellas sombras, alta como una torre, sin duda la del general Kléber, lo paralizó.

—No, hermano… —respondió alarmado—. ¿Cómo podéis siquiera sospechar que nuestro general pudiera abandonar a su ejército después de sus últimos triunfos?

Kléber, que en ningún momento dejó atrás la penumbra, extendió su largo brazo hacia otro de los presentes, dándole la palabra.

—Hermano Murat: explicádselo vos, por favor —ordenó.

Una nueva silueta, también alta y robusta, se adelantó hasta el centro del suelo ajedrezado del Taller. Era Joachin Murat, el héroe que había consumado el milagro de hacer huir a los turcos apenas unos días antes, sin perder ni a uno solo de sus escuadrones. Buqtur sonrió nervioso al reconocerlo. El militar parecía restablecido de los combates.

—Tenemos razones para creer que el general Bonaparte piensa dejarnos en breve, frater Elías —apostilló con un tono que sonó apesadumbrado—. Cuando él me pidió que lo acompañara a las playas del Delta, durante nuestra última y victoriosa campaña, murmuró que pronto abandonaría el país. Que Francia lo necesitaba más que nosotros. Y hemos sabido que, en secreto, ya ha dado las órdenes precisas para que se aprovisionen y armen dos fragatas en el puerto de Alejandría… ¿Imagináis lo que eso significaría?

El copto no respondió.

—¡Yo os lo diré! —prosiguió Murat—: Que el plan de iniciar a Bonaparte en nuestra venerable Logia de Menfis y de prepararlo para recibir la fórmula que en Nazaret le prometieron los sabios azules ante vuestra presencia podría fracasar por completo.

—Pero… ¡no es posible! —protestó él—. Mañana es el día elegido. Ellos lo fijaron así.

Al oír aquello, otra de las sombras que atendían a la reunión dio un paso adelante, dejando que la luz también la iluminara.

—Hermano Elías —intervino—. Vos sois el único de nosotros que habéis visto de cerca el rostro de los azules. Y gracias a vos y a vuestros contactos, el general Bonaparte se entrevistó con ellos en Nazaret hace unos meses.

El intérprete asintió.

—Sois copto de origen y de religión. ¿No es cierto?

—Sí, monsieur.

—¿Y tenéis idea de por qué los azules han elegido precisamente el día de mañana para iniciar a Bonaparte?

Elías Buqtur no identificó esta vez a quien lo interrogaba. Debía de ser nuevo en el Taller. Se trataba de un anciano de aspecto severo, también francés, piel llena de manchas y ademanes torpes, que no había visto jamás por allí.

—No tenéis por qué responder —añadió en tono presuntuoso—. Sabemos que todo se debe a una cuestión astrológica. Mañana, al amanecer, las estrellas de Leo ascenderán por el «lugar de la resurrección» en el Este, y el pájaro Bennu, que los antiguos egipcios identificaban como la constelación del Fénix, marcará el Sur. ¿Sabéis vos qué significa semejante conjunción?

El copto sacudió la cabeza.

—Lo único que sé —replicó ajeno a aquella jerigonza— es que Bonaparte cumplirá treinta años en unos días, y ese es el tiempo de un «ciclo Sed», el momento exacto para practicar el rito de inmortalidad.

—¿Y tenéis idea de en qué consistirá?

—Es una fórmula que apela al Maat —precisó Buqtur—. Los sabios azules saben que la muerte debe equilibrarse con su oponente, para neutralizarla.

—¿Su oponente? ¿Y qué se opone a la muerte, hermano Elías?

—Deberían saberlo —Buqtur sonrió—: el amor.

Un murmullo se extendió por toda la sala.

—No sé de qué se extrañan, hermanos. Está en toda la tradición egipcia —dijo Elías paseando su mirada entre las sombras—. Isis resucitó a Osiris porque lo amaba. Sin esa fuerza suprema no habría buscado el cuerpo de su amado ni hubiera podido devolverlo a la vida.

—Si estáis en lo cierto, entonces mucho me temo que el Taller no tiene nada que hacer… —apostilló aún más desanimado el general Murat—. Bonaparte no se ama más que a sí mismo. No ha nacido quien sea capaz de exprimir esa energía de su alma.

Elías Buqtur miró al veterano guerrero de hito en hito.

—En eso os equivocáis —lo corrigió—. Los sabios azules no habrían fijado la fecha de su iniciación para mañana si no tuvieran ya dispuesta a su propia encarnación de Isis. A una portadora de amor que sepa combatir la muerte que Bonaparte lleva consigo. Esa gente, creedme, no deja nada al azar.

Otro murmullo atronó la sala. Las sombras comenzaron a deliberar entre susurros, como si su observación las hubiera hecho caer en la cuenta de algo. Murat se unió al grupo, pero enseguida regresó de él para agarrar al copto por los hombros.

—Tenéis razón, hermano —le dijo.

Elías vaciló.

—¡Los sabios azules tienen lista a su Isis!

—¿Có… cómo lo sabéis? —ahora el sorprendido era él.

—Esta misma tarde, dos egipcios han solicitado audiencia con el general Bonaparte. Nuestros informantes en Azbakiya los han oído decir que traían noticias sobre el paradero de los sabios azules. Eran un hombre y una mujer muy hermosa, y de inmediato han sido recibidos por él. El varón dejó el cuartel hace una hora. Ella, en este momento, sigue aún con Bonaparte. ¿Sabéis lo que eso significa?

La perilla bien recortada de Elías Buqtur se retrajo, como si se hubiera asustado.

—Un hombre y una mujer… —masculló—. ¿Sabemos quiénes son?

—Oh, sí. Desde luego. El Taller los conoce —intervino el gran hierofante, Kléber.

El gesto interrogativo del copto, pálido y ansioso, lo animó a proseguir. Lo hizo adelantándose hasta el centro de la sala, dando vueltas alrededor del intérprete.

—Los Buqtur sois una familia muy especial. Cuando nos conocimos en París, tu tío Nicodemo me contó que tenéis una misión suprema que pasáis de padres a hijos: cuidáis del Maat, de la armonía de Egipto. Y para hacerlo, mantenéis un combate secular con otro viejo clan.

«¡Los Ben Rashid!».

Elías notó cómo los músculos de la mandíbula se le tensaban.

—El caso —prosiguió Kléber— es que ese clan ha enviado a dos de sus miembros a la ciudad. Son ellos los que están con Bonaparte. Y uno, como os ha dicho el hermano Murat, es una hermosa mujer. Vuestra Isis.

—Nadia ben Rashid.

Kléber se detuvo:

—¿La conocéis?

—No puede ser otra. Describídmela.

El hierofante lo hizo ante los cada vez más preocupados gestos de asentimiento de Buqtur. Su retrato fue el de una joven de mirada penetrante, silenciosa, custodiada por un enorme guardaespaldas que en ningún momento se separaba de ella.

—Entonces el varón tiene que ser su tío Alí ben Rashid, Gran Maestre. Pero si ella está aquí —tragó saliva, acariciándose nervioso el mentón— quiere decir que el hombre al que yo he encomendado su tutela ha fracasado.

—¿Teníais a un hombre vigilando a esa mujer?

—Desde hace nueve años, Gran Maestre. De hecho, desde mucho antes de que el Taller llegase a Egipto —respondió—. Como bien os ha explicado mi tío, libramos una larga batalla con los Ben Rashid por el dominio del Maat. Esa mujer es la heredera directa de una saga de mujeres nacidas de la mismísima Isis y la teníamos bajo la tutela de un brujo de Luxor a la espera de que llegase el Osiris designado por la Providencia.

—Bonaparte.

—Exacto. Pero si los azules la han liberado ya, mucho me temo que fracasemos en detener lo que va a ocurrir…

—¿Y ese brujo? —se enervó Kléber—. ¿No puede él hacer nada?

—¿Omar…?

El rostro de Elías se ensombreció preocupado. Hacía años que no lo había visto. Sencillamente, no había sido necesario. Pero ahora todo había cambiado. El universo entero parecía estar precipitándose sobre su cabeza.

—… Si ese hombre no ha muerto, señor, luchará hasta el último momento por hacerse con el secreto de la vida eterna. Podéis estar seguro.

—¿Y si ha muerto? —torció el gesto el Gran Maestre.

—Si ha muerto… —titubeó, sopesando por primera vez aquella eventualidad—, en ese caso deberé tomar yo toda la iniciativa.

—Comprendo.

—Dejadme detener a esa mujer antes de que incline la balanza hacia el lado que no conviene —añadió Elías, de repente presuroso—. Dadme permiso para regresar al cuartel y desbaratar sus planes, Gran Maestre.

El hierofante escuchó muy serio aquellas palabras antes de responder, pero aceptó la propuesta. También él tenía la preocupación dibujada en el rostro.

—Entonces, nos veremos en la pirámide, señor —se despidió el copto—. La prueba que espera a nuestro general está a las puertas.

—¿Sabéis cuándo va a tener lugar exactamente, hermano?

—Ya, Gran Maestre. ¡Ya!