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Cuartel de Azbakiya, El Cairo

Ocaso del 11 de agosto de 1799

—Deseamos hablar con el general Bonaparte —oyó decir al egipcio rasurado y de aspecto recio que se había colocado a pocos pasos de su visera. Iba acompañado por una mujer con el rostro cubierto que no dijo ni palabra.

El soldado apostado junto al portón del destacamento receló. Casi ningún musulmán pronunciaba bien el nombre de su superior, y mucho menos sabía enunciar su rango militar con corrección. Ese era el primero al que veía hacerlo y su aspecto desastrado y avejentado, casi de disfraz, no le gustó.

—¿Quién desea verlo? —preguntó marcial.

—Alí ben Rashid y su sobrina Nadia. Acabamos de llegar del Alto Egipto solo para entrevistarnos con él. Se trata de un asunto de la máxima importancia.

—¿De qué importancia exactamente? —interrogó desconfiado.

—¡De vital importancia! —replicó Alí muy severo—. Decidle que los sabios azules nos envían para advertirlo de un peligro que le incumbe.

—¿De veras? —Una leve sonrisa se dibujó en el hasta entonces impasible rostro del soldado—. ¿Y quiénes son esos?

—¡Mencionádselos! Haced lo que os he dicho si no queréis tener problemas.

El soldado frunció el ceño. No estaba acostumbrado a que un civil le dijera lo que tenía que hacer. Sin embargo, había algo en la actitud de aquel hombre que le convenció de que su apremio era legítimo.

—Muy bien. Esperad aquí —dijo.

Y antes de desaparecer tras la puerta añadió:

—Pero si lo que me habéis dicho no es cierto, vos y vuestro acompañante vais a tener problemas muy serios. ¿Lo habéis comprendido?

Alí le respondió con una sonrisa enorme.