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Justo antes de recibir a los egipcios en su despacho, algo vino a enturbiar el momento de tranquilidad que se había regalado Bonaparte. En realidad estaba a punto de descubrir que estaba siendo visitado por una especie de premonición. Lo percibió cuando un sutil aroma comenzó a inundar su estancia compitiendo con los vapores del magnífico caldo borgoñón que acababa de descorchar. Aquel súbito perfume le confundió. El general estaba solo y la fragancia no procedía de ningún lugar que identificara. Tampoco parecía un defecto de fermentación del magnífico Gevrey-Chambertin que le habían servido. Era una esencia dulzona, suave, pero lo bastante intensa como para que decidiera asomarse a la ventana en busca de su procedencia. Fue inútil. Afuera no había nadie. Aquel, por otra parte, no le pareció un efluvio normal. Le resultó familiar. Cercano. Casi íntimo.

¿Dónde lo había percibido antes?

De repente, gracias a una veloz asociación de ideas, Bonaparte cayó en la cuenta de que hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer. Su esposa Josefina se encontraba muy lejos, en París, y sus últimas cartas no reflejaban sino desencanto por su prolongada ausencia. Él —demasiado orgulloso para serle infiel— no había tenido tiempo ni humor para flirteos desde que desembarcó en Egipto. Pero ahora aquel bálsamo le había hecho caer en la cuenta de esa carencia. Pronto iba a cumplir treinta años y poco a poco, casi sin darse cuenta, había renunciado a una de las grandes dádivas de la vida.

Algo aturdido, se quedó un instante reflexionando sobre aquello. ¿Qué sentido tenía conquistar mundos si al final del camino no tenías con quien compartirlos? ¿Para qué servía la vida sino para mezclarla y agitarla con otras?

Entonces una segunda oleada de aquel perfume le hizo recordar dónde había sentido aquel estremecimiento por última vez.

Bonaparte sonrió.

Había sido en sueños.

En Nazaret.

Después de la batalla del monte Tabor.

Durante una siesta en la que una diosa sensual le había susurrado algo que ahora resonaba en su cabeza con una fuerza inesperada. Parecía un mensaje pensado para responder a sus últimas dudas:

«Solo el amor habrá de salvarte».

«¿Salvarme? Pero ¿de qué?», objetó. «¿Del complot?».

Bonaparte sacudió la cabeza, desechando la idea por ridícula.

Justo en ese momento, la voz del capitán de la guardia le arrancó de sus cavilaciones. No lo había escuchado entrar. Ni tampoco a los dos dragones armados que lo acompañaban.

—Lo siento, señor. —Se cuadró el oficial, a pocos pasos de él—. Los egipcios que han solicitado veros esperan afuera. ¿Les digo que entren?

Él se recompuso enseguida.

—Ah, sí. Es cierto… Hacedlos pasar.

Pero el señor de Egipto no estaba ni remotamente preparado para lo que estaba a punto de ofrecérsele.

Un hombre corpulento, cubierto por una galabeya parda y raída, entró en las estancias del general seguido por una mujer cuya presencia le intrigó en el acto. Ambos iban escoltados. El varón, de unos cuarenta años y con una anchura de espaldas que inspiraba respeto, lo saludó con una reverencia dejándole ver enseguida a su acompañante. Tal vez fue la actitud sumisa de esta, casi temerosa, lo que lo atrajo. O quizá fue su altura o la elegancia de su silueta, apenas perceptible bajo la túnica que la cubría. Lo cierto es que la visitante llevaba el rostro cubierto por un velo y emanaba ¡el mismo perfume que llevaba un rato percibiendo en su despacho!

Bonaparte dio un respingo.

«¿Cómo es posible?», se preguntó al tiempo que notaba cómo su pulso se aceleraba.

—Acercaos —ordenó a la dama, ignorando deliberadamente la presencia del varón.

Ella dio un par de pasos al frente, hasta llegar a su escritorio.

—Decidme, ¿cómo os llamáis?

—Nadia ben Rashid, mi general —respondió.

Su turbación al escuchar aquella suave voz hablando en perfecto francés aumentó. No era ya solo el perfume lo que le resultaba familiar en ella, también su timbre aterciopelado y envolvente.

Alí le pidió entonces permiso, también en correcto francés, para quitarse el turbante y ayudar a Nadia a desprenderse de las ropas de viaje. El general se lo concedió ante la atenta mirada de sus dragones.

Al ser desvelada, la presencia de la muchacha lo inundó todo. Una joven esbelta, majestuosa, apareció bajo los trapos cubierta con un vestido de lino que se ajustaba con suavidad a su figura. Irradiaba algo especial, una curiosa mezcla de serenidad, elegancia e inocencia que lo cautivó. Pero la luz de la estancia —atestada de mapas, libros y piezas arqueológicas enviadas por sus sabios desde todos los rincones del país— no era suficiente para apreciar bien sus delicadas facciones.

—Acercaos a la ventana —le ordenó con suavidad, tratando de no asustarla.

La muchacha accedió.

Napoleón se quedó mudo de asombro. La dorada luz que caía sobre Azbakiya descubrió el rostro armónico y de piel bronceada de una jovencita de no más de dieciocho años cuyo cabello negro enmarcaba unos pómulos perfectos y un cuello largo y fino. Sin embargo, fue cuando ella elevó sus ojos hacia los del militar y sus miradas se encontraron cuando este se estremeció de veras.

«¡Por todos los diablos! ¡Es ella!».

Una certeza casi sobrenatural recorrió en ese momento la mente de Bonaparte. Aquella mirada aguamarina, aquella nariz minúscula y perfecta, sus labios… ¡eran los de la diosa con la que había soñado en Nazaret!

«Soy Isis. Siempre he estado aquí —le dijo entonces—. Vengo a curar tus heridas. Solo el amor habrá de sanarte».

Bonaparte trató de disimular su profunda sorpresa.

«¡Existe! —se dijo—. ¡Es real!».

Y algo torpe, sabiendo que no era propio de él desear a una perfecta desconocida, balbució:

—¿Venís de fiesta, mademoiselle?

Un ligero rubor emergió del fondo de aquellas mejillas perfectas:

—Lo es venir a ver al nuevo señor de esta tierra —respondió—. Espero que no os ofenda que hayamos insistido en encontrarnos con vos.

—De donde yo vengo, las damas no visitan a los soldados en sus aposentos.

—Soy consciente de lo inadecuado de esta situación —bajó su mirada—, pero las circunstancias que nos traen aquí son poco usuales.

Bonaparte escuchó embobado sus excusas.

—Señor —añadió Nadia con un tono de voz que le aceleró todavía más el pulso—: hemos insistido en veros porque debemos advertiros de algo importante.

—¿Advertirme? —interrogó. Casi había olvidado la razón de aquella visita—. ¿De qué?

—Estáis rodeado de traidores, mi señor.

Tan impresionado estaba por el fuego que emanaba aquella criatura que ni siquiera tuvo en cuenta lo que, en otras circunstancias, hubiera sido una imperdonable insolencia.

—Mucho me temo que eso no es nuevo, mademoiselle Ben Rashid —musitó con amabilidad—. Hoy mismo he recibido una carta desde Luxor hablándome en términos parecidos. Cada cierto tiempo esa clase de amenazas se repite, pero un líder debe aprender a convivir con ellas.

Alí y Nadia se miraron estupefactos.

—¿De Luxor? —preguntó ella.

—Dos de mis mejores científicos creen que una especie de secta desea mi muerte.

—¿Y desoís sus advertencias, señor?

La sincera preocupación de la muchacha conmovió a Bonaparte.

—No, no. En absoluto. Aunque los traidores son, a menudo, un mal necesario para los gobernantes. Nadie es ajeno a las envidias en mi posición.

—¡Pero debéis cuidar vuestras espaldas, señor! —dijo Nadia inquieta—. Los tenéis más cerca de lo que creéis.

Bonaparte recordó que no estaban solos. El capitán de la guardia y su escolta seguían allí, unos pasos por detrás de donde tenía lugar aquella conversación, y se vio obligado a rectificar el tono de sus palabras.

—Eso es una acusación muy seria viniendo de alguien ajeno a este puesto de mando, mademoiselle —dijo mucho más serio—. No os conozco. Y si me he dignado a recibiros es porque la guardia me ha asegurado que os envían los sabios azules. ¿Me equivoco?

—No os equivocáis, señor —respondió Nadia, sin perder un ápice de su encanto—. Son ellos quienes nos han hablado de la existencia de esos traidores.

Los ojos de Bonaparte relampaguearon. En su mente comenzaban a cruzarse curiosas señales de alarma. ¿Podía fiarse de aquella sorprendente criatura? ¿Le decía la verdad? ¿O quizá era víctima de un ardid brillante? Había algo, al menos, en lo que nadie podía engañarlo: él había soñado con aquella mujer justo antes de encontrarse con los sabios azules en Nazaret. Era un vínculo sutil, pero vínculo al fin y al cabo. Allí fue donde el anciano Balasán le hizo comprender que toda su vida estaba predestinada para llegar a Egipto y el que le prometió que le revelaría los secretos de la vida eterna antes de cumplir los treinta años. «La edad del Sed», le dijo el patriarca. Ahora intuía que existía una relación entre ambos hechos…, pero necesitaba saber de qué clase.

—Decidme —se acercó a Nadia, oliendo de nuevo aquel embriagador perfume—: ¿qué sabéis de los sabios azules? Necesitaría verlos de nuevo.

—¿Para qué, señor?

La inesperada pregunta deslizada por Alí le sorprendió. Bonaparte se giró hacia el gigante, que había permanecido mudo hasta ese momento, dejando atrás a Nadia. El fuego de la determinación también ardía en sus ojos.

—Tengo mis propias razones. Y permitidme deciros que no son de vuestra incumbencia —le replicó molesto.

Alí no se inmutó.

—Sí lo son, señor —respondió muy serio—. Mi familia ayuda desde hace siglos a esa hermandad de sabios. Estos solo bajan de las montañas una vez cada dos mil años, y siempre para elegir a un mortal digno de recibir su conocimiento.

—¡Yo ya he visto a los sabios azules! —replicó más irritado todavía.

El anhelo que sentía Bonaparte un segundo antes había mutado de repente en ferocidad.

—Lo sabemos —aceptó Alí sin alterarse—. Y sin duda volveréis a verlos, señor, aunque quizá no donde ni como esperáis.

—Parecéis muy seguro. —Frunció el ceño, intrigado por aquella respuesta.

—Hace mucho tiempo, general, nuestra familia fue honrada con su confianza. De hecho, nos han enviado ellos para preparar vuestra sagrada iniciación.

Bonaparte entornó los ojos y volvió a contemplar, esta vez con recelo, a la muchacha.

—Mi iniciación…

En silencio, comenzó a pasear por la estancia.

La sola posibilidad de que la belleza que había llamado a su puerta pudiera formar parte de un ardid enemigo lo hacía hervir de furia. Debía recordarse que estaban en guerra, que en suelo egipcio había muchas personas que lo odiaban profundamente. No debía, pues, permitirse bajar la guardia bajo ninguna circunstancia.

—Decidme entonces —habló al fin, dirigiéndose a Alí—, ¿cómo sé que no pertenecéis a esa secta de Luxor de la que me advertían mis hombres? ¿Por qué razón debo fiarme de vosotros?

Nadia, que los miraba sin atreverse a interrumpirlos, se adelantó a responder:

—Si fuéramos esos fanáticos, señor, ¿de veras creéis que nos presentaríamos así ante vos? No traemos armas. Miradnos. Solo os ofrecemos un mensaje de advertencia y un conocimiento que compartir.

La muchacha parecía sincera. Aun así él receló.

—¿Qué clase de conocimiento?

La Perfecta percibió que la mirada del general volvía a tornarse enigmática. Sus rostros se habían quedado a unos centímetros el uno del otro y podía sentir con claridad la corriente que había comenzado a circular entre ellos. Era una extraña mezcla de recelo y deseo que, de repente, comprendía muy bien. «¡Dios! —pensó—, ¡él siente lo mismo!». En una fracción de segundo Nadia reconoció aquella mirada perturbadora. Había estado fantaseando con esos labios durante su viaje a El Cairo. «¡Balasán tenía razón! —se turbó—. ¡Él es el guerrero!».

—¿Y bien? —la sacó Bonaparte de sus cavilaciones—. ¿Qué clase de conocimiento me ofrecéis?

Nadia se recompuso:

—Hablo de un conocimiento iniciático, señor.

—Parece interesante —susurró.

—Y lo es. Pero, como quizá sabréis, ninguna iniciación debe darse ante terceros —añadió ella, dando un paso atrás, echando un vistazo a la guardia encargada de velar por la seguridad de su interlocutor.

—¿Queréis que nos dejen a solas?

La pregunta le sorprendió incluso a él mismo. En un segundo calibró los riesgos de esa acción, pero no vio ninguno que no fuera capaz de dominar.

Ella asintió con timidez.

—Me parece bien —sonrió Bonaparte.

Y diciendo aquello, se volvió hacia su oficial de guardia y ordenó que sus dragones y él escoltaran a Alí fuera de allí hasta nueva orden.

A Nadia se le hizo un nudo en la garganta en cuanto vio que la puerta se cerraba tras el último soldado, pero intuyó que el momento para el que había sido preparada había llegado ya. Lo notó en lo aguda que se había vuelto su percepción en los últimos minutos. Desde que reconoció a Napoleón Bonaparte como el hombre de sus visiones acosado por las sombras, todo su cuerpo parecía capaz de interpretar sus reacciones. Ahora lo tenía frente a ella, atravesándola con una mirada entre insolente y curiosa, preguntándose qué clase de conocimiento le tendría reservado. Casi podía leer su mente y empatizar con sus dudas. Pero, incertidumbres aparte, estaba creciendo también entre ellos una inexplicable familiaridad. Como si, en efecto, se reconocieran de otro lugar, o quién sabe incluso si de otro tiempo.

—¿No me teméis? —le preguntó el general. El tono aterciopelado de su voz le provocó un escalofrío.

La Perfecta luchó por controlar la marea de sentimientos encontrados que la azotaba. Claro que lo temía. Cómo no iba a temer a un hombre con su poder. A un extranjero armado del que había oído decir tantas barbaridades. Pero, a la vez, algo le estaba haciendo creer que él no era así. Que estaba tan desorientado como ella en esa situación. Que estaba en su destino llegar juntos a buen puerto.

—No parecéis la clase de hombre que haría daño a una mujer —le respondió, ahogando sus certezas.

Él la miró muy serio.

—Podría deteneros ahora mismo por conspiración. ¿No habéis pensado en ello?

La Perfecta abrió los ojos sorprendida.

—No…, la verdad —sonrió tímida, mientras Bonaparte se acercaba todavía más. Podía percibir el combate entre el anhelo y la corrección que se libraba en su interior.

—Alguien debería haberos enseñado a no ser tan confiada.

Bonaparte dijo aquello tomándola por la muñeca. Sus dedos quemaban, pero Nadia estaba decidida a no mostrarle temor alguno.

—Y alguien debería haberos enseñado modales, monsieur —replicó sin soltarse—. He venido para preveniros de un peligro. No creo que una celda sea mi mejor recompensa.

—Ah, ¿no? Y decidme, ¿qué recompensa esperáis?

—Sería suficiente algo de cortesía.

Bonaparte soltó en el acto a Nadia, borrando el último atisbo de desconfianza de su rostro.

—Perdonadme, mademoiselle. Tenéis razón. Parece que he olvidado mis modales.

Pero entonces, como arrastrado por un impulso ingobernable, acarició ligeramente su mejilla. El roce les hizo temblar a ambos, haciéndoles olvidar de repente lo diferentes que eran.

—No deberíais quedaros aquí —dijo él sin demasiado convencimiento—. Ahora sois vos la que estáis en peligro.

—Aún no he entregado lo que os he prometido —protestó ella igual de apática.

—Ah, ¿no? ¿Qué es?

—¿Ya no lo recordáis? La iniciación…