A primera hora de aquella tarde del domingo 11 de agosto, Omar Zalim había encontrado ya lo que buscaba. Situada en el centro de la ciudad, en el corazón de una barriada atestada de puestos de fruta y mezquitas, se levantaba una vieja casona de la que emanaba una fuerza que le impresionó. Era una vivienda de una sola planta, de paredes de adobe y con una pequeña puerta de acceso que, como muchas de su condición, ocultaba todo un laberinto de estancias y patios en su interior. Aquella portezuela apenas estaba protegida por una cortina de tela que parecía que fuera a caerse a pedazos.
Pero ese lugar —Omar lo supo nada más verlo— no era lo que parecía.
Elegido para no llamar la atención, el recinto se encontraba protegido por una energía superior que lo hacía invulnerable. Los faraones la llamaban san ankhu. Una membrana invisible, magnética, que había sido desplegada a su alrededor para repeler cuanto no le fuera afín. El nuevo instinto de Omar —ese que había adquirido frente a los escritos de la tumba del faraón Amenhotep, vivificados por el rito de sangre que lo había llevado hasta allí— le decía que en esa casa era donde sus enemigos escondían a Nadia ben Rashid. Y también que debía entrar cuanto antes y llevársela.
Pero ¿cómo?
¿Con qué magia iba él a neutralizar semejante coraza?
¿Acaso quien la había desplegado no demostraba un conocimiento de hechicería infinitamente superior al suyo?
La última duda lo dejó pensativo.
«¡Los sabios azules! —concluyó en un destello de suprema lucidez—. ¡Debo darme prisa!».
El aspecto externo de aquella finca era ruinoso y no mostraba nada que llamara la atención. No había verjas ni muros elevados. Tampoco puestos de vigilancia o ninguna otra medida de seguridad. No mostraba rótulos ni señales que indicaran la clase de actividad de la que vivían sus propietarios. Y, sin embargo, pese a su aparente desprotección, cada vez que Omar había intentado aproximarse —y lo había hecho en varias ocasiones durante la última hora—, había sentido que sus músculos se venían abajo, que su estómago se endurecía hasta la náusea y que la vena de su sien se le inflamaba causándole un terrible dolor de cabeza.
«Es un hechizo azul —se reafirmó—, y de los fuertes».
No obstante, lo que terminó por convencerlo de que Nadia estaba en el interior no fue aquella magia, sino los comentarios de los vecinos. Un curtidor que tenía el taller puerta con puerta con la casa había visto entrar esa misma mañana, bien temprano, a una joven muy hermosa acompañada de un matón de rasgos rudos.
«Es Alí», dedujo mientras un regusto amargo se le instalaba en la garganta.
El hijo del artesano, un niño de unos nueve años que tenía amigos que vivían en esa finca, le aseguró que sus familiares esperaban una visita importante y que incluso habían preparado la vivienda para recibirlos.
Todo, pues, encajaba con lo que su instinto le dictaba.
Convencido de que sería solo cuestión de tiempo que la Perfecta decidiera abandonar su nueva madriguera, Omar montó guardia.
Cuando hacia las tres de esa tarde vio que por fin se descorría la mugrienta cortina de la fachada y de ella emergían dos personas, su corazón dio un vuelco. Desde la esquina en la que se había parapetado, escrutó con atención a la pareja. Le parecieron dos ancianos de avanzada edad. El caso es que se asomaron con recelo al exterior, y apoyándose el uno en el otro iniciaron un paseo titubeante calle arriba.
Omar dudó.
Sus dedos se crisparon sobre su fiel daga de Damasco, pero prefirió observar.
Los ancianos vestían unas chilabas sucias, desgastadas, llevaban las cabezas cubiertas y habían enfilado la calle Bayn-al-Qasrayn con tanta precariedad que aguardó a que una tercera persona saliera de la casa para auxiliarlos. Pero eso no ocurrió. Lo que, al fin, terminó por convencerlo de que no suponían amenaza alguna ni se trataba de sus fugitivos fue ver que varias personas se acercaron a saludarlos con afecto. Debían, pues, de ser sirvientes. Tal vez vecinos. Una de aquellas personas incluso los guio hasta el puesto de verduras más cercano.
Pero justo entonces Omar se dio cuenta de otra cosa.
La puerta de la vivienda se había quedado abierta. La cortina ya no ocultaba el acceso a un zaguán amplio que parecía dar a un patio interior luminoso… y sintió que el extraño nudo en el estómago que le había impedido acercarse hasta ese momento a su umbral ¡se había desvanecido!
Era su oportunidad.
«Ningún hechizo, por fuerte que sea, puede mantenerse indefinidamente contra el equilibrio de la naturaleza —pensó—. Así trabaja Maat». Y él estaba decidido a aprovechar la ocasión que se le brindaba.
Sin pensárselo, atravesó la puerta y el primer patio buscando alguna traza de la Perfecta.
Lo primero que le llamó la atención fue la soledad. Luego el silencio.
La casa era un lugar limpio, poblado de puertas sin cerradura y de escaleras. Husmear en cada rincón le iba a llevar un buen rato.
—¿Buscas algo, Zalim?
Una poderosa voz a sus espaldas le hizo arrinconar aquel pensamiento. El escarificado echó mano a la cintura, buscando su arma, pero cuando se giró para averiguar quién lo había reconocido estuvo a punto de dejarla caer de la impresión. Su interlocutor era un hombre mayor, de mirada ancestral, de un azul que parecía desgastado por los siglos y que lo contemplaba con firmeza desde el centro del patio.
—La que buscas ha partido ya hacia su destino —dijo sin dar muestra alguna de sorpresa.
Omar reconoció en él la fuente del san ankhu que hasta hacía un momento había protegido el lugar, y se reprochó con rabia haber dejado escapar a los dos ancianos.
—Sé quién eres, maldito seas… —respondió sabiéndose burlado.
Entonces el anciano, impertérrito, dijo:
—En ese caso, sabrás también por qué estoy aquí, ¿no es cierto, Omar Zalim?
La proximidad de aquel individuo le provocaba una singular desazón. Empezó a sentir pequeños calambres en las puntas de los dedos y dificultad para llenar sus pulmones. Sus cicatrices comenzaron a escocerle. Si hubiera podido apelar a todas sus fuerzas, habría salido de allí tras los dos fugitivos. Pero no pudo. Ya era tarde. Sabía con quién había tropezado.
—Los sabios azules solo regresáis cuando tenéis un elegido al que confiar la ambrosía de los antiguos dioses —musitó con fastidio, sin bajar la vista de sus ojos, haciendo verdaderos esfuerzos por no tambalearse—. Es una lástima que os empeñéis en aliaros con los descendientes de Horus en vez de con nosotros, los hijos de Set.
—Sois la oscuridad —replicó.
Una súbita bofetada de calor le subió hasta las mejillas, nublándole la visión. Aquel anciano irradiaba más y más poder.
—La noche es el lugar de las estrellas, de los astrónomos, de los contadores de historias, de la cultura, de la magia —replicó jadeante—. ¿Por qué nunca habéis confiado en nosotros? El universo es una criatura nocturna. La humanidad también.
El venerable Balasán —pues él era quien tenía enfrente— cruzó los dedos de sus manos en actitud compasiva.
—Todavía no lo has entendido, ¿verdad, hijo? —sonrió—. Nosotros no tomamos partido por nadie. Cumplimos con un cometido que se nos confió hace siglos: ayudar a los que merecen la vida eterna a alcanzarla. Eso es todo.
—¿Y se la vais a dar antes a un extranjero que a los propios egipcios?
El Viejo de la Montaña sonrió de nuevo.
—Veo que estás bien informado, Omar.
—Se me mostró en las entrañas de una Ben Rashid, bajo los textos mortuorios de Amenhotep…
Omar dejó que aquella frase calase en su interlocutor, que ni por un instante perdió su mueca de suficiencia. El hechicero se descompuso.
—Apoyáis al bando equivocado —prosiguió en tono más urgente—. La estirpe de Nadia quiere solo para ella el legado de los dioses. Si la ayudáis, seréis cómplices de su pecado de avaricia. Pretenden romper el Maat. ¡Robárnoslo!
Pero Balasán siguió inalterable.
—Ni tú ni los tuyos podéis hacer nada para impedirlo —sonrió, duplicando la potencia de su energía protectora—. Da igual el mal que despliegues. Bunabart y ella están predestinados a encontrarse; sus destinos están trazados.
—¡Los destinos se rompen! —aulló, cayendo de rodillas.
—Estos no. La gran ceremonia Sed está otra vez en marcha y nada en este lado de la vida podría pararla.
Al escuchar aquello, una luz extraña relampagueó en los ojos de Omar.
—¿Y en el otro? —preguntó desde el suelo.
La pregunta desconcertó por primera vez a Balasán, que titubeó al hablar:
—No entiendo…
—Los sabios azules tenéis un curioso don. —Se creció el hechicero, consciente del efecto de sus palabras—. Podéis transitar entre el más allá y el más acá a voluntad. Domináis el ba y el ka. Las dos mitades del alma humana. La que permanece con el difunto y la que se reúne con el Creador. Gracias a ese poder conseguís manifestaros en un lado y en el otro de la vida…
—Ese es parte de nuestro conocimiento, sí —aceptó dubitativo.
—Pero, en el fondo —Omar se levantó con esfuerzo—, todos tenemos esa herramienta para hacerlo, ¡el ka!
—Así es. Aunque no la merezcas, tú también tienes uno —dijo Balasán, que por primera vez había perdido el control de la conversación.
—¡Exacto! Y si yo muriese ahora mismo, mi ka saldría de este cuerpo y entraría en la región de eternidad donde el espacio y el tiempo no importan. ¿Me equivoco?
—No. No te equivocas.
—Si yo muriese, Balasán, podría interferir desde mi nuevo estado de existencia en vuestra ceremonia sagrada y hacer que Bonaparte fracasara. Lo que no puedo hacer ahora, en este lado de la vida…, podré hacerlo en el otro, ¿no?
La mirada de Balasán se afiló.
—No lo harás —dijo imperativo.
—¿Por qué no? —Se tambaleó—. Conozco los hechizos. He entrado en las antiguas tumbas y recitado los ensalmos del más allá. He estudiado los pasadizos del inframundo…
—¡No lo harás! —repitió.
Omar Zalim dejó que una mueca siniestra iluminase sus facciones:
—En esta partida, venerable, hay que jugar fuerte. El secreto de la vida eterna no puede caer en manos impuras. Es Maat. Y Maat, lo sabes muy bien, nos afecta a todos.
El anciano de ciento diez años se estremeció.
Nada pudo hacer para impedir que Omar Zalim levantase con sus dos manos la daga que aún sostenía y que, con un gesto brusco, se la clavase de un golpe en el centro del pecho. Los ojos del hechicero se vidriaron al momento. Los de Balasán se incendiaron ante semejante escena. Su sangre empezó a verterse a borbotones sobre el enlosado, empapándole la ropa.
—Te veré al otro lado, Viejo de la Montaña. —Omar ahogó su último estertor, doblándose de nuevo sobre las rodillas—. Y os venceré… ¡a todos!