Hacía menos de veinticuatro horas que Bonaparte había regresado de las playas de Abukir. Eufórico pero agotado saboreaba en soledad el triunfo de su última campaña contra las tropas otomanas. Siempre lo hacía así. En el diván de su despacho-dormitorio, en el tercer piso del palacio de Azbakiya, imaginaba ahora qué nombre dar a su nueva victoria. Aquello era un asunto serio para él. Leyendo a los clásicos había descubierto que el acto de bautizar lo asemejaba a Dios como ningún otro. A fin de cuentas, había leído en el Génesis que el Ser Supremo solo otorgaba su verdadero carácter a lo creado cuando le ponía nombre. Y él quería imponer el suyo a cada una de sus gestas. La «batalla de las pirámides» o la «batalla del Monte Tabor» estaban ya en sus notas y en los informes que había despachado hacia París. Pero ¿cómo llamaría a la última?
Necesitaba reflexionar.
A su memoria acudía una y otra vez la escena más memorable de los combates en Abukir. La había protagonizado el general Joachim Murat a pocos metros de él, en medio de una de las últimas cargas de la caballería mameluca. Murat, en un sorprendente acto de valor, había cargado contra sus enemigos sable en ristre, seccionando de un tajo la mano izquierda al lugarteniente de Djezzar. ¡Qué momento! La estupefacción y el horror de aquel guerrero pronto se contagió a sus hombres, que vieron con espanto a su bajá humillado como un vulgar ladrón. Lo que maravillaba a Bonaparte es que un solo tajo pudiera decidir el curso de una batalla. Un tajo idéntico al dictado por la ley islámica para quienes pretenden quedarse con lo que no les pertenece. Y es que, a raíz de aquel mandoble, los otomanos comenzaron a huir en desbandada, avergonzados, prefiriendo morir ahogados en las playas de Abukir que mutilados por las escuadras francesas.
¡Qué enseñanza!
Bonaparte había comprendido que dominar el complejo universo de los símbolos, de la «palabra primordial», era hacerse con el poder de los mismísimos dioses. Nadie había racionalizado ese hallazgo como él. Incluso el general Kléber, su hombre más inteligente, se había dejado llevar por la hazaña de Murat sin comprender en el fondo por qué había causado semejante conmoción entre sus adversarios. «¡Sois grande como el mundo! ¿Lo veis?», le gritó él sobreexcitado, sacudiéndole por las charreteras, en medio del campo de batalla.
Pero Bonaparte no se embriagó de euforia. Al contrario. Había observado al detalle lo ocurrido, sorprendido de que Kléber, cabeza visible de una fraternidad masónica, experto en simbología, no se hubiera percatado de aquello. La ceguera de su mano derecha le confirmaba por enésima vez que había sido una decisión inteligente no aceptar su invitación a formar parte del Taller que él presidía.
Ser el único de su ejército con semejante capacidad de interpretación simbólica no le causaba malestar alguno. Poseerla lo convertía en un oficial superior. Y lo seguiría siendo en tanto apreciara y supiera manejar el modo de percibir el mundo de quienes lo rodeaban.
Jean-Baptiste Kléber era, pese a todo, el que mejores dotes de observación tenía. Y no era solo por su corpulencia y buena vista, sino también por sus conocimientos de historia, psicología, geografía y su perspicacia para ver señales de la Providencia donde los demás apenas percibían casualidades. En su campaña de Palestina le dio una última prueba de esa capacidad. «¡Nazaret os ha traído la suerte que merecéis!», lo zarandeó el día que lo salvó de Djezzar, embargado por la emoción de la victoria. «Jesús venció aquí a la muerte. Vos a nuestros enemigos. ¡Estáis bendecido como Él!».
La forma en la que dijo aquello fue extraña, casi profética, y le causó cierta turbación. Aunque después, tras encontrarse con los sabios azules, lo olvidó por completo.
Bonaparte, repuesto de los combates, limpio y afeitado, había recordado ahora aquel gesto con renovada inquietud. ¿Y si Jean-Baptiste Kléber tenía razón? ¿Y si la suerte, la baraka, estaba ya con él? ¿No habría llegado al fin el momento de lanzarse con ella a la conquista de Europa? ¿Del mundo? ¿Acaso sus victorias no lo estaban convirtiendo en un mito viviente, en un nuevo Alejandro? ¿Y no sería un broche perfecto a sus ambiciones que antes de dar ese paso remachara su reputación superando la prueba de la que le hablaron los sabios azules?
Justo en ese momento, la puerta de su despacho se abrió.
—Con su permiso, mi general.
Un capitán de servicio le sacó de sus cavilaciones.
—Pasad, oficial —dijo de mala gana—. ¿Qué sucede?
—Acaba de llegar un despacho urgente del general Desaix desde el Alto Nilo, señor.
—¿Y de qué se trata?
—Parece importante, señor —dijo como excusándose—. Dos de los miembros de la Comisión Científica, los ingenieros De Villiers y Prosper Jollois, aseguran que se está fraguando un complot contra vos.
Napoleón Bonaparte no pareció inmutarse, haciendo un gesto con la cabeza para que continuara.
—La verdad —añadió el capitán— es que su advertencia es un poco… extraña. Dan detalles muy concretos. No parece un rumor. Temen que vuestra excelencia pueda caer en manos de una secta local y que, por su culpa, perdamos el control del país. Dicen…
—¿Aún dicen más?
—Aseguran que vuestra vida está en serio peligro, señor. Que quienes dirigen ese culto son unos asesinos despiadados.
Bonaparte observó al oficial con gesto incrédulo.
—¿De veras? —preguntó con cierta sorna.
—Sí, mi señor.
—¿Y vos, capitán, creéis verosímil toda esa sarta de avisos?
El oficial tragó saliva, perdiendo el color del rostro.
—¿Estáis pidiendo mi opinión, señor?
—Así es.
El dragón titubeó nervioso.
—¡Pues claro que no, capitán! —La estrepitosa carcajada de su general devolvió la calma al mensajero—. Parece mentira que mis propios hombres se dejen embaucar por esas cosas. ¡Una secta local! ¡Memeces, capitán! ¡Eso es como creer en los encantadores de serpientes! Este pueblo es muy dado a la imaginación. ¿Qué se creen? ¿Qué van a mesmerizarme unos beduinos fanáticos? Ni os molestéis en redactar una respuesta a ese informe, capitán.
—Eh… Hay otro asunto del que debo informaros, señor.
Bonaparte calló.
—Dos egipcios se han identificado hace un rato en la puerta principal de palacio solicitando audiencia con vuestra excelencia.
Y se puso serio de nuevo.
—¿Dos egipcios? ¿Queréis decir dos ciudadanos de a pie, capitán?
—Eso parece.
—¿Y qué quieren?
—Vienen a avisaros… —dudó— de un peligro.
—¿También ellos?
El oficial asintió con gesto preocupado.
—Tal vez se trate de algo serio, señor —dijo inquieto por la confluencia de mensajes.
—¿Y por qué no facilitan esa información a la guardia? Es ella la que se ocupa de mi seguridad.
El capitán dudó un instante si insistir o no:
—No quieren hablar más que con vos, señor —dijo al fin—. Nos pidieron que os mencionáramos que son enviados de los… sabios azules. ¿Os dice algo eso, señor?
El general se levantó del diván, plantándose justo bajo la mirada del oficial:
—¿Han mencionado ese término? ¿Sabios azules? ¿Estáis seguro?
—Sí, señor.
—Está bien, capitán —asintió dándose la vuelta y cogiéndose las manos por la espalda—. Los recibiré. Hacedlos subir dentro de media hora. Necesito terminar mi meditación. Ah… Y dad la orden de que me traigan el mejor vino que tengamos en bodega. Hemos derrotado a los otomanos y tengo mucho que celebrar.